Un observatorio privilegiado.- Desde que en el año 2009 instalamos la sede gallega del Taller de Ediciones en la ciudad de Pontevedra, he venido mostrando (con pruebas, “los únicos amores” de la vida intelectual) que la boa vila pontevedresa, por su singular evolución en los tres últimos siglos, se ha convertido –al menos para quien esto escribe- en un observatorio incomparable en lo que se refiere al estudio de distintos procesos históricos de larga duración, desconocidos o desfigurados. Más por ignorancia y reiteración de tópicos que por mala fe. El que se refiere a los usos locales de las lenguas habladas por sus hablantes es uno de ellos. Trataré de demostrarlo aproximándome a la desconocida trayectoria de una auténtica saga: la familia Anciles. Unos irmandiños da fala de mucho antes de que echara a andar -en mayo de 1916- el célebre movimiento galleguista, cuyo centenario concelebramos (2016-2017).
Dicho lo anterior, se entenderá mejor la forma –tan escueta y falta de énfasis- de darse la noticia (en ese mes de mayo de 1916) de que el iniciador de la primera Irmandade da Fala de Pontevedra era un clásico del galleguismo pontevedrés: Heliodoro Fernández Gastañaduy (nacido en la ciudad el 29-IX-1859). Médico-antropólogo de bien comprobada formación evolucionista, muy popular en la localidad y muy respetado en toda Galicia, donde -a pesar de sus merecimientos- nunca pudo dejar de ser para sus conciudadanos Heliodoro Anciles. Una especie de rencarnación de su padre, médico también, y galleguista desde los más oscuros orígenes del galleguismo: Francisco Fernández Anciles. El primer irmandiño da fala en sentido estricto que hubo en Pontevedra. Del que llamaba la atención su uso ciudadano, razonado, continuado, nada agresivo, pero beligerante (galleguista, en sentido pleno)- del gallego. La lengua que él usaba –con la mayor de las normalidades- en la vida cotidiana, en el gineceo familiar, en su prestigiosa tarea profesional, en mil y una iniciativas, cultivándola además como escritor…
Cuando la Pontevedra señorial se hizo militar
(Marcos da Portela)
Como bien saben nuestros lectores de LA CUEVA DE ZARATUSTRA, la singularidad pontevedresa a que me refería tiene en mi investigación una fecha fundacional.
La boa vila no era –hasta 1734– capital de ninguna de las siete provincias del llamado Reino de Galicia. Fue entonces cuando se convirtió (por sorpresa y de la noche a la mañana) en capital de una novísima provincia militar. En pocos meses, se dotó de excelente área de instrucción y acuartelamiento, sito en uno de los espacios más próximos, privilegiados y prometedores de extramuros.
Durante tres cuartos de siglo (1734-1808) en ese magnífico cuartel se albergó un Regimiento de Infantería con su correspondiente Escuadrón de Caballería y, en ciertas fechas rituales, se concentraba en él una de las primeras milicias señoriales que se constituyeron ese año en la antigua Corona de Castilla: el Regimiento Provincial de Milicias de Pontevedra. Hablo, pues, de un suceso de gran relieve demográfico para una pequeña villa, acaecido cien años antes de que la Revolución Liberal atlántica (cuyo triunfo aún estaba en el aire) la convirtiera en ciudad y en cuestionada capital de su propia provincia, administrativa y gubernativa (1833).
Miguel Anciles Anciles (¿?/ Pontevedra, 1846), el primer Anciles de que tenemos noticia, vino de Ferrol a instalarse en Pontevedra como consecuencia de este último cambio (1833-1834). Cuando ya se habían olvidado –al formar parte de la normalidad cotidiana- los profundos efectos que había producido la anterior militarización profesional, aristocrática y miliciana en lo que se refiere a las lenguas de uso de los hablantes en la nueva provincia. Sin embargo –debido a la extraordinaria novedad que introdujo esa militarización- los pontevedreses tuvieron la suerte excepcional de contar con tres observadores privilegiados (y de gran talento) que miraron con suma atención y perspicacia de sociólogos lo que estaba aconteciendo en el tramo intermedio. Me refiero –ni más ni menos- a dos frailes y a un civil: el jesuita José Francisco Isla (1703/ Destierro de Bolonia, 1781), el benedictino Martín Sarmiento (1695-Madrid, 1772) y el hermano de éste, Francisco Javier García Gosende Balboa Sarmiento.
Los tres se dieron cuenta –sobre todo- del alcance de ese proceso continuado de militarización miliciana, sin precedente, de la Galicia urbana y no urbana. Gracias a sus observaciones conocemos hoy múltiples detalles, olvidados incluso por los pontevedreses más atentos al estudio del pasado de su ciudad, empezando por la delimitación geográfica exacta de la nueva provincia militar, recortada de la administrativa y señorial de Santiago de Compostela.
Como resume Fray Martín, el Regimiento pontevedrés de milicias ocupaba el lugar 21 entre las 33 primeras sedes provinciales españolas, convirtiendo a la villa en cabeza del cuarto (…) de los seis Regimientos que el Reino de Galicia tiene existentes (Santiago, Orense, Betanzos, Tuy y Monterrey, los otros cinco; más tarde fueron seis, al incorporarse Mondoñedo en 1745). En 1808 había nueve, con el de Lugo y el desdoblamiento del santiagués, seguro que por sus tensiones internas: el Regimiento Provincial de Milicias de Santiago y el de Compostela). Así, volviendo al caso pontevedrés, en muy pocos años, la antigua Pontevedra señorial y clerical se convirtió en aristocrática y militar, con las consecuencias consiguientes en las lenguas de uso, a las que el intelectual benedictino prestó –antes que nadie y debido a ello- excepcional atención, hasta convertir el gallego en lengua de estudio y de ensayo literario. Fue por este último cometido que nació un personaje directamente relacionado con nuestra historia de los irmandiños da fala de la Galicia Sur, cuando renazca en 1876 y 1917. Fray Martín lo situó en el entorno de su casa campestre familiar, dado que habitaba las inmediaciones del pazo de Santa Margarita. En las afueras más próximas a la boa vila. Su nombre, Marcos da Portela.
De ser real –como pudo muy bien ser- el personaje literario, ni siquiera sería ficción presuponer que también Marcos da Portela fue miliciano gallego parlante. Esto es: un aldeano del común que cumplió -como tantos miles de gallegos de distintas generaciones- sus deberes militares, a lo largo de ocho o diez años de servicio discontinuo, sin dejar de trabajar en lo suyo y sin moverse apenas de sus pagos, pero ejercitándose con las armas, bajo las órdenes de militares profesionales y de señores locales de las familias más renombradas de la nobleza de las respectivas comarcas. Razón por cierto de que esas familias de la nobleza, por veces tituladas (incluso con grandeza de España), orgullosas de sus linajes, ya no sintieran la tentación de antaño por aproximarse o residir de continuo en la Villa y Corte. Bien por el contrario, como nueva nobleza militar, permanecieron en sus pazos lugareños, sacando adelante sus mayorazgos, y viviendo a la manera inglesa su vida cotidiana entre las residencias aldeanas y las nuevas grandes casas con escudo que alzaron en la Pontevedra dieciochesca. Sin renunciar del todo –eso sí- a su temporadita de Madrid. Un cambio drástico que afectó al uso habitual del gallego, hablado por ellos (con normalidad) cuando trataban con su servidumbre y con sus caseros, colonos, aparceros… O cuando mandaban los ejercicios de armas y presenciaban los movimientos marciales de sus milicianos. Razón de que, llegado el tiempo de las guerras napoleónicas, el gallego también comparezca en textos impresos del estilo de O labrador que foi sarxento (1808) o el escalofriante Proezas de Galicia (1810)…
En malos versos, pero con información penetrante, Pepito Hermida y Castro, el muy querido primo hermano de Rosalía de Castro (tan admirado por Alfredo Vicenti, Alfonso R. Castelao y nosotros mismos, como despreciado por el seguidismo murguista de tantos estudiosos del galleguismo) escribió a propósito de su madre y de sus tías, lo que se convirtió en común y lógico desde aquel paréntesis, tanto en los pazos más aristocráticos como –y sobre todo- en las más modestas casas grandes de la pequeña nobleza, cada vez más mezclada –unos y otras- con la burguesía. El gallego era, según Pepito, la lengua de uso habitual en su casa grande de Lestrove, sin olvidar por ello el español, porque a quienes no utilizaran con rigor esta lengua los consideraban las De Castro “poca cosa”… Y lo mismo que sucedía en Padrón y en Lestrove, donde los señores del pazo de A Retén ejercieron de oficiales de los Regimientos Provinciales de Milicias compostelanos, también se convirtió en lo más normal en Pontevedra y en toda Galicia, urbana y no urbana. Siendo prototípico el pazo de los Sarmiento, desde Fray Martín a Luis Amado Carballo.
Aunque desconociendo –como es lógico- nuestra investigación sobre ese paréntesis militar, señorial y miliciano, mantenido a contrapelo de la Revolución Liberal en los pagos atlánticos del siglo XVIII y de la mayor parte del XIX, tiene interés recordar esta precisión del citado Vicenti, escrita a propósito de la provincia pontevedresa a finales del siglo XIX (1895):
Se habla gallego en toda la provincia, gracias sin duda a la tenacidad con que lo amparó la mucha nobleza rural, bien fuese por alarde de independencia y de señorío, bien por la necesidad de tratar a cada instante con arrendatarios y foreros.
Pero el origen social de los Anciles tiene más que ver con la nueva Pontevedra, liberal y neo burguesa, surgida de esa inconclusa Revolución (Atlántica, por excelencia). De ahí el interés adicional de estudiar –a efectos comparativos- su caso.
De la Revolución Cultural
(La imprenta de los Anciles, los Malvar y el gallego)
Tengo que desmentir –antes de pasar adelante- un craso error, reiterado en las fuentes españolas y gallegas de mayor prestigio, por el vicio tópico de no contrastar informaciones que se consideran canónicas o de darlas como citas de autoridad. Me refiero a la falsedad que afirma de manera incansable que Francisco Fernández Anciles nació en 1810, acrecentando así el misterio que se venía cerniendo sobre los orígenes de tan interesante como desconocido personaje.
Conviene recordar al efecto que Manuel Murguía (n. en 1833), cuando esquematiza –en fecha indeterminada- el anteproyecto de Los precursores, ya anota su nombre. Pensaba tratar de él en ese libro de manera específica. Al variar por completo el plan originario, al considerarse agredido por Valentín Lamas Carvajal, los hermanos Muruais y otros mozos demócratas, republicanos y federales de la Galicia Sur, nacidos entre 1845 y 1859, no lo hizo. Pese a ello, volvió a mentarlo de pasada al referirse a los pioneros del galleguismo que –en esos tres lustros, 1845-1859- ya estaban acumulando información para publicar los primeros diccionarios del gallego. Lo alude, además, como su condiscípulo.
Nosotros sabemos hoy con seguridad por una noticia del diario La España de Madrid que el 23 de septiembre de 1858 se licenciaron 27 jóvenes formados en la Facultad de Medicina de la Universidad compostelana. Además de Francisco Anciles, el periódico se refería a otro pontevedrés: su amigo de toda la vida y correligionario progresista Luis Rodríguez Seoane (Pontevedra, 1836/ Santiago de Compostela, 1902), redactores ambos de El País, excelente semanario de Pontevedra (1857-1858). Conocida esta información y sabida con seguridad la data del nacimiento de este Rodríguez Seoane, nos atrevemos a apostar que nuestro Anciles nació en el bienio 1835-1836. Un cuarto de siglo más tarde de lo que afirman todas las fuentes aludidas.
Sabemos también que nació en el centro antiguo de la Pontevedra diminuta, aún amurallada, casi mirando desde sus soportales a la actual plaza de Teucro. En casa de buen acomodo. Con derecho a voto en tiempos de sufragio censitario muy restringido y –por ende- con algunas compras de bienes desamortizados.
Me atrevo igualmente a decir que su padre era boticario y su madre, Josefa, una de las seis hijas del citado Miguel Anciles Anciles, segundo editor del Boletín Oficial de la Provincia de Pontevedra, según cuenta en su excelente investigación sobre las imprentas pontevedresas Antonio Odriozola (1989). Supo también nuestro inolvidable amigo, por su testamento, que -en la tarea de editor- Miguel Anciles tuvo por socio a Eugenio Reguera Pardiñas (Pontevedra, 1806/Noya, 1866), personaje nada colateral en esta historia, pues fue (como gobernador civil al servicio del centralismo revolucionario de los liberales) un intenso animador cultural en las provincias –españolas y gallegas- por las que fue pasando. Murguía –en su necrológica- nos habla de su generosidad ilimitada, valorando su importante acopio de documentos de gran valor histórico, puestos –con su apoyo personal- al servicio de historiadores como Leopoldo Martínez Padín (Tuy, 1823/ Madrid, 1850). Los filólogos, por su parte, nos recuerdan (ya en lo que hace al uso y estudio de la lengua gallega) que fue colaborador de Luis Aguirre del Río (Lestrove, 1842/ Santiago de Compostela, 1866) en la redacción de su madrugador Diccionario del Dialecto Gallego (1858), y autor, el propio Reguera, de la Traducción de algunas voces, frases y locuciones gallegas especialmente de agricultura al castellano. Francisco Fernández Anciles, por lo que diremos más adelante, tuvo que conocer y acaso continuar con esa afición y generosidad que hizo suya.
Pero aún hay más que decir del Reguera porque –a través de su parentela y de los Anciles- nos meten de lleno en el complejo ambiente sociológico (entre militar, miliciano, aristocrático y neoburgués: todo en uno) de la Pontevedra en transición revolucionaria de la sociedad señorial a la liberal (1833-1854). Con los usos pautados de la lengua gallega y española a que me he referido.
Era su nombre completo Antonio Reguera Mondragón Pardiñas Villardefrancos y venía de los Mondragón compostelanos que conducen a los Armada Mondragón, marqueses de Santa Cruz de Ribadulla, intensamente relacionados desde el siglo XVIII con los Regimientos Provinciales de Milicias. Casó, además, con Desamparada, una hija de Julián Malvar Pinto (San Miguel de Deiro, 1785/ Noya, 1857), primer conde de Malvar, militar y miliciano también, descendiente directo de los Malvar Pinto del pazo de la Carballeira de Langarón, alzado por su antepasado Sebastián (Salcedo, 1730/ 1795), el arzobispo pontevedrés de Compostela (que también lució en vida el alias de Soldadón). Hombre de cultura este Julián, señoreó -con la mayor normalidad- el pazo orensano de Eiroas (O pazo do Conde) y la no menos célebre Casa Malvar de la villa de Noya, donde es fama que su familia desplegó intensa actividad, ejerciendo de protectores de los artesanos que operaban a su servicio, caso de su sastre, padre de Lisardo Rodríguez Barreiro (Noya, 1862/ Villagarcía, 1946), que logró –con ese apoyo incondicional de los Reguera Malvar- llegar a ser –tras pasar por los más variados mesteres, realizados en gallego y en español- una figura destacada del periodismo, la cultura y la gastronomía, y el más célebre boticario galleguista de la comarca arosana…
Francisco Fernández Anciles se crió en ese ambiente, tan desahogado. Por si no fuera suficiente con lo antedicho, aún hay que añadir que era sobrino de Carmen Anciles y Francisco Luis Pinto (de los citados Malvar Pinto), la pareja de impresores de Las Musas del Lérez (1842), el primer periódico (“de literatura, ciencias y letras”) de la ciudad y de los Misterios de Pontevedra por Un Viejo de Buen Humor que a los sesenta años de su vida empieza a escribir en verso por seguir el torrente de la moda (1845). Invención ésta -con caricatura simulada- del verdadero autor: José Benito Amado Boullosa (el futuro Juan de Lérez), que sólo tenía 23 años y que –junto al compostelano Antonio Neira de Mosquera- iniciaba así la fascinante historia del humorismo gallego contemporáneo. Misterios, por cierto, donde ya comparece –en 1845– la lengua gallega en versos del cuñado de José Benito, Juan Manuel Pintos (Pontevedra, 1811/ Vigo, 1876).
También fue impresora su tía Carmen, viuda ya, de El Circulador (abril-agosto, 1846), “periódico de literatura y anuncios”, donde el citado Pintos publica Contos de aldea, que pasarán –años más tarde- al primer libro emblemático de la historiografía galleguista, por el uso (mayoritario en él) del gallego: A gaita Gallega (Pontevedra, 1853). Libro de cabecera de Francisco Anciles, que tenía entonces 18 años.
