¿Quién fue Ramón Patiño, el carcelero de Godoy?

Golpe de Estado en Aranjuez.- Entre las mixtificaciones más reiteradas de la truculenta Historia de España hay que situar la patriótica conversión en motín (popular) de lo que fue un exitoso golpe de Estado militar, palatino y señorial. Con mucha algarabía y alguna sangre; pero sin muertos. Este 17-19 de marzo de 2013 se cumple su 205 aniversario.

Como todos los años, la pantomima volverá a celebrarse (con la consabida jarana concejil-carnavalesca) y en su propio marco: el bellísimo conjunto histórico-artístico de Aranjuez.

En 1808, en efecto, la sangre no llegó a ninguno de los tres ríos que riegan tan fertil vega. Incluso Manuel Godoy, superministro de Carlos IV y generalísimo de todos sus Ejércitos (el primer objetivo y la víctima más buscada y magullada) salió preso, pero con vida. En parte al menos, por la meticulosa vigilancia a que fue sometido por su riguroso carcelero.

De resultas, sin embargo, el golpe provocó lo más deseado por los golpistas: la primera renuncia del rey Carlos y el efímero primer reinado de su hijo, Fernando VII, si bien la renuncia de ambos tampoco tardaría mucho en producirse…

En realidad, el esperpéntico comportamiento de Borbones y Braganças (las dos dinastías reinantes en la vieja Iberia) estaba servido desde meses antes. Salvo rarísima excepción, las historias nacionales no han sabido sacar punta a las consecuencias de un hecho del mayor relieve internacional, pero mayoritariamente desconocido o infraestimado: que el 1 de febrero de 1808, Jean Andoche Junot se convirtió, por mandato unilateral de Napoleón Bonaparte, en “rey sin corona” de todo Portugal. La arbitrariedad del Emperador de Francia hacía añicos lo poco que quedaba del tan cacareado como inexistente Tratado de Fontainebleau.

Desde aquel entonces, sólo el agua pura y cristalina pudo ser más transparente que la evidencia de que la ocupación continental napoleónica de la Península Ibérica era eso, ibérica. Española y portuguesa. Y que los Ejércitos españoles que habían intervenido en la ocupación de Portugal, permaneciendo en aquel territorio, se habían convertido en rehenes de Francia.

En tan dramática circunstancia, sólo Godoy tuvo ideas claras y agallas suficientes para jugársela por sus fueros y su rey. En medio de las más potentes tensiones militares, palatinas, diplomáticas y señoriales que quepa imaginar. Esa operación de máximo riesgo sería atlántica y estaría apoyada mayormente en fuerzas que habían intervenido en la ocupación española del Sur de Portugal, bajo el mando del trágico general Solano..

Según su parecer, había que sacar de España a la Real Familia, llevándola a las colonias de América, al modo portugués. El riesgo, sin embargo, era incomparable al que corriera la Corte lusa en 1807, dado que ésta –en su huida marítima a Brasil- se había anticipado en unas horas a la entrada de las fuerzas de Junot, contando además con la potente custodia de la invencible Armada británica. Godoy, por el contrario, aunque diera por descontado el apoyo británico, lo tenía todo en contra. Ni siquiera el secreto necesario de la complicada operación militar pudo ser mantenido…

Así las cosas, al margen de lo que podamos pensar de su gestión global como Superministro o de las enormes riquezas acumuladas en su largo período de influencia, la ejecución de ese plan fue el origen de un golpe que resulta harto difícil calificar de patriótico, por mucho que segara para siempre su carrera política, provocando la incautación, la agitación social y el latrocinio de sus bienes, convirtiéndolo (primero) en reo de muerte y (después) en ciudadano libre, aunque reo de destierro, por obligada concesión al Emperador de Francia.

* * *

Es en el tránsito que va de la conspiración palatina a la ejecución militar del golpe (con la subsiguiente detención y el cautiverio del reo) cuando se agiganta –a la par del levantisco conde de Teba, futuro de Montijo, que servía bajo las órdenes de Solano- la desconocida personalidad histórica de Ramón Patiño. Dos familias (Patiños y Montijos), intensamente relacionadas entre sí desde antes de venir al mundo los dos protagonistas aludidos. Uno y otro, con potente conexión señorial y patrimonial con la Iberia atlántica, española y portuguesa.

 

Entre pijos y zánganos
(La emergencia histórica de Ramón Patiño)

La ambientación popular del llamado motín de Aranjuez, resultó tan trabajada y costosa como lo son, por lo general, esta clase de dramatizaciones políticas, cuando se tienen que hacer pasar por populares. Por eso hubo, en los meses posteriores, numerosas imitaciones en los lugares más diversos, todas con parecido ritual anti-godoyesco. Además, como tumulto callejero, resultó colorista y pintoresco. Hubo, sobre todo, lujo de sirvientes, nobles con la apariencia de Tios campechanos, disfraces y embozos para esconder lo que se ha dicho: su carácter marcadamente militar, palatino, señorial.

Como golpe de Estado palatino, el acto central (la caza y captura de Godoy) estuvo a cargo de los zánganos de la Guardia Real.

