General Lacy: Prestigio y tragedia del revolucionario desconocido (1772-1817)

Bicentenario de una ejecución.- ¿Quién fue en realidad aquel hombre de la guerra  que se convirtió -como de pronto- en protagonista de los primeros intentos de implantación revolucionaria de la Constitución de Cádiz? Al decir de Marx “la invención más incendiaria del espíritu jacobino”.

Aprobada en Cortes el 19 de marzo de 1812, en una ciudad cercada y en medio del estruendo de una guerra compleja y demoledora, que acabó siendo civil, internacional y revolucionariaLa Pepa fue  proclamada por él antes que nadie lo hiciera en territorio español, si se exceptúa la comarca gaditana, donde había nacido la Constitución y el propio personaje. Descaró así, como máxima autoridad político-militar de una Cataluña mayormente ocupada por las tropas napoleónicas (y formalmente anexionada al Imperio Francés) sus inequívocas convicciones liberales, al imponer el juramento de la misma a sus 8.000 tiradores y -de manera voluntaria- a un conjunto de partidarios civiles cuyo número desconocemos por completo. 

 

Un año más tarde (1813), a pesar de la indignación de la jerarquía eclesiástica que gobernaba la poderosa y extensísima archidiócesis compostelana, con la protesta coral de toda la prensa absolutista y entre el manifiesto malestar de la mayor parte de su influyente parentela gallega, repitió la operación como máxima autoridad político-militar de Galicia. Con el mismo procedimiento: hacer jurar la  Constitución Liberal gaditana al Ejército de reserva que se estaba formando bajo su mando y a un número indeterminado de civiles que se prestaron a acompañarlos.

Los dos juramentos lo dejaron definitivamente marcado, y para siempre…

 

LOS LACY
(LA CUESTIÓN DEL NOMBRE Y EL AÑO DE NACIMIENTO)

Las innumerables notas biográficas a él dedicadas insisten en llamarle Luis Roberto Lacy Gautier, si bien él (caso de que lo hiciera alguna vez) fue reacio a  emplear el Roberto y el Gautier, firmando sus escritos con un escueto Luis Lacy. Sin segundo apellido. Así lo hizo por última vez pocas horas antes de ser ejecutado. En su testamento, que empieza así:

En nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero, cuyo Misterio creo firmemente y espero morir en esta gracia como buen católico, y declaro yo Luis Lacy, Teniente general de los Reales Ejércitos, estando en los últimos momentos de mi vida, y claros mis cinco sentidos…

Es muy importante entender el porqué de esa reiterada actitud.

 

Esa misma infinidad de notas biográficas, por veces con correspondiente ilustración gráfica, que se sucedieron desde la ejecución (5 de julio, 1817) hasta nuestros días (2017: doscientos años van allá) contienen una suma -casi increíble- de disparates analíticos, biográficos e históricos, que va a resultar complicado revisar en LA CUEVA DE ZARATUSTRA. Razón de que me resulte grato (y hasta divertido) intentarlo. Al fin y al cabo es lo que he venido haciendo con personajes de primer nivel (como éste), a todo lo largo de mi dilatada vida intelectual, operando siempre como azote del tópico y la ignorancia bien alimentada.

En su caso, además, lo que voy a contarles pone en valor –una vez más- las razones de peso por las que he puesto tanto interés en la última década (2007-2017) en contrarrestar el intencionado desinterés de los políticos retrospectivos (que se las gastan de historiadores patrióticos y de restauradores de la memoria histórica), en que se olviden lejanas e incómodas historias ibéricas (militares y civiles) de la mayor relevancia internacional, caso del papel jugado por España y Portugal en las guerras napoleónicas y en la Revolución Liberal atlántica, porque contradicen las mitologías y desenfoques de nuestra (más bien) desdichada historiografía contemporánea, civil, académica y militar. Razón de ser de la Atlántica Memoria, precisamente.

 

La complejidad biográfica de Luis Lacy comienza con el misterio –jamás aclarado- de las relaciones de su madre con su padre y, por ende, de su propio nacimiento. También en ese misterio fue prototipo –como iremos viendo- del político-militar de su tiempo. Sin ir más lejos, lo asemeja mucho al caso de Juan Díaz Porlier (Cartagena de Indias, 1788-Ahorcado en Coruña, 1815), que ya les he contado (y con detalle) en LA CUEVA DE ZARATUSTRA. Misterio en el que se encierra una buena parte del interés analítico existencial de este autor por la compleja personalidad de ambos personajes, mitificados y denigrados, aún más  por ignorancia que por la mala fe.

 

Luciendo Lacy con orgullo legítimo ese único apellido, es lo cierto que tuvo muy poco que ver a lo largo de su corta vida con los De Lacy, sus parientes más próximos. Esto es: con una de las más exuberantes familias militares de una Europa milenaria. Saga formada mayormente por irlandeses de tradición católica, que se integraron a partir del siglo XVIII –como tantas otras sagas británicas de mayor o menor relieve- en los inter-nacionales Regimientos del Ejército de la Monarquía católica española, cuando España contaba -con su enorme imperio colonial– entre las principales monarquías históricas del planeta.

 

Aún se discute en nuestros días el año exacto de su nacimiento, y el detalle –como se ha de ver- también tiene su importancia. Parece seguro que nació el 11 de enero de 1772, en el primero de los diversos escenarios atlánticos en que transcurrió su existencia: el campamento de San Roque (Bahía de Algeciras, Cádiz).

Parece fuera de duda, igualmente, que su padre biológico fue Patrick Lacy Gould (Patricio en español o Patrick Lacy Jr., en alguna reseña biográfica británica). Un segundón  que –en el contexto de los Lacy de la rama irlandesa de los Bellingari– ocupaba el modesto empleo de sargento mayor (similar al capitán o comandante, si estoy bien informado) en el Regimiento de Ultonia. Una de las tres formaciones irlandesas al servicio de la Monarquía católica española. A la sazón acuartelado en las proximidades de Gibraltar, pocos años antes del  llamado Gran Sitio del Peñón (1779-1783). En el reinado de Carlos III. Sitio, por cierto, en el  que pudo morir Patrick Jr. (¿1782?), dejando a su compañera, esposa o amante, con dos hijos: Luis y María del Carmen Lacy (también sin segundo apellido, como reza el mismo testamento). Cerco infructuoso cuya artillería dirigía su hermano Francisco Guillermo de Lacy White, tío de Luis, la joya de la familia y personaje que nunca –que nosotros sepamos- lució el Gould que aún llevaba su propio padre: Patrick Guillaume de Lacy (Bellingari) Gould, Patrick Sr. Abuelo paterno de Luis y Carmen.

 

 

FAMILIAS SIN FRONTERAS
(LAS CONEXIONES ATLÁNTICAS DE LOS LACY)

En un curioso relato familiar que leo en su blog En son de luz, absolutamente confundido, firmado por un nieto de su hermana Carmen Lacy (Carmen Molina, al casar con el oficial Miguel de Molina), extraigo y entrecomillo la tarjeta de presentación en España de la linajuda familia.

Patrick Sr. se presentó en la Corte española en un año indeterminado con otro hermano, provistos de un certificado, firmado por hasta tres obispos irlandeses, que no sólo corroboraban su limpieza de sangre y su catolicismo integérrimo, sino una  genealogía de lucha secular contra la dominación inglesa, aliados de los O’Brien, los Fitz Geralds, los Burghs, los Walles, los Butlers, los Boyle, los Browns, los Camas, los Liscarrol, etc. Por ello, se les declaraba aptos para el servicio de su Católica Majestad….

Ya por nuestra cuenta, sabemos que el tal Patrick Sr. había nacido en Brury, condado de Limerick (Irlanda), en 1682. Fue caballero de la Orden -militar y religiosa- de Santiago (desde 1729), teniente general (desde 1745), consejero de Guerra (desde 1750). Casó en El Escorial a los cuarenta años (1722) con María Teresa White de Albiville, nacida en Francia en 1673, parienta algo lejana de los Blanco White. En la vida social cortesana, los abuelos paternos de Luis Lacy fueron palatinos de relieve desde el reinado de Felipe V (1700-1746). Su abuela, María Teresa, incluso intervino como aya en la educación de la princesa María Antonia de Borbón Farnesio (1729-1785), que había de ser reina consorte de Cerdeña con el paso del tiempo (1773-1796). Son los primeros condes de Lacy.

Su hijo mayor, el ya aludido Francisco Guillermo de Lacy White, Francis, segundo conde de Lacy al morir su padre en 1753, había nacido en la Barcelona de 1731, y -bien por el contrario de Patrick Jr.-, ya había sido –cuando nacieron Luis y Carmen- embajador de España en Suecia (1763) y Rusia (1772). Era caballero cruzado de la Orden de Santiago desde 1744 y Gran Cruz de Carlos III desde 1780. Se había formado como Patrick Jr. en el Ultonia; pero su carrera político-militar fue tan centelleante como la diplomática. Comandante general interino de la costa de Granada en 1779, cuando Luis tenía siete añitos, pasó a ser inspector de Artillería y de las fábricas de armas y municiones en 1780, razón de que ostentara el mando supremo de esa Arma en el Gran Sitio del Peñón (1779-1783). Casó en Santiago de Compostela en 1758 (con 27 años) con una dama de ringo rango, pero más burguesa que aristocrática: María Teresa Caamaño Gayoso (¿24 años?), de importante raigambre ferrolana, nacida –por lo que parece- en el que hoy llamamos pazo de Goiáns, parroquia de Lampón, en el actual Ayuntamiento de Boiro. Emparentada en proximidad –lo veremos- con  personajes centrales de nuestra Atlántica Memoria.

 

 

Murió Francis el 31 de diciembre de 1792 con 61 años. Sólo por la enfermedad y la muerte dejó de ser capitán general en propiedad del Principado de Cataluña, cargo al que había accedido de manera interina en el año iniciático de la Revolución Francesa (1789), cuando contaba con 58 de edad. Tuvo que reprimir entonces los Rebomboris del pa (“alborotos del pan”). Una protesta contra el incremento de su precio, que le valió el salto del interinato a la propiedad (1790-1792).

Detalles éstos a retener, por su importancia comparativa, pues su sobrino Luis Lacy (a secas, insisto, sin el de) también ocupará idéntico cargo en la  misma Capitanía; pero mucho más joven. Con ¡¡¡39 años!!!, tras una serie sucesiva de ascensos por los que pasó de capitán (1808) a teniente general (1812) en sólo cuatro años, situándose en la cúspide de prestigio y mando del Ejército regular español. Para más, como veremos de inmediato, con esta nota sociológica de alcance: sin contar apenas (o en absoluto) con la ayuda de estos De Lacy (o de los no menos influyentes Caamaño gallegos), mayormente enfrentados al liberal desde 1812 hasta la hora de su ejecución, en 1817. Razón, por cierto, del legítimo orgullo por su singularidad y por la distinción del apellido de su padre biológico, cuyo prestigio había restablecido y acrecentado, ennobleciéndolo con un título que murió con él: primer duque de Ultonia. Hablamos, pues, de un personaje que era (en la medida que ello es posible) hechura de sí mismo. También en esto comparable por completo a Díaz Porlier.

 

No fue Francis  el único de los De Lacy en mantener temprana presencia en la Galicia ferrolana.

La que parece haber sido su hermana María de Lacy casó con una celebridad científico-militar que dejó imborrable recuerdo de su paso por la importante capital departamental marítima, donde estuvo acuartelado su Regimiento irlandés Hibernia. Me refiero a Timoteo O’Scanlan (Newcastle-Irlanda, 1723-Madrid, 1795), director del Real Hospital de Marina de Ferrol desde 1766 y benemérito combatiente contra la viruela. Lucha en la que alcanzó notoriedad española, desde que la tal epidemia se presentó en su demarcación. Padre, por cierto, de uno de los biógrafos de Luis Lacy: Timoteo O’Scanlan de Lacy, autor de unos Apuntes del difunto teniente general –escritos en parte desde documentación e informaciones de su viuda (1820), en el que se nos presenta como su primo…

 

LOS GAUTIER
(EL MISTERIOSO ENCANTO DE MARÍA ANTONIA)

La modesta carrera militar de Patrick Jr (¿n. en 1733?), padre de Luis y Carmen, comparada con la exuberancia de su hermano Francis, y de su padre, Guillermo, da que pensar, y nos mete de lleno en una de las caras del misterio biográfico al que me he referido. La clave analítica de la existencia de ambos hermanos, como adelantaba.

 

Contra lo que se afirma en la inmensa mayoría de las reseñas biográficas de Luis Lacy, parece razonable cuestionar los orígenes franceses de su madre, María Antonia.

Es bien cierto que en España y en esos escritos se le tuvo siempre por una Gautier; pero resulta insostenible. Ese apellido de María Antonia fue adoptado después de la separación o la muerte de Patrick (¿1782?), por la costumbre europea de que las damas tomen al casar el apellido de sus maridos. Costumbre muy observada por los Lacy y los Gautier, como iremos viendo.

María Antonia (a la que suponemos bastante más joven que Patrick y dotada de singular belleza, que el matrimonio trasvasó a sus hijos), nacida con desconocidos apellidos (españoles, como su nombre, lo más probable) pasó sucesivamente de ostentar el Lacy (que llevaron con orgullo Luis y Carmen) al Gautier (María Gautier Espín, escribe Javier Ramiro de la Mata, autor de la voz correspondiente a Lacy del Diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia). Quiere decir que –antes o después del fallecimiento de Patrick Lacy- casó María Antonia (talludita) con uno de los hermanos Gautier, padrastro de ambos, sin tener de este segundo matrimonio prole conocida. Razón, por cierto, de que éstos militares asumieran desde entonces la responsabilidad de la formación y mantenimiento de los dos hermanos; razón también de que en los orígenes de la formación militar de Luis –además de anticipar en un año el 1772 de su nacimiento, para poder enrolarlo como cadete bajo su mando en la que sería su primera expedición militar a las Antillas (1785)- no aparezca encuadrado en ninguno de los tres regimientos irlandeses, donde tuvieron peso, mando e influencia los De Lacy, sino en los regimientos donde fueron oficiales más modestos los Gautier. Éstos, sí; de origen francés, católicos, con tradición contra revolucionaria, partidarios -por lo que parece- de la restauración de los Borbones tras su destrono revolucionario en Francia y de la ejecución de Luis XVI (21-I-1893).

Esa sería la primera razón de que estos Lacy (Luis y Carmen, muy ligados entre sí –y con los Gautier- de por vida) tengan mucho más que ver con ellos que con los otros Lacy, sus parientes, de los que tanto Carmen como la única mujer legal de Luis apenas tenían referencias seguras, razón de las confusiones del nieto antes citado y del propio Timoteo. Su primo. Otra circunstancia –por cierto- similar a la que les he contado a propósito de Juan Díaz Porlier. Mucho más ligado -por el misterio de su nacimiento- a los Díaz que a los Porlier.

 

LA SOMBRA DE PATRICK JR.
 (DAMAS, AMORÍOS Y DISCORDIAS DOMÉSTICAS)

La Compañía de Jesús puso especial empeño en intervenir en la formación de la oficialidad de los Ejércitos (españoles), dada su potente endogamia y su poderosa influencia en la vida social y política de España y de la época. Es por ello que los jesuitas son fuente inagotable cuando se trata de documentar historias galantes en las que juegan papel esos oficiales que mandaban los Regimientos del Ejército regular español o las Milicias provinciales desde la reforma de éstas en 1734.

Aún recuerdo la fascinación que sentí como lector al descubrir  –hará pronto cuarenta años- la obra investigadora y literaria sobre la alta sociedad dieciochesca del novelista Luis Coloma (jesuita atlántico jerezano. n. en 1851). Sin embargo, en lo que atañe a militares, continúo prefiriendo las puntuales –pero ineludibles- referencias de José Francisco Isla (1703-1781), cuando este jesuita leonés instalado en Pontevedra -con su gracia y penetración habituales- se refiere al ajetreo de las damas y damiselas de todas clases al paso de los Regimientos por los cuarteles de Compostela o de la aristocrática y militarizada boa vila pontevedresa de aquellos tiempos. Fascinación por el brillo de los galones o las estrellas de los uniformes multicolores del que sacaron nuestros Lacy (padre e hijo) gran partido a lo largo de su vida, hasta el extremo ser acusado Luis por su única esposa legal (francesa, en la fase josefina de ésta) ya no de bigamia, sino de poligamia (1812, cuando su esposo tenía 40 años y descaró –como hemos dicho- su anclaje liberal, ante el rechazo frontal de los enemigos políticos catalanes, mayormente realistas). Ajetreo y fascinación de las damas –burguesas, aristocráticas o artesanas- por los entorchados, que aún hemos vivido los españolitos de mi edad hasta no hace tantos años; pero que se veía reforzado en aquel lejano entonces por el privilegio señorial del llamado fuero militar que alcanzaba incluso a la servidumbre de tales funcionarios del Ejército regular y de las Milicias provinciales, con orígenes endogámicos, geográficos y sociológicos cada año menos limpios de sangre.

La correspondencia de José Francisco Isla con su hermana, la ilustrada poetisa María Francisca Isla Losada (1734-1808), tiene el valor añadido para nosotros de la íntima amistad de ésta (desde que eran niñas) con María Teresa Caamaño Gayoso, la mencionada esposa de Francis de Lacy, el tío militar y diplomático de Luis y Carmen. Dos damas ilustradas muy católicas que formaron parte de la corte señorial del poderoso arzobispo compostelano, Francisco Alejandro Bocanegra  (17731782), que incluso consultaba a María Francisca su opinión sobre las homilías que iba a hacer públicas, antes de su publicación.

Por lo demás, en nuestra Atlántica Memoria -narrativa y audiovisual- les he contado historias dieciochescas donde se advierte que los amoríos y los casamientos que aún llamamos románticos empezaban a hacer estragos en las mejores familias y, sobre todo, en las familias de militares ilustrados, que vivieron de cerca –como diremos de Luis Lacy- la Revolución norteamericana (1765-1789) y la francesa (desde 1789).