El patrón polaco
(Enseñanza Media y conflictividad estudiantil)
En Galicia la primera guerra carlista finalizó –con la derrota de las últimas partidas milicianas del carlismo armado– meses más tarde del Abrazo de Vergara (31-VIII-1839), bien metidos ya en 1840. Tras esta guerra civil e internacional (pues importa -y mucho- saber que hubo presencia en ella de la Cuádruple Alianza liberal, formada por Gran Bretaña, Francia, España y Portugal), en la nueva España oficial y formalmente liberal, la representación en Cortes de las cuatro provincias gallegas, tras el triunfo del pronunciamiento de septiembre de ese año, fue de las más radicales de España. No sólo por eso, una revolucionaria liberal coruñesa de extraordinario talento, Juana de Vega, recibió el encargo del espadón Espartero y Agustín de Argüelles, para que variara radicalmente la educación de la reina-niña, Isabel II (1830-1904), y de su hermana, la infanta Luisa Fernanda, asemejándola al modelo británico de la reina Victoria (1819-1901). Comenzaba, además, una década de intensos cambios en la enseñanza pública española.
Nuestro amigo Enrique Sotelo, en su útil recogida de las corporaciones y de los acuerdos municipales desde estos años cuarenta del siglo XIX, ofrece dos muy significativos del caso pontevedrés. Corresponden a los nuevos ediles de la Pontevedra neoburguesa, cuando mandaban los ayacuchos (el sector esparterista de los antiguos exaltados, casi en vísperas de empezar a lucir rótulo de progresistas).
Como suele suceder en tiempos similares, las políticas de los ayacuchos pontevedreses se van enfrentando a alguna de las realizaciones más brillantes del paréntesis aristocrático de la ciudad (1734-1808), amenazándolas con la piqueta.
Cierta corporación de aquel trienio esparterista (1840-1843), que va a acabar -en Pontevedra y en España- como el célebre rosario de la aurora, llegó a afirmar que -dentro de la ciudad amurallada- no existían monumentos dignos de conservación, si se salvaba la bellísima iglesia parroquial de Santa María la Mayor (12-II-1841). Negaba, por tanto, el carácter monumental que todos reconocemos hoy a las grandes casas dieciochescas de la nobleza militar a las que me he referido.
Por el segundo acuerdo concejil sabemos que lo que más molestaba a los nuevos mandatarios era el orgullo de los linajes de aquella Pontevedra, manifestado en los formidables escudos, tallados en piedra –como sus casas- por las manos magistrales de los canteiros.
Al no ser tan bárbaros como para destruirlos, los munícipes prohíben que luzcan los linajes en las fachadas de las casas de nueva construcción (7-VIII-1842).
En paralelo, los periódicos de la época proclamaban ese nuevo espíritu antiseñorial. Una onda que, sin embargo, tardará lo suyo –como iremos viendo- en asumir con orgullo el uso de la lengua común de las clases artesanas, pescadoras y labradoras de la inmensa mayoría del país (adoptada ya como lengua de uso en las casas aristocráticas de los antiguos señoríos y en buena parte de las casas de la pequeña nobleza, como quedó escrito).
De manera acorde, tampoco los revolucionarios cambios iniciados en el sistema escolar acogieron (siquiera como lengua vehicular y con estricto criterio pedagógico) esa realidad patente de las lenguas locales (dialectos provinciales, les decían). Al igual que la totalidad de los medios de comunicación de la época y la literatura oficial, las leyes propiciaron la expansión del español, metiéndolo de chuzo en los medios no urbanos más inaccesibles, donde el gallego resistió como barrera casi invencible a la más correcta alfabetización de la sociedad, cual si fuera aliado de la ignorancia. Así las cosas, ni siquiera las nuevas milicias nacionales –que eran la vanguardia de la progresía de la época- hicieron bandera del gallego. Y al ser más bien urbanas o vilegas, tampoco lo utilizaron, como habían hecho las milicias señoriales, forzadas a convivir con esa lengua exclusiva de la gente llana en ciudades, villas, puertos y aldeas.
Lo hemos visto -sin ir más lejos- en la cronología anotada de las publicaciones, tan curiosas, que salieron de la imprenta familiar de los Anciles.
La primera aparición del gallego de Juan Manuel Pintos (1845, cuando nuestro Francisco tenía 10 años) coincide con otra auténtica efeméride en la que tuvieron singular protagonismo sus mayores.
Los Anciles contribuyeron –con otros muchos notables de muy diversos orígenes sociales- a la revolucionaria introducción de la Enseñanza Media, al participar directamente en la creación del primer Instituto Provincial de Pontevedra. En el año académico 1845-1846. Carmen Anciles difundió algunos documentos fundacionales de la institución.
Fue impresora igualmente de la primera Historia de Pontevedra, ó sea de la antigua Helenes fundada por Teucro, obra de otro pontevedrés que formó parte -con el padre de los hermanos Muruais y con el legendario Eduardo Ruiz Pons (1819-1865)– del primer claustro del Instituto: el liberal moderado Claudio González Zúñiga (1784-1857). Libro éste, de 1846, que aquí interesa (y mucho) por otro motivo, dado que marca el inicio del renovado interés de un pequeño –pero significativo- círculo de jóvenes intelectuales liberales pontevedreses por la recuperación de inéditos y la publicación documental de la mencionada obra gallega y pontevedresa de Fray Martín Sarmiento.
Como pontevedrés y como estudiante del Instituto, Fray Martín y Pintos van a ser de por vida los dos orgullos de Francisco Anciles.
Como tenía entonces 11 años, pudo muy bien cursar en el flamante Instituto de Pontevedra desde el primer momento, cuando era profesor del centro el citado Eduardo Ruiz Pons. Un joven éste de 26, con voz de bajo profundo e imponente aspecto, formado en la casa grande de los Hermida de Lestrove, donde se juntaban las De Castro, cuyo comportamiento en relación a la lengua gallega y al español conocemos por su pariente Pepito Hermida y Castro, y cuyo cuarto de estudio heredará la prima de Pepito, tan admirada por éste como por Eduardo (que también tenía –como Pepito- pujos de poeta): Rosalía de Castro.
Reconocido como excelente profesor, incluso por sus adversarios políticos, Ruiz Pons nunca contravino los condicionantes oficiales haciendo propaganda ideológica en el tiempo lectivo, pero –a lo largo de su vida- desplegó en todas las ciudades por donde fue pasando intensa actividad política y ciudadana extra escolar, sobre todo entre jóvenes progresistas, demócratas y de clases populares (artesanos y jornaleros –de jornal-, asalariados de todas clases, en Galicia gallego parlantes). Para más, fue –desde niño y hasta su muerte- uno de los máximos propagandistas gallegos de la cuestión polaca.
La vivió con especial intensidad en la Pontevedra de 1846 y en el destiero portugués, cuando los periódicos daban noticias constantes de la insurrección de la Polonia alemana, con la lucha por la introducción del polaco en la enseñanza y en la administración de las tres Polonias (alemana, rusa y austríaca) en que el país se hallaba dividido, y como arma política por la reunificación. Pero Eduardo no pudo rematar el curso 1845-46 al convertirse en el abanderado de la milicia universitaria compostelana en la llamada Revolución Gallega.
Los Anciles –por lo que sabemos- no se vieron envueltos de forma directa en ese movimiento armado. Lo demuestra la muerte natural de Miguel Anciles Anciles (mayo) y la impresión -simultánea a las acciones militares y milicianas- de El Circulador (con los aludidos contos de aldea de Pintos); pero no se puede descartar, en absoluto, que –más en secreto- tuvieran su papel en aquel pronunciamiento militar con potente trama civil de carácter partidario progresista y retórica galleguista (en español), iniciado -en su fase conspiratoria- con la reunión clandestina del más alto nivel celebrada en la capilla pontevedresa de Santa Margarita, sita a poco más de cien metros del pazo campestre de los Sarmiento, donde vivían sus descendientes: los De la Riega. Implicados éstos –como otros convecinos de las proximidades- en la susodicha conspiración. Está documentado que en la misma reunión clandestina de Santa Margarita la milicia nacional estuvo representada por el jefe del progresismo local, José María Santos (Pontevedra, ¿1810?/1879), que había sido el introductor de Miguel Anciles Anciles en la vida de la ciudad (y padre, por cierto, José María, de una prima carnal de nuestro Francisco Anciles, concebida fuera de su matrimonio, pero reconocida)…
El insólito acontecimiento, con las detenciones y los destierros subsiguientes, causó enorme impacto en la pequeña ciudad, porque en el mismo se vieron envueltos profesores de la Escuela Normal y del novísimo Instituto, no solo el miliciano Ruiz Pons. Éste incluso tuvo que expatriarse -por primera vez en su vida- dejando en la ciudad excelente recuerdo, como se demostrará veinte años más tarde con ocasión de su muerte inesperada (en el destierro de Oporto, 1865). Además, el conflicto político-militar progresista fue también juvenil y estudiantil, por primera vez en la historia de la ciudad, siendo expulsados de la Normal algunos aspirantes a maestros de resonantes apellidos provinciales y locales que forman parte del contexto de esta historia: Celso de la Riega, Florencio Rodríguez, Luis Poncet, Manuel Casanova o Marcial Malvar.
Entre Compostela y Pontevedra
(Contra las fronteras nacionales)
Francisco Anciles, formado en los nuevos Institutos, creados para preparar la llegada a la Universidad a los jóvenes de las familias de buen acomodo, como la suya, participó de este ambiente formativo y levantisco, asumiendo de por vida ese novísimo juvenilismo estudiantil (que irá a más a partir de los años cincuenta, cuando llega a la Universidad de Santiago). Años fundamentales para esta historia.
Hay un relato clásico de Alfredo Vicenti (escrito en 1880, recuperado en J. A. Durán, 2001), muchas veces recortado durante décadas -por su brillantez y precisión evocadora- donde comparece la “Joven Galicia” universitaria y miliciana de esos años. Da el ambiente compostelano de Francisco Anciles entre los 18 y los 23 años, y los arrebatados amoríos juveniles de aquellos mozos y mozas (de los que el mismo parece haber participado). En su caso, debe saberse que -tras ejercer de médico en prácticas en la ciudad natal- casó poco después de la licenciatura (23-IX-1858), naciendo el único hijo un año más tarde: Heliodoro Fernández Gastañaduy, el futuro organizador de la primera Irrmandade da Fala de Pontevedra, continuador del padre en todos los aspectos.
Los tiempos –escribe Vicenti, que pertenece al mismo grupo de edad de Heliodoro- eran de paz, y la juventud más idealista que batalladora. Pero ¡qué noble, qué inteligente, qué simpática juventud!
Nunca como entonces mereció la buena ciudad de Santiago el apellido honroso de Atenas de Occidente.
En el inolvidable Liceo de San Agustín, heredero de una pedestre sociedad dramática fundada en el exconvento de Compostela, agrupábanse, galanteaban y bullían, enlazados más aún que por los vínculos universitarios, por la igualdad de gustos, Aguirre, Pondal, Rodríguez Seoane, Vázquez Feijoo, Alvarado, Anciles, Arcay, Seijas, Bahamonde, Bustillo, Curvia, San Julián, Fernández Ulloa, y otros cien, girando en torno de muy discretas y hermosas damas, poetisas casi todas, cuyos nombres omitimos porque han muerto muy pocas de sus dueñas, y sería pecado de mal gusto enterar al público de que ya entonces vivían.
De tiempo en tiempo aparecían en los salones del Liceo Camino y Neira de Mosquera, que empezaban a hacerse viejos y venían a saborear la grata admiración de sus discípulos, o trepaba al foro algún mozo conmovido que, ayudado por la cariñosa benevolencia de todos, hacía el primer uso de sus alas.
¡Cómo se amaba y se vivía en aquellos salones! ¡Qué amable confianza, qué sabrosas y delicadas aventuras!
La juventud guardaba allí siempre vivo el fuego sagrado que al parecer se había extinguido en 1846, y el culto de la libertad tenía un templo con tantos sacerdotes y fieles como el de las damas o el de la poesía.
Así, al sobrevenir la engañosa revolución de 1854, se convirtieron en milicianos nacionales todos aquellos poetas.
Nosotros hemos dado cuenta del contexto revolucionario –nunca evocado con precisión, ni siquiera por Alfredo Vicenti- de aquellos jóvenes universitarios compostelanos de los años cincuenta del siglo XIX, en las biografías históricas de Aurelio Aguirre y de Eduardo Ruiz Pons que pueden leerse hoy en LA CUEVA DE ZARATUSTRA.
Enfoco allí en primeros planos a tres personajes fundamentales para entender ese contexto: Aurelio, Rosalía de Castro y el cubano Francisco Curbia.
La placidez que se entresaca del relato vicentiniano cambió por completo cuando aquel bienio progresista (1854-1856) inicia su declive.
Antonio Neira de Mosquera, gran fichaje de Juana de Vega, ya no era de aquel mundo, al fallecer en la Coruña de 1853. Alberto Camino, tras su primera pasada por Madrid, pienso que residía en Ferrol; pero mantenía gran prestigio en Compostela. En 1858, Francisco Anciles exageraba acaso el éxito internacional de su poema “O desconsolo”, publicado en El Porvernir compostelano en 1845, cuando Pintos mete el primero de los suyos, en gallego, en la imprenta de su tía Carmen. Según él, se le consideraba “el Garcilaso gallego”. Pero la figura más admirada desde 1854 en la Compostela estudiantil y en los sectores más avanzados era, sin lugar a dudas, Eduardo Ruiz Pons.
Catedrático de Biología del Instituto Universitario de Zaragoza, huido a Francia por los madrugadores sucesos zaragozanos de febrero de 1854, fue recuperado por Juana de Vega para la candidatura a Cortes de Coruña. Al trenzar en su provincia la exitosa alianza de los primeros demócratas con los progresistas, Eduardo se convirtió en una de las grandes figuras españolas del partido demócrata en aquellas Cortes. Y hay que decir que tanto Francisco Fernández Anciles, como su hijo, Heliodoro Fernández Gastañaduy siempre van a militar bajo esa compleja alianza político-electoral, la dominante en la izquierda gallega hasta la emergencia del movimiento obrero y el agrarismo de las primeras Conjunciones agrarias-republicano-socialistas (1914-1923).
En lo local, aquella juventud universitaria compostelana –entre progresista y demócrata- era tan galleguista como la que le precediera en los años cuarenta; pero sería engañoso, por no decir falso, afirmar que los asistentes al legendario banquete de Conxo (donde estuvo Francisco Anciles, siendo estrella indiscutible el ruizponsista Aurelio Aguirre) eran nacionalistas gallegos, separatistas o cosa parecida. Sus aspiraciones al autonomismo acaso no tuvieran límite; pero su horizonte era internacionalista e integrador, como los militantes de la Joven Italia de Mazzini y –después- de Garibaldi. Los partidarios de la unificación de Italia.
A título individual, se contaban con los dedos de una mano los que se entrenaban a escribir en gallego. Anciles y Rosalía pudieron ser de los primeros. Y yo sospecho que el propio Aurelio Aguirre veía con simpatía la iniciativa. Sin mengua de lo anterior, eran partidarios de ir derribando las falsas fronteras alzadas por los intereses de las monarquías y las oligarquías locales de la que llamaban la Vieja Europa. Aspiraban, en definitiva, a fundir las pequeñas en las grandes patrias, como venían haciendo los legionarios polacos, y como harán –por la unificación de Italia y de su propia Península- los legionarios ibéricos de Ruiz Pons, razón de sus destierros y de su muerte en Portugal (Oporto). De ahí los expresivos versos de Aurelio Aguirre:
“¡Pueblos de Europa, pueblos de la tierra…
no hay más que una nación y un soberano!”
Deus Fratesque Gallaicae
(Los primeros irmandiños da fala)
Aquellos estudiantes compostelanos, al retornar a sus pagos natales y a sus residencias familiares, contribuían a reproducir las innovaciones culturales, institucionales y recreativas de Compostela. Francisco cuenta entre los grandes animadores del Liceo Casino de Pontevedra (muy activo desde 1856); fue uno de los impulsores de Recreo de Artesanos y de la Sociedad Artística. Sociedades fundamentales de la cultura extraescolar y de la formación artesana y obrera pontevedresa, que presidió –en los tres casos- Heliodoro Fernández Gastañaduy con el paso del tiempo, y en las que el gallego –con ellos en vanguardia- hizo acto de presencia, no sólo con la poesía, también en las veladas teatrales.
La movilización del Ejército en Compostela, con la disculpa de que se temía una explosión insurreccional de la milicia nacional universitaria en el banquete democrático de Conxo (2-III-1856), marcó el comienzo de una década de intervenciones militares en los conflictos estudiantiles españoles y portugueses.