La denominacación zánganos, como recordarán los lectores de Guerra y Paz, la memorable recreación novelesca rusa de León Tolstoi, es suya; pero todas las Cortes de la vieja Europa contaban con esa clase de tropa. En España, dentro de ella, actuó el sector que hoy diríamos más pijo, politizado y estamental del Ejército Español: los Guardias de Corps. Sector al que el propio Godoy había pertenecido en la mocedad, reformándolo a su gusto como generalísimo, cuando ya era previsible que algo así como esto sucediera. Reforma que ahondó el clima de indignación de los afectados.

El mando superior (y, por tanto, el responsable final del éxito) recayó en el teniente general que mandaba desde 1804 los Alabarderos reales y que no era, en el sentido expresado, un zángano. Estamos, bien por el contrario, ante un militar de prestigiosa familia nobiliaria y brillante carrera profesional, realizada en los Regimientos de Infantería del Ejército regular, al margen por completo de las intrigas de los Reales Sitios. Se llamaba Ramón Orosio Fernando Patiño Mariño de Lobera (escribiré Lobeira, si se me permite, simplificando –como hará el mismo- la triple denominación por la escueta de Ramón, para distinguirlo –desde ya- de su único hijo, Ramón Rufino, pijo éste de la Compañía Americana de Guardias de Corps, muy activa en el golpe de Aranjuez).

Tal como se ve, estamos ante un personaje de sonoros y galleguísimos apellidos de sabor marcadamente marítimo y atlántico. III marqués del Castelar, Ramón fue uno de los 16 grandes de España de primera clase implicados en la conspiración, iniciada por el citado conde de Teba. Fase ésta en la que Castelar se esforzó en que dejara de ser una intriga palatina más para convertirse en conjura de máximo alcance, exigiendo para ello firma, compromiso escrito o juramento expreso a todos los implicados.

No deja de resultar intrigante, sin embargo, que un protagonista de tal relieve en la ejecución de un golpe que marca el antes y el después en la historia política de España, permanezca desconocido, envuelto en las confusiones más lamentables. No es ésta, sin embargo, la razón de que le concedamos un papel central en la “Atlántica Memoria”, sino la fuerza explicativa del personaje y de su entorno familiar más próximo para aclarar la autoría y la intencionalidad del golpe: me refiero a la profunda unidad de acción observada en 1808 por una densa red señorial de la nobleza militar atlántica, dispersa por sus residencias, situadas en lugares por veces muy distantes entre sí, pero fundidos en el objetivo final de acabar con Godoy y Carlos IV…Asunto jamás abordado en estos términos.

 

La nobleza militar atlántica
(Conseccuencias del reformismo de los Patiño Rosales)

De origen gallego, los Patiño Rosales volcaron en Galicia buena parte de su influencia política más creativa. Formados en Milán, donde habían sido intendentes del Ejército español, retornaron con Felipe V, sentando sus reales entre Aragón y los Reales Sitios.

Ferrol les debe el salto de la nada a lo que continúa siendo. Fueron ellos quienes convirtieron ese puntito geográfico del litoral atlántico en capital estratégica de uno de los tres departamentos marítimos españoles, dando origen a la mayor explosión poblacional urbana de la Galicia dieciochesca.

La antigua villa mareante de Pontevedra, postrada y marginal hasta entonces, también les debe su reconocimiento administrativo como villa militar y como capital de una flamante provincia (marítima y miliciana) de primer orden, al dotarla de instalaciones acordes y de uno de los primeros Regimientos provinciales de milicias que se crearon en Galicia y en la vieja Corona de Castilla.

Esas iniciativas, tuvieron inmediatas y revolucionarias consecuencias, locales y palatinas. En la Villa y Corte, en primer lugar. No sólo por la creciente presencia gallega en el importante Ministerio de Marina de un Estado con denso imperio colonial transoceánico. La Galicia de Madrid, hasta entonces más bien descolorida, cobra incomparable intensidad y conciencia de su poderío a partir de ese momento, con el peso creciente de las casas y de las cruces de los caballeros santiaguistas.

Los Patiño formaron parte activa, desde el primer momento, de la Real Congregación de Naturales y Originarios del Reino de Galicia(1741), y se mostraron muy ligados a la casa-palacio de la opulenta Rosa María de Castro Centurión (1691-1772), condesa de Lemos, siempre dispuesta a colaborar con ellos.

De resultas, los arreglos matrimoniales no se hicieron esperar. Y estaban llamados a tener enorme repercusión en la vida local y provincial.

 

Los tratos matrimoniales
(Tiempo de damas)

Dado su origen, los Patiño aún lucían en aquel entonces apellidos tan resonantes como los que introdujo Valle-Inclán –a modo de fantasía- en alguna de sus historias “italianas”.

Baltasar Patiño Rosales, I marqués del Castelar (1693), bisabuelo de Ramón, casó con Hipólita Atténdolo Bolognino Visconti, hija de los condes de Galenzo. De ella procede el segundo título familiar: el italiano condado de Belvedere. Su hijo, Lucas Fernando, II marqués del Castelar, abuelo de Ramón, capitán general y presidente de la Audiencia de Aragón, fue el encargado de sentar las bases de la originalidad familiar.