Historias dignas del mejor cine, por lo tanto, en las que se advierte con claridad la profunda crisis de los mayorazgos; la progresión social de los segundones incorporados al rancho aparte del Ejército regular y las Milicias; la compra de títulos aristocráticos por burgueses de fortuna, para casar de trato en las casas pacegas más encopetadas, y las variadas formas de relación de las parejas de los militares, llegando a casos tan memorables de parejas de hecho (y tan próximos a los Caamaño gallegos, parientes nada lejanos de Lacy) como la que protagonizaron el linajudo pontevedrés Baltasar Pardo de Figueroa (Pontevedra, 1773/ Medina de Rioseco, 1808), legendario conde de Maceda (dos años más joven que Luis) con la bellísima plebeya coruñesa Vicenta Wanden. Intenso amorío, que inspiró un bello romance extremeño, el entrañable monumento escultórico conmemorativo de la muerte heroica del marqués, sito en Medina de Rioseco, y el largo pleito de la madre de sus hijos bastardos, la tal doña Vicenta (como le decían los coruñeses) para lograr el reconocimiento de éstos por parte de los linajudos herederos del condado de Maceda. Herederos donde comparece, en primer plano, un influyente sobrino de la citada María Teresa Caamaño de Francis de Lacy y de María de Lacy de Timoteo O’Scanlan: Juan José Caamaño Pardo (Ferrol, 1761-Madrid, 1819), casado con la hermana del héroe de Medina de Rioseco,  conde consorte de Maceda por lo tanto.

Nombre fuerte de la historia (naval) ferrolana y de la Inquisición compostelana, este Juan José Caamaño, estuvo -desde marzo de 1808- en vanguardia de la insurgencia anti-napoleónica de Galicia, Asturias y del Norte de Portugal, propiciando -en las Islas atlánticas de su propiedad- el cambio de alianzas de España con Francia por la Gran Bretaña. Fue colaborador intenso en estas acciones de su cuñado Baltasar y de su primo, Francisco Javier Losada Pardo de Figueroa (Pontevedra, 1777/ Madrid, 1857), señor de Pol; pero fue también enemigo jurado de los liberales Sinforiano López Alía (ejecutado en la horca, Coruña, 13 de abril de 1815, pocos meses antes que Juan Díaz Porlier). Enemigo también –a pesar del parentesco- de Luis Lacy. Desde que éste –como general en jefe del Ejército de Reserva que se estaba formando en Galicia-, además de hacer jurar a sus hombres la Constitución de Cádiz (1813-1814), quiso ¡¡¡convertir la sede compostelana de la Inquisición en Academia militar!!!). Y ya les he contado -a propósito de Díaz Porlier, precisamente- que uno de esos hijos del galante conde de Maceda y de Vicenta Wanden estuvo seriamente implicado en el pronunciamiento liberal de éste último (1815) y fue, por ende, uno de tantos admiradores inequívocos de Lacy.

 

 

LA MÍSTICA ESPAÑOLA DEL JUNTISMO PATRIÓTICO
(DEMONIOS FAMILIARES)

Para juzgar lo que paso a contarles y hasta para entender la complicada historia sentimental de Luis Lacy (y, probablemente, de su padre), era preciso evocar estos contextos familiares, geográficos, sociológicos e históricos, donde se advierte también cómo –desde muy pronto y contra lo que se afirma- el guerracivilismo se instala como un elemento más de tensión intestina en el aparentemente unitario frente juntista anti-napoleónico (el que los políticos retrospectivos –contaminados por las variantes nacionalistas o/y separatistas del juntismo más rancio y paleto- gustan de llamar -aún hoy- bando patriótico en la mal llamada (y tardíamente) Guerra de la Independencia. Como si los otros (sus contrarios) no fueran tan patriotas (o tan poco) como ellos…

Desconfiando todas las Juntas locales o comunitarias anti-napoleónicas, por una parte, de cualquier poder central o superior, y (al mismo tiempo) desconfiando también hasta el delirio de la Junta de al lado), el juntismo divisionista está en el origen de nuestros demonios familiares. Razón de que Marx, citando al atlántico vizcaíno Mariano Luis de Urquijo (Bilbao, 1769/ destierro de París, 1817: marqués de Urquijo, ministro de José I) lo criticara con dureza y clarividencia, como yo vengo haciendo desde la contratapa de mis primeros libros (1972-2017), con escaso éxito.

Citando irónicos versos de su amigo Heine, el mismo Marx afirmaba que la historia (contemporánea) de España viene a ser una compleja repetitio cuya partitura empieza de manera aparentemente distinta para acabar siempre igual. En sus palabras, precisas y literales: una vieja historia que siempre acaba igual.

Volvamos, pues, de la digresión necesaria, al centro mismo de la historia que vengo contándoles.

 

Juan  y Francisco Gautier (hermanos de M. de Gautier, que es a quien da por padrastro Vicente Aguilella en Los Lacy. Historia de una saga), tuvieron evidente importancia en el proceso formativo de Luis Lacy. Eran –en efecto- oficiales más bien modestos, como el difunto Patrick Jr, si bien algún Gautier (sin nombre propio) comparece (una sola vez) -hacia 1812 y en tierra asturiana- con grado de general, en la monumental Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, la obra clásica de José María Queipo de Llano y Ruiz Sarabia (Oviedo, 1786-1843), conde de Toreno, cuñado de Juan Díaz Porlier.

En cualquier caso, aunque residieran en el mismo territorio que Patrick Jr. cuando nacieron Luis y Carmen, no servían –como él- en el Ultonia. Lo hacían en el antiguo Regimiento de Infantería de Bruselas, denominado -en aquel tiempo- de Borgoña.

 

LOS ANFIBIOS
(LAS CONSECUENCIAS DE LA INDEPENDENCIA NORTEAMERICANA

La educación militar de Luis Lacy comienza, en efecto, con el fingimiento de que tenía un año más de los que había cumplido el 4 de noviembre de 1785, para poder embarcar -junto a estos Gautier, tíos suyos por parte de madre, con el Borgoña– con dirección a las Antillas en un momento crucial. Cuando estaba a punto de concluir –tras los tratados de París y Versalles de 1783- la revolucionaria legislación -de corte inequívocamente liberal y federal- de los Estados Unidos de Norteamérica (1783-1789). Tras dura contienda (1775-1783) en la que los irlandeses emigrados o desterrados de su isleño país originario, tuvieron singular presencia.

Esto es: Luis Lacy vivió en proximidad y con los ojos bien abiertos la primera fase de la Revolución Atlántica por excelencia. Revolución a la que habían contribuido (apoyando a las colonias rebeldes, alzadas contra Inglaterra) España y Francia. De manera muy particular los puertos de la España atlántica, caso de Cádiz o Ferrol, capitales de importantes departamentos marítimos, donde estuvo acuartelado en esos años el regimiento de Borgoña, con Luis (que era poco más que un niño) y los Gautier, a su regreso del Caribe (según leo en Timoteo O’Scanlan Jr., Apuntes), en su primera estancia gallega y portuguesa. El paisaje marítimo, en definitiva, de donde era originario y que va a ser uno de los escenarios más destacados de su acción político-militar. Me refiero al eje atlántico que va de las Islas Canarias a la Bretaña francesa.

 

Una victoria -la de las milicias rebeldes norteamericanas, con ese apoyo franco-español- que incendió los coloniales dominios centro-americanos y sur-americanos donde campaban por sus respetos las potencias coloniales europeas, atrapadas ya por los primeros signos inequívocos de novísimos movimientos de liberación, que afectaron de manera particular a las milicias locales, objeto de preocupación y vigilancia de las expediciones militares de los Regimientos regulares, enviados desde las metrópolis respectivas.

A mayores de lo anterior, como les he contado con detalle a propósito de Juan Díaz Porlier, se mantenían igualmente los ancestrales efectos del contrabando, la piratería y la acción directa de los corsarios, cuando no de la poderosa Armada británica.

Aquel fue, sin duda, el primer cocedero ideológico del cadete Luis Lacy, debido a su sensibilidad irlandesa y, por ende, recelosa de la pérfida Albión. Y el trasfondo de su primer ascenso (9-X-1786): subteniente del Regimiento de Borgoña. Cuando tenía 14 años, aunque figurase con 15.

 

Detalle importante el aludido de las expediciones coloniales marítimas, militares o científicas de las metrópolis, para entender una de las singularidades del Lacy militar desde los comienzos: su especialización anfibia, por así decir, como curtido combatiente (desde la primera mocedad) en tierra y en los mares, pese a no haber pasado por las excelentes escuelas españolas de guardiamarinas. Lo que le llevará a ser muy valorado como mílite profesional por los oficiales de la Marina de Guerra de tres generaciones que estaban llamados a jugar papeles de enorme relevancia en la intermediación con Gran Bretaña, al consumarse los distintos cambios en las alianzas estratégicas de España y Portugal desde finales del siglo XVIII al final definitivo del Imperio napoleónico (1815).

Adelantaré algo de esto, para que los lectores se hagan una idea de la compleja individualidad del personaje, y para que extraigan sus propias conclusiones acerca de la incuestionable importancia  de los procesos históricos –más bien desconocidos- por los que hubo de pasar en su tan corta como densa cabalgada biográfica. Y, por ende, entenderán también la razón del esfuerzo analítico de quien esto escribe, para servírsela como auténtica primicia en LA CUEVA DE ZARATUSTRA.

 

 

LA TRANSICIÓN AVENTURERA
(LÍOS DE FALDAS Y DESERCIONES)

Lacy –como militar profesional- vivió el primero de esos cambios de alianzas estratégicas en los Pirineos occidentales (Guipuzcoa y Navarra), en la guerra de España contra la Convención de la primera República que se estableció en la Francia Revolucionaria (1793-1795). Poco antes, en 1792, pasó del Regimiento de Bruselas al de Ultonia, donde había servido su padre.

Ascendido a capitán, entre los 21 y los 24 años luchó con bravura y codo con codo con portugueses y británicos, rodeado de combatientes procedentes de la España atlántica, bajo el mando del general Ventura Caro (1742-1809), ex capitán general de Galicia (1790-1792), y de su sobrino y ayudante. Otro anfibio, si bien éste con brillante expediente académico como guardiamarina: Pedro Caro Sureda (Mallorca, 1861/ Cartaxo-Portugal, 1811), el célebre marqués de La Romana. Mílite que contará sucesivamente con enorme prestigio político-militar en la Francia napoleónica y en la Gran Bretaña, para acabar siendo (además de anglófilo y políglota) máximo exponente de la guerra anfibia y fabiana anti-napoleónica. Doble especialidad que acabaría por asumir, conciliándola con la guerra convencional, en su definitiva progresión ibérica –además de Luis Lacy- otro irlandés, admirado amigo y colaborador británico del marqués, del propio Lacy y de toda su parentela gallega. También de incuestionable envergadura histórica: Arthur Wellesley (Dublín, 1769/ Kent-Inglaterra, 1852), futuro duque de Wellington.

 

Pues bien: a pesar de su excelente comportamiento, en aquella guerra sólo consolidó Lacy su grado de capitán. Sin perspectivas de ascenso en los años posteriores, el período más convulso de su vida personal y militar se concentra en el tramo que conduce de 1797 a 1803. Entre los 25 y los 31 años.

 

Sin estar exenta su biografía anterior de actos de rebeldía juvenil, malamente contenidos por los Gautier, en ese complejísimo tramo biográfico, entrado ya en la primera madurez, el capitán Lacy protagonizó toda suerte de locuras.

Tras una breve pasada por Pontevedra (1797), en su segunda estancia gallega, cuando se daba por seguro un nuevo enfrentamiento con Portugal en el contexto de la nueva guerra de España con Gran Bretaña, para vigilar sus puertos, pasó de cuartel con el Ultonia desde Ferrol a las atlánticas Islas Canarias (31-XII-1798). Hastiado de la vida cuartelera y de la claustrofobia isleña, protagonizó un sonoro lío de faldas compitiendo con alguna de las máximas autoridades político-militares. La reacción de ésta, haciendo valer su grado en el campo del amor, lo insubordinó, sin que nadie fuera quien de comedir sus reacciones. Protagonista de un duelo y una controversia pública, padeció el primero de los dos consejos de guerra a los que tendría que someterse a lo largo de su vida, siendo desterrado a la Isla de Hierro y al penal del Fuerte de la Concepción, suspendido de empleo y sueldo por un año.

Sin futuro en el Ejército español, desertó.

Su leyenda comienza en ese momento. Cuando el desertor ingresó como soldado raso en el 6º Regimiento de Infantería de Línea (octubre, 1803) del que iba a ser considerado de inmediato (por sus triunfos continuados en los campos de batalla centroeuropeos) el mejor Ejército regular e internacional del mundo: el de la Francia napoleónica.

No faltó quien escribiera que, informado el propio Napoleón Bonaparte (1769-1821) de la presencia de un gallardo Lacy –sólo tres años más joven que él- en su Ejército, había sido el futuro emperador quien le restableció en el grado de capitán, destinándolo a la Legión Irlandesa que estaba  por aquel entonces en fase de formación (1803).

Tenga o no algo de cierto un relato que suena a legendario, Luis pasó en 29 días de sargento a capitán de la flamante Legión del Ejército regular napoleónico, combatiendo en Alemania y Prusia, antes de retornar al Atlántico. Esta vez a la Bretaña francesa, donde volvió a hacer de las suyas en el campo del amor, llevándose consigo –como pareja de hecho– a las grandes batallas  centroeuropeas a una jovencita a la que llevaba 12 años: Emilia Duguermeur (o Du Guermeur), nacida en 1784 en el seno de una familia monárquica, bien acomodada y nada partidaria de la República ni de Napoleón. Como la de los Gautier.

Retornado de nuevo al Atlántico, el 11 de junio de 1806 la convirtió en su única mujer legal. Tenían 34 y 22 años, cuando se reintegraron a la guerra centroeuropea en Maguncia. En esas, a los 14 meses (agosto, 1807) nació la única hija que Lacy, su familia y sus amistades domésticas, reconocerán siempre: Amalia, que sólo vivió unos días. Vivieron juntos, acaso bien avenidos, hasta que el legionario hubo salir para Portugal y España con los Ejércitos encargados de hacer cumplir un imposible: el bloqueo continental de Gran Bretaña, impidiendo la acción comercial de ésta con todos los puertos del mundo, como máxima potencia marítima, consolidada tras el triunfo en el enfrentamiento de Trafalgar (1805) con las flotas de España y Francia.

 

Hubo dos novedades de alcance biográfico en la hora de la separación y en las relaciones tormentosas posteriores de Lacy con su joven esposa. El 23 de noviembre de 1807, Luis y Emilia firmaron un contrato de donación recíproca de bienes al final de sus días (así lo afirma y lo data Timoteo O’Scanlan de Lacy y lo reconoce el propio Luis en su testamento). Así pues, esta vez Emilia no compartió con su legionario irlandés ese retorno del mílite a su Iberia natal. Es más: permaneció absolutamente desinformada de sus movimientos hasta que el Ejército francés le dio cuenta de que su esposo había desertado.

Parece razonable suponer, al menos como hipótesis, que Luis Lacy –ascendido a la sazón a comandante– tenía un plan que quiso mantener en el secreto más absoluto hasta otear el horizonte…

 

EL GRAN VIRAJE
(DE LA PÉRFIDA ALBIÓN A LA PERFIDIA FRANCESA)

Según lo que hemos podido averiguar, no sólo el bloqueo continental resultará imposible en la península ibérica. Tampoco la Legión irlandesa, pensada para dar el salto a las Islas Británicas, llegó a consolidarse. Fueron dos fracasos de desigual alcance de la estrategia napoleónica.

El bloqueo no logró en ningún momento contener en la España de Godoy y Carlos IV, ni en el Portugal ocupado por España y Francia, el tráfico marítimo. Es más: el volumen de negocio de Gran Bretaña se amplió de manera espectacular, merced –sobre todo- al contrabando mantenido desde tiempo inmemorial a su través desde los señoríos costeros de la vieja Iberia. Incluso se perfeccionó, pues (como he contado en esta Atlántica Memoria y en LA CUEVA DE ZARATUSTRA a propósito del trágico general Filangieri) en las tripulaciones de la Armada británica había notoria presencia de marineros y oficiales españoles que quedaron en tierra tras el desastre de Trafalgar (1805). Marinos en tierra que, por lo demás, van a ser fundamentales en la biografía posterior de Lacy.

 

La Legión Irlandesa fracasó también. Al contar desde el primer momento con más oficiales que soldados, tuvo que ir disolviéndose en un conglomerado inter-nacional,  hasta desaparecer. Sin embargo, al haber formado Lacy parte de ella desde el primer momento y al haber tomado buena nota de los entrenamientos a que eran sometidos los integrantes del mejor ejército del mundo, sacó de la nueva experiencia máximo partido. Ni siquiera su ingreso en la francmasonería se debe descartar. Antes al contrario, esa múltiple experiencia –militar y civil- será fundamental en años posteriores, cuando se convierta en una especie de sargento mayor (como fuera su padre), especializado en la formación militar (e intelectual, como amigo de la lectura y como partidario de meter bibliotecas en los cuarteles) de sus hombres, ya fueran militares profesionales, milicianos o paisanos. Otra de sus más notables singularidades biográficas e históricas.

 

La durísima reacción napoleónica ante ambos fracasos, convirtieron a Luis Lacy en lo que iba a ser en la primera fase de la guerra peninsular ibérica (1808): un informador, enseñante y colaborador potencial de auténtico lujo para la naciente insurgencia anti napoleónica de los ejércitos que se pusieron bajo su mando. Y para sus nuevos aliados, portugueses y británicos.

Explicaré esto, porque –además de desconocido- lo considero fundamental desde el punto de vista histórico y biográfico, dada la fulgurante evolución que  va a experimentar el personaje.