Un mes antes, había arrancado en la Galicia Sur una de las experiencias político-periodísticas fundamentales en la historia del galleguismo. Apareció en Vigo La Oliva (1856-1857), excelente periódico demócrata y progresista de la familia Chao. Un año más tarde, tras la prohibición por el Gobierno de la prensa política, se incorpora Pontevedra al nuevo movimiento de la Galicia Sur con El País de Francisco Anciles y los Rodríguez Seoane. Con colaboradores de gran nivel de toda Galicia, caso de la prosa española y gallega de José Domínguez Izquierdo (Pepe Mingos Esquerdo). Forzado por la prohibición, con enorme dignidad, El Miño sustituía entonces a La Oliva, bajo la dirección de otro personaje fundamental: el impresor y editor compostelano Juan Compañel (1829-1897)
Fracasada del todo la revolución progresista (que apenas fue tal), la represión se hizo cada vez más asfixiante. Los destierros fueron como el pan de cada día. En las horas que precedieron a su propia proscripción, Benito Vicetto (que había dirigido El Clamor de Galicia, el periódico coruñés más afín al prestigioso círculo progresista de Juana de Vega), escribió con justeza:
En el otoño son breves
del destino las congojas
la estación está de nieves…
¡Caemos como las hojas!
Cuando los hielos apenas se presentían, Eduardo Ruiz Pons comenzó a recomendar a sus partidarios la lucha insurreccional y la clandestinidad de las chozas carbonarias. En simultaneidad, aprovechando el éxito que tuviera la publicación de Los Hidalgos de Monforte –la célebre novela histórica del citado Vicetto (Ferrol, 1824-1878), con la mitología de los irmandiños históricos- comenzó a circular como consigna de resistencia galleguista el Deus Fratesque Gallaecia (de evidente éxito posterior) y su variante progresista (el Deus Fratesque Gallaicae de este momento histórico), siendo ésta última la consigna elegida por el propio Vicetto, Luis Rodríguez Seoane y Francisco Anciles (30-VIII-1857) en su correspondencia, como sinónimo de los Hermanos de Galicia: los futuros irmandiños da fala, pero aún en español.
¿Y el gallego?
En febrero de 1856, Antonio María de la Iglesia González (1822-1872), inspector provincial de enseñanza primaria, de acuerdo con la tertulia de Juana de Vega (de la que participaba), advertido acaso –como profesional de la enseñanza- del escaso éxito de una educación primaria en español, metida con calzador en un ambiente de predominio tan potente del gallego, inició una especie de encuesta de altísimo interés para esta historia.
De la Iglesia quería saber lo que se desconocía por completo: cuántos y quiénes eran, en realidad, los usuarios cultivadores de la lengua gallega. En la poesía, en la narración, en el teatro, en la canción, en lo que fuera.
Como es lógico, la encuesta buscó la respuesta de los notorios, empezando por el principal: el pontevedrés Juan Manuel Pintos.
La respuesta de éste fue descorazonadora. El excelente educador pontevedrés, del que Indalecio Armesto (1838-1890) contaba maravillas, autor de A gaita gallega, recién incorporado como profesor de latinidad al Instituto de la ciudad, sólo pudo dar ¡cuatro nombres!: el suyo, el del cuasi pontevedrés Marcial Valladares (1821-1903), el de Alberto Camino (1821-1861) y el de nuestro Francisco Fernández Anciles (20-21 años).
Siendo la densidad de población gallega de entonces una de las más altas de España y la lengua común absolutamente mayoritaria, no es que fueran pocos los cultivadores del gallego, es que incluso los pocos se desconocían entre sí, y tampoco sabían qué estaban haciendo unos y otros. No era un movimiento social ni cultural. ¡Cómo pensar en convertirlo en bandera de un movimiento político para forzar –a la manera de los polacos- la entrada del gallego en la Administración Pública, en la Justicia o en la Escuela!.
Pues se fue haciendo y se hará –cada vez con mayor intensidad, pero de forma discontínua- a partir de ese momento (1856-1858) y volverá a hacerse, pasado el llamado sexenio democrático (1868-1874), paréntesis en el que Francisco Anciles tuvo destacado protagonismo político y cultural como demócrata (a la sazón más bien republicano), presidiendo la Diputación Provincial de Pontevedra en dos ocasiones (1871 y 1874). Pese a ello, apenas nada se pudo añadir en relación al uso personal y sociológico del gallego hasta el desdichado final de la Primera República, cuando se entrecruzaron dos guerras civiles simultáneas: la carlista y la cantonal, y ni siquiera se presentía el final en Cuba de la llamada guerra de los diez años. Ya lo veremos…
Volvamos ahora la vista a ese punto de partida (1856-1858) siguiendo la actividad de nuestros personajes centrales.
Los prodigios del trienio 1860-1863
(Juegos Florales, caritativismo revolucionario y Cantares gallegos)
El mismo 20 de mayo de 1858, cuando el general Leopoldo O’Donnell (1809-Destierro de Biarritz, 1867) iniciaba su mandato largo (hasta 1863), mejorando de manera notoria las circunstancias políticas, Francisco Anciles publicó en El País de Pontevedra “Importancia que debe darse al dialecto gallego”. Una especie de estado de la cuestión.
El nacimiento de Heliodoro –su único hijo- estaba en vísperas, y el autor parecía pensar en él, por lo que –mirando hacia el futuro- su artículo va dirigido, sobre todo, a los alumnos del Instituto y de la Normal pontevedresa.
Tras mostrar orgullo por la historia del País Gallego, Anciles quería rebatir –aludiendo a los grandes poetas latinos, cultivadores de una lengua (el romano, dice) de donde el gallego provenía- el tópico circulante de que era duro y malsonante.
Como si estuviera adelantando lo que sería una tarea llamada a tener brillantísima continuidad en la Pontevedra de entresiglos, el futuro socio fundador de la Sociedad Antropológica Española, recomendaba a sus jóvenes lectores que observaran con atención la vida y las costumbres de las gentes del campo, para valorar la belleza del gallego en sus “cuentos fantásticos”, en “muiñadas” y “fiadas”, atendiendo también a sus cantos y sobre todo a las baladas (tan similares -según él- a las de las de orillas del Rhin y de las montañas de Escocia).
Reconocía la escasez –hasta ese momento- de modelos literarios. Ofrece, pues, un breve panorama de lo que conoce. Poca cosa. Recuerda a Fray Martín Sarmiento, Vicente Turnes, Alberto Camino, Francisco Añón, y da esta información de su amigo, colaborador y condiscípulo Eduardo Pondal: “del que sabemos que está escribiendo un poema a Colón, cuyo primer canto ha sido publicado y que sirve de protesta a los que dicen que nuestro dialecto no es propio para el género épico”. Sobre todo, como queda dicho, resalta la obra de Pintos y Fray Martín.
El juvenilista, tras hacerse eco –aunque sin citarlos- de la investigación en marcha de sus mejores amigos pontevedreses (el médico iberista José López de la Vega y José Rodríguez Seoane) ya incorpora a la memoria histórica el gallego como lengua de reyes (Alfonso VI, Alfonso X El Sabio). Termina de este modo:
Nos complacemos en ser pontevedreses porque de este suelo han salido dos hijos que echaron los primeros cimientos de ese monumento que deseamos se levante a Galicia… Por nuestra parte contribuiremos aunque con escasas fuerzas a tan santo objeto, y si algún día llegásemos a conseguirlo, nos daremos por satisfechos.
“¡Jóvenes gallegos! La patria exige un pequeño sacrificio. Vosotros a quienes el fuego santo de la inspiración inflama noblemente, cantad y que vuestros ecos resuenen en las sinuosidades de nuestros valles, de nuestras grutas y montañas.
Nada os importe que vuestros cantos no sean oídos en todas partes, ni que vuestros nombres sean apenas conocidos: la mayor gloria que puede caberos es haber sido útil en algo a vuestra patria”.
Por su parte, el mencionado círculo coruñés de Juana de Vega (Coruña, 1805-1872), al que pertenecían los hermanos De la Iglesia González y Concepción Arenal (Ferrol, 1820-Vigo, 1893), jugó papel excepcional en aquel momento histórico (1858-1863). Cuando el gobierno largo de la Unión Liberal y el propio general O’Donnell –viejo conocido suyo- tuvo el acierto innegable de nombrar a Juana (La Generala) Viceprotectora de los Establecimientos de Beneficencia de las cuatro provincias de Galicia, en plena guerra colonial en África (1859-1860). Cuando lanza su campaña pro manicomio de Conxo…
El prestigio de quien fuera aya de la reina Isabel y su influencia social en toda Galicia era enorme. Basta leer en la prensa de Santiago, Orense, Pontevedra o Vigo los comentarios sobre sus visitas de entonces a las instituciones caritativas y educativas de estas ciudades para entenderlo.
Comienza a formarse en tal contexto el ambiente cultural que precede a los primeros Juegos Florales de la Galicia contemporánea (Coruña y Pontevedra, julio y agosto, 1861). Muchos años más tarde de que el Liceo Artístico y Literario de Madrid acogiera la moda francesa de esas celebraciones anuales.
En España las del citado Liceo las presidía de manera sistemática la reina regente, María Cristina, hasta que -como reina madre- acompañó a la flamante reina niña, Isabel II, a la entrega de premios de los celebrados el 23 de diciembre de 1843.
Importa recordar, dada la desinformación reinante, que los primeros Juegos Florales de Galicia no se retrasaron mucho con relación a los iniciáticos del catalanismo barcelonés (máyo, 1859); pero no tuvieron –en lo que hace al uso de las lenguas catalana y gallega– nada que ver entre sí hasta muchos años más tarde. Proceso del que trataremos más adelante.
En realidad, por lo que yo he podido averiguar, los de Barcelona tampoco movieron el más mínimo eco o interés informativo en los precarios periódicos gallegos de la época. Así pues, el formato que se impuso fue más parecido –durante años- al del Liceo madrileño. La regla que siguieron los celebrados –a partir de la experiencia madrileña- en otros lugares de España.
Sobre todo los de Pontevedra de 1861 fueron muy poco originales y la Sociedad de Juegos Florales, constituida expresamente para la celebración, en la que fue secretario el citado Juan Compañel, formando parte de la misma Francisco Anciles, tampoco tuvo contiuidad. Pontevedreses y coruñeses inmortalizaron sus celebraciones respectivas –eso sí- con sendas publicaciones de muy dispar importancia. La de Coruña (1862), incomparable a la de Pontevedra en ese aspecto, se convirtió en la primera antología importante donde el gallego tuvo presencia más que notoria, aunque no dominante, por el contrario de lo que sucediera en Barcelona con el catalán desde el primer momento (1859). Tampoco Coruña logró darle continuidad, por el contrario de la anual experiencia catalana. Francisco Anciles figura con poemas en gallego en ambas publicaciones (A noite de San Xoan y Para min non hai consolo)
José Pascual López Cortón (Cedeira, 1817/ Coruña, 1878), el benemérito patrocinador de los Juegos coruñeses de 1861, era un americano enriquecido en la emigración. Se había hecho con importante fortuna al sacar adelante distintos negocios de época, incluido el lucrativo tráfico de esclavos, que aún era legal. En San Juan de Puerto Rico, donde varias generaciones de familiares (los Cortón) tuvieron influencia política, hasta la intervención norteamericana de 1898. Casado con Julia Viqueira Flores-Calderón, financió también la histórica edición de esa antología: el Álbum de la Caridad (Imprenta del Hospicio Provincial, Coruña, 1862), poniendo máximo interés en que constara en ella que dedicaba la obra y donaba la edición para su venta a Juana de Vega, su indiscutible presidenta, y a las señoras de la Asociación de Beneficencia de La Coruña, para que esta dignísima corporación se sirva utilizar su producto en el bien del Asilo de mendicidad de la capital.
En mi libro Los Vega. Memorias íntimas de Juana de Vega, en la Exposición Audiovisual a ella dedicada, y en nuestro documental biográfico Sombras sen sombra: Rosalía de Castro explico las múltiples y beneficiosas consecuencias de la casi increíble acción caritativa, francamente revolucionaria, llevada a cabo por Juana y Concepción Arenal en toda Galicia, con proyección española, a través de la Sociedad de Señoras.
Por primera vez, la acción social en la que basaba buena parte de su influencia la Iglesia Católica se veía amenazada por una agrupación civil de damas mayormente católicas, dotadas de prestigio social incuestionable.
Al tener que recaudar fondos para asistir a toda clase de necesitados, fueran huérfanos, mendigos, presos o enfermos mentales, los actos culturales, las representaciones teatrales, los recitales poéticos y los conciertos, se multiplicaron. Ni siquiera la guerra de África (1859-1860) los contuvo. Bien por el contrario, como en los tiempos de la francesada, O Vello do Pico Sacro volvió revivir de algún modo la vieja historia militar del gallego que les he contado (Imprenta del Hospicio provincial, Coruña, 1860: 5 entregas, todo en gallego).
Rosalía de Castro (Santiago de Compostela, 1837/Padrón, 1885), que venía de familia miliciana, fue una de las grandes animadoras de aquella campaña de acción civil y militar, en la que la dignificación literaria de la lengua hablada mayoritaria de Galicia, jugó su papel.
Veamos esto con algún detalle.
Un estrecho colaborador de Juana de Vega, el tan citado Antonio de la Iglesia González (Santiago de Compostela, 1822/ Coruña, 1892), ya lo expresaba en su correspondencia con Pintos el 12 de marzo de 1856. Reprochaba a los españoles (y a los ibéricos, en general) las invenciones que circulaban por España, Portugal y las Américas de un gallego macarrónico, inexistente, buscando hacer reír, ridiculizando a sus hablantes. Sin caer en cuenta –razonaba De la Iglesia- de que estaban haciendo “cabalmente con nosotros, pobres gallegos”, lo mismo que “los extranjeros hacen con todos los españoles”; pero cometiendo –a mayores- gravísima afrenta contra Galicia. Había, en definitiva, que contrarrestar con pruebas inequívocas la falsedad de tan perniciosa ignominia.
En 1861, dentro de esa sensibilidad caritativa de corte revolucionario y de la expresada dignificación del gallego al convertirlo en lengua literaria de primer orden, Rosalía publicó en la mejor revista gráfica española del momento (El Museo Universal, Madrid, 24 de noviembre) un anticipo magistral: “Adiós que eu voume”.
El popular “Adiós ríos, adiós fontes” llamó la atención de los lectores por su belleza, su musicalidad y su dureza, hasta el extremo de tener que autocensurar su autora la estrofa maldita del histórico poema.
Dos años más tarde, la misma Rosalía –insistiendo en la línea argumental del círculo de Juana de Vega- estampó las razones de esa solidaridad literaria en el prólogo de un libro no sólo emblemático, como fuera el de Pintos (1853) o el Album de la Caridad (1862), sino memorable y emocionante desde todos los puntos de vista: Cantares gallegos (1863). Salido esta vez de la imprenta viguesa de Juan Compañel. Otro intenso colaborador de Juana de Vega:
A nosa lingua non é aquela que bastardean e champurran torpemente nas máis ilustradísimas provincias cunha risa de mofa que, a desir verdade (por máis que esta sea dura), demostra a iñorancia máis crasa i a máis imperdoable inxusticia que pode facer unha provincia a outra provincia irmán por probe que ésta sea.
Antólogos y coleccionistas
(Emerge “la gloriosa generación gallega de 1880”)
Ese mismo trienio, cuando Galicia. Revista Universal de este Reino (Coruña, 1860-1865, Imprenta del Hospicio) comenzó a publicar el Diccionario gallego-castellano de Francisco Javier Rodríguez Gil (clérigo ilustrado, originario de Lalín, nacido en 1797, fallecido en 1857), El Gallego, “periódico de agricultura, industria, comercio, ciencias, artes y literatura” de Pontevedra, tuvo la ocurrencia de comparar la información publicada de la letra “A” con las papeletas coleccionadas hasta ese momento por Francisco Fernández Anciles, apremiándole para que sacara el suyo, porque la riqueza del pontevedrés resultó incomparable. A los 22 años tenía dispuestas más de mil voces sólo de esa letra. Y ya hemos dicho que en esta misma tarea coleccionista estaba también otro pontevedrés de mucha mayor edad, intensamente relacionado con su familia: Eugenio Reguera Pardiñas.
Al ser -además de originales (y genuinamente gallegos, por lo tanto)- los extraordinarios acontecimientos de aquel trienio inolvidable (1860-1863), no es raro que marcaran el comienzo de la penetración del gallego, con aspiraciones no sólo literarias, en los Institutos de Enseñanza Media, en las Escuelas Normales, en las Sociedades Recreativas y en los pasillos de la Universidad compostelana.
Así se lo recordaba un protagonista de lo que estaba por venir, el compostelano Alfredo Vicenti (Santiago, 1850/ Madrid, 1916), a su amigo y correligionario orensano, Valentín Lamas Carvajal (Orense, 1849/1906):
No te conduelas, querido Valentín, por el éxito (que tienes por escaso) de nuestras iniciativas. La generación que en pos de nosotros viene se ha criado en el amor de la patria gallega; amor que nosotros, hasta los años de la pubertad, cuando estudiábamos en los Institutos (1860-1865), no habíamos conocido.