Incorporó a las raíces estrictamente militares un patrimonio territorial consorte más que considerable, al entrar en los planes casamenteros de la condesa de Lemos (que también ha de intervenir –en paralelo y decisivamente- en el primer casamiento de la célebre condesa de Montijo, madre del citado conde de Teba, con un Palafox, sobrino suyo).

Lucas casó, en efecto, con la incidente y orgullosa María Josefa de Castro, Mari Pepa, marquesa consorte del Castelar, condesa de Belveder, Grande de España de Primera Clase, señora del Valle de Conso, Vegas de Camba, Castromil, Santigoso, villa de Neda, Trasancos, Vilameixe, Vilauzán, Vale, Sobrado, Santa Cruz, Chamoso, San Juan del Río, Xunquedo y Vila de Quinza, títulos que anunciaba en sus papeles de entonces con calculado énfasis.

Temible dama, cuyas pasadas autoritarias por sus señoríos gallegos, poniendo firmes a administradores, curas de patronato, apoderados y cabezaleiros, fueron leyenda.

Llegado el momento, fue Mari Pepa quien intervino en el trato de casamiento de los padres de Ramón.

 

Las grandes bodas del siglo
(Nacen los  primeros insurgentes anti-napoleónicos de 1808)

El 5 de diciembre de 1751 se celebró en el corazón de la villa de Pontevedra una de las grandes bodas del siglo. Es en ese momento cuando se fusionaron los linajes de los Patiño y los Mariño de Lobeira, marqueses de Sierra, incrementando el poderío territorial atlántico de los primeros de manera excepcional.

El novio, Antonio Patiño, conde de Belveder, hijo de Lucas y Mari Pepa, mantendrá de por vida y por entero el perfil de los de su estirpe, a pesar del potente intervencionismo de su madre. En lo militar, su carrera ya era bastante espectacular en la hora del casamiento (mariscal, con  24 años).

La novia, la pontevedresa María del Rosario Mariño de Lobeira Pardo de Figueroa, no tenía absolutamente nada que ver con su suegra, pero estaba llamada a heredar -con el título principal de sus padres, los marqueses de Sierra una infinidad de señoríos y propiedades territoriales e intereses, mayormente litorales y marítimos,  y su símbolo: la enorme casa natal del centro de Pontevedra, donde aún luce hoy el gracioso escudo familiar, con la leyenda galante de su antepasado, locamente enamorado de la sirenita (asunto que abraza la parte heráldica del escudo).

Si los Patiño eran destacados integrantes de la nobleza militar que servía en el Ejército regular; los Mariño de Lobeira tenían peso sustancial en la otra reforma (socialmente revolucionaria) de sus antepasados: la drástica modernización de las antiguas milicias. De manera particular, en el ámbito marítimo de la novísima provincia miliciana de Pontevedra, recortada en ese aspecto de la antigua provincia de Santiago.

Pues bien: como si estuvieran afectadas por la leyenda de la sirenita, las damas de los Mariño de Lobeira, mayorazgas o segundonas, tenían algo especial, razón del éxito de los entronques nupciales que protagonizaron Rosario (1751) y  su única hermana, Francisca (1754).

Si la dulce Rosario, madre de Ramón, parecía destinada a ser marquesa consorte del Castelar y marquesa de Sierra, su hermana casó en Oviedo con su primo, Francisco Antonio Bernaldo de Quirós y Cienfuegos, marqués de Campo Sagrado, insurgente anti-napoleónico de primera hora y futuro representante de Asturias en la Junta Central (1808), capitán general de Galicia (1812-1813) y ministro de Guerra (1815), vitalizando así una relación más antigua con esta familia y con otros títulos capitales de la historia de la insurgencia y la insurrección armada anti-napoleónica de Asturias.

Joaquín Navia Osorio Miranda, VII marqués de Santa Cruz de Marcenado y José Joaquín Queipo de Llano y Quiñones, V conde de Toreno, mayorazgos de gran relieve y militares los tres, son –ni más ni menos- parientes directísimos de los padres de Ramón Patiño, tal y como –por la misma boda- pasaron a serlo los Pardo de Figueroa pontevedreses (marqueses de Figueroa, condes de Maceda), capitales también en los mismos acontecimientos y en la insurrección armada galaico portuguesa. Uno de estos últimos, Juan José Caamaño, hombre de acción, que ha de ser pronto conde consorte de Maceda, ideólogo –por así decir- de estas familias de la nobleza militar atlántica, siempre tendrá el golpe de Estado de Aranjuez (y no el dos de mayo de Madrid) por la clave desencadenante de cuanto en España y Portugal estaba sucediendo ya en el mes de marzo de 1808, cuando el mismo establece (en sus islas y en los dominios marítimos de los Pardo de Figueroa y Ramón Patiño) los primeros contactos levantiscos con los corsarios británicos…

 

Familias en red
(La casa palacio de Caballero de Gracia)

Ramón fue el hijo único del matrimonio pontevedrés de Antonio y Rosario. Como tantos otros hijos de familias gallegas de menor nivel que fueron entrando al servicio de tan potente red familiar, señorial y militar, nació en Zaragoza, el 26 de julio de 1753. En casa de sus abuelos. Pero vivió estacionalmente –como su familia- a caballo entre Aragón, Madrid y Galicia. En contacto con una densa variedad de primos militares, portadores de los apellidos insurgentes que he ido resaltando, y de amistades íntimas de la familia, como los Montijo.