 

El prestigio profesional que suponía en 1807-1808 ser oficial (comandante, insisto) del mejor Ejército regular del planeta, es fácil de entender. Debido a esa experiencia, Luis Lacy tuvo información privilegiada acerca del triste destino que aguardaba a los prestigiosos Ejércitos españoles que intervinieron en dos misiones napoleónicas de máximo relieve. Me refiero, por una parte, a la que llevó a Alemania y a los mares del Norte de Europa los distintos componentes de la Expedición que mandaba el citado marqués de La Romana (desde la primavera de 1807); por otra, a la ocupación hispano-francesa de Portugal (desde noviembre del mismo año).

En esta última misión, que es la que ahora nos interesa enfocar en primer plano, intervinieron cuatro Ejércitos de los cuales sólo uno era francés. Los otros tres eran españoles y tuvieron cometidos diferentes.

 

El Ejército que mandaba el capitán general de Galicia ocupó el Noroeste de Portugal en nombre del rey de España. Otro tanto sucedió con el Sur lusitano, ocupado por el Ejército que mandaba el capitán general de Andalucía. El tercer Ejército español lo mandaba el capitán general de Extremadura y tenía un doble cometido: por una parte, daría apoyo al único Ejército francés que comandaba Jean-Andoche Junot (n. en 1771, un año mayor que Lacy), quien, por su parte, ocupó Lisboa y el centro de Portugal en nombre del emperador Bonaparte. En su segundo cometido, el tercer ejército español, como el procedente de Galicia, montó su estado mayor en la ciudad de Oporto; pero debía -al propio tiempo- completar la ocupación de Junot en el Noreste de Portugal en nombre de su emperador. Un territorio fronterizo con España donde estaba la ciudad de Bragança, cuna de la Monarquía portuguesa, huida a Brasil, custodiada por la Marina británica. Por eso era el único de los ejércitos españoles que cobraba de Francia.

La de Portugal era, pues, una ocupación franco-española en toda regla.

 

A las dos misiones españolas de colaboración con la Francia napoleónica (Mares del Norte de Europa y Portugal), dada su importancia, he dedicado distintos tratamientos, audiovisuales y narrativos, muy renovadores, que alcanzaron el consiguiente impacto –sobre todo en Portugal- al revisar los crasos errores habituales de las patrióticas historias nacionales de España y Portugal, Gran Bretaña y Francia. En buena parte, pueden leerse hoy en LA CUEVA DE ZARATUSTRA.

 

Este panorama peninsular ibérico cambió en redondo el 1 de febrero de 1808. Así lo he contado en nuestro audiovisual titulado Romance del conde de Maceda (La Rota y el Héroe)  de esta Atlántica Memoria, con versiones en español y en gallego. De esta última ha comprado la Televisión de Galicia, TVG, a nuestro Taller de Ediciones, los derechos  de emisión:

 

JOSÉ ANTONIO DURÁN.- Ante el fracaso del bloqueo continental, las caravanas napoleónicas continuaron entrando en España. ¡En oleadas!. ¡Había que estar ciegos para no ver que  la ocupación napoleónica de Portugal se había convertido en ibérica!

MANUEL GODOY A SU EMBAJADOR.- ¡¡Estoy muy intranquilo!!. Ese Tratado de Fontainebleau ¡no existe!. Nuestro Reino está inundado de tropas. ¡Todo es incertidumbre, intriga, desconfianza!

JOSÉ ANTONIO DURÁN.- Por si había dudas, el 1 de febrero de 1808 la situación viró en redondo.

GENERAL JUNOT.- ¡¡Portugueses!!. A casa da Bragança cessou de reinar no Portugal. O Emperador toma sob sua protecção este país e quer que eu o governe na sua to-ta-li-da-de, em nome dele, como chefe do Exército.

NARRADOR.- Las historias nacionales no han reparado en la extrema gravedad del momento; pero fue entonces cuando se vio claro que todo lo convenido con España era papel mojado.

NARRADOR.- Como en las tragedias clásicas, los Ejércitos españoles en misiones napoleónicas de ocupación pasaron  a ser rehenes de Francia. No sólo en Portugal. También en Dinamarca. Las consecuencias, demoledoras.

 

Perfectamente informado de tan dramática encerrona, el comandante Lacy (que había entrado con esas oleadas napoleónicas) no tuvo por qué esperar al Dos de mayo de Madrid para darse cuenta de la delicada situación en la que estaban sus antiguos compañeros del Ejército español, sus familiares y allegados más íntimos, caso de su hermana y sus sobrinos (hijos de ésta) y los Gautier. ¡El malestar se había convertido en un clamor en todas las casas de militares de España y Portugal!.

Había llegado la hora de tomar partido claro. El momento de ejecutar el plan que había mantenido en secreto incluso con su mujer (francesa) y sus compañeros de la Legión Irlandesa, debido a los riesgos, más que evidentes, en tiempo de guerra.

 

Pasados los meses de incertidumbre (febrero-abril de 1808), no le fue demasiado difícil, al estallar la insurrección anti-napoleónica en distintos puntos,  establecer contacto con sus paisanos andaluces y con la mal llamada Junta Suprema de España e Indias (una Junta más, en realidad, de las muchas nacidas entonces -en Sevilla- y ni siquiera la más madrugadora, por lo que era mirada con el habitual recelo por todas las demás). Ésta Junta sevillana declaró la guerra Francia el 5 de junio; pero –como hemos visto- tanto Lacy como sus parientes gallegos –los Caamaño o los Pardo de Figueroa- eran conscientes del malestar de los ejércitos españoles desde mucho antes de esa fecha, porque estaban atrapados en Portugal y en los Mares del Norte. Asunto crucial. Verán por qué.

 

Un día más tarde de aquella declaración de guerra de la Junta sevillana, 6 de junio de 1808, se produjo en Oporto la acción directa del citado Baltasar Pardo de Figueroa, conde de Maceda.

Mandaba éste un Regimiento de gran prestigio, el de Zaragoza, que formaba parte del tercer ejército español de ocupación de Portugal. El que residía en la gran ciudad portuaria y cobraba de Francia.

Pues bien: en abierta rebelión contra Junot y contra Francia, tras meses de conspiración secreta, Maceda protagonizaba el primer movimiento insurreccional anti-napoleónico de Galicia y el Norte de Portugal con la detención de François Quesnel (1765-1819), gobernador de Junot en Oporto y en la provincia portuguesa de Entre Douro e Miño. Con los dragones franceses que les daban escolta. Fue así cómo se pudo ejecutar la orden de Antonio  Filangieri, capitán general de Galicia y presidente de la naciente Junta de ese Reino, de iniciar la retirada de los ejércitos españoles allí retenidos.

Arrancaba, con ese audaz golpe de mano, la primera fase de la que remataría por ser una cruenta rebelión armada de todo el Norte de Portugal.  Con el envío a las mazmorras del castillo de San Antón (Coruña) -como prisioneros de guerra– de la cuerda de guardianes franceses, atrapados por los que eran -desde el 1 de febrero– sus rehenes españoles.

Con la histórica reviravuelta del 6 de junio, se iniciaba en el Norte de Portugal, con los militares regulares españoles y las milicias lusas, la más furiosa ofensiva atlántica e ibérica contra todo lo francés (1808-1809). Y con los primeros intentos de linchamiento físico de aquellos prisioneros de guerra, precisamente…

 

En ese contexto de rebeldía atlántica e ibérica, a finales de mayo de 1808, la Junta de Sevilla –recién constituida- recibió el ofrecimiento de su paisano, el desertor de 1802. Un hijo pródigo como Lacy que hablaba francés, inglés y español, y que iba a ser -desde el primer momento- un fichaje de lujo para la España insurgente y para la Gran Bretaña, aliada de facto de esa España desde la primavera, como hemos dicho a propósito de Juan José Caamaño, futuro conde consorte de Maceda y sobrino de los De Lacy.

Sin embargo, la Junta sevillana lo puso a prueba durante algunos días, temiendo –como es lógico- que el flamante desertor-espíanuevo consejero a su servicio, fuera una especie de topo, haciendo contraespionaje. De creer a Timoteo O’Scanlan de Lacy llegó a estar retenido en la Isla de la Cartuja. Acaso por ello y para guardar las formas, sólo lo restableció en su grado de capitán, el que ya tenía veinte años antes, y uno de los motivos de su primera deserción. Pero por poco tiempo…

 

 

INFORMACIÓN, ESPIONAJE Y ACCIÓN FORMATIVA
(DERROTAS Y DESASTRES DE LA GUERRA)

Su trabajo inicial, dada la índole, fue oscuro: intercambiaba información reservada con los más altos mandos militares acerca de toda suerte de interioridades referidas al ejército napoleónico; adoctrinaba y formaba a la francesa las bisoñas fuerzas que iban a entrar en combate de inmediato, y sentaba las bases del espionaje ineludible del enemigo. Tampoco debemos olvidar que me estoy refiriendo a los días previos a uno de los mayores éxitos del Ejército español en las guerras napoleónicas: la batalla de Bailén (19-VII-1808).

Fue un trabajo oscuro el suyo, pero riguroso. Como  tal, reconocido y recompensado. En tres meses, la Junta de Sevilla lo ascendió a comandante y teniente coronel.

 

Este segundo ascenso (24-IX-1808) se produjo un día antes de que echara a andar en Aranjuez la controvertida historia de la Junta Suprema Central Gubernativa (1808-1810).

Así pues, en esos meses, no sólo recuperó la graduación alcanzada en la Legión Irlandesa del Ejército francés. La mejoró, logrando –a mayores- el mando del Batallón Ligero de Ledesma con el que fue a engrosar el nada prestigioso Ejército (pomposamente llamado) de Castilla (que –como el de Galicia– iba de mal en peor).  En una fase desdichada de la guerra, con derrotas sonoras y continuas, tanto en los frentes como en las altas direcciones político-militares de unas Juntas desconfiadas, cuando no enfrentadas entre sí.

 

Para más, como jefe militar, Lacy se verá atrapado por las disensiones entre los dos máximos responsables de ese Ejército de Castilla (1808-1809): su creador, el general Gregorio García Cuesta (n. en 1741), y su reformador, el mariscal Francisco Javier Venegas (n. en 1754). También tuvo que hacer frente a las miserias humanas que desencadenaba la caótica política de ascensos de las Juntas locales y de la misma Junta Suprema Central

Pese a ello, su batallón marca un prudente contraste, observado ya en la madrugadora acción de Bubieca (Zaragoza, 23-XI-1808) o en el mismo desastre de Uclés (13-I-1809), donde quedó a flor de piel –una vez más- la atrocidad subsiguiente de la guerra, con los desastres goyescos protagonizados por los ejércitos de ocupación. Razón de que –a pesar de la derrota- ascendiera a coronel (24-I-1809), beneficiándose además con la fusión bajo su mando del Batallón Ligero de Ledesma con el Regimiento de Burgos, cuya bandera luciría el propio Lacy con posterioridad en el fragor de las batallas.

 

En el intermedio, como cuenta Pedro Agustín Girón (1778-1842) en sus Recuerdos, el reformador Venegas ya reconocía que el Ledesma era excepción en el Ejército de Castilla. Fue por ello que el Regimiento de Burgos –según el mismo testimonio del futuro marqués de las Amarillas- se convirtió en la formación de moda, de la que todos querían formar parte: “desertor de nuestro ejército y del francés, por consideración a este oficial que prometía mucho y por ser el único Cuerpo que tenía tal cual viso de disciplina”, Lacy gozaba de un estatus especial y mandaba la primera división de las cinco que componían el ejército reformado.

Reconocimiento éste importante, porque Girón (seis años más joven que Luis Lacy y que ya mandaba la tercera división del mismo Ejército), era sobrino y ayudante desde la juventud del general Francisco Javier Castaños (Madrid, 1758-1852). Esto es: del capitán general de Cataluña que, en 1817, cuando el fallido pronunciamiento de Luis Lacy, firmó su sentencia de muerte y avaló la extraña estrategia de su ejecución en el castillo mallorquín de Bellver.

Acaso para atenuar el desgaste de prestigio que supuso para el general Castaños esa actitud, Girón (aludiendo a otra clase de miserias humanas, muy de aquel tiempo de guerras), por el contrario de Venegas, presenta a Lacy por modelo del trepa, pérfido, intrigante, bajo la máscara de la indiferencia y la modestia (hipócrita ambicioso, capaz de toda falsedad para llevar adelante los intereses de su amor propio y procurar su elevación a cualquier precio que fuese). Cobarde hasta en su hora final…

 

Veré de aclarar este furioso campo tensional, aproximando al lector a su trasfondo histórico: el contraste entre dos patrones o modelos de guerra diferentes. El más convencional, basado en el enfrentamiento de grandes ejércitos desplegados en campo abierto, como en Bailén, bajo la alta dirección del general Castaños, y el que acabará por adoptar Luis Lacy, aplicándolo en Andalucía, Cataluña y en el ejército de reserva que formó en Galicia con vistas a reforzar las fronteras de la retaguardia gallega, nutriendo a la vez la vanguardia del gran Ejercito Atlántico (hispano-británico-portugués, con gran presencia gallega desde sus orígenes) en el tramo final de la guerra, bajo el mando supremo del futuro duque de Wellington. La guerra fabiana que los portugueses llamaron fantástica en tiempos del conde de Lippe (alias El Portugués, 1724-1777).

 

PATRONES DE GUERRA
(DEL DESASTRE DE UCLÉS AL DE OCAÑA)

Son dignas de resaltar –por su riqueza analítica y para entender las diferencias entre esos dos patrones de guerra- los contrastes que se observan entre lo que estaba viviendo Luis Lacy en 1809 en los campos -mayormente manchegos- y en  los pueblos de Madrid, Toledo y Cuenca, donde transcurrió una parte (importante e inolvidable) de la vida de quien esto escribe, y la experiencia simultánea de los parientes gallegos de Lacy que ya conoce el lector (los Caamaño, los Pardo de Figueroa…) de mis investigaciones más recientes.

 

En los pagos manchegos, en el territorio atlántico galaico-portugués, como en las dos Extremaduras (española y lusa) los Ejércitos implicados se toparon en tres ocasiones -entre 1809 y 1811- con un mismo enemigo a batir: el mariscal Jean-de-Dieu Soult (1769-1851), tres años mayor que Lacy.

En simultaneidad dramática con el ya aludido desastre de Uclés (13-I-1809), entre el 17 y el 29 de enero, se produjo en el área atlántica peninsular galaico-portuguesa, este cúmulo de desgracias sucesivas: la vergonzosa retirada y embarque del Ejército británico que comandaba John Moore (escocés, n. en 1761, fallecido en Coruña en esos días, y mitificado por ello, pero máximo mando de un ejército en repliegue con una capacidad de rapiña y destrucción que casi hizo buena la posterior llegada de los Ejércitos napoleónico y josefino de Soult y Ney), fue la primera desgracia. El dramático repliegue –en paralelo al de Moore- del que fuera un día poderoso Ejército de Galicia, literalmente descalzo y disperso, la segunda. La rendición de Coruña y Ferrol, previa al paseo militar napoleónico Norte-Sur del mariscal Soult (tras liberar e incorporar a Quesnel y a los dragones franceses con los que se iniciara la rebelión armada del conde de Maceda), reponiendo a Quesnel  como gobernador de la ciudad portuguesa de Oporto, tomada –como Galicia- sin resistencia digna de anotar el 29 de enero de 1809, la tercera y cuarta desgracia.

¡Qué lejos había quedado la rebeldía iniciada en Oporto el 6 de junio de 1808 por el conde de Maceda (muerto heroicamente 38 días más tarde en la batalla de Medina de Rioseco, 14 de julio)!. De nada sirvió al reforzado ejército de la Izquierda que mandaba Joaquín Blake (de ascendencia irlandesa, pero nacido en Vélez-Málaga, en 1759), la incorporación de una parte del retornado Ejército del marqués de La Romana desde los mares del Norte de Europa en buques británicos, en una de las acciones más memorables de la historia de todas las guerras, bajo el mando de su segundo, el pontevedrés Joaquín Miranda Gayoso (n. en 1756), conde de San Román, derrotado y muerto en la batalla de Espinosa de los Monteros  (10-11 de noviembre del mismo 1808)…

LA REACCIÓN ATLÁNTICA
(NAPOLEÓN, SOULT Y EL MARQUÉS DE LA ROMANA)

Memorias de Tonio.- Con ocasión del bicentenario de su muerte (2011), nuestro Taller de Ediciones decidió dedicar al acontecimiento el documental biográfico  Pedro Caro Sureda (La huella del marqués de La Romana). Pensábamos animar con él una serie de actos de especial alcance, tanto en sus pagos natales como en Galicia y en Portugal, para rememorar al magno protagonista de la reacción atlántica contra todos los desastres aludidos; pero falló mi salud de manera sucesiva en tres puntos sensibles: el cerebro, los oidos y los ojos. Con todo y eso, el documental salió adelante. De por vida recordaré cómo fui ultimando su guión, antes y después de haber pasado por quirófano y por la UVI del hospital Ramón y Cajal de Madrid, donde –con excelente trato- me fueron sacando adelante con éxito de tan duras amenazas. Así pues, desde 2012, el taller puso a disposición de quienes quieran hoy gozar de ella, una crónica audiovisual que enriquecía -con otro episodio memorable- la Atlántica Memoria.

Voy a tomar de él este fragmento que viene a cuento y sintetiza este tramo del presente episodio.

CONDE DE TORENO.- La Antigüedad, con todo el realce que sus escritores dieron a los diez mil de Jenofonte, no nos ha transmitido ningún suceso que aventaje a la escapada de los Mares del Norte en buques británicos de una buena parte de la División que mandaba el marqués de La Romana.

NARRADOR.- Aunque la propaganda napoleónica lo intentó, una operación de tal envergadura era imposible silenciarla. Para Napoleón, que le había concedido la Gran Cruz de la Legión de Honor, La Romana pasó a ser El Traidor. Un mito que el bonapartismo había construido y que sus generales nunca acertaron a destruir.

NAPOLEÓN BONAPARTE.- Diréis al mariscal Soult que estoy disgustado por su forma de actuar. Fue un error abandonar Galicia. ¡Debió  aniquilar al Ejército de La Romana!.