A la arrancada de esa ola de galleguismo sin precedente con claro predominio de jóvenes demócratas federales, en español y en gallego, se le había prestado en Galicia poca, por no decir ninguna atención, hasta que nosotros comenzamos a mostrar su importancia en los libros de Crónicas en el lejanísmo año de 1974. Ahora hemos vuelto a ocuparnos de ella en LA CUEVA DE ZARATUSTRA a propósito del propio Vicenti en este año del centenario de su muerte (2016-2017); pero a los integrantes de mayor relieve de esa nueva generación de nacidos entre 1845 y 1859 hemos dedicado tres libros, publicados por nuestro Taller de Ediciones, manteniendo otros dos inéditos, debido a las dramáticas circunstancias que atraviesa la cultura libresca en estos últimos lustros, por la ofensiva imparable –y sin duda revolucionaria- de la nueva cultura digital. Estos son: Luis Taboada (Vigo, 1848/Madrid, 1906). El humorista que hizo reír a dos continentes y Follas de cordel (O humorismo de Valentín Lamas Carvajal).
Aparte de esas investigaciones librescas éditas e inéditas, los nacidos entre los años cuarenta y sesenta del siglo XIX han protagonizado una docena larga de documentales biográficos con guión y dirección nuestra desde 1989. Fueron difundidos la mayoría por la Televisión de Galicia-TVG y por el canal internacional de Televisión Española). También le hemos dedicado una revolucionaria exposición audiovisual: Con Valle-Inclán de fondo. A pegada dos Muruais.
Estoy en las mejores condiciones de comprender, por tanto, la valoración de gloriosa que hizo de la fascinante generación de 1880 –antes que nadie- un informadísimo integrante de la misma: Antonio Cortón (San Juan de Puerto Rico, 1854/ Madrid, 1913). Brillante memorialista, descendiente del editor del Álbum de la Caridad, estrechamente emparentado también con los Cortón Viqueira y los Viqueira Cortón. Otra saga de irmandiños da fala, como los Anciles.
Antonio Cortón vino a España por primera vez en 1873. Se estableció en Madrid, manteniendo intensa relación –personal y familiar- con Galicia. Hombre de formación internacional, con experiencia de América, Francia y Gran Bretaña, tuvo la suerte histórica de establecer contactos privilegiados con sus compañeros generacionales gallegos que –a partir del año académico 1874-1875- tenían que llegarse a Madrid para cursar sus estudios de doctorado. Autor de Patria y Cosmopolitismo (Madrid, 1881) y de El fantasma del separatismo (dos ediciones, Valencia, 1908, 1909) fue jefe de redacción de El Liberal de Barcelona antes de convertirse en redactor y cronista de lujo de El Liberal de Madrid, bajo la dirección de Alfredo Viceenti, publicando la memoria de aquella época en distintos textos.
Por ese trato directo con los protagonistas y por su talento, Cortón reparó en sus escritos en la importancia informativa como fuente de estudio histórico y sociológico del galleguismo y del uso del gallego –comparable en riqueza al Album de la Caridad– de las Coronas fúnebres, escritas en gallego y español, más en prosa que en verso, que se fueron sucediendo, desde las dos primeras (Orense, 1876, en gallego; Ferrol, 1879, dilingue), centradas ambas en la personalidad del suicida generacional: Teodosio Vesteiro Torrres (Vigo, 1847/ Salón del Prado de Madrid, 1876).
En nuestro caso, al existir esas investigaciones personales publicadas e inéditas podré ir ahora a reseñar los acontecimientos relevantes, sin olvidar los colaterales más desconocidos, desde aquel sorprendente punto de partida de los años 60 del siglo XIX. Y sin perder de vista a nuestros personajes centrales.
El diccionario gallego de Francisco Anciles, sin ir más lejos, no se publicó nunca como tal, pero da otra dimensión de su tarea generosa y subterránea de pionero y, más en general, de la que iba a ser una auténtica ocupación pontevedresa, en la que también va a destacar su hijo, Heliodoro (n. en 1859, no se olvide): el coleccionismo. No sólo de palabras, como en los diccionarios, también de documentos, cantares, partituras musicales, tradiciones, empezando por los materiales que el propio Francisco Anciles fue atesorando de Fray Martín Sarmiento, materiales que cedería para su publicación años más tarde (en 1878) a su íntimo amigo, el también médico y destacado iberista José López de la Vega (1825-1888), que introdujo en Pontevedra y en Galicia las novedades culturales portuguesas. En vísperas de producirse gozosos descubrimientos relacionados con los Cancioneiros medievales galaico-portugueseses.
En 1865 José Casal Lois, otro destacado componente generacional (n. en Pontevedra, 1845) –médico igualmente y coleccionista de excepción- formó su primera antología de escritores en lengua gallega, sobre la que volvería en 1869 y 1884. En los años intermedios le siguieron en esta curiosa tradición dos mozos aún más jóvenes, nacidos en los años 50 y 60 del siglo XIX, devotos de la nueva tradición democrática, a la que también pertenecía Heliodoro y todos los antecitados: Francisco Portela Pérez (n. en 1864: Colección de poesías gallegas de varios autores, 1882) y el interesantísimo Juan Manuel Rodríguez de Cea (n. en 1854: Fillos de Galicia que na actualidade cultivan no libro ou na prensa o dialeuto gallego. Lixeira idea das súas obras, premiada en el histórico Certamen de O Galiciano, en 1886).
En la antología de Francisco Portela Pérez ya figuran Francisco Fernández Anciles (fallecido en diciembre de 1880) y Heliodoro Fernández Gastañaduy (24 años), su hijo y continuador en todos los aspectos, empezando por la militancia en el segmento más sensible hacia la lengua gallega de los movimientos sociales de la época, caso de los federales pontevedreses. Segmento que lideraba en Pontevedra su paisano, el médico cantonalista Andrés Muruais.
Este efímero Andrés Muruais (Pontevedra, 1851-1882): O Demo, O Urco, O Tolo do Birimbau –“cabeza de granito, brazo de hierro, corazón de oro” (teniente de la milicia nacional universitaria compostelana), era todo un personaje.
Alfredo Vicenti (que fue su capitán en la milicia y su amigo más intenso y admirado) afirma que Andres había sido el primero de sus compañeros de edad que utilizó (en Compostela) el gallego por galleguismo irmandiño avanzado de corte republicano y federal. Lo afirma, en efecto, en la extraordinaria presentación que hizo en la Corona fúnebre que promovieron Heliodoro Anciles y Antolín Mosquera Montes (Imprenta de José Millán, Pontevedra, 1883), Participaba, pues, de una tradición pontevedresa más antigua, como bien sabemos por nuestros personajes centrales.
Si hacemos caso del encantador relato de Augusto Mosquera (n. en Carballiño, 1862) sobre la lengua de uso entre los estudiantes universitarios gallegos, desplazados a Madrid para hacer sus doctorados (1874-1879), los mismos que trató Antonio Cortón, se puede aventurar que pudo muy bien ser Andrés Muruais quien introdujo ese mismo año académico 1874-1875 la moda de hablar gallego entre sí, en el Bilis Club, en Fornos y en Galicia literaria, como signo de orgullosa distinción de los gallegos residentes en la Villa y Corte.
Heliodoro lo adoraba. Fallecido su padre, se incorporó como redactor de El Independiente, el portavoz pontevedrés de los Muruais (1881-1882), que dirigía Andrés. Un periódico éste que, al decir de Indalecio Armesto, estaba contaminando a los estudiantes del Instituto, redactores de otro semanario del más alto interés hemerográfico: El Estudiante (1879-1881). Donde eran destacados redactores el aún republicano y federal vigués de evolución internacionalista y anarco-colectivista, Ricardo Mella y Cea (n. en 1861), y sus parientes pontevedreses, también republicanos: los Rodríguez de Cea. En los que conviene resaltar al ya citado Juan Manuel Rodríguez de Cea (Xan de Tomeza), sobre el que volveremos obligatoriamente más adelante.
El gallego en tiempo de guerras civiles y coloniales (1868-1878)
(La resurrección de Marcos da Portela)
Ya dije que la intensa politización del llamado “sexenio democrático” (1868-1874), como sucediera en el “bienio progresista” (1854-1856), trajo pocas novedades dignas de mención en lo que al uso del gallego se refiere.
En octubre de 1868, aprovechando las revueltas circunstancias de la metrópoli como consecuencia de la Revolución de Septiembre, comenzó en Cuba –con el Grito de Yara– un capítulo fundamental de la guerra que culminará en su independencia: la guerra de los 10 años (1868-1878). En agosto de 1872, reinando en España Amadeo I, que procedía de la Casa de Saboya, protagonista destacada en el proceso de unificación de Italia, vino del destierro francés Carlos VII de Borbón, rey de los carlistas. Al grito de “Abajo el extranjero. Viva España”, iniciaba una nueva guerra civil. En medio de ella, como si fuera un mal presagio, la proclamación de la Primera República española el 11 de febrero de 1873, fue a coincidir con el martes de Carnaval. Un día más tarde, el miércoles de ceniza (lo conté en su día en LA CUEVA DE ZARATUSTRA) los carlistas aprovecharon las costumbres compostelanas para hacer una insólita carnavalada guerrillera de las suyas…
Por si fuera poco con la guerra de Cuba y con la nueva carlistada militar, con sus acciones puntuales y dispersas (pero frecuentes en Galicia), cuando Alfredo Vicenti recibió del alcalde republicano y federal de Santiago la misión secreta que le llevaría a conectar con el comité republicano federal de Orense (al mismo tiempo que explosionaban las guerras civiles cantonales) se fue topando con una realidad abrasadora a su paso por Pontevedra, Vigo y Ribadavia. Para más, al acudir a abrazar a su viejo amigo y correligionario Valentín Lamas Carvajal (Orense, 1849-1906), lo encontró literalmente ciego, y con mínimas esperanzas de recuperar la vista…
Como si fuera cierto el dicho que afirma que no hay mal que por bien no venga, para contener la guerra de Cuba, las acciones carlistas y una más que posible insurrección armada de los cantonalistas gallegos (Los Galaicos), los gobernantes se vieron obligados a consentir experiencias de retaguardia difíciles de creer. La que protagonizó en Orense Lamas Carvajal, aconsejado por Vicenti, sobreponiéndose a la ceguera, fue una de ellas.
Desde el 1 de enero de 1874 (esto es: dos días antes del golpe militar del general Pavía que liquidaba la República), el gallego comparece –no sólo en verso, también en prosa- con rotundidad y continuidad sin precedente desde la primera salida de Heraldo Gallego. Un periódico orensano en el que aún predominaba el español; pero que –en agrias polémicas diversas con otros periódicos del país, propias del tiempo de guerra- va planteando la cuestión pendiente de la lengua gallega y la necesidad de su utilización normalizada en distintos campos de acción, empezando por la literatura y la enseñanza. Asunto este último peliagudo. Un periódico lugués llegó a amenazar con la sangre que se estaba vertiendo en la contienda, si se removía semejante cuestión. El 11 de marzo de 1875, cuando parecían apagados los últimos rescoldos de las guerras cantonales, pero proseguía la carlistada militar y la guerra de Cuba, reaparece en su Heraldo el Deus Fratesque Gallaicae de los irmandiños de manos del propio Lamas Carvajal con una rotundidad federal cuasi cantonalista
«¡Loitade irmáns! ¿E qué val a morte
si logramos a nosa INDEPENDENZA?».
Pocos meses más tarde, con la incorporación del pontevedrés Jesús Muruais (Pontevedra, 1852-1903) al claustro del Instituto Provincial de Orense y a la redacción del Heraldo, donde defiende –por si había duda- “la unidad de los pueblos”, siguiendo el consejo de este excelente conocedor de las historias y tradiciones pontevedresas, se produce en la capital orensana, en medio de esas guerras insisto, con puntos de venta en las ferias urbanas y no urbanas de Galicia, la primera resurrección de Marcos da Portela (7-II-1876). Con una figuración gráfica dibujada muchos años atrás por el también pontevedrés Mariano Cousiño en la célebre cabecera del histórico quincenario.
Era la primera publicación periódica e informativa escrita en gallego desde la cabecera a los anuncios. Con esta gozosa reprimenda de Tío Marcos a sus lectores:
Teñen os pobos a gala
No seu lenguaxe falar:
Fálase chino na China
Portugués en Portugal,
Catalán en Cataluña,
E na Alemania, alemán;
Soio ós gallegos de agora
Hasta vergonza lles da
Falar a melosa e dolce
Fala que falan seus país
Tras algunas salidas quincenales, O Tío Marcos da Portela se convirtió en semanario, confesando una tirada inimaginable para los flamantes diarios que –al mismo tiempo que las guerras, y dirigidos en su mayor número por la gloriosa generación- estaban naciendo en las ciudades gallegas: ¡¡4.000 ejemplares!!.
Acaso fuera un recurso publicitario, porque su vida fue bastante sobresaltada; pero –¡qué duda cabe!- supuso un avance y una duración sin precedente. El 12 de octubre de 1888 -como remate memorable- comenzaba la publicación periódica del que estaba llamado a ser el primer gran éxito bibliográfico de la literatura en lengua gallega: el Catecismo do Labrego (Ourense, 1889). Una joya filosófica del enxebrismo satírico, con toque agrario, llamado a difundirse en varias lenguas. Obra colectiva, dirigida por el inolvidable autor de A musa das aldeas (que, por cierto, ya tenía bien poco que ver –en el plano ideológico- con el cuasi cantonal de marzo de 1875)
“La Atenas de Galicia”
(El retorno de los Juegos Florales)
El trasfondo político y gubernativo de tantas novedades del trienio 1874-1876 puede leerse en el citado tratamiento de Alfredo Vicenti. Guarda relación con la lógica concentración de liberales de todas clases, en los últimos meses de guerra contra los carlistas. En el tránsito de la República del 73 a la arrancada de la Restauración borbona de 1875-1876. Razón de que fueran apoyadas en Galicia por el capitán general, los gobernadores civiles, el rector de la Universidad y el novísimo arzobispo de Santiago: el alicantino Miguel Payá y Rico.
En lo que concierne a nuestro asunto, la actividad más notable se concentró en la ciudad de Santiago de Compostela, con ocasión de las Fiestas del Apóstol de 1875 (Año jubilar).
En pocos días se celebraron allí una Exposición Regional, unos Juegos Florales y un Banquete de confraternidad, muy distinto del histórico de Conxo (1856), pero de más claro sabor galleguista.
Debe saberse, sin embargo, que -siendo reconocido por todos el éxito de la Exposición y del Banquete– los Juegos dejaron mucho que desear.
El tabú informativo era riguroso entonces con relación a otro asunto de venturoso alcance que vino a complicar -aún más- el tiempo de guerras: un nuevo conflicto universitario en el que estaba entrando toda la Universidad española, iniciado precisamente en la de Santiago y que remataría (años más tarde) con la emergencia de la nueva enseñanza privada laica (Institución Libre de Enseñanza) y la confesional católica (sobre todo la que venía impulsando en Coruña y Camposancos la Compañía de Jesús –formalmente desterrada- con la vista gorda de sus dos Luteros gallegos, Antonio Romero Ortiz y Eugenio Montero Ríos, asunto crucial y muy poco transitado en conjunto por los historiadores, pero que yo he contado en distintas ocasiones).
En lo que hace a lo que aquí nos concierne, al mostrarse disconformes con el Jurado que nombraron las citadas autoridades, la concurrencia a los Juegos Florales fue boicoteada por la mayoría de los jóvenes escritores del país, empezando por los cultivadores más destacados de la lengua gallega: Andrés Muruais y Valentín Lamas Carvajal.
El discurso del rector –Antonio Casares, cuestionadísimo también en su Universidad– tampoco estuvo a la altura y fue duramente criticado por Alfredo Vicenti en El Diario de Santiago por su desinformación acerca de la historia antigua y reciente de los Juegos. Así pues, a pesar del marco (el Paraninfo de la Universidad) y la solemnidad de las autoridades antecitadas, a las que había que añadir la presencia de los obispos de Ávila, Zamora y Mondoñedo, como Certamen literario ni siquiera llegó a la altura de los de 1861.
Para que resonara, por contraste, como otra forma de protesta, el Banquete sí que atrajo a la mayoría de la disidencia juvenil, con la única excepción del incontenible Andrés Muruais.
En medio del mayor entusiasmo se llegaron a aprobar en ese encuentro gastronómico tres ensueños que tardarían muchos años en dejar de ser utópicos: la creación de un órgano independiente de expresión que reivindicara de manera contundente las reformas inaplazables que el país gallego precisaba acometer de inmediato, empezando por las comunicaciones ferroviarias (La Reforma se llamaría, pero nunca vio la luz); la Asociación de Escritores y Periodistas Gallegos también fue imposible, dada la manifiesta tensión localista existente entre ellos y los medios de difusión en los que escribían. La constitución de una Academia Gallega tardará más de un cuarto de siglo en ponerse en marcha… Pero lo indudable es que había movimiento. También en lo que hace a la lengua gallega.