En 1758, al morir Lucas, II marqués del Castelar, capitán general y presidente de la Real Audiencia de Aragón, se hizo patente la tensión entre los padres de Ramón y su abuela Mari Pepa, razón de que Antonio Patiño nunca pudiera ostentar el marquesado del Castelar que pasó directamente del abuelo difunto al nieto (5 añitos).

Dadas las circunstancias, Antonio, Francisca y el pequeño Ramón (III marqués del Castelar), formaron con el personal de servicio una moderna familia nuclear, residiendo en Madrid en la casa palacio de la calle Caballero de Gracia. Y esa fue una de las razones de que, por el contrario de los primos pontevedreses de Francisca (los Pardo de Figueroa, marqueses de Figueroa y condes de Maceda, formados en el prestigioso Seminario de Nobles de Madrid), Ramón –a pesar de su título- recibiera formación relativamente más modesta para su rango, en un Colegio irlandés.

Al ascender su padre a teniente general (1860) y plantearse el futuro profesional de Ramón, la opción militar de los regulares, tradicional en los Patiño, se impuso. Cadete del Regimiento de Infantería Hibernia (irlandés), el flamante marqués del Castelar fue capitán con 20 años (1773), sirviendo en el Aragón.

 

La progresión social
(El casamiento)

Fallecido su padre (1766), Ramón lo sucedió como caballero cruzado santiaguista (1768) en la Galicia de Madrid, restableciendo para su título la grandeza de España de primera clase (1769), con gran contento de su madre y de su abuela, fallecida en 1799, en excelentes relaciones todos con la condesa de Montijo y el elemento aragonés arandista de la Villa y Corte. Con Mari Pepa, sin embargo, las relaciones nunca llegaron a ser cordiales. Cuña de su propia madera, Ramón, herido en su orgullo por la tensión sostenida con sus padres, en 1775 incluso pleiteará con ella…

Adoraba a su madre, la dulce sirenita pontevedresa. Cuando ésta se convirtió en marquesa de Sierra, heredando el cuantioso patrimonio de los Mariño de Lobeira, Ramón beligeró por sus bienes con rigor digno de su abuela.

Mientras otros miembros de la nobleza militar aprovechaban los períodos de paz para visitar Cortes y formarse en los Ejércitos de los Reinos más diversos, Ramón concentraba sus esfuerzos en apuntalar el legado de sus antepasados, tratando de agrandarlo, con furia de poseso. Litigante y pleiteador, su red de administradores, abogados, apoderados,  curas de patronato, fue aún más rigurosa que la de Mari Pepa.

Sin embargo, al haberse formado en el Ejército regular, en proximidad a los cuarteles y las ideas revolucionarias que circulaban por los Regimientos, Ramón tuvo un comportamiento análogo al de otros parientes y militares pre-románticos en una cuestión nuclear: el trato matrimonial.

Casó por amor (todo parece indicarlo), con la única mujer de su vida. Una dama de excelente linaje, pero sin título, patrimonio, carrera ni fortuna comparable a la suya.

Teresa Osorio (tres años más joven) era hija del tercer matrimonio de su padre,  Manuel Juan Osorio y Fernández de Velasco (1734-1793), uno de los hijos del marqués de Alcañices, con la condesa de Castro Ponce.

Teresa le dio un hijo (Ramón Rufino, n. en Madrid, 1776) y –junto con su madre- las dos damas dieron al guerrero el reposo y el equilibrio que necesitaba, tanto en los campos de batalla, como en los pleitos espectaculares que él llevaba con tesón hasta las más altas instancias, buscando siempre la ampliación del imponente patrimonio familiar, desbordado por no sé cuántas provincias, hasta lograr el objetivo de las grandes casas: poder ir siempre por lo suyo desde Madrid a sus islas atlánticas. Y todo –en esta deslumbrante historia familiar- en el breve lapso de tres generaciones.

Diré a propósito de la importancia de ese patrimonio, lo único que estoy en condiciones de probar. Que -sólo con relación a Galicia- a pesar de las desvinculaciones, algunas ventas legendarias, dispersiones y desamortizaciones posteriores, los Castelar aún contaban a finales del siglo XIX entre los mayores contribuyentes en tres de las cuatro provincias gallegas; y que el marquesado ocupaba el tercer lugar en volumen de bienes fiscalizados por Hacienda…

Conocido lo anterior, comprenderá el lector el altísimo interés analítico que presenta la saga de los Castelar a la hora de entender la evolución del poder entre el Antiguo Régimen y la irreversible Revolución Liberal Ibérica. Asunto vertebral de nuestra Atlántica Memoria narrativa y audiovisual.

 

La vida misma
(Primeras comedias palatinas de los Castelares)

Con 28 años, Ramón era teniente coronel de Infantería y servía en el Regimiento de Sevilla. Lo mandaba como coronel dos años más tarde. En 1790, en pleno proceso revolucionario francés, ascendía a brigadier y en 1791 era  mariscal.