NARRADOR.- Pocos meses antes de la muerte de Pedro Caro, cuando la guerra peninsular tenía claro color francés, el emperador continuaba creyendo que la estrategia más temible para la ocupación ibérica era el patrón de lucha que El Traidor puso en práctica al hacerse cargo del destrozado Ejército de la Izquierda, aprovechando el corredor insurgente que el conde de Maceda había creado en el Norte de Portugal.

MARISCAL SOULT.- ¡Claro que he querido aniquilarlo! Pero al ser su estrategia acosar incesantemente y evitar un enfrentamiento general, La Romana desgasta al más fuerte ejército, y acaba destruyéndolo.

La reacción atlántica del marqués de La Romana comenzó a notarse en febrero de 1809.

Fue entonces, como cuentan las memorias de los componentes del ejército de Soult que padecieron los enfrentamientos con los Ejércitos españoles y las milicias lusas a partir del 6 junio de 1808, cuando se dieron cuenta de lo que los mariscales franceses no acababan de entender: la eficacia de la guerra fabiana, fantástica, que los desangró en Portugal.

¿Cómo era posible –se preguntaba Soult- que se produjera una reacción tan furiosa y tan alejada de los cauces de la guerra convencional, después de haber logrado la entrega, sin apenas lucha, de las máximas autoridades juntistas de Galicia, mereciendo éstas el más duro de los reproches de la Junta Suprema Central?.

Volviendo al documental:

NARRADOR.- Muerto el conde de San Román, La Romana buscó la colaboración de los nuevos condes de Maceda, para aprovechar el espacio de seguridad que habían creado entre Galicia, Zamora y el Norte de Portugal en 1808. Y fue allí donde transformó la dramática desbandada del Ejército de la Izquierda en pieza clave del patrón de lucha que puso de los nervios a Napoleón. Su pequeño Ejército en continuo movimiento, y la ramificación miliciana. Una guerrilla con alta dirección militar.

MARQUÉS DE LA ROMANA.- Ante un Enemigo tan poderoso, no estamos en condiciones de hacerle frente en grandes batallas. Recordad a Quinto Fabio Máximo. Nunca respondió a las provocaciones de Aníbal. Le cubrieron de dicterios, pero salvó Roma.

NARRADOR.- También a La Romana lo cubrieron de dicterios, llamándole marqués de las Romerías. Pero a las grandes derrotas, a la calamitosa escapada de las tropas del general Moore, al paseo militar de los Ejércitos de Ney y Soult y a la total ocupación francesa del Reino de Galicia, sucedió su milagro: la resistencia armada y la derrota de unos Enemigos que huyeron como los gatos del escaldado. 

MARQUÉS DE LA ROMANA.- ¡Inmortales guerreros! Ya no soy vuestro general. Al contemplaros me falta la serenidad que tuve a vuestro frente. Me separan de vosotros contra mi voluntad. Pero ya nada podrá compararse a los seis meses de desnudez, hambre y miseria que hemos vivido juntos en la estación más cruda. No habéis dado ruidosas batallas, pero habéis aniquilado el más soberbio ejército del Tirano en pequeños combates, reduciendo su dominación al terreno que pisaban.

 

Pues bien: derrotado Soult, definitivamente, en el Norte de Portugal (12-IV-1809) y en Galicia (9-VI-1809), merced a la guerra fabiana, alimentada desde el mar por la anfibia de la Armada británica (que la dotaba de armas, hombres y provisiones), el propio Soult tardó pocos meses en convertirse en triunfador absoluto en la batalla de Ocaña (18-XI-1809). Una gran victoria que abrió de par en par el paso de los ejércitos imperiales y josefinos hacia Andalucía. Esto es: hacia los pagos natales donde se va a operar la transformación de Lacy al pasar de hombre de la guerra  a político-militar, adoptando la guerra fabiana y la anfibia, que los hombres de La Romana, con ese apoyo marítimo de la armada británica, fueron expandiendo –puerto a puerto- por la Iberia atlántica.

 

Con todo y eso, a pesar de la dura derrota, como sucediera en Uclés, la leyenda de Luis Lacy se agrandó en la batalla de Ocaña (19-XI-1809).

Ya era brigadier desde el 3 de julio.

Poniendo en evidencia las interesadas opiniones de Pedro Agustín Girón, marqués de las Amarillas, traeré aquí la experiencia autobiográfica de uno de los mejores historiadores militares de aquellas guerras peninsulares. Escribe el madrileño José Gómez Arteche (1821-1906):

Todavía recordamos que, al levantar el plano de aquel campo (Ocaña) en 1848, cuantas personas nos favorecieron con sus noticias, se hacían eco de la opinión de sus viejos convecinos que, con rara unanimidad, proclamaban a Lacy como el que más había resistido la entrada de los enemigos en Ocaña.

 

 

LOS REGENTES DE UNA ESPAÑA SIN REY
(LA CUESTIÓN GRAHAM Y JOSÉ BLANCO WHITE)

Tras la derrota de Ocaña y del repliegue subsiguiente hacia Andalucía, los días de la Junta Suprema Central Gubernativa estaban contados. Ni La Romana ni Lacy la echaron en falta. Nunca fueron partidarios del juntismo. Coincidían en esto, por lo menos, con los tories británicos. El Gobierno central, siempre cuestionado, pasó a ejercerlo un Consejo de Regencia desde el 28 de enero de 1810. En unas condiciones muy difíciles.

Para empezar, se situó en Cádiz. Una ciudad atlántica en estado de sitio desde el 5 de febrero de 1810 hasta el 25 de agosto de 1812. Esto es: en el tramo temporal histórico en que se va a hacer efectiva la siempre rezagada convocatoria de Cortes Generales. Las que habían de sacar adelante la Constitución, “legislando para medio mundo”. En pleno cerco. No es extraño que tan sorprendente contraste desconcertara al mismísimo Karl Marx.

En el primer momento, la ciudad contaba con un gobernador que ya conoce el lector: Francisco Javier Venegas, teniente general a la sazón.

 

Pudo ser Venegas por lo mismo, quien hizo cuanto estuvo en su mano por atraer a su admirado Luis Lacy para cumplir distintos encargos de alcance.

Comenzaba así, bajo su mandato, y siendo capitán general de Andalucía Manuel Lapeña (1766-1827), su trayectoria político-militar, tras ser ascendido a mariscal de campo (16 de marzo de 1810).

 

A pesar de ello, no nos parece casual que las decisiones del Consejo de Regencia que variaron su estatus militar coincidan en el tiempo con la llegada a Cádiz, para presidirlo, de un antiguo colaborador de La Romana, los Pardo de Figueroa y los Caamaño gallegos, en su brillante reacción atlántica de 1809. Se llamaba Pedro Quevedo Quintano. Era un extremeño bondadoso, sencillo y nada exento de talento, nacido en Villanueva del Fresno, en 1736. Legendario obispo de Orense desde 1776 hasta su muerte en 1818.

Con excelente información, ideas originales, pero identificado por completo con la Monarquía Católica Española, venía siendo (desde mucho tiempo atrás) un hombre de peso en la Corte borbona. Fue muy preciado consejero personal de Carlos IV. Ejercía, además, pastoral y política influencia en el Norte de Portugal. Anti-napoleónico de primera hora, su diócesis se adentraba en territorio que hoy es portugués, porque la frontera no estuvo definida hasta muchos años más tarde.

Con este antiguo colaborador de La Romana en cabeza del Consejo de Regencia, entre el 29 de mayo y el 17 de septiembre de 1810 (que es cuando el  obispo presentó su dimisión irrevocable, disconforme con la convocatoria a Cortes nacionales), el brigadier Lacy, comandante general de la Isla de León, retoma la guerra anfibia de su juventud, con apoyo esta vez de la Armada británica que mandaba en aquel entorno un escocés, el general sir Thomas Graham (nacido en 1748, ayudante de campo que había sido del general Moore hasta su hora final en la batalla coruñesa de Elviña, lugarteniente más tarde del duque de Wellington).

Los desembarcos de los hombres de Lacy se fueron sucediendo a partir del verano de 1810 desde Algeciras a la frontera portuguesa de Huelva, buscando siempre la insurrección de los pueblos y comarcas interiores. La misma acción de Guerra que Díaz Porlier venía desarrollando en el área norteña de la España atlántica, en conexión con el eje Coruña-Ferrol (que ya era -como toda Galicia, desde la reacción de La Romana- inaccesible retaguardia). Desembarcos que el propio Lacy va a introducir después en Cataluña y en la costa valenciana.

 

Con todo y eso, la progresión político-militar de Lacy se incrementa a partir del 28 de octubre de 1810, cuando cobran peso específico en el Consejo de Regencia, dos marinos en tierra de evidente importancia en la historia del primer liberalismo gubernamental español (1810-1824). Me refiero a Gabriel Ciscar (valenciano, n. en 1754) y –de manera particularísima- a Pedro Agar (n. en Santa Fe de Bogotá, 1763, con fundamentales relaciones profesionales con Cádiz –era profesor de Matemáticas en la prestigiosa Escuela de Guardiamarinas– y familiares y políticas en el eje Coruña-Ferrol-Muxía). Sobre el que volveremos necesariamente.

 

Es en esta segunda Regencia cuando Lacy se convierte en jefe de Estado Mayor del Cuarto Ejército en las acciones de guerra que se desarrollan con motivo del mencionado sitio de Cádiz, lo que va a provocar un sonoro enfrentamiento personal con el citado general Graham.

A punto estuvo de acabar en el campo del honor; pero se recondujo, sin embargo, de tan excelente manera que el general escocés –dada la proximidad a él- pudo ser clave en la elección de Lacy como general en jefe de uno de los dos Ejércitos de reserva que se crearon a raíz de la reorganización introducida por Wellington en el aparato militar para acometer el victorioso tramo final de la Guerra Peninsular Ibérica. Razón de que fuera, a la vez, máxima autoridad en Galicia.

 

El asunto desencadenante del conflicto tuvo mucho que ver con las inevitables miserias humanas. Revela tensiones, celillos y recelos entre los aliados españoles, portugueses y británicos. Y también entre los madrugadores comentaristas políticos de aquella lejana época.

Gaham se quejó a la sazón  de falta de apoyo militar español en la puntual victoria hispano-británica del 5 de marzo de 1811 sobre el mariscal Víctor (1764-1841), culpando de ello al capitán general Lapeña. Queja que desautoriza Lacy, escribiendo la réplica con guante de seda, por la importancia incuestionable de mantener la triple alianza; pero defendiendo –con pruebas escritas- el comportamiento del ejército español, ninguneado incluso por los historiadores del día (2017) cuando se refieren –como si hubiera sido tal en esos años- al Ejército anglo-portugués, olvidando gravemente que lo era de la triple alianza, aunque lo mandara –con maestría, llegado el caso- un irlandés tan competente –en el plano militar- como el futuro duque de Wellington.

 

Su réplica, por lo demás, anotando y respondiendo a cada uno de los puntos que aduce Graham en distintos escritos, nos permite conocer la minuciosidad de su diario de aquella campaña, datado en el castillo de Santipetri dos días más tarde de la batalla, 7 de marzo, y publicado con posterioridad: Contestaciones a las razones que da el general Graham en su papel de 24 de marzo de 1811, pasado al gobierno español para sincerarse de los cargos que cree le resultan por el manifiesto o representación hecha a las Cortes del general Lapeña.

Hoy puede leerse en la excelente hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional de España el documento completo,  interesante desde el punto de vista biográfico e historiográfico, pues revela la precisión de sus informes y la razón de que fueran éstos una de las fuentes utilizadas por el conde de Toreno en su informada y brillante Historia de aquellas guerras.

Documento forzado también por la resonancia que el asunto alcanzó en el Parlamento de Londres y en El Español, periódico que se publicaba en la misma ciudad, ¡¡¡a dónde habían ido a parar –sin retorno– documentos e integrantes de la depuesta Junta Suprema Gubernativa española!!!. En manifiesta tensión con el Consejo de Regencia y las Cortes de Cádiz. Asunto curioso y revelador de los disensos existentes en el mal llamado bando patriota.

Lacy se desprende, sin embargo, del guante de seda y extrema su dureza en el puntazo que   dedica a su lejano pariente, José María Blanco White (Sevilla, 1775-Liverpool, 1841), alma mater del periódico antes citado, dado que éste –como sigue siendo tan común entre españoles- había hecho propio el punto de vista de Graham (y acaso de los juntistas desterrados), minusvalorando la acción española en el combate del 5 de marzo, en un artículo titulado “Victoria del general Graham” (30-III-1811):

El desnaturalizado español Blanco, con tanta ignorancia y pedantería, como imprudencia o arrojo, no me es permitido ya guardar silencio en este caso, porque además de tocarme tan de cerca la injuria o detracción calumniosa, como interesado en la reputación del general Lapeña, como jefe del estado mayor del cuarto ejército y como partícipe de los trabajos y glorias de la expedición contra las fuerzas del mariscal Víctor, dejaría a lo menos equívoca la opinión y gloria usurpada a nuestras armas y a la de los jefes y soldados españoles que en todo el período de esta expedición y en los campos de batalla se portaron con tanto valor y pericia militar.

 

Todo en vísperas de recibir Luis Lacy el nombramiento más importante y delicado de su vida: la Capitanía General del Principado de Cataluña, de la que toma posesión el 9 de julio de 1811.

 

 

GUERRAS PATRIÓTICAS EN MEDIO DE LA GUERRA
(“LA COVADONGA CATALANA”)

21 años después de que su tío Francis de Lacy accediera de manera interina al cargo de capitán general de Cataluña (1790) para hacer frente a los Rebomboris del pa, otro Lacy lo hacía en circunstancias aún más excepcionales.

El 28 de junio de 1811, al ser tomada al asalto la fortaleza de Tarragona, el Ejército napoleónico de ocupación dominaba militarmente la totalidad del Principado. Sin embargo, no lo dominaba socialmente, ni siquiera políticamente, lo que añadía al caso catalán extraordinaria complejidad. Mas es lo cierto que, dadas las complejas circunstancias, el 1 de julio el Ejército español (¡“castellano”! he leído alguna vez, debido sin duda a la potencia de la ideología nacionalista hoy dominante, incluso en la historiografía) lo evacuaba…

El nombramiento de Luis Lacy se produce a alguna hora desconocida del dramático momento.

 

Ocho días más tarde (9-VII) tomaba posesión e iniciaba su tarea siguiendo los pasos que el lector atento –sabiendo lo que ya sabe de él- puede presuponer: monta un campamento al que convoca a militares profesionales y milicianos dispersos (catalanes en su mayor número), dispuestos para la resistencia y la insurrección armada. El 15 aún reconoce que su situación es muy apurada, pero confía en mejorarla con la escasa fuerza de que dispone.

Al mariscal Etienne Macdonald (1765-1840), que era el máximo mando militar napoleónico, no tarda en recordarle que conoce –por su propia experiencia personal en el Ejército francés- los abusos cometidos por las fuerzas que operan bajo su mando y los que –inevitablemente- se volverían a cometer, amenazando con responder a éstos con un implacable ojo por ojo.

Entretanto, monta un campo de reclutamiento e instrucción en los riscos pirináicos de Busa, advirtiendo que no tendría compasión con las indisciplinas ni con las deserciones de los instruidos.

Las dos convocatorias tuvieron cierto éxito. Se habla de que pronto pudo contar con unos 4.000 hombres. Razón de que haya autores que –asumiendo el lenguaje patriótico español de la Reconquista– señalen a Busa como la Covadonga catalana.

 

El propio Lacy utiliza ese lenguaje patriótico de cruzado belicista que –en el tramo final de su mandato (12-XII-1812)- adoptaron los obispos de Lérida, Tortosa, Barcelona, Urgel, Teruel y Pamplona (de evolución absolutista), en su Instrucción pastoral al clero y pueblo de sus diócesis, publicada en Mallorca y dirigida no contra él (que ya se había descarado como liberal y constitucionalista, si bien católico, apostólico y romano) sino contra la ocupación francesa.

En la histórica instrucción, conviene reparar en la invocación de los prelados al «¡Santiago, a ellos, cierra España!» de los De Lacy, los Caamaño, etc., antiguos caballeros santiaguistas como recordará el lector. La fórmula utilizada en el arranque de las batallas, en nuestros días (2017) trasvasada al fútbol y al guerracivilismo político…

 

Volviendo a los comienzos de su actuación. En el mismo mes de julio de 1811, poco después de su toma de posesión, ya se hacen notar las primeras acciones de guerra fabiana.  Iban dirigidas a romper las defensas fronterizas, lo que permitirá a los hombres de Lacy hacer lo que acaso no se hiciera nunca hasta entonces en la guerra peninsular ibérica: penetrar con sus incursiones en suelo francés, practicando el la guerra se alimenta con la guerra napoleónico. Una serie de ataques-repliegues-y-contrataques sucesivos cuyo punto álgido se sitúa entre el 29 de octubre y el 2 de noviembre, y que conlleva, además, la recaudación de impuestos y distintas requisas de ganado. Era lo nunca visto y lo que puso de los nervios al mismísimo emperador.

 

Ya a finales de agosto, cuando esas acciones comenzaban, se hizo circular el rumor de que Lacy iba a ser trasladado de inmediato (rumor acaso alentado por los colaboracionistas con la ocupación francesa), él lo desmiente en manifiesto fechado en Vich el 25. Asegura, por si había dudas, que prefiere morir con el último de sus soldados a abandonar su puesto de mando.

Por otra parte, al contar con apoyo marítimo británico, une -a la guerra fabiana- la anfibia y publica el 9 de septiembre un reglamento de partidas patrióticas, centralizando -bajo su mando supremo y la coordinación general de su estado mayor– todas las acciones convencionales o guerrilleras. El 29 del mismo mes la Junta Superior del Principado pide al Consejo de Regencia que se le dé en propiedad el máximo mando político-militar.