Los Juegos Florales que se fueron sucediendo en Galicia en años posteriores nada añadieron. Tuvieron carácter mucho más local que los compostelanos de 1875. Las únicas excepciones a esta rutina que iba a denunciar Emilia Pardo Bazán en su célebre discurso coruñés de 1885, tendrán por marco la ciudad de Pontevedra. Una de las razones de que comenzara a ser reconocida como la Atenas de Galicia de la nueva era en una revista integradora de las comunidades gallega y asturiana, fundidas entonces como en los federales tiempos del fallido Pacto Galaico-Asturiano (julio, 1869): La Ilustración de Galicia y Asturias (1878) de Madrid y su continuación, La Ilustración Gallega y Asturiana (1879-1881), publicaciones dirigidas sucesivamente por un personaje de indiscutible mérito, pero muy poco integrador, que ya se manifestara contrario al Pacto del 69: Manuel Murguía. Y esa será una de las razones de su cese del verano de 1880, cuando lo sustituye Alfredo Vicenti (desde entonces hasta el final de su continuación: La Ilustración Cantábrica, 1882).
Encuentros en la Badem Badem gallega
(Filiberto Abelardo Díaz y Antonio Romero Ortiz)
El 10 de mayo de 1879 La Ilustración Gallega y Asturiana daba cuenta de otra iniciativa de Andrés Muruais.
Con las habituales amistades interclasistas e inter-generacionales que habían impulsado sus revolucionarios carnavales de Urco (Pontevedra, 1876-1878), rompía a cantar el Orfeón Pontevedrés, precedente de lo que han de ser en pocos meses El Obrero y Los Amigos, la legendaria fusión definitiva, con sus cánticos rituales en gallego y español que aún recordaba de sus mocedades pontevedresas Ramon del Valle-Inclán en el esperpento de La rosa de papel.
Casi al mismo tiempo la prensa gallega, al dar cuenta de la pequeña crisis ministerial que se acababa de producir en el Gobierno del general Martínez Campos, comenzó a hacerse eco del rumor de que iba a producirse un cambio de timonel en el Gobierno Civil de Pontevedra, dirigido hasta entonces por el pontevedrés Víctor Novoa Limeses (1832-1899) desde los años de guerras. Francisco Silvela, su ministro de la Gobernación, lo confirmaba con la publicación del nombramiento en la Gaceta de Madrid el 19.
Nadie parecía conocer al nuevo gobernador, ni en la capital ni en el resto de la provincia. No hubo, pues, las habituales gacetillas de bienvenida. Sin embargo, en una España tan dada al guerracivilismo, no dejará de resultar sorprendente que en el callejero pontevedrés y en el centro más céntrico de Pontevedra permanezcan en 2017 los nombres del cantonalista Andrés Muruais y de aquel desconocido gobernador que iba a residir en Pontevedra apenas 15 meses, en medio de los cuales se produjeron algunas novedades que guardan la más directa relación con esta historia; pero que nunca despertaron –hasta este relato- el más mínimo interés de los historiadores. Y en este caso, tampoco en los filólogos.
Se llamaba Filiberto Abelardo Díaz Donderis. Licenciado en Derecho y abogado, había nacido en Valencia el 3 de octubre de 1830 (Ossorio y Bernard). A pesar del desconocimiento pontevedrés, ni era un don Nadie, ni cosa parecida.
A los 29 años, su nombre aparecía entre los “distinguidos escritores” que hicieron posible la edición costumbrista de Los valencianos pintados por sí mismos. Obra de interés y lujo donde trata de “La panollera”. No es el único texto que le publicó uno de los grandes nombres de la edición española, en sus horas postreras: Ignacio Boix Blay. En 1863 volvió a publicarle la Guía novísima de Valencia. Ya por aquel entonces llevaba años ejerciendo el periodismo.
Milagros Bará (2015) resumió bien esta faceta de periodista, iniciada en la mocedad, pasando de El Eco del Turia al El Eco de Valencia para llegar a El Valenciano, que dirige en 1863. En su imprenta, ese mismo año, saca adelante con Silvestre Rongier la edición de una rareza bibliográfica: Historia de la canonizacion de los mártires japoneses y del beato Miguel de los Santos con la extensa y verídica reseña de los actos y las festividades que se han celebrado en Roma durante la permanencia del episcopado.
En años posteriores, como era común en aquella época de periodismo a tiempo parcial, inicia una etapa más oscura, desempeñando distintos secretariados políticos, de evidente relieve local y provincial. Comienza en 1866 como secretario de la Diputación y del Consejo de Valencia, gobernando O’Donnell y la Unión Liberal, con Posada Herrera como ministro de la Gobernación. Era un unionista. Lo cesa, consiguientemente, el último gobierno Narváez del reinado de Isabel II.
Sumado a la Revolución de Septiembre de 1868, reaparece agazapado en la sociedad civil como director de una asociación valenciana en defensa de la producción nacional. Era proteccionista (1871); pero ese mismo año se convierte en secretario de la Diputación Provincial de Gerona que preside José Prim (cuyo posible parentesco con su admirado Juan Prim y Prats desconozco por completo). Seguía siendo un unionista evolucionado tras la muerte del general O’Donnell.
A pesar de los cambios de Gobiernos, partidos gobernantes y hasta de regímenes (asesinato del general Prim, Monarquía Saboyana y Primera República) Filiberto Abelardo flota como un corcho, permaneciendo en la Secretaría de esa Diputación Provincial hasta 1874. Tras un breve paso por el mismo cargo en su Valencia natal, salta a la Secretaría de Francisco Camacho y Alcorta (1813-1896), ministro de Hacienda. Ya reside en Madrid; pero también en este caso permanece en dos presidencias distintas (la de Juan Zabala y la de Sagasta).
En 1879 era jefe de Administración honorario en ese Ministerio de Hacienda. Un espacio de poder que tuvo mucha presencia de altos funcionarios gallegos desde los viejos tiempos fernandinos en que fue ministro uno de nuestros personajes audiovisuales: el arosano Luis López Ballesteros (1782/ 1853). Fue compañero por lo tanto de Modesto Fernández y González (Orense, 1838/ Madrid, 1898), fascinante personaje sin el que resultan difíciles entender las iniciativas aludidas del orensano Valentín Lamas Carvajal. Razón acaso del interés que don Filiberto iba a demostrar por Galicia.
En ese momento, cuando parecía perfectamente instalado en la Villa y Corte, se estrena como gobernador civil en la provincia de Pontevedra. Primero de otros varios destinos similares que le llevarán a distintas provincias españolas para volver a Galicia como gobernador de Coruña (14/01/1897-09/10/1897). Cerrada esa fase de su vida, volvió instalarse en Madrid, ya de manera definitiva, escribiendo –antes y después- en La Publicidad y ejerciendo de “funcionario público” (Ossorio y Bernard). Al morir, el 6 de julio de 1923, con 93 años, era el decano de los periodistas madrileños y el socio más antiguo de la Asociación de la Prensa que había impulsado Alfredo Vicenti en el Madrid de 1895.
En resumidas cuentas, cuando llegó a Pontevedra, mantenía con plenitud la potente conexión con su tierra valenciana; tenía perfectamente asumida la larga experiencia catalana de Gerona y demostraba estar en perfecta sintonía con los Gobiernos centrales de Madrid. Son las cartas que va a jugar –de manera brillante- en su nuevo cargo.
Sus dotes de organizador de Sociedades ciudadanas de fomento económico, social y cultural, aliadas de alguna manera con el turismo y las diversiones públicas ya las había mostrado en su ciudad natal, cuando era secretario de la Diputación y del Consejo de Valencia. Contribuyó lo suyo a la Exposición Permanente de 1866. Fue entonces cuando se hizo pública su habilidad política para convertir esas muestras locales en efemérides ciudadanas con potente repercusión exterior. Buscó para ello la manera de que se desplazara a su ciudad una representación acorde de la Prensa de Madrid, obsequiéndola él personalmente con una opípara paella. Con tal gestión publicitaria logró que la Expo de su pueblo fuera un éxito, al menos para los lectores de la prensa concurrente, trocada en colaboradora. Punto por punto, eso mismo hizo en Pontevedra en 1879-1880. Todo por sus pasos.
Tomó posesión en junio del 79. Aprovechó durante el verano la circunstancia favorable de que la provincia de Pontevedra y su capital (sobre todo ésta) se estaba convirtiendo en una especie de San Sebastián alternativa. Ya era la Badem Badem gallega…
De todas las personalidades del escenario político español que andaban de paso o de veraneo por su provincia, puso especial interés en Antonio Romero Ortiz (Santiago de Compostela, 1822/ Madrid, 1844). Personaje bastante inaccesible, poco frecuentado por biógrafos e historiadores, a pesar de su importancia incuestionable. Era en aquel momento uno de los más destacados impulsores del nuevo periodismo gallego de Madrid, como patrocinador de la información gallega de las maravillosas ilustraciones antecitadas, desde la de Galicia y Asturias a la Cantábrica (1878-1880)
Filiberto lo había tratado en sus años de secretario del ministro Camacho, cuando Romero Ortiz –como aquél- retuvo la cartera de ministro de Ultramar en los Gobiernos de Juan Zabala y de Sagasta). Le tenía en gran aprecio y le importaba, además, por sus sólidas conexiones con el ámbito galaico-portugués. Coincidía en esto con el también citado Modesto Fernández y González, su compañero en tal Ministerio. Éste incluso había puesto una cálida dedicatoria al frente de su libro Portugal contemporáneo. De Madrid a Oporto, pasando por Lisboa. Diario de un caminante, editado en el Madrid de 1874 (impreso, por cierto, en la “Imprenta y Fundición” de Manuel Tello, impresor sevillano vinculado a la Galicia Literaria de Madrid, amante de la poesía en gallego, e impresor de una edición de las Espiñas de Valentín Lamas Carvajal):
A D. Antonio Romero Ortiz, ex ministro de Gracia y Justicia, literato tan apreciado y conocido en Portugal como en España, dedica esta correspondencia epistolar, un humildísimo periodista, escaso de años, ganoso de merecimientos, admirador de ajenas inteligencias, cuyo nombre y cuyos trabajos están en todos tiempos al servicio de la patria y a la defensa de las instituciones nacionales.
Romero –que no era hombre de fácil trato- también debía tenerlo en alta consideración. Se prestó desde el primer momento a celebrar en agosto el primer encuentro. De paso para Noya, Compostela y Coruña hizo noche en Pontevedra y fue recibido por el gobernador y numerosas amistades que le obsequieron con una sonora serenata. Informado del proyecto en líneas generales, quedaron en volver a verse para concretarlo, por lo que don Antonio volvió en septiembre para pasar los últimos días de su vacación en la ciudad del Lérez, antes de retornar a Madrid por la vía portuguesa de Fernández y González.
En esos días, Filiberto aseguró la máxima colaboración y las bendiciones de quien, siendo una de las máximas figuras del Partido Constitucional y académico numerario de la Real Academia de la Historia, presidía la Sociedad de Escritores y Artistas españoles. Sería, además, el mantenedor en la iniciativa que más nos importa resaltar en esta historia.
La Ilustración Gallega y Asturiana (10-X-1879), que tanto tenía que ver con Romero Ortiz, supo desde el primer momento que se estaba cocinando algo importante en ese viaje.
En un apunte sin firma de Murguía, se resaltaba la calidez de las recepciones. Tras recordar al galleguista desterrado por los sucesos de 1846 y hacer mención de su libro La literatura portuguesa en el siglo XIX. Estudio literario (Madrid, 1869), refrendaba la opinión de Modesto Fernández y González acerca de sus amistades portuguesas del más alto nivel. Añade, además, el detalle de los regalos que fue recibiendo para que figuraran en el Museo de curiosidades que el ex ministro estaba creando, lo que nos va a dar una pista de alto interés para nuestro asunto central.
Sabemos por esa referencia que ya en el mes de septiembre mantenía el gobernador su conexión con quien iba a ser uno de sus colaboradores locales más constantes en su estancia en Pontevedra. También lo conoce el lector, pues se trata de José Benito Amado (¿recuerdan a Juan de Lérez?). Sí, el cuñado de Juan Manuel Pintos, ligados ambos a Francisco Anciles desde la imprenta de su tía Carmen.
A poco de llegar el gobernador había conectado, por tanto, con los pioneros pontevedreses en el uso del gallego (que –a su vez- mantenían contactos -también resaltados- con Portugal. Razón de que José Benito Amado le regalara entonces para su Museo algo único, que Romero Ortiz supo sin duda valorar. Una figura escultórica que María da Gloria (la reina María II de Portugal, 1819-1853) encargó en su día para el monumento alzado en Oporto (1862-1866) en honor de su padre, don Pedro (ex emperador de Brasil, Pedro IV de Portugal), artífice -con los españoles Espoz y Mina, Mendizábal, etc.- del primer triunfo irreversible del liberalismo portugués, tras el dramático cerco de Oporto (1832-1833). Una efeméride revolucionaria galaico-lusitana e hispano-portuguesa, en la que jugó papel destacadísimo el formidable puerto de Vigo. Historia que yo he contado en mi Historia de los Vega. Memorias íntimas de Juana de Vega.
El Certamen de don Filiberto(De La Raza Latina al Panlatinismo de Víctor Balaguer)
Antonio Romero Ortiz (Lutero Ortiz) era masón de elevado rango y estaba en vísperas de sustituir a Práxedes Mateo Sagasta como máxima figura del Grande Oriente de España (desde 1881); pero Filiberto, moviéndose con habilidad, encontró la manera de asegurarse también la bendición del cardenal-arzobispo de Santiago, Miguel Payá y Rico, que era –como recordará el lector- alicantino de Benejama (paisano suyo y –es lo más probable- valenciano parlante en su niñez), además de impulsor de los Juegos Florales compostelanos de 1875. Acaso fuera por ese prelado -tan excepcional en el contexto de la jerarquía eclesiástica española de su tiempo- que se atrevió a llegar lo más lejos que le fue posible en la interconexión entre la experiencia que estaba iniciando en Pontevedra y las que acababan de iniciarse en la comunidad natal de ambos. Incluso con la lengua valenciana. Nuestro asunto.
Tampoco tardó conocerse en Pontevedra que don Filiberto era poeta. Gustaba de ejercer ese mester componiendo poemas conmemorativos para ser musicados y cantados por los orfeones populares, tan de aquel tiempo. En 1871, había publicado “La esperanza de la libertad”, el himno que dedicó al rey Amadeo de Saboya (1871). Cinco años más tarde, cuando ya no era secretario de la Diputación de Gerona, fue premiado en el Certamen literario que esa ciudad venía celebrando cada año, y con su apoyo. Escribió entonces, para ese certamen, su oda a La Paz que puso final definitivo a las guerras carlistas (1876). Un año después se lo publicó una revista con énfasis y distribución “internacional” (“plurilingue” por tanto), que se hacía en Madrid, de título harto significativo: La Raza Latina. Cuando no era nada fácil publicar en ella…
Dirigida en lo informativo por Juan Valero de Tornos (Madrid, 1842-Madrid, 1905), con presentación esmerada y listín de colaboradores de auténtico lujo, encabezados por los franceses Jules Favre, Víctor Hugo o León Gambetta. Desde el primer número, también nos sorprende la colaboración española. Están intelectuales republicanos como Emilio Castelar (el último de los cuatro presidentes de la fenecida República); masones de elevado rango y prestigio librepensador como Miguel Morayta, o escritores tan de mi gusto, como José Castro y Serrano, Juan Valera o Clarín. Y no fue la única colaboración de Filiberto Abelardo como veremos después…
Conocido lo anterior, ya se entiende que no le fuera muy complicada la aproximación al pequeño -pero activo- círculo de intelectuales locales, que el lector conoce y que controlaban las principales Sociedades culturales y recreativas de aquella Pontevedra de 20.000 habitantes, con sus 10 plazas y 1.400 casas. Fueron ellos quienes le pusieron en antecedentes acerca de la existencia, en 1861, de aquella Sociedad de Juegos Florales que –tras impulsar los de ese año- no tuvo continuidad.
Pareció que había llegado el momento de refundarla, manteniendo su nombre, para que jugara el mismo papel que las sociedades análogas de otras latitudes. De manera particular en Cataluña, Provenza y Valencia. Presidida por el gobernador, Nicanor Rey Díaz se hizo cargo de la secretaría en toda la fase constituyente.
La cascada de novedades comenzó a conocerse con el nuevo “curso político”. En octubre de 1879. La prensa gallega no cesa de generar noticias desde entonces.
Heraldo Gallego, por ejemplo, el periódico orensano de Lamas Carvajal, amplifica la sorpresa de Indalecio Armesto, director de El Anunciador, diario demócrata-progresista de Pontevedra, al afirmar éste que el nuevo gobernador estaba completamente dicidido a impulsar el desarrollo social, económico y cultural de la provincia, comenzando por la propia capital provincial. Quería que la sociedad civil (y no sólo la Galicia oficial) le ayude a organizar en Pontevedra una Sociedad Económica con capacidad y entrega suficiente para organizar en agosto de 1880 una gran Exposición Regional en la que debía encontrar privilegiado espacio un Certamen Literario y Musical. En diciembre ya tenía impreso el detallado programa de la exposición, con su reglamento. El 8 de enero de 1880, La Ilustración Gallega y Asturiana se lo publica íntegro, pero aún sin comentario alguno. La expectación era evidente, pero… descreída.