Iniciado el despegue con el conde de Floridablanca, la sustitución de éste por Aranda le permitió –por su histórica instalación aragonesa- completar su escalada, tanto en el campo estrictamente profesional, como en el reconocimiento social. Teniente general con 40 años (tenía la misma antigüedad de Godoy en ese grado), tuvo actuación destacada en las guerras contra la nueva Francia revolucionaria, sirviendo –con su hijo de ayudante- bajo las órdenes de Ventura Caro, capitán general de Galicia. Gran Cruz de la Orden de Carlos III, Carlos IV, a propuesta de Aranda, le concedió el Toisón de Oro. La más preciada internacionalmente de las condecoraciones españolas, que ya luciera su antepasado, José Patiño Rosales.

Contra lo que insinúa Godoy en sus Memorias, la brillante carrera del que sería su riguroso carcelero estaba hecha cuando su víctima de Aranjuez iniciaba su propia escalada. Es más cierto, sin embargo, que a raíz de la intervención en Portugal, cuando la llamada guerra de las naranjas (1801), tuvo la sensación de que su ciclo en el Ejército regular había tocado techo. Y que no entraba, en absoluto, en los planes de Godoy.

Para sorpresa suya, esa caída en desgracia –relativa- ante Godoy fue muy celebrada por su esposa y por su único hijo, mucho más amantes de las comedias cortesanas que Ramón. Fueron ellos los que lo animaron a variar por completo la tradición de los Patiño, metiéndolo de lleno en el mundo de los zánganos y de los pijos, donde servía Ramón Rufino, casado en 1799 con María Diega Ramírez de Arellano, hija de los futuros condes de Bornos.

Como insinúa su pariente asturiano, el conde de Toreno, Ramón –“pundonoroso general”, “apreciable y digno militar”- siempre se movió en los Reales Sitios como se dice de los pulpos en los garajes. Fue célebre un enfrentamiento en público con el infante Antonio Pascual, cuando éste tío del rey,  Fernando VII, estaba en la cima del poderío palatino. Castelar le afeó el trato que estaba dando a su sobrina, la ex reina de Etruria, en su presencia, mereciendo este retruque del palatino: “Y tu te metes la lengua en el bolsillo. Manda a tus alabarderos que es tu obligación que yo no soy tu subordinado”.

Así, casi sin advertirlo, al estar dotado de excelente información acerca del malestar reinante en sus estados, como consecuencia del apoyo español al bloqueo continental napoleónico, animado por el furor anti-godoyesco reinante en los Ejércitos tras la declaración unilateral de Junot, 1 de febrero de 1808, se encontró metido de lleno –con los suyos- en el golpe de Estado de Aranjuez.

 

Ramón Patiño y Ramón Mesonero Romanos
(La red informativa del marqués del Castelar)

Ramón centralizó en Madrid la administración de todos sus estados. Recuperó la tradición intendente de sus antepasados, siendo decidido partidario (como ellos y su pariente-ideólogo, el citado Juan José Caamaño) de la única contribución.

Su red clientelar de servidores y colaboradores en esos dispersos estados transfronterizos (eminentes en el campo económico, administrativo y hacendístico) sufrió un crecimiento acorde; pero sujeto a su particular sentido militar de la disciplina y la centralización.

Los curiosos noticieros de entresiglos, nos dan idea de que la casa-palacio de los marqueses del Castelar (hoy desaparecida), sita en la calle Caballero de Gracia de Madrid, era entonces (incluso en los momentos más dramáticos de la historia de la ciudad) un referente en la vida cotidiana de la Villa y Corte. Su portero, sin ir más lejos, llegó a ser sumamente popular.

Sabemos por las mismas fuentes que Ramón Patiño, además de sus ayudantes y fidelísimos asistentes militares (el atlántico zamorano Fernando Gómez Butrón, garzón de la guardia de corps, el principal) tenía por secretario particular a un oficial del Archivo de Madrid y contaba con “apoderado general de dicha casa y estados” de auténtico lujo: Matías Mesonero, el padre de Ramón Mesonero Romanos (cuyo nombre propio indica una marcada reverencia de los padres del escritor hacia el marqués). La razón, por cierto, de que los Castelar tengan enfática presencia en su obra. No sólo en las excelentísimas, gozosas e ineludibles Memorias de un setentón. En esa obra se transparenta el grado de intimidad existente entre las dos familias, siendo significativo que en las horas dramáticas del dos y tres de mayo –al sentirse inseguros en la suya de la Calle del Olivo- pasaran a habitar su propia casa de Caballero de Gracia.

Los gravísimos acontecimientos de 1808, que el mismo Castelar protagoniza desde la arrancada de Aranjuez, nos han dado la ocasión de comprobar, como investigadores,  la fuerte sintonía (cuasi militar) del marqués con ese variado personal civil de servicio, y –sobre todo- nos dieron idea del nivel de información (centralizada) de que dispuso Ramón Patiño desde el primer momento y, sobre todo, cuando tuvo que hacerse cargo del destino de Manuel Godoy..