 

Ante tamaña ofensiva, tan inesperada, el emperador acusa el golpe y releva al mariscal Macdonald, sustituyéndolo por el normando Charles Decaen (1769-1832) que no tardará mucho en buscar algún modo de conciliación secreta con Lacy, en línea con lo que venían haciendo los josefinos españoles en otras latitudes.

El 18 de diciembre la citada Junta solicita que se le ascienda a teniente general.

Mientras tanto, en la prensa más lejana, caso de Galicia, se comienza a adjetivar su leyenda. Hablan del Célebre, el Memorable o el Valiente.

 

Incluso cuando se produce el relevo forzoso de la segunda Regencia por la tercera (22-I-1812), mucho más minada por el absolutismo realista, Lacy sigue siendo intocable; pero… ya no tardará mucho en detectarse un cambio de actitud.

La habilidad de Decaen, el colaboracionismo inherente a cualquiera ocupación, y el particularísimo interés que demostró Napoleón en asegurarse el dominio absoluto de Cataluña (26-I-1812), sumándola al Imperio y dividiéndola en cuatro departamentos), tuvieron –evidentemente- mucho que ver en ese cambio, si bien el contraste más claro y continuado entre el antes y el después será el que protagonice –con el andar del tiempo- la Junta Superior del Principado.

 

La comparecencia en la prensa barcelonesa -en plena ocupación napoleónica de la ciudad– de una carta de su única esposa legal, francesa, reivindicando su fuero y sus derechos de mujer casada, acusándolo –además- de poligamia (2-III-1812), supone el primer aviso de que lo personal también iba a jugar papel en lo que se avecinaba. Y era de prever esa circunstancia, dado que Lacy nunca fue un santo varón, precisamente. Así pues, en la complejísima situación social y política de la Cataluña ocupada, la propia lógica violenta de la guerra fabiana –al alargarse en el tiempo- acabará por enfangarlo todo a medida que avanza el año 1812. Máxime cuando -con sus acciones- buscando la insurrección generalizada, se producen las inevitables bajas en la población civil.

 

Algo ´similar había sucedido en Galicia en los meses más crudos de la aplicación de la exitosa guerra fabiana y anfibia en 1809. En este caso, fue el propio marqués de La Romana quien acabó sobrecogido con la furia desplegada por sus propias tropas, regulares y milicianas.

Volviendo a nuestro documental:

NARRADOR.- Soult y Ney no podían creerlo, tras el entreguismo del mes de enero de 1809. Las alarmas sonaban por doquier. Aquello no era una guerra. Era una cruzada de terror que llegó a sobrecoger al propio La Romana.

MARQUÉS DE LA ROMANA.- ¡Hay que contener esta atrocidad! ¡La guerra no es esto!

No puedo asegurar que tal cosa sucediera en el caso catalán, aunque malicio que sí.

En la Galicia de 1809, aprovechando las tensiones existentes entre el Ejército napoleónico de Soult y el josefino de Ney, el marqués de La Romana inició una aproximación (discreta) a los josefinos gallegos, disconformes con el modo en que se venía realizando la ocupación napoleónica del país. Aproximación que escandalizó al falso unitarismo juntista hasta provocar –a pesar de su éxito militar- el cese del marqués como capitán general de Galicia, teniendo que abandonar incluso el máximo mando de su Ejército. Idéntica aproximación a los josefinos la protagonizó Díaz Porlier en Santander, pero mucho más tarde, en el verano de 1812, cuando tomó la ciudad y proclamó la Constitución de Cádiz.

 

¿Sucedió lo mismo en Cataluña en el intermedio? La guerra sucia no sólo era aquélla de que se culpaba a Lacy. También se venía haciendo en contra suya.

A los ocho días de la publicación de la carta de Emilia, Luis comunicó a la tercera Regencia su deseo de dejar el mando interino del primer Ejército (10-III-1812). La respuesta que recibió siete días más tarde supuso un sorprendente refuerzo de prestigio y de poder, a nueve días de que las Cortes de Cádiz proclamen la Constitución (cito de Vicente Aguilella Rausell-Arrando, Los Lacy, la importante respuesta de la Regencia, Cádiz, 12-IV-1812):

 

La Regencia del Rey no se ha enterado de la representación que V.E. solicitó el mes próximo anterior en que solicita se le exonere del mando interino del Primer Ejército; y S.A. me manda diga a V.E. que llegó en ocasión de serle imposible acceder a su solicitud, porque teniendo la mayor confianza en su Persona, y deseando asegurar como preferencia a toda otra consideración el bien de la Patria en el servicio, que pueda hacer V.E. en las actuales circunstancias, acababa de conferirle, y le ha confirmado el mando en propiedad del mismo Ejército, elevándole al cargo de Tte. General, de cuya gracia acompaño a V.E. el Real Título para el curso y  efectos correspondientes. La Regencia ve que V.E. ofrecerá a S. M. y a la Patria, cuantos sacrificios propios, son debidos a la situación militar y política en el presente estado, y que con su bien acrecentado celo, dedicará enteramente a llenar las intenciones del Gobierno, mucho más cuando ese benemérito Principado propende a convenir, con un entusiasmo, que lejos de dar idea de menor desaliento en los infortunios, puede decirse que ha crecido, y viene a preparación de las dificultades que ha debido suponerse de que tiene S.A. repetidos testimonios, y lo son entre otros, los últimos Oficios de una Junta Superior, que funda en el desempeño de V.E. las más lisonjeras esperanzas. Lo participo todo a V.E. con orden de S.A. para su gobierno, cumplimiento y satisfacción.

Si hubo, pues, algo parecido a lo que sucedió en Galicia con el marqués de La Romana, por parte de Lacy, ayudaría a entender por qué la misma Junta Suprema del Principado lo acabó denunciando a la Regencia por guerra sucia y falta de espíritu público (23-IX-1812), culpándolo de lo que era contradictorio con la acusación: el evidente estancamiento de la guerra y, por lo tanto, de la inútil atrocidad de sus acciones bélicas e insurreccionales, por falta de respuesta contundente de la población.

 

Pero… había otro motivo de enfrentamiento intestino a esas alturas de 1812.

Cuando llega a Cataluña la noticia de que la Constitución de Cádiz iniciaba su vigencia (19-III-1812), la misma Regencia (a pesar de su marcado sesgo absolutista) confirma su ascenso a teniente general (con fecha de 17 de abril). Y es entonces, con ese grado, cuando se manifiesta como un liberal de cuerpo entero. No sólo por el juramento que impone a sus hombres y a sus amigos políticos civiles (8 mil soldados y gente del país, escribió Pascual Madoz, según leo en Gustau Adzerias i Causi). También por lo que proclama en sus escritos. Una formación doctrinal que ha resaltado con la autoridad que le da su obra nuestro viejo amigo Alberto Gil Novales.

La temprana constitución en Vich de la Diputación Provincial única de Cataluña, bajo su presidencia, conforme al art. 10 de la Constitución, sin previa convocatoria de elecciones para cubrir las vocalías, supone de hecho el rompimiento definitivo con el juntismo catalán (12-XII).

 

Cuatro días más tarde (16-XII), Lacy  acusaba de calumnia al autoproclamado  (así lo escribe) Gobernador General de Cataluña, el francés Decaen, al hacerse eco éste de lo que decían de él sus enemigos políticos interiores: hacer uso de métodos poco acordes con las normas de la guerra moderna (venenos, actos de sabotaje,  terrorismo, etc). Métodos que el propio Lacy –en línea con lo anotado del marqués de La Romana- también reconoce impropios en las situaciones de normalidad bélica; pero nada inusuales –como sabía por propia experiencia- en caso de ocupación arbitraria. En este caso, sólo seguiría la doctrina sentada por el Gobierno de la Regencia, que cita en cursiva (Vich, 16-XII-1812):

 

El hierro, el fuego, el veneno, todos los medios de la defensa y todos los refinamientos de la venganza, adquiriendo cada español el derecho de clavar un puñal en el corazón de cualquier francés, de infectar el aire que respiran, de corromper el agua que beben y de minar el suelo en que marchan.

 

LA CUESTIÓN DE SU TRASLADO A GALICIA
(LOS PRIMEROS LAUREADOS)

Si la confusión es la regla dominante en los tratamientos que aún hoy circulan de Luis Lacy, el confusionismo se agiganta en lo que se refiere a los motivos por los que hubo de dejar de ser la máxima autoridad militar de Cataluña, para ejercerla -con el mismo rango- en Galicia.

Asunto éste de su paso por la más madrugadora retaguardia de la guerra peninsular ibérica, que no mereció apenas atención. A pesar de su extraordinaria importancia, pues ayuda a entender los últimos meses de su estancia en Cataluña y la fase más crítica de una auténtica Revolución sin precedentes y de formidables consecuencias, caso de la acometida en Galicia bajo su mando.

Pese a ello, el interés demostrado por la historiografía gallega por este asunto y por la pasada de Lacy por el país fue mínimo. Un síntoma que guarda estrecha relación en mi concepto con la colonización que el potente nacionalismo catalán viene ejerciendo sobre las historiografías más diversas, y desde antiguo. Trataré de aclarar esto.

 

La mayoría de las referencias biográficas se refieren al descrédito de Lacy a finales de 1812, cuando –según estas fuentes- se produce (debido a ello) el desvío a Galicia de un militar caído en desgracia. Pondré un ejemplo, escogido entre los textos más recientes (¡e interesantes!) que he leído: “Lacy había llegado a Cataluña en junio de 1811 como un “general” (¿?) victorioso con ansias de poder político y se marchó el 31 de enero de 1813 como un político que había perdido sus dotes militares” (Jordi Roca Vernet, 2009, 374). Tal información e interpretación es insostenible.

Bien por el contrario, como veremos después, hubo traslado y reconocimiento. No fue un cese. Fue todo lo contrario.

 

Yo afirmo que ni siquiera fue popular ese traslado en Cataluña.

A pesar de la dureza de sus acciones, éstas no serían concebibles tan siquiera sin un potente apoyo de los comerciantes,  fabricantes y traficantes de muy diversas clases de productos que precisaba para llevarlas a cabo; sin colaboradores –de distinto sexo y del más diverso origen social- que le pasaron información y realizaron el necesario espionaje, dado que –bien de veces- le debían la vida. Será ésta popularidad, a la postre, una de las razones de la impopularidad de su ejecución en 1817. Cuando –al retornar al Principado a finales de 1816, a  petición propia- se puso de manifiesto el apoyo de que disfrutaba, sobre todo entre el artesanado de Cataluña.

Para entender lo que pasó no viene mal echar un nuevo vistazo hacia el Atlántico.,, Nuestro asunto.

 

Bien por el contrario de lo que estaba sucediendo en el Mediterráneo con la madrugadora ocupación napoleónica de Cataluña y la más tardía de Valencia (desde el 8-I-1812), los éxitos del Ejército atlántico de la triple alianza (hispano-británico-portugués, insisto) en la frontera de España y Portugal, iban a ser decisivos a partir del 19 de enero de 1812. El 11 de abril de ese mismo año, como reconocimiento de sus méritos en las tomas de Ciudad Rodrigo (9-I) y Badajoz (6-IV), la Regencia concedió al futuro duque de Wellignton –además de un título del Reino con Grandeza de España- una condecoración reglamentada en 1811, pero jamás concedida: la primera Gran Cruz de la Real y Militar Orden de San Fernando (11-IV-1812). Esto es: la futura Laureada. Máxima condecoración militar española. La segunda se le concedió a Luis Lacy y la tercera a quien había sido su lugarteniente y sucesor n Cataluña, el citado Francisco Copóns (noviembre, 1813). En su caso, la entrega se hizo coincidir con el definitivo nombramiento como máxima autoridad militar de Galicia; pero no en diciembre, ni en enero, ni en febrero… ¡En mayo de 1813!

 

Si los “investigadores” que emiten esas informaciones valorativas tan desinformadas hubieran leído El Sensato (Santiago de Compostela, 23-IV-1812), verían con qué contento se recibió un día antes en la ciudad del Apóstol la noticia de esa toma de Badajoz, que abría la comunicación del Ejército Atlántico de la triple alianza con Lisboa y Madrid.

El Cabildo catedralicio compostelano organizó actos y misas y jolgorio, para celebrarla. Pero la información ya contiene -al mismo tiempo- una dura condena de los que, habiendo perdido Valencia, Tarragona, Peñíscola, Ciudad Rodrigo y otras plazas y castillos, se dan al lujo de cuestionar la triple alianza de españoles y portugueses con los británicos del duque de Wellington, a quien colman de honores y bendiciones. Y con él  a los españoles Romana, Lacy, Castaños, Ballesteros, Morillo, Mina, Rovira, Sánchez o Tapia a quienes El Sensato considera “héroes de la patria”.

Según las informaciones seguras de que disponemos y contra lo que se afirma en innumerables fuentes, Lacy se mantuvo como máxima autoridad político-militar de Cataluña (Teniente general, General en Jefe del Primer Ejército y del Principado, jefe superior político interino del mismo) hasta el mes de marzo de 1813. Como muy pronto. El 13 de ese mes presidió un consejo de guerra y el 8 de abril aún no había salido del país… Por lo demás, a pesar del estancamiento, la situación militar y política de Cataluña había cambiado por completo. De ahí que los cuatro departamentos de la organización napoleónica de 1812 se redujeran a dos el 7 de marzo de 1813.

Lacy ya no hacía tanta falta allí y Wellington –ya explicaré por qué- quería contar con él en Galicia, precisamente…

 

¿Dónde puede estar el origen de un error tan grueso, reiterado  y tan mal interpretado?

Lo explica, sin duda, el vaivén de la propia guerra peninsular en los meses cruciales que precedieron a la desastrosa campaña napoleónica de Rusia, cuando el emperador se vea forzado a ir sacando de la vieja Iberia una parte importante de sus efectivos, variando por su raíz la perspectiva de la guerra peninsular ibérica.

Según leo en la magnífica Galiciana. Biblioteca Dixital de Galicia, la Gaceta Marcial y Política de Santiago de Compostela en el Año quinto de nuestra gloriosa revolución y primero de nuestra sabia Constitución (num. 94), el 21 de diciembre de 1812 ya circulaba por Coruña un rumor que daba por seguro el inmediato nombramiento de Luis Lacy como comandante del Reino de Galicia y comandante general de Reserva. Incluso las denominaciones parecen indicar que sonaban campanas lejanas, sin que se supiera bien de dónde procedían. Sin embargo ese rumor tenía fundamento.

 

Wellignton, como consecuencia de los éxitos militares aludidos del Ejército Atlántico, a los que hay que añadir la toma de Salamanca tras la batalla de Arapiles (22-VII-1812), se plantó en Madrid el 12 de agosto, forzando la primera fuga del rey José I. Un mes más tarde, era nombrado generalísimo de los Ejércitos aliados (y jefe superior del Ejército español  por lo mismo, 22-IX-1812). Como tal, no tardó en anunciar que era partidario de introducir una profunda reorganización para la que contaba –desde el principio- con la colaboración de Lacy. Pasa que la oscilación de la guerra  hizo que el generalísimo tuviera que abandonar Madrid en noviembre y posponer su proyecto sine die.

A finales de diciembre de 1812 –en su regia visita a Cádiz de Nochebuena– la Regencia asumió la reorganización, aunque tardaría lo suyo en ejecutarse. Según algunos historiadores británicos como Omam, Wellington era partidario de reducir de forma drástica el número de Ejércitos españoles convirtiéndolos en tales, porque –en su concepto- salvadas las excepciones de Andalucía y de Galicia, eran (en su componente regular) esqueléticos: un amasijo tenso y mal cosido de regulares y guerrilleros. Había que unificarlos, disciplinarlos y centralizar el mando. Justo la tarea que Lacy había logrado en todos los regimientos que tuvo bajo su mando.

 

La misma Gaceta compostelana el 9 de enero de 1813 confirmaba el rumor, dándolo ya como noticia, y ofreciendo más detalles de la profunda remodelación.

El primer Ejército (que era el que Lacy aún mandaba en Cataluña -al cumplir todas sus exigencias- permanecería tal cual, pero dirigido por sus colaboradores más cercanos: Francisco Copóns (malagueño, n. en 1764), sería el general en jefe, con Joaquín Ibáñez (catalán de Lérida, n. 1784, Barón de Eroles) y Francisco Miláns del Boch (catalán del Maresme, n. en 1769); el Segundo, compendiaba a los anteriores segundo y tercero, y lo mandaría el mariscal Elío; el Tercero, también permanecía tal cual, bajo el mando del duque del Parque; el Cuarto, formado por los anteriores quinto, sexto y séptimo, mandado por el capitán general Castaños, tendría por jefes más destacados a Santocildes, conde de Belveder, Espoz y Mina, Pedro Agustín Girón (jefe de Estado Mayor), y a un Pardo de Figueroa, pariente lejano de Lacy, señor de Pol. Se creaban además dos Ejércitos de Reserva en las áreas donde era más fácil hacerlo, debido a lo que ya he anotado. El de Andalucía lo iba a mandar el conde de La Bisbal. El de Galicia, el teniente general Luis Lacy como general en jefe, con el mariscal asturiano Antonio Peón Heredia Carrió y Velarde (asturiano de Villaviciosa, n. en 1766, entroncado con los Queipo de Llano de la casa de Toreno) en el alto mando. Incluso en la Hoja de Servicios de Luis Lacy se mantuvo, como si se hubiera llevado adelante la reforma, el mismo error. El nombramiento –según esta fuente- tendría lugar el 28-I-1813, pero no es cierto, como queda demostrado.

 

LA RETAGUARDIA ATLÁNTICA
(PORTUGAL Y EL EJÉRCITO DE RESERVA DE GALICIA)

Como iba a suceder en distintas situaciones históricas, hasta la guerra civil española de 1936-1939, el llamado Reino de Galicia se convirtió pronto en la primera retaguardia ibérica importante libre de ejércitos de ocupación y sin administración josefina. Debido a ello tuvo que ingeniárselas, y fue madrugador campo de experiencias de muy distinto orden e importancia, a partir del momento en que le fue posible abastecerse de lo que carecía y de comerciar con lo que le sobraba. Pudo hacerlo, sobre todo, per loca marítima, merced a la madrugadora alianza establecida con la Gran Bretaña (desde marzo de 1808), dueña prácticamente absoluta de los mares. Fue por esa vía marítima, merced a la triple alianza, cómo se intensificaron las relaciones con Huelva y Cádiz, la capital política de esa España, donde se reunían las Cortes y el Consejo de Regencia, sobre todo a partir del momento en que se rompió definitivamente el cerco (25-VIII-1812) y las relaciones se hicieron cada día más fluidas e intensas.