En marzo, bien por el contrario, cuando se difundió el programa y el reglamento del Certamen Literario y Musical, dispuesto por la renacida Sociedad de Juegos Florales, donde iba impreso el Himno a Pontevedra, escrito por el propio gobernador, Manuel Murguía (que había vivido en Valencia unos meses de 1876, pero que parecía desconocer lo que se había iniciado con posterioridad a esa estancia suya) escribió en La Ilustración Gallega y Asturiana este penetrante comentario, adivinando –en cierta medida- lo que se preparaba:
En la hermosa ciudad de Pontevedra, la más a propósito de Galicia por la cultura de sus hábitos y hasta por su pequeña población para competir con las ciudades literarias de la Provenza, se ha constituido con carácter permanente una Sociedad de Juegos Florales que todos los años convocará a público certamen a los poetas y a los artistas.
Tan honrosa para los iniciadores como benéfica para el país será la nueva institución, si, como esperamos, imita a las de Tolosa, Montpelier, Avignon y Carccassona; si se consagra principalmente al estudio de nuestro dialecto, según han hecho y siguen haciendo con la lengua d’oc los compañeros de la copa y los felibres provenzales.
El desaarrollo de la música y la literatura popular debe ser ante todo el objetivo de la sociedad naciente sin que por eso desatienda las necesidades e intereses materiales del país en que radica”.
La revista demanda apoyos y termina así:
Reproducimos sus Estatutos para ofrecerlos como modelo a nuestros hermanos de la emigración en el caso de que deseen imitar o seguir en tan buena obra a la Atenas de Galicia”.
Murguía adivinaba, pues, uno de los trasfondos. Desconocía otros. Y eran justo los que el gobernador había tratado con Antonio Romero Ortiz y, probablemente, con el cardenal Payá y Rico. Le pedía, en definitva, su intermediación con el catalanismo que encarnaba en España y en el Partido Constitucional un progresista de toda la vida: su amigo y compañero en la Real Academia de la Historia Víctor Balaguer Cirera (Barcelona, 1824-1901). Personaje de larga evolución y singular complejidad que el mismo Filiberto Abelardo Díaz había presentado en La Raza Latina en 1876, cuando publicó Tragedias, libro escrito en catalán (Imprenta de La Renaixensa, Barcelona, 1876).
Balaguer, que había sido uno de los impulsores de los primeros Juegos Florales de Barcelona (1859) y su primer mestre en Gay Saber (1862), era en 1880 la personalidad más destacada del Consistorio de Juegos Florales y el mantenedor –ese mismo año de 1880- de los que se iban a celebrar en Valencia por segunda vez, organizados por la Sociedad Lo Rat Penat (fundada en 1878 para defender el uso de la lengua valenciana), equivalente por lo demás a la renacida Sociedad de Juegos Florales pontevedresa. Tendrían lugar casi en simultaneidad –los valencianos- con los que se iban a celebrar en Pontevedra. Venía siendo, a mayores, el iniciador de las interconexiones que se establecieron entre Cataluña y la Provenza. En gran medida por su íntima amistad con Frederic Mistral (1830-1914) y los felibres de la lengua d’oc.
Estamos asistiendo, pues, a la primera conexión histórica documentada de los ámbitos lingüísticos en los que se trataba de fomentar –con el uso de las lenguas locales– las interrelaciones comunitarias entre los hablantes de las lenguas que tienen como origen común el latín. Lo que –en concepto de sus impulsores- rompía cualquier género de resquemor o suspicacia por parte de los defensores del uso privilegiado de las lenguas oficiales de los Estados afectados. Asunto de excepcional importancia política y de máxima actualidad, incluso en la España de 2017.
El propio Víctor Balaguer, que se había iniciado como escritor en español, comenzó a utilizar el catalán como lengua predominante –pero no exclusiva- en 1857. Con 33 años. Como catalanista neófito, no tardó mucho en denunciar la identificación de Castilla con España y del castellano con el español. Una mixtificación histórica de largo recorrido en Cataluña y en el País Vasco, siguiendo en esto a los sectores sebastianistas del Portugal contemporáneo (que ya venían teniendo sus más y sus menos con los iberistas españoles y portugueses). Sus posteriores viajes y dilatadas estancias en una Italia en trance de reunificación, y su asiento en Madrid como representante en Cortes de distintos distritos catalanes, lo transformó por completo. Desde entonces volvió a la idea integradora de sus mocedades, cuando dirigía (con valencianos, catalanes y aragoneses) el periódico La Corona de Aragón, puesto que ese antiguo Reino había sufrido –a lo largo del siglo XVIII sobre todo- una desintegración en todo comparable a la del antiguo Reino de Castilla. Desintegregación que se mantuvo (agravado) con el sistema provincial, dominante en España desde los años 30 del siglo XIX y consolidado con el triunfo irreversible de la Revolución Liberal. División interior contra la que –como antiguo partidario de la reintegración descentralizada– se mostraba beligerante. De ahí su contento al conocer la iniciativa que estaba naciendo en Pontevedra, dada la importancia creciente que estaba adquiriento el ámbito galaico-portugués como nueva proyección prometedora de sus ideas, y con el apoyo de una personalidad con prestigio e influencia en España, Galicia y Portugal, caso de Romero Ortiz.
Aunque prestigioso colaborador de La Raza Latina (a raíz de la mentada presentación de Filiberto Abelardo Díaz), a Balaguer le importaba más volver la vista a los orígenes comunes de todas esas lenguas nacidas del latín, convirtiéndose en ideólogo de una especie de panlatinismo. Superador de los diferencialismos fronterizos, raciales o caractereológicos de oscura intención política separadora, que comenzaban a proliferar en España y en Europa. Por eso tuvo notable capacidad de penetración en Aragón e incluso en Castilla, manteniendo en Galicia partidarios inequívocos a lo largo de su vida; pero también adversarios pertinaces como se puede presuponer…
Dos atlánticos –caso de nuestro paisano Aureliano Linares Rivas (Santiago de Compostela, 1841/ Madrid, 1903) y Emilio Castelar (Cádiz, 1832/ San Pedro del Pinatar, Murcia, 1899)- tenían al Trovador de Montserrat, por “la personificación de Cataluña” y miraban con simpatía sus posicionamientos. Linares, por ejemplo, cerraba así su cálido tratamiento de quien era a su vez una de las figuras más destacadas del progresismo histórico español (1878):
Quisiera que fuera más elocuente que Castelar puesto que lo merece el gran patriota que dice que Dios le concedió la lengua catalana para gritar ¡Viva España!”.
Con otra fórmula, ese va a ser el elogio y el tratamiento de su catalanismo integrador que hizo Antonio Romero Ortiz en su discurso como mantenedor de los Juegos Florales y del Certamen musical de agosto de 1880 en Pontevedra, cuando defendió (en español, pero abiertamente) el uso de las lenguas locales, y sin temor alguno -en el caso de Galicia- donde el uso del gallego se conciliaba de la manera más normal con el amor a España y con el uso normalizado del español.
Pues bien: en el momento más oportuno, cuando el Certamen Literario y Musical de don Filiberto estaba a punto de iniciarse, Víctor Balaguer -como mantenedor de los Juegos Florales de Valencia– lanzaba en su discurso un saludo especial a los poetas del Miño y del Lérez y a los escritores y músicos gallegos que iban a protagonizar esa fiesta de la cultura de inmediato. En medio de ella, con la consiguiente emoción, se recibió un intencionado telegrama de solidaridad escrito en valenciano, enviado por los directivos de la Sociedad Lo Rat Penat. La respuesta en gallego la suscribió el alcalde de Pontevedra a instancias del jurado en medio del célebre Certamen musical en el que se dio a conocer el Himno gallego (en gallego) de Andrés Muruais, el Himno a Pontevedra (en español) del gobernador y una de las alboradas de autor más bellas de la formidable música de sabor tradicional del país gallego, en trance de histórica recuperación: la Alborada de Pascual Veiga (Mondoñedo, 9 de abril de 1842/ Madrid, 12 de julio de 1906).
Nunca había sucedido en el viejo país atlántico nada parecido en lo que hace a proyección exterior del uso de su lengua local en la historia contemporánea de Galicia. Por primera vez, los poetas, músicos o cantores concurrentes, en lengua gallega o/y española, resonaban en toda la prensa del país y en la de Madrid, Cataluña, Valencia o la Provenza. La propaganda que supusieron tales manifestaciones, hizo que el llenazo de la ciudad fuera histórico, con afluencias masivas a todos los actos programados. Las cálidas crónicas que se publicaron en la prensa de Madrid, enviadas por sus corresponsales pontevedreses, certifican la evidencia de que jamás se viera algo parecido en Pontevedra y en Galicia.
El éxito fue inenarrable, incluso para quienes –aprovechando el altavoz valenciano, catalán, provenzal y madrileño- no se privaron de recordar a Balaguer (después de dejar constancia de su agradecimiento más sincero) que uno de esos poetas del Miño, Manuel Curros Enríquez, estaba en trance de ser juzgado y excomulgado por el obispo de Orense, por haber publicado un libro memorable, escrito en lengua gallega: Aires da Miña Terra (Orense. Tipografía de A. Otero, Editor, 1880). Pasa que lo que desconocían los amigos ferrolanos del poeta orensano, redactortes de El Correo Gallego, al lanzar esa ofensiva tan oportuna, es que Curros Enríquez estaba en Pontevedra formando parte del jurado. Un tanto azorado, porque era un Jurado de auténtico lujo. Con Romero Ortiz, Eugenio Montero Ríos, Eduardo Chao, Indalecio Armesto, Luis Rodríguez Seoane, Emilio Álvarez Giménez y Juan Antonio Saco Arce, y con Heliodoro Fernández Anciles y Valentín Lamas Carvajal entre los suplentes… El respaldo del Certamen al poeta excomulgado era claro, firme y hasta emocionante.
Otro indicador del éxito del Certamen pontevedrés se observa en el interés de la Revista de Galicia, de la que era editora destacada la coruñesa Emilia Pardo Bazán. Estrenó entonces una sección catalana (“Revista de Cataluña”). En su correspondencia de octubre de 1880, al comentar el mencionado discurso pronunciado por Victor Balaguer en Valencia –con la histórica llamada a los poetas del Lérez y el Miño- el corresponsal afirma que ese discurso había escocido a los catalanistas más intransigentes. Les molestó infinito el hecho de que el orador hablara de lengua lemosina –por respeto acaso a la singularidad del valenciano– como sinónimo de lengua catalana, lo que –por otra parte- mereció una felicitación expresa de Frederic Mistral. Una discordia reveladora de las profundas suspicacias que levantaban el uso público de las lenguas y la cuestión de sus orígenes, cuando se jerarquizan según el poder que se atribuyen los aspirantes a representar los anhelos de las comunidades hablantes. Una tensión –el diferencialismo político con la bandera de las lenguas- que aún continúa en nuestros días.
Cartas son cartas
(El desembarco de Balaguer en Pontevedra)
En sólo un mes, entre el 8 de noviembre y el 7 de diciembre de 1880 se produjeron dos bajas fundamentales en la Sociedad de Juegos Florales de Pontevedra y en la vida cotidiana pontevedresa.
Filiberto Abelardo Díaz cesó como gobernador civil pasando a ocupar el mismo cargo en la provincia de Burgos. No muy lejos de su residencia, como remate a su larga y dolorosa enfermedad, fallecía Francisco Fernández Anciles (7-XII-1880).
Las despedidas que se le hicieron fueron acordes con el peso ciudadano de los dos.
Don Filberto recibió toda suerte de reconocimientos, reactivándose la idea de declararlo hijo adoptivo. Con las maletas dispuestas para la partida, tuvo que recibir a una comisión de artesanos. Querían una dirección a dónde pudieran enviarle la escribanía de plata que estaban ultimando, pero que no estaba terminada.
Aún más revelador fue el telegrama de los pontevedreses radicados en Buenos Aires. Fueron éstos los primeros en reconocer el prestigio que había logrado para la ciudad de donde procedían.
Merece saberse, a propósito de estos últimos, que la idea de los Juegos así concebidos en Pontevedra, con apertura y eco en Cataluña, Valencia y la Provenza, tuvo inmediata repercusión americana.
El primer Centro Gallego de la capital argentina protagonizó la iniciativa de organizar -con todos los Centros regionales y españoles allí radicados, pero con apertura a toda concurrencia (lo que justificó la gran presencia de altas autoridades argentinas) los primeros Juegos Florales de América (12 de octubre, 1881). Sólo un gallego resultó premiado en ellos: el periodista y poeta pontevedrés Nicanor Rey Díaz (Ferrol, 184?/ Madrid, 1899), secretario que había sido de la Sociedad de Juegos Florales de Pontevedra en la fase fundacional y uno de los descubrimientos de los Certámenes pontevedreses y americanos, que cambiaron radicalmente su vida… Con máxima solemnidad, pues, aquella fue la primera manifestación de lo podría llegar a ser el panlatinismo americano.
No menos cálida fue la despedida de Anciles. Dada su competencia profesional y su generosidad ilimitada, Gaceta de Galicia manifestba su orgullo porque un tipo como él se hubiera formado en la Escuela médica compostelana. “Las agitaciones de la vida pública, los altos cargos que ha desempeñado, no le concitaron ni un solo enemigo”, escribió un periódico. Alfredo Vicenti, director de La Ilustración Gallega y Asturiana, escribía en los mismos términos y le llamaba “dignísimo patricio y estimable poeta gallego” que tanto en el arte de curar como en la vida pública o familiar había sido modelo de padre, dirigente ejemplar y consecuente demócrata. Como remate sintético, su máximo elogio: “No deja enemigos ni perjudicados en la tierra”.
Dos bajas de tal importancia en un pequeño equipo de trabajo, tuvo consecuencias notorias. La Sociedad de Juegos Florales se mantuvo, pero los objetivos marcados en 1880 fueron difíciles de mantener con ritmo anual. Ni siquiera hubo una publicación unitaria que compendiara la abundantísima información de prensa. Y también la política partidaria, celosa siempre de esa clase de éxitos ciudadanos, hizo acto de presencia.
Don Filiberto había sabido torear con su mano izquierda los corrimientos interpartidarios que se produjeron durante su mandato a todos los niveles. Nombrado por Silvela en el Gobierno de Martínez Campos, continuó con Cánovas del Castillo, malquisto ya con su predecesor. Bien por el contrario, el gobernador pontevedrés, sin perder el apoyo de progresistas de toda la vida como Luis Rodríguez Seoane o Francisco Anciles, incluso contó con la colaboración de republicanos federales de la radicalidad de Andrés Muruais. Un escándalo, por cierto, el de la aparente pinza de éste con los canovistas, que denunciaba de continuo Indalecio Armesto, su adversario local más pertinaz, sin dejar por ello colaborar –también él- con las iniciativas del gobernador.
Para sustituirlo pasó de Orense a Pontevedra, quien lo precediera: el pontevedrés Víctor Novoa Limeses; pero casi no tuvo tiempo de jurar el cargo…
La Sociedad de Juegos Florales, por su parte, hubo de hacer frente a dos circunstancias harto diferentes.
Sabemos por Alfredo Vicenti que el invitado de consenso para mantenedor-presidente de los Juegos de 1881 era Emilio Castelar, pues el líder del republicanismo posibilista acababa de intervenir en otra efeméride simultánea de la lengua gallega y de la mejor poesía de aquel año inolvidable (1880): prologó el libro Follas Novas de Rosalía de Castro (Madrid-La Habana, Aurelio J. Alaria, impresor de “La Propaganda Literaria”, editora de La Ilustración Gallega y Asturiana). Pasa que el cese de don Filiberto retrasó la gestión y Castelar ya no tenía fechas libres para cumplir el encargo…
La segunda circunstancia fue esperanzadora.
En febrero de 1881, por primera vez en la historia constitucional de España, el rey, Alfonso XII, llamó a gobernar a los antiguos progresistas, liderados por Sagasta, sin que éstos tuvieran que recurrir al consabido pronunciamiento militar. Por esa razón el mantenedor elegido por la Sociedad de Juegos Florales en 1882 fue un político de la nueva situación: Segismundo Moret (Cádiz, 1833/ Madrid, 1913). En el Jurado volvieron a estar casi todos los nombres de 1880. El gran triunfador volvió a ser el citado Nicanor Rey Díaz. Logró el premio más apetecible y original, convirtiéndose en histórico redactor de El Imparcial, el gran diario madrileño de los Gasset.
Las muertes posteriores de Andrés Muruais (21-XI-1882: 31 años) y la repentina de Federico Sáiz Sánchez (Morata de Tajuña, 1841/ Pontevedra, 10-I-1884: 43 años), tampoco fueron fáciles fáciles de cubrir.