No era sólo información oficial, asunto que llegará a tener máxima importancia. Procedía directamente de sus administradores y apoderados gallegos, salmantinos, extremeños o aragoneses y de las principales familias locales que desempeñaban toda suerte de cargos en los dilatados territorios sobre los que ejercía jurisdicción y contaba con bienes y propiedades de toda índole. Familias sobre las que el marqués ejercía un señorío complejo e incidente.

 

Casas y pazos insurgentes
(De la Calle del Olivo al pazo de A Golpelleira)

En las Memorias de un setentón, es muy aguda e importante la visión infantil que ofrece Mesonero de las primeras horas del Dos de Mayo en su propia casa madrileña de la calle del Olivo (residencia del Apoderado General de todos los Estados de los Castelar). Merecen leerse con suma atención para entender la unidad de acción de la red de servicio de estas poderosas familias neo-insurgentes, comprometidas –con los Castelar- desde que se prepararon los acontecimientos de Aranjuez.

Centro de reunión de insurgentes armados, caso de Butrón (el fiel ayudante zamorano de Patiño) o el transeúnte Joaquin Tenreiro Montenegro, futuro conde de Vigo), la casa de los Mesoneros se convirtió en parapeto desde el que se disparaba a los franceses. Tras ser descubiertos y ser marcada con la cruz de la muerte, los Castelar organizaron su rápida dispersión, por motivos de estricta seguridad, pasando –entre otras- a la propia casa de Ramón Patiño, como queda dicho.

Si se iluminan esos recuerdos de Mesonero y se relacionan con la potente documentación biográfica complementaria que hemos ido incorporando a nuestros libros y audiovisuales, a propósito de colaboradores lejanos del relieve de Luis López Ballesteros, futuro ministro cuasi liberal de Fernando VII, cuya progresión española no sería concebible al margen de los Castelar, mis lectores se podrán imaginar la información de primera mano que se llegó a procesar en la casa palacio de Caballero de Gracia.

Por su potente poder explicativo, me detendré tan solo en este ejemplo.

La unidad de acción observada entre las Casas madrileñas de los Mesonero (Calle del Olivo de Madrid) y del propio Castelar (Caballero de Gracia), y el atlántico pazo da Golpelleira, sito en el antiguo coto de Trabanca, dentro del potente dominio jurisdiccional del marqués del Castelar en la Ría de Arousa.

Nacido Luis López Ballesteros (1782) en ese bellísimo paraje agromarinero, mirando a la isla de Cortegada, los Ballesteros guardan intensa relación con los Castelar, tanto en Aragón (donde residieron los Vázquez Ballesteros y nació el futuro general,  Francisco López Ballesteros, radicado después en Asturias, con los parientes insurgentes asturianos), como en Madrid.

Diego, único hermano vivo del futuro ministro, servía bajo las órdenes de Ramón y Ramón Rufino, como guardia de corps, actuando como tal en Aranjuez y en el dos de mayo madrileño.

En correspondencia, el lector entenderá ahora esta especie de anomia que las historias gallegas mejor informadas nunca fueron capaces de explicar de manera convincente, al desconocer por completo las interconexiones señoriales, supralocales y transfronterizas que les vengo contando. Ahora se entenderá definitivamente por qué los López Ballesteros del pazo de A Golpelleira y sus parientes más próximos, caso de los Caamaño y los Pardo de Figueroa del pazo de Fefiñanes, presentes en Aranjuez, Madrid, Asturias, Aragón, Compostela, Carril o Vilagarcía, iniciaron en estos puertos arosanos (antes que nadie en Galicia) la insurgencia anti-napoleónica gallega, en estricta paridad con la rebeldía de los parientes asturianos.

Como consecuencia, las conexiones de la Marina arosana con la Armada británica presentan la misma antigüedad sintomática, propia de la unidad de acción. Y seguirán siendo decisivos cuando llegue la ocupación francesa  de Galicia (enero, 1809) y el Norte de Portugal. En ese dramático momento, en la hora de  la formidable reacción galaico-portuguesa, entró en acción (bajo el mando del marqués de La Romana) el componente miliciano, bajo el estricto control de estas potentes familias señoriales de la nobleza militar litoraleña: las milicias armadas activas y los veteranos licenciados de los Regimientos Provinciales, los curas de patronato y los caudillatos locales, con sus antiquísimos sistemas de aviso por señales…

Al margen de las iniciales conexiones indirectas con Gran Bretaña, a través del corso y el contrabando, diré que el primer desembarco británico, en son de paz, y la primera misión protestante que bajó a tierra en son de propaganda del paciente inglés, se produjo en el puerto de Carril, a pocos pasos de A Golpelleira, el 20 de mayo de 1808, diez días antes de que se produzca la clásica dramatización de la insurgencia y la insurrección armada coruñesa, bajo el mando del trágico capitán general, Antonio Filangieri

 

Horas de pasión
(El Carcelero y el Reo de Muerte)

Esa red de información, familiar y militar, tendida con la mayor de las normalidades, entre Galicia, Asturias, León, Aragón, España y Portugal, como la coincidencia de  los mismos comportamientos aquí o allá, antes o después, también explica la unidad de acción de Castelares y Montijos a partir del 15 de marzo de 1808. Cuando vivieron la experiencia más aventurada de sus vidas.

Todo fue aconteciendo por sus pasos, pero se precipitó en muy poco tiempo: entre el 15 y el 19 de marzo de 1808.