Ese tráfico se establecía también por tierra por la vía portuguesa, para lo cual tenía que estar despejada. En caso contrario, el aislamiento de la Galicia interior sería patético, pues la comunicación a través de Castilla era muchísimo más problemática. Así pues, aún sin ocupación exterior, la retaguardia atlántica era una pieza estratégica de primer orden en aquel tiempo de guerra internacional, si se lograba comunicarla –merced a la triple alianza– con la otra España fronteriza. Esto es: con las actuales provincias de Zamora, Salamanca, Cáceres y Badajoz. Donde estaban situadas villas y ciudades de señorío de distintos obispos, que aún formaban parte por entonces de la potente y extensísima archidiócesis compostelana.

 

A mayores de lo anterior, como la densidad de población del viejo país atlántico era de las más altas de la Península Ibérica, se esperaba de ella que fuera nutriente fundamental de los ejércitos de la triple alianza. No sólo de alimentos. También de hombres. Pasa que, contra lo que afirman los “románticos” autores de historias nacionales del más distinto nivel, en Galicia –como en Cataluña y en todas las latitudes- las levas resultaban poco patrióticas. Eran objeto de resistencia, recurriendo el paisanaje a las más ingeniosas estrategias para burlarlas.

Ya en 1810, pocos meses después de la liberación del País Gallego (junio, 1809), la Junta Superior de Galicia tuvo que nombrar un comisario delegado para proceder en Portugal, de acuerdo con el cónsul español en Oporto, a la recluta de emigrados gallegos y españoles allí refugiados, en estado legal de tomar las armas, incluyendo a prófugos y a cuantos orillaron su apoyo a “nuestra gloriosa revolución”. Así, aún con minúscula.

Antonio Meijide Pardo (1962) documentó esta entrañable historia de la pobreza de manera admirable. Aquí sólo hago un resumen de su utilísima investigación.

 

A la mayor brevedad debían ponerse en alistamiento esos fuxidos para que “marchen a socorrer a la patria ofendida, a defender a su cautivo monarca y su santa religión ultrajada”. Motivos grandilocuentes, propios de discursos oficiales, que no convencían siquiera a quien los pronunciaba, razón de que el comisionado, para ejercer con garantía su misión, se hiciera rodear de “la partida de tropa necesaria de la Legión del Ribero”.

El gobierno portugués –merced a la triple alianza– dio máximas facilidades. Ordenó a los corregidores de la provincia de Entre Duero y Miño que prestaran máxima colaboración. Evaristo Pérez de Castro –embajador especial de España en Lisboa, 1809-1810- puso enorme interés en ello, logrando implicar a la policía portuguesa. También su sucesor, Castillo y Carrioz, hizo lo mismo; pero los resultados fueron escasos y las razones sociológicas de peso.

Según el Gobernador de Oporto, los gallegos allí radicados eran tan pobres que no tenían domicilio fijo. “Criados de servir”, decía, no tienen casa propia. Unos son asalariados de particulares y otros se las ingenian, al no tener oficios ni ocupación segura. Dadas las circunstancias, el gobernador estableció una distinción por lo menos curiosa: los que estaban avecindados antes del simbólico 2 de mayo de 1808 de Madrid no podían ser siquiera molestados. Los que llegaron con posterioridad (esto es: cuando empezaron las pretendidas movilizaciones populares galaico-asturiano-leonesas de mayo y la rebelión militar y miliciana galaico-portuguesa del Norte de Portugal de junio) no podían ser contratados por nadie, si los lugareños contratantes no querían incurrir en el consiguiente castigo; pero los señores locales, que valoraban muy alto la tarea de los gallegos inmigrados (y –añado por mi cuenta– su bajo costo), opusieron señalada resistencia en todas partes, hasta el extremo de que el comisionado y sus hombres, que patrullaban para localizarlos, llegaron incluso a temer lo peor…

 

Todo esto acontecía en Oporto y en la región de Entre Duero y Miño, pero la emigración atlántica de los gallegos acaso fuera mayor en el entorno de Lisboa, donde aún se llamaba Aldea Galega lo que -desde 1930- es Montijo. Una circunstancia que también se daba en el Cádiz de las Cortes, donde ya abundaban los cadistas que Rosalía de Castro (que tenía allí una parte de su parentela) llamaría mucho más tarde cadiceños.

Asunto importante. No se puede olvidar que –a pesar de la guerra y de la Constitución de Cádiz- la sociedad seguía siendo señorial y estamental. La Revolución Liberal atlántica –en sentido estricto, con mayúsculas– no había comenzado más que en el papel y en las discusiones conceptuales de las Cortes gaditanas. Debido a ello, continuaban predominando en los señoríos fronterizos unas relaciones de parentesco e intereses mucho más profundas que las propiamente políticas, dominando toda suerte de instituciones locales, incluyendo Ejército y milicias. Y a mayores había esa presencia ancestral de la Iglesia compostelana

Veré de cerrar este asunto recurriendo a un texto al que ya me he referido.

 

En “Triunfo del general Gaham”, José María Blanco White (El  Español, Londres, 30-III-1811) introducía este razonamiento comparado, que no tiene desperdicio:

 

¿Por qué no se ha organizado un ejército en Galicia? Sólo puede responderse atribuyéndolo a la falta de autoridad o la división de las autoridades de aquella provincia. No hay remedio: las Cortes deben suprimir las Juntas Provinciales. Éstas son las que disipan o aplican sin tino los auxilios que ha dado Inglaterra; las que siembran la división en todo el reino e imposibilitan al gobierno supremo de hacer nada con orden ni sistema. Galicia equivale en Población a la mitad de Portugal. Este reino tiene sobre las armas a más de 90.000 hombres, 30 o 40.000 de los cuales son tropa reglada, bien disciplinada, que tiene confianza en sus oficiales, y con quienes se puede contar en un día de acción. Las armas y uniformes que Inglaterra ha dado a Galicia y Asturias son más, a proporción, que las que ha dado a Portugal. Éstas se aprovechan, como está a la vista, aquéllas se pierden en el momento que se entregan. Mandarlas allá es más bien formar depósitos para los franceses que dar auxilios a los españoles.

 

Blanco White parece creer (o quiere hacernos creer) que Gran Bretaña regalaba sus ayudas o que nada le iba en esa guerra. Olvidaba también que Galicia y el Norte de Portugal había sufrido la ocupación de distintos Ejércitos y el desastroso retorno británico que ya hemos comentado. Y tampoco estaba libre de ser atacada de nuevo, como sucedió en Asturias y en tantos otros puntos de la Iberia marítima, como Cataluña o Valencia, Andalucía o Portugal…

 

Pues bien: la cuestión de la “reorganización militar” de Galicia con vistas al reforzamiento del Ejército Atlántico tomó un giro inesperado  a comienzos de 1812, cuando empiezan a sucederse los grandes éxitos del Ejército Atlántico de la triple alianza, y cuando la retaguardia gallega se convierte –como quedó escrito- en estratégica; pero no sólo en el plano militar. También lo va a ser en el plano político e incluso en el constitucionalrevolucionario. Ese (y no otro) fue el motivo de la arribada a Galicia de tres pesos pesados de la historia política, militar y revolucionaria de la época: los generales Francisco Javier Castaños, duque de Bailén; Francisco Bernaldo de Quirós Mariño de Lobeira, marqués de Campo Sagrado, y Luis Lacy, duque de Ultonia. Esto es: el reo de muerte de 1817, por voluntad expresa del rey absoluto, Fernando VII, y del primero de los tres, lo que provocará el cese del segundo como ministro de la Guerra, al mostrarse éste decididamente opuesto a la ejecución de Lacy…

 

CONSTITUCIÓN Y REVOLUCIÓN EN PRIMERA FASE
(LA CONTRA  SEÑORIAL COMPOSTELANA)

El 9 de enero de 1812 el Ejército que mandaba el futuro duque de Wellington logró penetrar en la amurallada villa -salmantina y fronteriza- de Ciudad Rodrigo, convertida en fortín napoleónico. Apenas logrado ese triunfo, con la emoción que se puede suponer, el general británico la entregó para su gobierno al militar español de mayor rango en aquellos parajes: Francisco Javier Castaños. Esto es: a quien había sustituido al marqués de La Romana (jefe histórico del Ejército de la Izquierda, donde se mantenía un importante contingente gallego), muerto en Portugal de forma inesperada, en enero de 1811.

 

La versallesca historia protagonizada en aquel entonces por  ambos mandos militares tuvo un final más bien desconocido.

De común acuerdo y con las bendiciones de la Regencia, Castaños realizó -sin mayor demora- un triunfal viaje a Galicia. A través de Portugal, con recepciones oficiales programadas constantes, arcos de triunfo y vivas al vencedor de Bailén. Como si hubiera sido protagonista de aquella efeméride.

 

Se supo en marzo, que es cuando comenzó ese viaje triunfal en Ciudad Rodrigo, que Castaños era en realidad el nuevo capitán general de Galicia. Por tan normalísimo nombramiento, el vencedor de Bailén no pudo dirigir –en la parte que le hubiera correspondido- ni la conquista de Badajoz, ni la victoria de Arapiles, con la subsiguiente toma de Salamanca y la primera salida del rey José I de Madrid.

Desconcertada la prensa gallega por la calidez de los festines oficiales celebrados en su honor en Braga o en Oporto, comenzaron las conjeturas acerca del motivo central del nombramiento para su Capitanía de un mílite tan destacado, sacándolo de los frentes de guerra. Coincidieron en que la siempre aplazada reorganización militar de Galicia, como nutriente del ahora exitoso Ejército atlántico de la triple alianza, era la verdadera razón.

Nadie, por lo que yo he visto, sospechó siquiera lo que estaba a punto de suceder: que el llamado Reino de Galicia había dejado de existir como tal y que las siete provincias gallegas de toda la vida se fundían en una única provincia de la nueva España constitucional. Que, en definitiva, Castaños estaba llamado a ser el último de los virreyes, por así decir, del Antiguo Régimen y la encarnación de un nuevo estilo de alto mando militar, que tenía poco que ver con los que le precedieron.

 

El 30 de abril desembarcaba en la villa de Pontevedra, que volvió a convertirse -con su presencia- en capital militar, como lo era en 1800, cuando el futuro vencedor de Bailén residió en ella por primera vez.

Nada más llegar, no dijo palabra sobre la reorganización. Sí que hizo referencia al que iba a ser el acontecimiento político más destacado de lo que iba siglo y de los lustros venideros: la Constitución de Cádiz, La Pepa, promulgada un mes antes (19-III-1812).

 

La Constitución del imperio español, ese gran monumento del saber y energía de nuestros representantes en el Congreso nacional, que asegura nuestra libertad, y ha de ser el cimiento de nuestra gloria venidera… (Los resaltes en negrita son míos)

 

Dos días después, aprovechando el aniversario del Dos de mayo de Madrid, hizo la entrada más solemne que quepa imaginar en la catedral de Santiago, recibiendo todas las bendiciones del arzobispo, Rafael Múzquiz (navarro, n. en 1747).

 

Pues bien: sólo había pasado un mes de esa brillantísima recepción, cuando –el 5 de junio de 1812- el mismo prelado impidió la entrada en la capilla del Apóstol Santiago a la Junta Provincial de Galicia, que el propio Castaños presidía como capitán general.

Sin embargo, el arzobispo tuvo con él la deferencia personal de consentir su entrada (a título de caudillo militar, se entiende), lo que –unido a la trayectoria del general- no le hizo ningún favor, pues comenzaron las hablillas, al coincidir su claudicación ante el prelado con la opinión de los muchos críticos de un poli-mili de indudable prestigio, pero con fama –bien ganada- de pusilánime y templa gaitas.

¿Qué pudo pasar en el intermedio?

 

Una semana antes, el 29 de mayo, atracó en el viejo puerto pontevedrés un navío de guerra. Se llamaba Descubridor. Traía un armamento insólito: los primeros ejemplares impresos de la Constitución de Cádiz que llegaron a Galicia.

A partir del incidente de la catedral, la guerra política se convertía en Revolucionaria (con mayúscula) y la retaguardia gallega en campo de experimentación de una Revolución insólita. Su vanguardia.

 

Los tres ¡vivas! con los que Castaños entró en el país (a la Nación, al rey Fernando y a la Constitución), si no desaparecieron, se fueron apagando. Tampoco se volvió a hablar de la reorganización del Ejército hasta el final de su mandato, cuando le dio una orientación desconcertante (28-XI-1812): como si quisiera volver al modelo señorial de las milicias reformadas a partir de 1734. Esto es: un servicio militar discontinuo del paisanaje, con ejercicios de armas realizados en los lugares de procedencia de los soldados, para salvaguardar su trabajo y la economía de su entorno, bajo el mando de oficiales retirados, para abaratar los gastos. Y un proceso de selección posterior que escogería entre los mejores a los integrantes del Ejército regular.

La tal reforma no pasó del papel donde se informó de ella, porque lo que acuciaba era el enfrentamiento descarnado entre lo que decía la Constitución y la realidad señorial circundante, con la puesta en cuestión de los mayorazgos, los señoríos jurisdiccionales y la enemiga de la jerarquía eclesiástica compostelana, encabezada por el arzobispo y el obispo de Orense, afectada de lleno por una Revolución en toda regla. Con un punto de enfrentamiento social, institucional y simbólico ineludible: la Inquisición.

 

“DESPUÉS DE DIOS, LA CASA DE QUIRÓS”
(“NO SEAS NEUTRAL: O SERVIL O LIBERAL”)

Se estaba asistiendo ¡en Galicia! a la primera fase de un drástico cambio de modelo de Estado y a un descarnado conflicto político y revolucionario sin precedentes, en medio de una guerra (civil e internacional), planteado –con toda su crudeza- en la retaguardia ibérica del Finisterre atlántico. ¡¡¡Lo nunca visto!!!

Castaños –dadas las circunstancias- no tardó en preferir el  frente a la conflictiva retaguardia, dejando el Gobierno de la misma en manos de un aristócrata militar de evidente ringo rango, social e intelectual: el marqués de Campo Sagrado. A él le tocó el marrón de gobernar una provincia donde la Revolución se disponía a dar los primeros pasos, sacando adelante las  instituciones (locales) básicas. Todo sin precedente, insisto: Elecciones, Ayuntamientos constitucionales, Diputación provincial única, nueva estructura del Poder judicial,… y sustitución del Santo Oficio por unos misteriosos Tribunales de la Fe

 

Francisco José Bernaldo de Quirós, Alás, Carreño y Huergo, Mariño de Lobeira, Pardo y Figueroa, dueño y pariente mayor de la casa solariega de Quirós en el Principado de Asturias, regidor, alguacil mayor de la Ciudad de Oviedo y del Tribunal de la Santa Cruzada de ella, socio honorario de la Real Sociedad de Asturias, marqués de Campo Sagrado, vizconde de las Quintanas, tenía a la sazón 49 años. Era asturiano por parte de padre y pontevedrés por su madre: una de las dos sirenitas de nuestra Atlantica Memoria narrativa, nacidas en la linajuda e inmensa casa principal de los Mariño de Lobeira, tal como he contado en LACUEVA DE ZARATUSTRA. Dos damas que dieron ocasión otras tantas grandes bodas de la Pontevedra aristocrática y militar.

 

 

El primer jefe político de la naciente provincia constitucional de Galicia, antecedente de lo que serían después los 49 gobernadores civiles de las Baratarias provinciales de los años treinta, comandante general interino y jefe supremo de las fuerzas armadas, dada la lejanía del capitán general efectivo, nació segundón en el bello palacio familiar de Oviedo, el 26 de abril de 1763, pero heredó el mayorazgo de los Quirós y el marquesado de Campo Sagrado por cesión de su hermano menor, en 1792. Casó dos veces, con otras tantas hermanas, sus primas carnales, Escolástica y Jacoba Valdés Inclán, pero no tuvieron descendencia…

También era primo carnal de otro de nuestros grandes personajes de la Atlántica Memoria narrativa y de LA CUEVA DE ZARATUSTRA: el general Ramón Patiño Mariño de Lobeira (n. en Zaragoza, 1753), marqués del Castelar, que había sido en su día el carcelero de Manuel Godoy, tras los sucesos de Aranjuez (marzo de 1808). Tío igualmente de José María Queipo de Llano (n. en Oviedo, 1786), conde de Toreno, representante de Asturias en las Cortes de Cádiz y constitucionalista de vanguardia. Por ende, tío al mismo tiempo de su hermana Josefa, la esposa de Juan Díaz Porlier.

Tal como se observa, una compleja y hasta contradictoria red familiar, sociológica y hasta ideológica que nos recuerda todo lo que les he venido contando de la complejidad de los Lacy, también enlazados de forma más colateral con estas parentelas atlánticas, asturianas y gallegas. No es raro, pues, que Luis Lacy y el marqués –que vivieron el mismo trance, sucediéndose uno al otro- se demostraran enorme respeto.

 

En sus comienzos, Campo Sagrado fue uno de los militares ascendidos a los máximos grados del Ejército por la dadivosa Junta Superior del Principado de Asturias, reconociendo así su inequívoco posicionamiento en la madrugadora insurgencia anti-napoleónica y en su primer Ejército.

Lo representó después con dignidad en la Junta Suprema Central de España hasta el cese de ésta en sus funciones, sustituida por la primera Regencia. A pesar de ser veinte años más joven, era paisano e íntimo amigo de Gaspar Melchor de Jovellanos (n. en Gijón, 1744), su compañero en la citada Junta. Hasta el extremo de que los dos desembarcaron juntos en la gallega villa-puerto de Muros en el retorno a sus pagos de aquella desventura (1810).