Este último, secretario de la Sociedad de Juegos Florales desde 1882 y pedagogo institucionalista de singular relieve, era republicano posibilista, como Castelar. Había escrito en El Globo, el portavoz madrileño de aquél, dos crónicas memorables sobre los Juegos de 1880 y –si no engañan las coincidencias- dejó armados los de 1884, restableciendo la línea abandonada en el intermedio. Junto a Luis Rodríguez Seoane lograron el desembarco en Pontevedra del mismísimo Víctor Balaguer.
Las cartas de Rodríguez Seoane a Balaguer dan idea del interés extraordinario que puso éste para preparar la visita.
Magnífico lector y hombre muy organizado, el Trovador de Montserrat mandó con antelación su discurso para que fuera impreso, distribuido entre invitados y vendido a quienes quisieran comprarlo. La impresión estuvo a cargo del pontevedrés José Millán.
Era así de precavido; pero no faltaron sátiras, porque –impreso el discurso antes de haber sido pronunciado- el orador no se privó de meter en el texto impreso paradiñas con “aplausos, más aplausos, aclamación final interminable”…
Al margen de esta sátira, estuvo elocuente. Acorde con la retórica oratoria de la época y con su visión legendaria de la realidad histórica. Como sucediera con el discurso de Romero Ortiz de 1880, los periódicos del país le dedicaron números completos o folletones, al margen de la impresión de Millán.
El orador repasó todas las grandes cuestiones del catalanismo más integrador.
Tras protestar por las calumnias que se manifestaban de continuo en contra Cataluña por el renacimiento literario en su lengua vernácula, afirmó que este movimiento de recuperación de sus lenguas y culturas originarias, estaba poniendo al descubierto el papel excepcional jugado por la lengua gallega, adelantándose en sus orígenes a todas los demás. El gallego como lengua poética de las Cantigas de Alfonso X probaba su antigüedad inalcanzable y confería a los poetas, los músicos y los escritores gallegos un papel de privilegio en la cruzada que él venía librando en favor del ideal latino. La fraternidad de los distintos hablantes iría llevando a la unión definitiva de los pueblos de raza latina. Una misión histórica que debían cumplir España, Francia e Italia, las tres grandes representaciones del patria, fides, amor, el lema histórico de los Juegos.
“España, una, indivisible, fuerte, con sus regiones formadas, viviendo la vida de la descentralización y la fraternidad, con todos sus antiguos reinos, con su aspiración ibérica realizada, con su unidad indiscutible, con sus provincias de ultramar, donde dejó impresa la huella de su raza latina y donde continúa hablándose la lengua castellana, la que por sus tradiciones y fiestas heroicas, es la que mejor representa la idea de la patria”.
Sigue con Francia (fides) que, según él, comenzaba a abandonar su férreo unitarismo, era la representación de la fe. Italia, por gozar más que nadie de toda suerte de bellezas, representa el amor.
En esa conjunción los poetas del Miño y el Lérez tenían una gran misión histórica que cumplir. Hermanar, por así decir, a Camoens y Cervantes.
Ahí tenéis vuestra idea: la patria ibérica, dentro de la patria y la federación latinas. Os acompañarán en esa misión los poetas del Llobregat y del Turia, de los ríos y las islas”.
Las iniciativas de O Galiciano
(De la lengua de reyes a los Cancioneiros)
Al mismo tiempo que se anunciaban y se desarrollaban los brillantes Juegos Florales de 1884, con Víctor Balaguer en la ciudad, se produjo otra novedad digna de resaltar. Me refiero ahora a la aparición de O Galiciano el 1 de agosto de ese año, doce días antes del discurso del mantenedor.
El semanario, escrito enteramente en gallego, con salidas en las cuatro ferias mensuales que por entonces se venían celebrando en Pontevedra, se asemejaba claramente al Tio Marcos da Portela (que –con sus dificultades- se continuaba publicando en Orense bajo la dirección de un Valentín Lamas Carvajal, portavoz discreto a la sazón de una de las facciones del Partido Liberal de Sagasta).
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O Galiciano –como Tío Marcos– nunca tuvo una tendencia muy definida en lo político; pero tanto su primer director (Rufino Rivera Losada, orensano de origen), como los jóvenes redactores y colaboradores más constantes, nacidos entre los años 40 y 60, se habían formado mayormente en los ambientes democrático-progresistas y federales que liderara Andrés Muruais hasta su muerte (1882) e Indalecio Armesto hasta la hora de su destierro (1883). Esa integración de antiguos adversarios era su máxima novedad.
Dadas las circunstancias, el nuevo periódico pontevedrés pidió el placet público a Indalecio cuando el ideólogo republicano (demócrata-progresista, amigo político a la sazón de Nicolás Salmerón y Eduardo Chao, se estableció en Madrid procedente de Buenos Aires para continuar allí su destierro de Pontevedra (J. A. Durán, 1986).
Sabían de sobra los galicianos que este Armesto se venía manifestando con dureza contra el federalismo pimargalliano y maldecía los diferencialismos vasco y catalán. Acaso por ello retrasó mucho la contestación, máxime al conocer -en marzo de 1885- el contenido del Memorial de los agravios a Cataluña, redactado por Valentí Almirall, en un momento político harto delicado para el bipartidismo gubernamental (y, por tanto, de grandes expectativas para el republicanismo, dada la pésima salud del rey, Alfonso XII, sin descendencia clara, que iba a fallecer pocos meses más tarde, 25-XI-1885). La respuesta llegó, por fin. El 15 de septiemmbre de 1885 se publicó en gallego, traducida por los redactores de O Galiciano:
Anque pareza inverosimil, é certo que non sei escribir o galego, por mais que o fale moitas veces coa incorrección propia desa culta i artística cidade.
Non crea vosté, sen embargo, que se asoman o meu rostro as tintas do rubor cando galego me chaman. Nada diso. Amo a miña patrea como o antiguo xudío amaba o tempro de Xerusalen, símbolo da unidá nacional, e ata con orgullo digo ó mundo todo que nome ten no mapa de España a terra bendecida onde derramei as miñas primeiras bágoas. Pero eu, que amo a Galicia e por ela suspirei en lexanas praias; eu, que moitas veces sentín desfalecer a miña alma, envolta sempre nas desconsoladoras i eternas brumas da nostalxia, non deseio seguir as inspiracións de vascos e cataláns, porque as xuzgo tan desacertadas como funestas pra a unidá nacional».
Le responde un tal Xiao (el ya citado Juan Manuel Rodríguez de Cea), su mano derecha en el periodismo, hasta el extremo de estar ejerciendo la dirección en funciones de El Anunciador, diario republicano, portavoz del proscripto.
Los redactores de O Galiciano consideraban innecesarias las advertencias de Indalecio por lo que se refiere a catalanes y vascos. Para ellos –como para Heliodoro Anciles, mero colaborador esporádico del periódico- se trataba de cultivar con orgullo y en todos los géneros del pensamiento y la creación, la lengua de los antepasados, sin abandonar el uso del castellano, lengua que practicaban de forma cotidiana en otros medios, porque eran decididos partidarios de la unidad nacional y porque consideraban que en Galicia era donde mejor se escribía (y se hablaba) la lengua común de los españoles. Una riqueza evidente, además, de la que no disponían vascos ni catalanes, pues el gallego abría las puertas al portugués y al sueño ibérico y panlatinista de los Juegos Florales de 1880, con los que Armesto había colaborado. Riqueza incomparable a la que Galicia no podía ni debía renunciar.
El 3 de agosto de 1886, Gumersindo Laverde (Cántabro y gallego consorte, n. en 1835), paisano, íntimo amigo y el mejor informador de Marcelino Menéndez Pelayo acerca de Galicia y de la importancia que estaba alcanzando el gallego, por los recientes descubrimientos de la literatura galaico-portuguesa medieval (tanto como lengua de reyes, como por los formidables Cancioneiros) le da cuenta desde Otero de Rei de esta insólita iniciativa de O Galiciano:
En Pontevedra ha iniciado un periódico un certamen literario y musical de todo punto gallego. Todas las obras que a él se presenten estarán escritas en gallego; gallegas serán las composiciones que canten las sociedades corales; y no sonará más instrumento que la gaita gallegaYa van presentadas sobre cincuenta composiciones. Si la calidad guarda proporción con el número no dejará de ser lucido el tal certamen.
Indalecio Armesto, que ya residía en Pontevedra a esas alturas de 1886, puso El Anunciador al servicio de la idea, para que fuera el número más original e importante del programa de fiestas de la Peregrina. Por consejo y gestión suya, Manuel Murguía –con quien llevaba trato de familia- fue encargado de presidir el certamen literario. En el discurso inaugural, el presidente justificó su presencia en Pontevedra por esa insólita novedad del Certamen; pero –de manera bastante incomprensible- habló en español:
Diverso de cuantos antes de ahora se celebraron en esta tierra, es de ella por entero. En este sentido es el primero y el más genuinamente gallego; y tanto, que al espíritu provincial que le informa, debo sin duda alguna la inmerecida honra de presidir este acto; al menos en este sentido he admitido tan alta distinción y me he creído en el deber ineludible de aceptarla con alma y vida, puesto que las ideas profesadas, reciben en este momento, la sanción necesaria para ser fecundas.
El otro catalanismo
(La iniciática visita de Ferrán Alsina)
Cuando Filiberto Abelardo Díaz estaba iniciando en Pontevedra el gran proyecto que les he ido relatando con intencionada meticulosidad, ya residía en Galicia un personaje con nombre propio en la intrahistoria de los movimientos sociales españoles más avanzados. Era catalán. Se llamaba Ceferino Trasserra (Barcelona, 1830/ Coruña, 1880) y vivía los últimos meses de su densa existencia.
Desde su llegada, aprendió a hablar gallego y observó con atención lo que sucedía. Corresponsal de La Publicidad de Barcelona (un periódico que pudiera tener todo que ver con el de la misma cabecera que Filiberto Abelardo Díaz dirigiera en Madrid), pudo ser informado por éste de lo que estaba en ciernes. Sea como fuere, el caso es que La Ilustración Gallega y Asturiana recogió el 20 de septiembre de 1879, cuando se estaba celebrando el fecundo encuentro que les he contado del nuevo gobernador de Pontevedra con el ex ministro, Antonio Romero Ortiz, la información que paso a describir, y que la excelente revista gallega de Madrid, recortó poniéndole un pequeño margen de distancia y disidencia.
Trasserra encontraba una paridad rigurosa en lo que era Cataluña en relación a la lengua y al catalanismo en 1859, cuando los primeros Juegos Florales, con lo que estaba sucediendo (con veinte años de retraso, por lo tanto) en el atlántico País Gallego.
Al desconocer, como es lógico, lo que yo les he contado (y con toda meticulosidad –insisto- dada la desinformación reinante), atribuía todo al ejemplo catalán. Una ignorancia y una concesión gratuita que también reina en Galicia por parte de la ideología dominante, alimentada por la ignorancia y la falta de investigación de ese proceso revolucionario liberal gallego y portugués en esas décadas cruciales que van del Antiguo Régimen Señorial al triunfo irreversible de la Revolución Atlántica por excelencia, guiada por la Cuádruple Alianza Liberal (Francia, Gran Bretaña, España y Portugal) frente a la Europa absolutista. Me refiero, en efecto, a la desconexión con lo que venía aconteciendo en Cataluña o en Valencia, por ejemplo, donde la resistencia al proceso revolucionario del realismo y el carlismo, por ejemplo, fue incomparable.
Salvada –en su caso, dada su procedencia catalana- la disculpable ignorancia del proceso de larga duración en las comunidades atlánticas, las observaciones de Trasserra eran correctas y dignas de recordar, precisamente por venir de un observador del Mediterráneo acerca de la Galicia atlántica de 1879:
Se desentierran sus antiguos cantos, se comenta y loa su historia, se rinde homenaje a sus preclaros hombres, se escribe en la lengua dulcísima de sus montañas, se constituyen y fomentan coros populares y orfeones; ama Galicia, en fin, sus tradiciones, sus costumbres y sus hechos, y tienen ya sus naturales a legítimo orgullo el haber nacido en sus encantadores valles o en sus playas, que son rientes unas como las del Adriático, tempestuosas e imponentes otras como ellas solas”.
Cinco años más tarde, fallecido ya Trasserra, El Anunciador (Pontevedra, 11-IX-1884) daba la noticia de que La Reinaixensa de Barcelona estaba publicando una serie de artículos sobre lo que titulaba con el genérico “El catalanismo en Galicia”, centrándose en el movimiento de los Juegos Florales fundamentalmente.
Esto es: siguiendo un criterio bastante nefasto, lo que aquí hemos contado con detalle -para ir resaltando su originalidad y su sentido integrador-, comenzaba a ponerse de parte del catalanismo más particularista, jerarquizador, excluyente y (en nuestro concepto) reaccionario. Una tendencia a la colonización catalana o/y vasca del galleguismo que irá a más, si bien los resultados de la mixtificación siguen siendo desmentidos por la intrahistoria del viejo país atlántico y por la tozudez de los hechos. Incluso en 2017.
En Agrarismo y movilización campesina en el País Gallego (1875-1912) y en los cuatro libros de Crónicas he ido resaltando la larga serie de novedades sin precedente que se acumularon entre esos años ochenta del siglo XIX y en los subsiguientes. La originalidad de los movimientos sociales gallegos, con relación a los catalanes, se mantuvo. A pesar de las similitudes existentes entre los foros gallegos y la rabassa morta catalana.
En mi concepto, sin conocer las múltiples evoluciones de los movimientos sociales y de los liderazgos políticos de aquellos años, es muy difícil entender la complejidad interna de las Irmandades da Fala. Un movimiento en el que se van a observar distintas militancias simultáneas (individuales, grupales, partidarias y territoriales). Desde sus orígenes más próximos, 1915-1916, hasta su disolución definitiva, en puertas de la Segunda República (1930-1931). La historiografía galleguista nunca se tomó ese trabajo…
En la Galicia Sur, según se ha ido observando por la particularidad de los Anciles, la presencia del diferencialismo vasco y catalán era escasa –por no decir nula- hasta 1880. También en lo que hace al uso del gallego, como lengua local comunitaria. Sin embargo, todo comienza a cambiar en los años 90, cuando se produce la primera ofensiva catalanista, mirando –como en todas las ofensivas posteriores- por sus propios intereses político-partidarios (los de la Lliga fundamentalmente), al tratar de convertir ambas cuestiones –el diferencialismo político y el uso del catalán en las instituciones- en graves asuntos de Estado.
La visita –muy poco conocida y nada estudiada- de Ferrán Alsina (1861-1907) a Galicia y al País Vasco en 1893 marca un antes del después en este asunto. Las intensas relaciones de aquél con Alfredo Brañas (1859-1900) y Manuel Murguía ya no tienen nada que ver con las establecidas con Víctor Balaguer, razón de que un seguidor de éste (Manuel Amor Meilán, en su correspondencia) llegue a considerar la desviación como consecuencia de lo que llamó “una masonería de escritores”. Volverá a ser fundamental (y motivo de intestina controversia) en el nacimiento de las definitivas Irmandades da Fala, ahora centenarias (1915-1919), con el creciente protagonismo de Francesc Cambó. Sin embargo, esa iniciática visita de 1893 apenas tuvo significación desde el punto de vista de los usos del gallego, que continuaron por las novísimas pautas de prestigio que van a confluir en la curiosa historia de la primera cátedra de lengua y literatura galáico-portuguesa, a situar en la Universidad de Madrid, donde el protagonismo pontevedrés vuelve a ser muy destacado (si bien, por distintos motivos, esa cátedra nunca llegaría a funcionar).
El reciente centenario de la muerte del pontevedrés Víctor Said Armesto (2014), que era hijo de Federico Saiz Sánchez, el citado secretario de la Sociedad de Juegos Florales de Pontevedra, llamado a ser el primer titular de esa cátedra (centenario en el que nosotros hemos intervenido activamente), nos ha permitido a los intervinientes resaltar dos aspectos relevantes de esta importante cuestión.
El primero se refiere a cuando aún era era mucho menos que un ensueño utópico pensar en esa cátedra. Ensueño nacido en el ambiente creado por dos amigos, de la misma edad y médicos de profesión: Luis Rodríguez Seaoane y Francisco Anciles, lectores sin duda de La Ciencia Española, donde Marcelino Menéndez Pelayo (nada menos) sugería la idea de esa cátedra de lengua galaico-portuguesa, en paralelo a la del catalán.
El segundo aspecto se refiere a la importancia excepcional para el prestigio del gallego y del portugués que subsiguió a la excelente edición del Cancioneiro de Ajuda de Carolina Michaelis de Vascondelos (1904).
Quedaría aún un tercer fleco por contar, pero nos desborda.