La precipitación tuvo claro sabor atlántico, portugués, aunque su primer estallido (el decisivo) se produjo en Aranjuez.

Como el desenlace fenomenológico de los acontecimientos y de sus consecuencias forma parte de todas las historias (españolas e internacionales) de la época, no es cosa de volver sobre la cronología del motín y el golpe de estado; pero sí que nos parece interesante resaltar lo que más bien se desconoce.

Que una vez localizado, apaleado y detenido Godoy (19 de marzo) y  al haber abdicado el rey en su hijo, Fernando VII, Ramón Patiño (que había jugado un papel tan relevante en el proceso), en lugar de sentirse triunfante y dueño de la situación, comenzó a padecer las consecuencias más inesperadas.

Su soledad fue estremecedora. Tan rigurosa como la del preso que tenía a su cargo,  incomunicado con el exterior, y cuyo destino previsible en aquellos momentos era la muerte (tras causa judicial o por linchamiento).

Advertido de las posibilidades de linchamiento por Ramón Rufino y Butrón, para despejar la posibilidad de que fuera ejecutado por sus propios guardias de corps, bajo el mando directo de José Palafox, Ramón tuvo que asumir personalmente la vigilancia. Y es en esa soledad (su propia cárcel) donde comenzaron a contradecirse sus fuentes directas con las oficiales que el rey Fernando y las nuevas autoridades fernandistas le pasaban.

Por si fuera poco, tras la detención de Godoy, la situación creada en España con las órdenes y contraórdenes que se sucedieron y con la posterior presencia de las tropas de Murat en Madrid, la situación del carcelero y el preso se tornó caótica.

Contra lo que afirmaron sus parientes y escribió el conde de Toreno, todos los excesos concebibles se cometieron en las calles en el intermedio. Y ya se dijo que en las casas de los parciales y de los familiares más próximos al detenido, el pillaje fue la norma.

En una ciudad sin ley, con unos Ejércitos erráticos, el carcelero y el preso, cada cual en su celda, temieron lo peor… Sobre todo, cuando el marqués fue sabiendo que Murat y Napoleón Bonaparte, tampoco se mostraban dispuestos a reconocer a Fernando VII como rey de España, dada la forma torticera de acceder al trono.

La esposa de Ramón Patiño, que había jugado –junto a su hijo- importante papel a la hora de decidirlo por la conjura señorial, consciente de su tragedia, fue la primera en movilizarse, exigiendo de los demás conjurados alguna forma de control de la desbocada situación.

Por pura paradoja, la Real Corona dependía de la suerte de Godoy y, por ende, de la rigurosa gestión del carcelero.

 

Un relato digno de leer
(Cartas son cartas)

Emilio La Parra, excelente biógrafo de Godoy, que ha firmado algunas de las más brillantes aportaciones recientes a estas historias napoleónicas, nos libera de la necesidad de describir por sus pasos lo que él ha narrado en impecable relato.

Con admirable información española y francesa, que alcanza al mismo Emperador, es un honor para LA CUEVA DE ZARATUSTRA, contribuir a la difusión de un estudio tan fascinante de las horas más dramáticas de Ramón Patiño.

Consciente de su delicadísima posición, el marqués –en prosa cortante,  muy eficaz- contaba a sus superiores los más nimios detalles de los movimientos, actitudes y reacciones que iba observando en su trato cotidiano con el preso. No era sólo para mantenerlos informados, como parece entender La Parra, para seguir después sus órdenes al pie de la letra. Esos comunicados estaban llamados a ser ¡¡la única prueba escrita que podría –llegado el momento- alzar en su favor!!.

Conociendo el ambiente palatino, Ramón –como militar, acostumbrado a las órdenes de guerra- sospechaba lo peor. Y esa minuciosidad en la escritura fue una sabia decisión que, a la postre, le salvó su carrera y pudo salvar su vida, porque –a pesar del rigor puesto en la vigilancia del preso- Castelar no pudo librarse de que se cerniera sobre él la sospecha de que no había sabido impedir la entrega definitiva a los franceses, dado que tal orden nunca fue comunicada por escrito. Ni Fernando VII, ni la Junta Superior Gubernativa, presidida por el mentado infante Antonio Pascual, se quisieron responsabilizar de semejante orden, razonada y forzada por el segundo..

Una denuncia temible, al ser formulada en agosto de 1808, tras la retirada francesa, como consecuencia del éxito puntual del general Castaños en Bailén. Cuando el furor seudopatriótico del oportunismo fernandista se llevó por delante a alguno de los amigos más incondicionales de Godoy y cuando ya estaba claro que todas las garantías que había exigido a los temerosos integrantes de la Junta (un Manifiesto explicativo) habían sido incumplidas.

Ramón, de manera reveladora, exigió entonces (agosto, 1808) la formación de un Consejo de Guerra. Quería, en primer lugar, que José Palafox (que había sido su segundo en la custodia de Godoy) hiciera circular los papeles que había puesto en sus manos, para que fueran entregados a Fernando VII, y que nunca (por lo que parece) llegaron a ese destino.