 

Pues bien: A pesar de vivir un tiempo histórico tan duro, cambiante y rigurosamente revolucionario, el marqués dejó muy buen recuerdo de su paso por las instituciones asturianas, gallegas y catalanas, donde hizo de ángel de la guardia de los negros en su agrio enfrentamiento (que pronto será a muerte) con los serviles. Constitucionales liberales y absolutistas atrapados por la sutil disputa –filosófica- de la soberanía nacional de los pueblos o de la real soberanía de los monarcas por la gracia de Dios. Y todo metido en el seno de las familias principales, destinadas a llevar adelante la acción de Gobierno, tanto en la Revolución Liberal como en la Contra absolutista.

En el caso del marqués de Campo Sagrado, sin embargo, siendo socialmente lo que tenía que ser por su origen, debido a la complejidad de su propia red de parentescos, no se comportó nunca como un ser-vil contra-revolucionario. Supo conciliar su conservadurismo personal con las imparables novedades que presentaba una revolución conceptual e internacional de enorme calado histórico, ya en su primer envite.

 

Como era de esperar, su mandato resultó sobresaltado desde el primer momento (6-VIII-1812). Comienza recibiendo (con pena, sin duda) la durísima reacción de las Cortes de Cádiz ante las sucesivas negativas de Pedro Quevedo, obispo de Orense, a jurar la Constitución, acusándolo de lo que no era cierto: que fuera indigno de ser español por discrepar de algunos puntos de la que unos llamaron “sabia” y hasta “sagrada” o “santa”, mientras los otros la calificaron de “vil experimento de laboratorio”.

Sobre todo, el enfrentamiento llegará al destierro de buena parte de la jerarquía eclesiástica compostelana y orensana cuando las Cortes y la Regencia se hicieron firmes en la decisión hacerla incompatible con la  Inquisición, sustituida por unos –no menos inquietantes- Tribunales de la Fe. Decisión que curas o frailes  (fueran absolutistas o liberales, que de todo hubo) debían proclamar incluso en sus templos parroquiales, basílicas o catedrales. Fue así, en aquel entonces, cuando –con tales destierros- Portugal comenzó a convertirse en tierra de asilo de todas las Españas fronterizas en conflicto. Asunto, por cierto, capital, con vistas al futuro de la Revolución Liberal Ibérica en posteriores fases…

 

Con el marqués de Campo Sagrado en la cúspide del poder político y militar de Galicia comienza el complejo descuaje del inmenso poderío señorial y estamental, empezando por la implantación de un insólito sistema electoral, para el que no había censo, ni cosa parecida.

Era la magna contradicción de todas las revoluciones, con mayúscula o minúscula: el tiempo de un Despotismo descarnado que se ejercía en nombre de la Libertad para derrotar al despotismo vigente en el que se llamaría después el Antiguo Régimen, monárquico, católico y señorial.

 

Sólo llevaba un mes y medio de mandato cuando consintió la salida –desde el primer número- del emblema informativo y propagandístico de la Revolución en marcha: El Ciudadano por la Constitución (desde el  16-IX-1812), órgano de los que se llamaron en Coruña los novadores de Cádiz. Memorable periódico coruñés que nos dejó la memoria de lo que estaba sucediendo, desde su ángulo revolucionario, en la retaguardia atlántica.

Tuvo también el acierto de contar entre sus colaboradores más apreciados y allegados de aquella etapa de su vida, apoyándolo además en su progresión española posterior, a quien estaba llamado a ser –mucho más tarde y según el parecer de los carlistas españoles (y de sus primos, los miguelistas lusos)- uno de los artífices más destacados de la conversión en legal de una Revolución -como la Liberal– tantas veces echada a la hoguera de los inquisidores más diversos. Me refiero al arosano Luis López Ballesteros (1782-1853).

 

Pues bien: quien era la máxima autoridad militar de Galicia fue suspendido en su empleo y cesado (22-III-1813) por una denuncia alzada a la Regencia por un modesto Ayuntamiento constitucional gallego recién nacido, bajo su jefatura. Otro síntoma de los nuevos tiempos, y una de las razones por las que el rey, Fernando VII, apenas convertido en Absoluto, nombró a Campo Sagrado capitán general de Cataluña primero y ministro del Ejército más tarde… Cargo éste en el que fue cesado por el vengativo monarca al negarse a firmar la sentencia de muerte de Luis Lacy. La que firmó y ejecutó el general Castaños, siguiendo paso a paso la estrategia de la camarilla regia.

Uno que siendo español no cobra del presupuesto escribió de él en Los ministros de España, 1800-1869 esta especie de epitafio:

 

Bravo militar, hombre de talento y de estimables prendas… Ajeno a las intrigas, su mayor mérito consiste en haberse sostenido sin haber claudicado”.

 

 

DESPOTISMO Y REVOLUCIÓN JACOBINA
 (DEL REGENTE PEDRO AGAR A LUIS LACY)

En el primer aniversario de la Constitución (19-III-1813), tras la elección de sus integrantes celebrada en enero, se constituyó en Santiago de Compostela la primera Diputación Provincial única de Galicia. Una institución –recordará el lector- que Luis Lacy había instituido en Cataluña por las bravas, sin convocatoria electoral, en noviembre de 1812, presidiéndola y provocando el duro enfrentamiento sin fin con la caduca y pre constitucional Junta Superior de aquel Principado.

En el intermedio, como consecuencia de los enfrentamientos de las máximas jerarquías eclesiásticas gaditanas con las Cortes por la incompatibilidad del Santo Oficio con la “sabia” y “sagrada” Constitución, la tercera Regencia fue sustituida por la cuarta (8-III-1813), y Pedro Agar (aquel americano de Santa Fe de Bogotá, marino en tierra, profesor de Matemáticas de la Escuela de Guardiamarinas que recordará el lector) va a ir cobrando en ella protagonismo aún más creciente que en la segunda, cuando Lacy fue nombrado capitán general interino del Principado catalán.

 

 

Sobre todo, la influencia de Pedro Agar será notoria en la cuarta Regencia con relación a Galicia, donde residía su familia desde 1788, y con la que mantenía intensa relación, dada la sólida implantación de todos ellos en el eje Coruña-Ferrol-Muxía. Eje al que, por otra parte, fueron llegando a partir de 1810 una larga serie de novadores de Cádiz, nacidos en los más diversos lugares de España, en parte enviados por la propia Regencia. El ambiente que he sugerido en mi edición de Los Vega. Memorias íntimas de Juana de Vega. Una niña coruñesa, nacida en 1805, que vivía a pocos pasos de la casa coruñesa de los Agar y en apretada relación con ellos. Hija de Juan Antonio Vega (n. en Mondoñedo, 1763), amigo personal de Pedro Agar y uno de los primeros diputados provinciales electos. También con negocios americanos e importante fábrica de salazón en Camariñas.

De Pedro, su familia y sus amigos políticos coruñeses, procedieron –parece evidente- varias decisiones de especial alcance para esta historia: el cese del marqués de Campo Sagrado por la denuncia aludida (22-III-1813); el sintomático traslado de Compostela a Coruña de la sede de la Diputación Provincial única de Galicia (13-V-1813), dada la alta conflictividad eclesiástica y señorial, pareja de la gaditana, y la convocatoria de Luis Lacy para que asistiera en Cádiz a un Consejo de Regencia en el que se le hizo entrega de la gran cruz de la Orden de San Fernando (25 de mayo, 1813). Una condecoración que sólo había obtenido hasta entonces el futuro duque de Wellington.

Lacy, pues, se convertía en el primer militar español que lució tan alta distinción. Lo que tendrá serias consecuencias, por las tensiones y miserias propias del escalafón de los cuerpos de funcionarios

De esa especie de consejo de ministros, celebrado en mayo de 1813, salieron dos nombramientos: el tan anunciado (y rezagado) de Lacy como máximo mando militar en Galicia, con dedicación específica al Ejército de Reserva que debía mantener las defensas del país y nutrir al mismo tiempo al victorioso Ejército Atlántico de la triple alianza, y el del nuevo jefe político de la provincia gallega, Damián José Lasanta (o La Santa, murciano de Yecla, n. en 1769).

Un mes más tarde, 20 de junio de 1813, el general tomaba posesión de su alto cargo en el palacio de Capitanía, la nueva sede de la Diputación. En Coruña. Reconvertida por los Agar y Cía. en la capital político-militar de la nueva Galicia constitucional.

 

 

CON ÉL LLEGÓ EL ESCÁNDALO
(LAS NUEVAS DAMAS LIBERALES Y LA REVOLUCIÓN PENITENCIARIA)

Lo que más llamó la atención a la llegada de aquel legendario militar de 40 años, por el contraste que suponía con relación a otros altos mandos, no fue su juventud ni su gallardía. Sorprendió que un tipo de su porte, grado y prestigio personal viajara sin familia y con un único ayudante. También llamó la atención de los que serían pronto sus más decididos partidarios, civiles y militares, su llaneza y sencillez. Un rasgo que –si recuerdan-, teniéndolo por fingido, también destacó Pedro Agustín Girón, futuro marqués de las Amarillas, el sobrino e histórico ayudante del general Castaños, en sus Recuerdos.

En cualquier caso, las denominaciones de su alto cargo son confusas. Se supo -desde el principio- que era el máximo mando militar de Galicia, pero los mismos tratamientos nos advierten de lo que ya les dije: que los nuevos capitanes generales tenían poco que ver con los anteriores a la Constitución de Cádiz. Habían perdido mucho poder institucional, sobre todo en el plano judicial, aunque mantuvieran toda la responsabilidad en lo que refiere al orden público. No fue el caso de Lacy, como iremos viendo…

 

 

El 16 de julio, en una de sus más madrugadoras manifestaciones públicas, reconoce lo que también sabemos: que los alistamientos para el Ejército de reserva iban muy retrasados. Sin embargo, un mes más tarde, sorprende a propios y extraños al saberse que estaba montando en Compostela una escuela de cadetes y que buscaba para ella un emplazamiento de prestigio, pensando incluso en la Universidad, dado el bajo número de estudiantes que concurrían a ella por entonces.

Dada la tensión acumulada, parecía un pacificador; pero -poco más tarde- echaba más leña al fuego de la descarnada discordia absolutista y clerical compostelana, al pensar en el céntrico edificio que había sido la sede histórica de la Santa Inquisición (cuyos planos de reforma, por cierto, donará a las Cortes su viuda en 1820, cuando comience ésta la fase liberal y propagandística del difunto, paseando un hijo misterioso de su matrimonio con Lacy que toda la familia y allegados de Luis Lacy desconocían y se negaron a reconocer)…

 

Dadas las reducidas dimensiones de las ciudades españolas a comienzos del siglo XIX, se comprenderá fácilmente que una de las primeras notas que sus enemigos históricos difundieron del nuevo capitán general fue el de sus escandalosas relaciones con las damas, tras hacerse pública en Cataluña la primera denuncia de la aludida esposa legal, Emilia Duguermeur (1812), acusándolo de poligamia.

Como sería inútil ocultar esta historia, Lacy la asumió plenamente en Coruña y en Galicia. Es más: con él comienza a comparecer en sus convocatorias públicas un nuevo modelo de mujer católica y liberal, cada vez más despegada de los púlpitos y los confesonarios. Lectora incluso de El Ciudadano de la Constitución. Una publicación que era considerada herética por los curas absolutistas, que negaban la absolución a sus lectores y lectoras.

Casadas, madres o hijas de los primeros liberales atlánticos, estas damas no tardaron en comulgar con el espíritu decididamente cristiano de aquel católico irlandés, tildado por sus numerosos enemigos de escandaloso, libertino, demócrata y demoníaco, que las sacaba del recato tradicional, invitándolas a dar realce con sus manualidades a toda suerte de convocatorias patrióticas, sociales y constitucionales, hasta convertirlas en encarnación simbólica de La Pepa. Anticipo de La Niña de años posteriores… Símbolo –incluso gráfico- de la Revolución Liberal y Constitucional en marcha.

No deja de resultar chocante y significativo que uno de los cargos más característicos que se hicieron a los liberales coruñeses, tras la dura persecución iniciada en 1814, fuera la mención a un madrugador cuadro alegórico que se podía contemplar en el Consulado coruñés en los tiempos de Lacy (donde se impartían clases de dibujo) en el que se representaba la imaginaria jura de la Constitución por parte del rey Fernando, siendo representada la nación por una matrona.

 

Sinforiano López, activo colaborador de Lacy desde su llegada a Galicia, madrileño, n. en 1780, director de monturas de los Ejércitos nacionales (la nueva denominación constitucional de los Reales Ejércitos), Defensor de la Patria, condecorado por el rey Jorge III de la Gran  Bretaña, muy célebre por su facilidad para organizar “zambras patrióticas” concurridas y teatrales, con apariencia de motines populares, pero poeta horrendo, se apuntó desde el primer momento a esta política del capitán general, firmando y costeando un ejemplo más de pésima literatura revolucionaria grandilocuente, cuya difusión anunciaba y recomendaba el periódico antes citado (5-IX-1813).

Consultado el ejemplar de la Biblioteca Nacional de España advierto que -desde el curioso título- se glorifica a las damas gallegas al asimilarlas a las guerreras madrileñas del Dos de Mayo de 1808: Sencillo y justo elogio que a las hijas de Galicia tributa como testigo de sus memorables acciones don Sinforiano Lopez Alia, teniente capitán de las milicias urbanas de esta plaza, y director de monturas de los exércitos Nacionales quien le dedica á las hijas de Madrid su patria. Siendo capitan general de este reyno y exército de Galicia el Excmo. Sr. D. Luis Lacy (Coruña. Oficina de D. Francisco Cándico Perez Prieto, 1813)

 

La primera decisión del Lacy coruñés que tuvo repercusión en la prensa española, tampoco se hizo esperar. Tenía que ver, de manera indirecta, con los mencionados alistamientos; pero también con la Justicia, la Iglesia y el Orden Público.

Anticipándose a lo que harán Juana de Vega y Concepción Arenal (1820-1893) muchos años más tarde, Lacy consigue un permiso del auditor de guerra, el abogado asturiano Manuel Santurio García-Sala (n. en Gijón, 1763, que estaba llamado a ser otro de sus colaboradores más activos), para visitar las cárceles.

Las informaciones que a propósito de esas visitas llegaron a nosotros producen escalofrío. Justo lo que querían hacer público.

 

En El Ciudadano por la Constitución (2-X-1813) también se puede leer otra información de alcance firmada por el mismo Sinforiano.

Relata la visita carcelaria del 29 de septiembre de 1813 en la que el general no pudo contener las lágrimas al escuchar el relato de un criado que llevaba cinco años preso por la inquina de un fiscal que lo sometió a una causa sin pruebas. Lacy le promete que provocaría la revisión de su caso y el comentarista se pone ditirámbico al calificarlo de “impertérrito y benemérito general”.

El Diario de Sevilla del 19 de noviembre del mismo año amplía estas noticias de Coruña. Sabemos por su información que Lacy se hace acompañar en sus visitas no sólo del citado Santurio,  auditor de guerra. También lo acompañan otros jefes militares de máximo rango, a los que busca –sin duda- implicar en la necesaria reforma constitucional de la Justicia y en la política penitenciaria. Otro ámbito acerado por la implicación de la Iglesia católica y la Inquisición en esa política desde antiguo.

 

Los presos, por el contrario de lo que hasta entonces venía sucediendo, se presentan ante las inspecciones militares sin grilletes y relatan historias alucinantes.

Se denuncia, pues, que -bien por el contrario- en las anteriores visitas realizadas por los responsables de la Audiencia y de la propia Iglesia, comparecían con grilletes y que en “uno de los calabozos se encontraron las argollas para el tormento, subsistiendo aún el potro, recuerdo atroz y vergonzoso” de los peores modos inquisitoriales y coloniales.

 

Marcando un contraste con lo que Lacy quiere escuchar de su provincia gallega, el periódico sevillano habla de Castilla, donde reina el desorden, el bandolerismo y la inseguridad. Lo mismo que sucede en la frontera portuguesa. Otro de los puntos de máxima atención del nuevo capitán general desde el primer momento, como jefe superior del orden público, y por ser también el lugar de refugio del alto clero absolutista compostelano y orensano allí radicado. Al que se supone interesado en mantener ese desorden.

Esta lucha contra la criminalidad de una frontera aún sin delimitar también tuvo potente repercusión exterior. Lacy aprovechó esta vez la cualidad eclesiástica de una de sus víctimas.

El Ciudadano por la Constitución (3-XI-1813) inserta amplia información sobre el asesinato de un fraile carmelita (Luis Rodríguez) en una iglesia de Creciente. Fueron los asesinos un grupo o partida de ocho a diez hombres armados portugueses a los que el difunto había hecho frente en una ocasión anterior, cuando se presentaron en la misma parroquia. Tratando de poner freno a la violencia gratuita de la frontera, pacificando las trifulcas de los rayanos, Lacy llegó a entrar en contacto con el embajador de España en Lisboa (el atlántico santanderino Ignacio de la Pezuela, n. en 1764), para esclarecer el asunto y castigar a los culpables de manera ejemplar. Ésta fue la coletilla del periódico

“Así como los malos jefes, magistrados o jueces son un azote para la tranquilidad de los ciudadanos, los buenos y celosos del honor de la nación y del suyo propio, son el apoyo de la seguridad, tranquilidad y felicidad de los ciudadanos. Envíe el gobierno hombres como Lacy y Santurio a todas las provincias y desaparecerán para siempre de entre nosotros los males que por desgracia lloramos”

 

DE LAS PALABRAS Y LOS HECHOS
(LIBERALES, SERVILES Y MASONES)

Ya les he contado, en el episodio relativo a Díaz Porlier, el formidable éxito que tuvo la españolísima palabra liberal al pasar del antañón adjetivo cervantino (El amante liberal) al sustantivo que denominó una Revolución internacional y un Régimen  en el que aún vivimos en nuestros días. Éxito reconocido hoy por la más prestigiosa historiografía planetaria, también en el caso del españolísimo término (y práctica) del pronunciamiento.