Me refiero a las relaciones de la implantación casi simultánea de las cátedras de catalán en la Universidad de Barcelona y de la non nata de gallego-portugués en la Universidad de Madrid con la política liberal-demócrata de José Canalejas (Ferrol, 1854/ Asesinato de Madrid, 1912), por la predisposición de éste a aprobar en España las Mancomunidades supra provinciales y a propiciar la introducción del catalán como lengua de uso de los funcionarios en las Diputaciones provinciales de Cataluña. Política intermediada en Cataluña (y en Galicia) por el pontevedrés Manuel Portela Valladares (1867/ Desterro de Bandol, 1957) –formado en el ambiente que les he relatado- como gobernador civil de Barcelona con categoría de ministro, y como integrante del movimiento agrario-redencionista de Acción Gallega. Asunto poco conocido, pero que puede consultarse en nuestra edición de las Memorias de éste, o en los libros y ensayos que hemos dedicado al movimiento agrario-solidario y a Acción Gallega, la formidable movilización liderada por Basilio Álvarez (Ourense, 1877/ Desterro de Tampa-Cuba, 1943) y consentida por Canalejas, que dará lugar a momentos de intensa poesía revolucionaria en gallego con Antonio Noriega Varela (1869-1947) y Ramón Cabanillas (1876-1959) como protagonistas, así como a las primeras muestras de caricatura social en gallego de Alfonso R. Castelao (1886-Desterro de Bos Aires, 1950).
Incluso en esos momentos, como sucedió en el caso de la evolución gallega del movimiento solidario (nacido –éste sí- de la Solidaritat Catalana) las diferencias del caso gallego con el catalán (y con el vasco) continuaron siendo muy llamativas.
Además de la novedad de la poesía revolucionaria agrario-redencionista, en gallego y de la caricatura social de Castelao, hay otra veta digna de resaltar.
Por iniciativa personal de algunos integrantes del movimiento agrario-solidario y en las grandes concentraciones de Acción Gallega, sobre todo en la Galicia Sur, se va a producir la emergencia de la oratoria de masas en lengua gallega.
Chinto Crespo (Lugo, 1849/ Vigo, 1931), agrario de Lavadores, en el primer contexto, llegó a ser el orador más popular del Directorio Antiforista de Teis; Manuel Lugrís Freire (Sada, 1863/ Coruña, 1940), autor también de los Contos de Asieumedre, de manera simultánea, será en la Galicia Norte el más constante de los oradores solidarios coruñeses (y una de las razones de que éstos oradores (más bien demócratas y republicanos) pasen -como si nada- de integrar la Solidaridad Gallega a formar parte de la más nutrida Irmandade da Fala del país: la coruñesa); Juan García Míguez (¿/?), por su parte, presidente de la agraria de Ventosela, más esporádico que los anteriores, se atrevió a competir en gallego con la electrizante oratoria española de Basilio Álvarez en las masivas concentraciones de Acción Gallega.
Movimientos sociales –no hace falta insistir- sin precedente, de enorme importancia y manifiesta originalidad, en vísperas ya de fundirse con el –cada vez más vigoroso- movimiento obrero
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Movimientos sociales, en definitiva, en los que también se fundamentó el prestigio Rodrigo Sanz López (Ferrol, 1872/ Compostela, 1939). La figura más destacada de las nacientes Irmandades de Fala en sus primeros meses. Hasta el descalabro electoral de 1918. Cuando –con tensa presencia de los intereses de la Lliga catalana- el uso del gallego en los mítines de los irmandiños da fala se generaliza por toda Galicia.
Liberal-demócratas y mauristas
(Complejidad interna de las Irmandades da Fala)
Partiendo de las observaciones de Fray Martín Sarmiento y -sin perder de vista el caso de los Anciles y de la particularidad pontevedresa- hemos podido ir siguiendo los distintos usos de la lengua gallega como un proceso de larga duración en absoluto lineal, como parece darse a entender en la reiterativa historiografía galleguista, seguidista hasta en el lenguaje de la catalanista. Estuvo plagado de parones, reviravueltas y abandonos. En él intervinieron, además, personajes de muy distintos grupos de edad desde el siglo XVIII.
En el caso concreto de las definitivas Irmandades da Fala (mayo, 1916) ya eran excepción los protagonistas nacidos en los años 30 del siglo XIX. El propio Francisco Fernández Anciles falleció en 1880; pero –en su caso- tuvo continuidad en su hijo, Heliodoro Fernández Gastañaduy (Pontevedra, 1859-1917). Uno de los más veteranos entre los promotores locales del novísimo movimiento social centenario que ahora concelebramos. Y esa veteranía, por así decir, nos va a servir para contemplar la complejidad interna que, según mi criterio, minará hasta desgastar la intensidad del movimiento irmandiño.
La relación personal establecida entre Heliodoro Anciles (n. en 1859), hijo de su padre, y Víctor Said Armesto (n. en 1871), hijo del suyo, ayudará a entender esa complejidad histórica, sin abandonar el fascinante observatorio pontevedrés.
Desde los años finales del siglo XIX, a pesar de la diferencia de edad, nació la relación más intensa entre el Heliodoro coleccionista (de partituras musicales o de los cantos de los mayos, por ejemplo) y el investigador en el campo del folklore y la filología, Víctor Said. La razón de esa amistad tuvo mucho que ver con sus respectivas familias y con el marco donde se produjo: la Casa del Arco y la tertulia de Jesús Muruais (Pontevedra, 1852-1903).
De mano de Jesús, aparecen los tres en la gran revistería modernista pontevedresa de entresiglos, en las actividades culturales del Liceo Casino y Recreo de Artesanos. Heliodoro y Víctor, por su parte, son colaboradores de La Unión Nacional (Pontevedra, 1900-1901), órgano del regeneracionismo costista, donde reaparece en la dirección el tan citado Juan Manuel Rodríguez de Cea (de El Estudiante, El Anunciador, O Galiciano y O Novo Galiciano).
En el mismo 1900 Said y Heliodoro escandalizaron a los redactores de El Áncora, diario católico pontevedrés, que los acusó de herejía (en el caso de Anciles por su Oda a Darwin y por sus opiniones sobre evolucionismo); pero sólo tres años más tarde vuelven a coincidir como redactores a tiempo parcial de Diario de Pontevedra (1903), que era el órgano principal del Partido Liberal y –más en concreto- de su facción liberal-demócrata, por gracia de la amistad personal de ambos con Eduardo Vincenti (yerno, en efecto, de Eugenio Montero Ríos, en los años de declive y muerte del cuco de Lourizán).
Vincenti, histórico y muy activo representante del distrito pontevedrés en Cortes, alcalde de Madrid y presidente del Centro Gallego en el arranque de la revolución musical de Aires da Terra de Perfecto Feijóo, contribuyó lo suyo al prestigio logrado en Madrid por la música y los cantos gallegos. Nos aproxima además –de manos de Said Armesto- a uno de los marcos fundacionales de las Irmandades da Fala: el Ateneo de Madrid. Poco más tarde, dentro de él, al círculo de la Revista Estudios Gallegos, cuyo alma mater fue el ferrolano –de origen catalán- Aurelio Ribalta (1864-1940: importante y curioso personaje a quien hemos dedicado en el ya lejano 1990 una de nuestras historias con data audiovisuales: Galicia en Castela. A España galeguista de Aurelio Ribalta (Vídeo-Voz TV-TVG).
Si Víctor Said Armesto fue el iniciador de la nueva sensibilidad galleguista del Ateneo madrileño con relación a la lengua gallega, su amigo Aurelio Ribalta –fallecido aquél, en 1914- elevó la campaña por el uso y el prestigio de ese idioma hasta sumar a ella un movimiento político de evidente importancia en la Historia de España y de Galicia: el maurismo y su continuación, el calvo-sotelismo.
Ribalta, en efecto, estaba muy ligado a la secretaría particular de un personaje poco (por no decir nada) reconocido por la literatura galleguista, a pesar de sus múltiples merecimientos: Juan Armada Losada, marqués de Figueroa, ex ministro de Antonio Maura. Autor –entre otras obras de notoria valía- de una memoria familiar tan valiosa como Del solar galaico (1917), donde trata –por cierto- de lo que ya les he contado a propósito de las milicias señoriales y de la Pontevedra aristocrática, pues desciende por línea directa de mis grandes personajes de la “Atlántica Memoria”, narrativa y audiovisual, y de LA CUEVA DE ZARATUSTRA: Benito Pardo de Figueroa, el increíble heredero de Fefiñáns, que tradujo a Horacio del latín al griego, para sorpresa de Menéndez Pelayo; su primo carnal, Ramón Patiño Mariño de Lobeira, el carcelero de Manuel Godoy. El sobrino de Benito, Baltasar Pardo de Figueroa, legendario conde de Maceda, o los protagonistas de la última gran boda de la Pontevedra aristocrática: Francisco Javier Losada Pardo de Figueroa y María Joaquina Miranda Sebastián, condesa de San Román. En vísperas de la histórica ejecución de su compañero de armas: Juan Díaz Porlier….
El marqués de Figueroa, el maurismo y el galleguismo ribalteño da también una de las razones de por qué su revista Estudios Gallegos llegó a contar en su segunda época con elegante cubierta diseñada por Alfonso R. Castelao, a la sazón en Madrid, preparando oposiciones al cuerpo de Estadística, cuyo éxito lo llevaría a su querida Pontevedra.
Como vengo explicando desde El primer Castelao (1972), el rianxeiro mantuvo intensa relación con el Partido Conservador, liderado por Maura, en tiempos en que éste –por gentileza de Montero Ríos– pasó a tener por secretario particular a un pontevedrés: Prudencio Rovira Pita (autor de El campesino gallego, en J. A. Durán, Aldeas, aldeanos y labriegos en la Galicia tradicional, y del poema ¡Hirmandade!. Poemiña de revolta, Madrid, 1918). Fue Castelao quien metió la problemática de la enseñanza primaria de Rianxo en la gran encuesta ribalteña de Estudios Gallegos por la colaboración de un extraordinario animador de la vida cultural rianxeira, íntimo amigo de aquél: el maestro Enrique Correa.
En definitiva: al trabajoso interés demostrado por la lengua gallega de los Anciles, cuando éstos militaban en la vanguardia democrático-progresista (en simultaneidad con tantos integrantes de la más nutrida de las Irmandades da Fala de 1916, procedentes del republicanismo coruñés, ex militantes en la Solidaridad Gallega), va a suceder ahora la complejidad de que sectores disidentes de los dos partidos del turno pacífico (liberal-demócratas y mauristas) aparezcan –en más o en menos- en la organización de las primeras Irmandades da fala, tras su constitución en mayo de 1916. Caso de Heliodoro o del propio Castelao. Algo que también está aconteciendo de manera simultánea en el sector jaimista del tradicionalismo, muy próximo ya al maurismo, liderado por un personaje de importante pasado formativo compostelano: Juan Vázquez de Mella (religado a los movimientos de convergencia ya aludidos, caso de la Solidaridad Gallega).
Punto y final
(O Labrego, la sorpresa del Castelao pontevedrés)
En 2002, cuando preparábamos en el Taller el documental biográfico Penzol (Más que un bibliófilo, más que una Fundación), su viuda me confirmó algo que también contaba Ramón Piñeiro.
Leonés de Sahagún de Campos, nacido en 1901, Fermín Penzol decía que su galleguización se inició en Pontevedra, ciudad en la que residió con su familia entre los años académicos 1912-13 y 1914-15.
En esos tres años era habitual que las Sociedades, los Centros Escolares y el Instituto de Pontevedra dieran piezas teatrales de Heliodoro Anciles, muy elogiadas por el Nobel José Echegaray, en sus años de pontevedrés de verano. Entre los intérpretes del monólogo O vello paroleiro (que se representaban a menudo, dado su éxito) cuentan dos jóvenes que nos dan idea del ambiente: Antonio Blanco Porto (1890-1981, primer director de la futura Polifónica de Pontevedra) y el efímero Luis Amado Carballo (1901-1927), compañero éste de Penzol y de Bibiano Fernández Tafall en el Instituto.
El Castelao universitario y troyanesco, enamorado de Eva, una hermana de Virginia Pereira, tuvo que transigir con el casamiento de su amada con quien sería su cuñado, por una triste carambola del destino. Aunque Virginia, su definitiva esposa (desde 1912), paraba con frecuencia en Pontevedra con otra hermana suya, casada con aquel López Paratcha que dijo en un mitin que España tenía 49 provincias pues la otra, Pontevedra, era del marqués de Riestra, ya he explicado en mayo de 2016 y en LA CUEVA DE ZARATUSTRA que fue el propio Víctor Said Armesto (maestro inolvidable de amigos pontevedreses de la infancia de Castelao), y no esos cuñados, quien lo convirtió en caricaturista personal de “Aires da Terra” (1913), el prestigioso grupo coral e instrumental pontevedrés que revolucionó la música gallega tradicional. Dos años antes de que Castelao –sumado al ambiente ribalteño del Ateneo de Madrid- dibujara la cabecera de Estudios Gallegos. En cualquier caso, tanto por su nueva parentela como por los componentes de ese grupo, para el que también bailaba muiñeiras con María Pla, Castelao tenía un conocimiento suficiente de la ciudad del Lérez. Pese a ello, cuando logró su plaza de técnico de Estadística (enero, 1916), pocos meses antes de constituirse en Coruña la primera de las Irmandades da Fala, quedó desconcertado con la gracia, la intención y el brillante gallego que se publicaba en la página “O Labrego” de El Pueblo, órgano de la primera Conjunción agraria-republicano-socialista de la ciudad.
No tenía ni idea de quién podría publicar aquella página anónima tan intencionada, en la que se recortaban los célebres zarpazos de su admirado amigo Basilio Álvarez. Yo apostaría cien contra uno a que ese gallego era del irmandiño Juan Manuel Rodríguez de Cea, director del periódico aludido. Bastaría –para salir de dudas- con que se lo hubiera preguntado a Heliodoro Anciles; pero -por desgracia- a los novísimos irmandiños da fala (que presumieron siempre de “bos e xenerosos”) nunca les satisfizo el papel de epígonos del proceso de larga duración que aquí les he contado. Una vanidad que el galleguismo mantuvo en su veneración por la llamada generación Nos, lo que me permitió a mi gozar del alto honor de llenar ese vacío amnésico, tan común en las historias patrióticas.
“O Labrego”, al saludar con gracia socarrona, a la manera de Marcos da Portela, las esperanzas puestas por Heliodoro Anciles en el novísimo movimiento de las Irmandades da Fala, celebraba la noticia, pero le recordaba cuántas habían sido las ocasiones anteriores en que parecía que Galicia iba a salir del letargo a la vida, con el gallego de por medio. Un vaticinio que se volvió a cumplir de manera dramática a partir de julio de 1936; pero esa ya es otra historia…
Cuando murió Heliodoro (15-III-1917), en vísperas de que entrara como numerario en la Real Academia Galega, todos los periódicos, sin excepción, reconocían que el hijo de su padre era una parte del corazón de la ciudad. Si de su padre se dijo que –a pesar de su militancia política en el movimiento democrático-progresista jamás tuvo enemigos en la ciudad ni en la provincia-, de él –que presidía el Liceo Casino– se contaron maravillas. A mi, como investigador, me llamó la atención una noticia de su entierro: aún más que la multitud, el detalle de que cerraran por duelo todos los comercios. También me llamó la atención un silencio. En ninguna de las notas necrológicas que he podido consultar se hablaba de su ingreso en las Irmandades da Fala.
Tampoco Castelao se apuntó de los primeros al movimiento. Maurista pasado por el basilismo de Acción Gallega, desconfiaba del mismo tanto como “O Labrego”. Acaso sospechara desde el primer momento lo que yo llegué a saber por la múltiple militancia católico-tradicionalista de Antonio Losada Diéguez (1884-1929) al leer -merced a la bondad de su hijo, nuestro inolvidable amigo Luis Losada Espinosa- la correspondencia que los primeros espadas del movimiento (Rodrigo Sanz, Luis Porteiro, Antón Villar Ponte) cruzaron con su padre. Las tensiones interiores y los choques personales fueron incontables. Sin embargo, un pequeño sector de la juventud, que desconocía el transfondo, vio en las Irmadades el futuro de un galleguismo encandilador. Fermín Penzol, sin ir más lejos, fue uno de ellos. Comenzó su afición al coleccionismo comprando en Madrid los ejemplares de la tercera resurrección de O Tío Marcos da Portela (1917-1918). El portavoz orensano de la Irmandade de la ciudad. La que honró, por fin y como se merecía, la memoria de Valentín Lamas Carvajal.
Ya de aquélla se reunía Fermín en el Museo Pedagógico con su amigo Luis Cortón del Arroyo quien ejercía de bibliotecario de la institución creada y dirigida por su pariente, el eminente pedagogo riojano Manuel Bartolomé Cossío (1857-1935). Amigo inseparable, además, con el que fundaría Penzol en ese ambiente juvenil de la Galicia de Madrid Mocidade Céltiga. Sí. Un descendiente directo de aquellos Cortón que también forman parte -por derecho propio- de esta larga, novedosa y entrañable historia.