Reactualizado en agosto lo que había acontecido en abril, aquel tiempo que pasaron en comunicación el prisionero y el carcelero, fue el mes de pasión de Ramón Patiño. Va del 23 de marzo, cuando el reo dejó Aranjuez, estableciéndose en el torreón de Pinto, hasta el 23 de abril, cuando –instalado en el castillo de Villaviciosa de Odón- tuvo que hacer entrega personalmente a los franceses –tras múltiples incidentes- de su presa más preciada.

Incluso en ese momento, Castelar impidió que los guardias de corps efectuaran la entrega. Él, al asumirla, libró a Godoy de un más que posible linchamiento. El precio que tuvo que pagar fue alto. Cayó gravemente enfermo, teniendo que poner su documentación en manos de Palafox; pero, como queda dicho, de esos documentos nunca más se supo…

Tal como relata La Parra, en ese momento, el preso –con custodia francesa- fue conducido a Francia. Y es por ello que, en ese punto concreto, las ineludibles memorias de Godoy son injustas. Por mucho que le costara reconocerlo, le debía la vida a los rigores de su carcelero.

 

Las muertes de Ramón Patiño
(La hora final)

Aún más desconocida que la penitencia del carcelero es la increíble historia de la cadena de errores observados en los libros que pudieran parecer mejor informados, donde se menta el antes y el después del personaje.

Olga Domínguez, investigadora orensana que fue –a lo largo de su vida- modelo de seriedad y rigor, se hizo un lío con Ramón, situando su muerte en 1807. Antes incluso de convertirse en carcelero de Godoy.

En internet, en otra aportación puntual de autor anónimo (y no mal informada en otros aspectos) se le da por muerto –asesinado por el populacho- en diciembre de 1808, cuando Napoleón Bonaparte estaba en las puertas de Madrid y Castelar era uno de los encargados de la defensa y posterior capitulación, como capitán general de Castilla la Nueva. Pero la confusión más socorrida es la que –como consecuencia de la reiteración de estas muertes- se produjo al fundir –confundiendo ambas- las notas biográficas de padre e hijo. Como si Ramón y Ramón Rufino –que vivieron vidas separadas durante el tiempo de guerra- fueran el mismo personaje.

No puede descartarse del todo que el rum rum de que había sido asesinado por el populacho, cuando salió disfrazado de Madrid, para no firmar la capitulación, se hiciera circular desde su propia casa. Sacó entonces de la Villa a 10.000 hombres, librándolos de los presidios franceses; pero él prosiguió la fuga, utilizando la vía más segura. La que, yendo por sus propios estados, acabó por situarlo en Extremadura. Antes de pasar a Cádiz, tal vez por la vía portuguesa.

Como en el caso del carcelero y el preso, su actuación en ese momento también fue objeto de causa y controversia pública, despejada en pocas horas por la Junta Central.

Bien avisado de que se le perseguía con saña y por los motivos inconfesables, Castelar extremó el celo en lo que a ejemplaridad se refiere. En 1811, a pesar de su originario apego a los bienes terrenales, teniendo los suyos y los de su hijo incautados por el Gobierno de José Bonaparte, justificando el gesto por el pésimo estado de las finanzas públicas, renunció a toda clase de emolumentos, con la única excepción de su salario de teniente general.

Incluso en esos meses, a pesar de su centralidad, tras haber recuperado –con el mando de los alabarderos- la condición de  gentilhombre de Cámara con ejercidio, volvió a ser dado por muerto en papeles oficiales –hasta hoy reiterados- cuando, al cumplir en funciones el papel de regente de una España sin rey, Castelar es confundido lastimosamente con Ramón Rufino, conde de Belveder.

En aquel entonces, a pesar de ser partidario de los privilegios señoriales en los que había fundado una parte de su actividad existencial, Ramón fue leal en la custodia de los diputados y de la Constitución de Cádiz, formando parte –con otros parientes y atlánticos de gran relieve- de su Consejo Supremo.

Debió hacerlo todo por su criterio militar del deber, no por ideas, ya que -cuando Fernando VII restableció (en la medida que estimó conveniente)- el Antiguo Régimen, Castelar fue ascendido a capitán general (1816) y condecorado con la máxima distinción militar (el ingreso en la Orden de San Hermenegildo). Dado que los tiempos, aunque muy duros, volvían a ser propicios, Ramón volvió a beligerar por sus bienes patrimoniales (recuperados) y por otros nuevos, con la furia de antaño… Por ello, incluso después de muerto, el estudio de su herencia patrimonial y jurisdiccional es un campo de estudio excitante para conocer la evolución del poder en el arranque de la Revolución liberal contemporánea.

Ramón Patiño murió anónimo, en Málaga, entregado a esos menesteres, el 9 de enero de 1817. Godoy, que lo sobrevivió durante cuarenta y cuatro años, ajeno a los padecimientos de quien había sido el riguroso carcelero golpista que le salvó la vida, falto de la información pertinente, escribió (con lógica parcialidad) lo que no nos parece del todo cierto:

Amigo mío y hechura mía de largos años, mas de repente convertido con gran celo al nuevo culto, como tantos otros, por no perder lo que de mi tenían: nadie es más enemigo que un amigo en las transformaciones de una Corte”.

 

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