Dando idea de cómo se estaba siguiendo la atlántica experiencia revolucionaria española en otras latitudes atlánticas, tiene interés llevar de cuenta una confusa información que leo en la Galiciana Dixital a propósito de otra conversión similar: la del uso histórico del significado aún hoy habitual del adjetivo servil tras su conversión en el sustantivo más intencionado y hasta faltón (ser-vil), aplicado por los primeros liberales españoles a todo género de absolutistas y realistas, confrontándose así en la realidad dos despotismos en abierta guerra civil, pero sin pasar (como se dice, y por el momento) “de las palabras a los hechos”.

De ser cierto lo que leo en el Correo de la Comisión Provincial de Santiago del 26 de enero de 1812, el españolísimo epíteto despectivo servil también se habría puesto de moda en Francia por entonces, antes incluso de ser aprobada La Pepa (19-III-1812), expandiéndose con posterioridad por otros países europeos y americanos, según sabemos por otras fuentes. En esa información iniciática, sin embargo, se trataba de contradecirlo, porque para su redactor, el mejor de los regímenes era aquel en que regía el despotismo real y señorial vigente en la mayoría de las Cortes europeas. Y el peor de todos, el sistema de gobernación británico. En sus propias palabras: “lo que se llama constitución Inglesa es una anarquía sistemática”.

 

Parece seguro, por lo que acerca del nuevo uso sustantivo del adjetivo servil hemos investigado, que apareció por primera vez en la fase gaditana del Semanario Patriótico (29-VIII-1811) que dirigía Manuel José Quintana (1772-1857), poeta y escritor que tiene la misma edad de Lacy, como el mayor número de redactores de esa excelente publicación de los primeros liberales españoles.

En lo que hace a la retaguardia gallega el primer uso intencionado del sustantivo servil se retrasa de manera considerable con relación a Cádiz. Según mi cotejo de la misma fuente digital, comparece por primera vez de forma clara y distinta en El Ciudadano por la Constitución del 10 de febrero de 1813.  Cuando el marqués de Campo Sagrado era la máxima autoridad civil y militar de Galicia; pero ya en vísperas de ser cesado por la Regencia. Se generaliza más tarde, siendo de uso corriente en los once meses de estancia gallega de Luis Lacy. Cuando, como iremos viendo, se acelera –y de qué manera- el proceso revolucionario.

 

Realizada otra investigación filológica similar con relación a los términos masón, francmasón y masonería tiene interés advertir la absoluta rareza de su uso antes de la entrada en acción de los primeros liberales españoles, también –como en el caso de la palabra servil– con casi exclusiva presencia atlántica en los casos más madrugadores. En la excelente Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España comparece con gran frecuencia francmasón en el Sol de Cádiz a partir del 17 de octubre de 1812. Con anterioridad la voz masonería lo hace en El Censor General gaditano el 10 de marzo de 1812. El Diario de Madrid se refiere a la masonería española el 23 de septiembre del mismo año.

En Galicia comparece, como en el caso de servil, con cierto retraso. En Los Guerrilleros de la Religión, la Patria y el Rey de Coruña los días 9 y 15 de marzo de 1813 se repite la palabra masonería; pero las dos referencias aún son excepcionales.

Bien por el contrario, con Lacy recién llegado como máxima autoridad militar, las alusiones se hacen constantes. En definitiva, los usos de servil y masón son consecuencia de la Revolución en marcha. El primero, desde los tiempos del marqués de Campo Sagrado; el segundo, de la etapa Lacy. Cuando éste descara su condición de político-militar constitucionalista, paseándola de manera abierta por su territorio y, sobre todo, metiéndola en los cuarteles, animando en ellos a la lectura de El Ciudadano por la Constitución.

Veamos más detalles de esta última cata, antes de sacar alguna conclusión de alcance histórico.

 

El Sensato compostelano ya se pregunta ¿en qué consiste la Masonería? el 24 de junio de 1813, cuatro días después de la toma de posesión de Luis Lacy en el Palacio de Capitanía de Coruña, sede de la Diputación Provincial que el mismo preside  como político-militar. El periódico, poco más tarde (1-VII), trata de filosofastros y francmasones.

La curiosidad por el novísimo movimiento masónico va en aumento desde entonces  hasta el extremo que Pablo de Jérica (joven vitoriano, n. en 1781, que llegó a Coruña desde Cádiz el 17 de febrero de 1813, convirtiéndose en excelente rimador satírico de El Ciudadano por la Constitución), autor de la comedia Los Serviles o el nuevo periódico  (representada en Cádiz, por lo que parece, en 1811), escribió el 24 de julio de 1813 en el revolucionario periódico coruñés una larga “Letrilla” con las Reglas para conocer a tanto pícaro francmasón como anda por ahí. No tiene desperdicio, por su intencionalidad y por su gracia, de principio a fin:

Si me presta su atención
Todo ser-vil coruñés
Le revelaré quién es
En España francmasón
El que escribe algún papel
Trasladándonos en él
Cuanto dicta la razón
Ese huele a francmasón.
El que suele en su bolsillo
Llevar siempre aquel librillo
De la gran Constitución,
Ese huele a francmasón.
El que pide diariamente
Que a Chacón y fray Vicente
Se les ponga en reclusión
Ese huele a francmasón.
El que quiere que su rey
Esté sujeto a la ley
Y al poder de la nación,
Ese huele a francmasón.
El que aplaude el fausto día
En que su soberanía
Declaró nuestra nación,
Ese huele a francmasón.
El que siendo fraile o cura
Es liberal y procura
Del pueblo la ilustración
Ese huele a francmasón.
Si a la luz de un mal candil
Trabaja puesto un mandil
Un liberal remendón
Ese huele a francmasón.

Las datas anotadas y la creciente intensidad nos obligan a reforzar la sospecha, esbozada en su momento, de que ese magno interés despertado de pronto en Galicia por el asunto, tiene que ver con la arribada personal de Luis Lacy, confirmando lo que allí suponíamos: su contacto con las logias francmasonas en su paso por el Ejército francés, desde su estancia de 1803 en espacios tan sensibles a las logias como la Bretaña francesa, cuando él formaba parte de la Legión irlandesa napoleónica. Tal como hemos aprendido –a propósito de los primeros francmasones españoles- en los excelentes estudios que llevan la firma de nuestro querido amigo Alberto Valín.

Que fuera el propio Lacy –en su papel de revolucionario jacobino– impulsor del naciente movimiento masónico coruñés, dándole desde el principio orientación política y revolucionaria liberal, es hipótesis de trabajo muy atractiva, dadas las contundentes explicaciones del propio Alberto sobre la línea de continuidad revolucionaria existente entre la primera logia propiamente gallega (la coruñesa Logia Constitucional de la Reunión Española, regularizada al modo francés el 12 de mayo de 1814, pocos días antes de su salida de Galicia, pero activa acaso desde su llegada), y su continuación (Los Amigos del Orden, exclusivamente militar y clandestina) de años posteriores. Con esta particularidad que Valín ha resaltado de la primera en su libro Masonería y Revolución. Del mito literario a la realidad histórica, al reforzar –para un mejor entendimiento- su nombre originario con un ista sin uso en el español de aquel entonces (Logia Constitucionalista de la Reunión Española):

Primer y único caso conocido en toda la historia universal de la masonería, en el que una logia olvida ostentosamente una de las principales obligaciones de las célebres Constitutions de Anderson que, taxativamente, prohíben cualquier tipo de influencia política en la masonería. Tengo que subrayar que ni las rageusement republicanas logias jacobinas se habían atrevido a tanto.

Con una composición sociológica digna de resaltar, por distintiva de las ciudades atlánticas, máxime en aquel momento.

Integrada mayormente por militares y burgueses de distinta procedencia, llama la atención que –estando radicada en Coruña- sea más ferrolana (4) que propiamente coruñesa (2), teniendo peso relativo destacado en lo que hace al origen español de sus integrantes, la presencia de 3 andaluces; pero sin duda lo que más llama la atención es que en el conjunto de integrantes (29 miembros) sean españoles sólo 17, y que de los 12 procedentes del exterior el 12 de marzo de 1814 sean de procedencia francesa la mitad. ¡¡¡Con la que había caído…!!!

Ya con Lacy alejado de Coruña para nunca más volver, pero en línea de continuidad con la Logia Constitucionalista y -con la misma corrección didáctica- Los Amigos del Orden (Constitucional), su  autor nos recuerda que los integrantes de ésta segunda logia (compuesta por oficiales de Artillería, clandestina y coruñesa) son protagonistas nada secundarios en el decisivo pronunciamiento coruñés de enero de 1820, cuando ya languidecía el movimiento iniciado en las Cabezas de San Juan  (Sevilla) por los atlánticos Rafael del Riego (asturiano, n. en 1784) y Antonio Quiroga Hermida (cuasi coruñés, n. en Betanzos en el mismo año, sobre el que volveremos). En parte, tras las escapadas forzosas de 1823-1824, algunos de estos masones coruñeses reaparecen en las acciones de Espoz y Mina (1781-1836) en la frontera francesa, ya en los años 30. Cuando la Revolución Liberal atlántica comienza a vivir su tercera y decisiva fase.

 

Reconociendo esa línea de continuidad, los revolucionarios coruñeses –tras el triunfo del pronunciamiento de 1820- lo primero que hicieron fue nombrar a Pedro Agar presidente de la naciente Junta Suprema de Galicia (21-22-I-1820), ritualizando tanto la ida en su búsqueda como el retorno procesional a su casa y a la ciudad del antiguo regente, que permanecía desterrado y vigilado en Compostela y Betanzos desde 1815. Poco más tarde, consolidado el proceso revolucionario en su segunda fase, Agar se convierte en jefe político superior, capitán general de Galicia y presidente de la Diputación, los cargos que Lacy ostentó hasta su cese.

Al no poder hacer lo mismo con éste (ni con Díaz Porlier), que ya no eran de este mundo desde 1815 y 1817, respectivamente, los honraron de mil maneras, llevando su nombres a los callejeros de villas y ciudades, empezando por los dos cantones del airoso ensanche urbano coruñés. En el arranque de una mitificación española de los tres que se mantiene a todo lo largo de aquel trienio liberal (1820-1823). La segunda fase –también fallida- de la Revolución en marcha, objeto de máxima atención ibérica e internacional.

 

En mi concepto, aún hay otros argumentos colaterales que refuerzan la hipótesis que venimos apuntalando.

Jérica (que también fue secretario de la despótica Junta de Censura y Protección de la Libertad de Imprenta) ya plantea un fleco del asunto en este momento de su “Letrilla”. Cuando escribe:

El que siendo buen cristiano,
Socorre a su pobre hermano
Con piadoso corazón
Ese huele a francmasón.

El Lacy precedente de Juana de Vega y Concepción Arenal como visitador de las cárceles, iniciaba así la confrontación entre la caridad cristiana (una pieza clave del arraigo popular de la Iglesia católica e inquisitorial, entonces en cuestión) y el que hemos llamado caritativismo laico y revolucionario liberal de ambas damas y de las Sociedades de Señoras (laicas, liberal-católicas y progresistas, de las que también formaba parte Francisca Roldán, la viuda de Pedro Agar, fallecido en 1822) que ellas inspiraron en Coruña y en España muchos años más tarde.

Intencionalidad beneficente que también aparece ligada –en otras variantes- a la sociabilidad masona. Algo que ya se desliza en la Estafeta de Santiago del 27 de mayo de 1814, pocos días más tarde del cese de Luis Lacy, cuando el periódico compostelano enfrenta la caridad cristiana en el sentido apuntado con la igualdad filosófico-republicana de los constitucionalistas más avanzados, caracterizados desde tiempo atrás en sermones y confesonarios absolutistas como filosofastros y francmasones, objeto anatema y excomunión.

No es raro, pues, que –dos años más tarde (1816), tras las ejecuciones del citado  Sinforiano López (13-IV-1815) y de Porlier (6-X-1815), mientras se mantenía la dura persecución de los que fueran partidarios y colaboradores (militares y civiles) de Luis Lacy- sus enemigos lo tuvieran por “protector de demócratas, y por uno de los “enemigos más furiosos del Rey y de la Religión” (debo la oportuna referencia a Antonio Meijide Pardo que sitúa el origen de la información en nuestro viejo amigo, Xosé Ramón Barreiro Fernández).

Era el caso del demócrata Juan Antonio Vega, padre de Juana, a la sazón refugiado en Portugal, donde el proceso revolucionario –muy retardado con relación a la España atlántica– se acelera a partir de esta forzosa emigración de liberales españoles y de los casamientos de Fernando VII y de su hermano Carlos de Borbón con otras tantas princesas portuguesas de la Casa de Bragança (29-IX-1816).

No será la única vez que me refiera al hecho sintomático de que el mismo año 1817 coincidan dos ejecuciones de alcance, que forman parte del martirologio liberal de España y Portugal: la del general  Lacy (fusilado el 5 de julio en el castillo de Bellver) y la del general Gomes Freire (Gomes Freire de Andrade, n. en 1757, ahorcado el 18 de octubre, con 11 conjurados, en el fuerte de São Julião da Barra). Antiguos integrantes de la Legión Irlandesa y de la Legión Portuguesa del ejército napoleónico, respectivamente, destacados integrantes de la masonería, el mílite portugués estuvo muy relacionado en su última evolución con un antiguo colaborador de Lacy desde su primera arribada a Cataluña (julio, 1811): el talentudo historiador militar y empresario catalán Francisco Javier Cabanes (1781-1834).

 

 

EN EL FINAL DE LA GUERRA PENINSULAR IBÉRICA
(ONCE MESES DE LACY EN LA GALICIA ATLÁNTICA)

Hay un aspecto relevante de la biografía de Luis Lacy del que no hemos llegado a obtener la más mínima información en su paso por Galicia, acaso por el dominio absoluto que los liberales coruñeses llegaron a tener –en su tiempo- de la mencionada Junta de Censura y Protección de la Libertad de Imprenta. Me refiero al polígamo, calificativo que formula su única mujer legal (francesa) en las dos primeras denuncias, aprovechando circunstancias harto diferentes; pero reveladoras de su radical oportunismo.

La primera, cuando –siendo francesa- lo hizo en aquel periódico de la Barcelona ocupada por los Ejércitos napoleónicos (1812), mientras su esposo encabezaba las acciones armadas contra esos ejércitos de ocupación; la segunda cuando –cesado éste como máximo mando militar de Galicia y caído en desgracia– recurre ella al “benigno corazón” (¡¡¡!!!) de quien sería su ejecutor: Fernando VII (15-VIII-1814). En plena operación de caza y captura de liberales de todas clases. En su fase  de dama servil, por tanto. En el sentido adjetivo y sustantivo de la palabra.

 

Como les he ido contando, el exuberante historial amoroso de Lacy es incuestionable, antes y después, y las relaciones extra matrimoniales de él amplificadas por ella, escandalosas. Sin embargo, ni siquiera en la prensa de sus enemigos hemos podido encontrar acusaciones o insinuaciones similares en su paso por Galicia.

No deja de extrañarnos, sin embargo, el silencio absoluto que guarda Juana de Vega en sus Memorias acerca de un político-militar de tal relieve. Ni siquiera lo menta. Como si lo desconociera todo de su paso por su ciudad natal, por la Diputación única de Galicia (donde era diputado su padre), por las tertulias particulares (que frecuentaba o convocaba su familia) y por los círculos más ideológicos, caso del Consulado o el Club de la Esperanza, por no mentar la logia masona de la que fue acaso iniciador y de la que consta información documentada por Valín, donde Lacy aparece  con categoría de maestro. Lo que fue, al menos en lo que a la rigurosa politización de sus logias se refiere.

Aunque hay otras razones de peso, que explicaré en su momento, al tener Juana más de un puntito de moralista, ese silencio podría indicar que nunca tuvo a Lacy por ejemplar en lo que hace a su relación con las damas, solteras o casadas, fueran o no del selecto círculo de las futuras integrantes de su Sociedad de Señoras. El silencio, se hace aún más sospechoso cuando sus mismas Memorias nos conducen a nombres de personajes que fueron intermediarios secretos de su padre y de su madre, en situaciones muy delicadas, y colaboradores militares o políticos de Luis Lacy (y posteriormente, de Díaz Porlier). Personajes que el propio general había metido en Galicia, caso del coronel José María Peón Mier o de Pedro Olmos, ¡secretario que fue del propio Lacy como jefe superior político de Galicia!, sin olvidar a Ramón Romay (n. en Betanzos, 1764). Además, tenía forzosamente que conocer detalles (incluso íntimos) dada la relación directa de aquél con quien sería su esposo con el paso del tiempo: el citado general Espoz y Mina (1781-1836), en cuyas Memorias –editadas por Juana- sólo se le cita una vez en el primero de sus cinco tomos, y en la lejanía…

 

Tampoco se hicieron públicas insinuaciones de otros vicios arraigados del general revolucionario que eran de sobra conocidos, si bien –en este caso- muy compartidos con quienes se los podían permitir: los placeres de la buena mesa, el uso hasta el abuso de la bebida, con sus consecuencias: frecuentes ataques de gota, que acabaron por ser crónicos, irascibilidad y violencia en ocasiones…

Como siempre tuvimos por certera la machadiana sentencia del Juan de Mairena (“la ausencia de vicios no significa virtud”) se hace preciso decir en punto a ellos que nunca lo apartaron de lo que consideró su deber como revolucionario exaltado, partidario del buen rollo y la igualdad democrática. Contaré un caso.

 

El 30 de noviembre de 1813 se celebró en Coruña por todo lo alto la detención de los autores del secuestro y posterior apaleo (brutal, por lo que parece) del diputado aragonés Isidoro Antillón (1778-1814) al salir de una sesión de las Cortes de Cádiz, la noche del 3 al 4 de ese mes.

Odiado hasta la muerte por los absolutistas, la víctima había sido el primer apóstol de la abolición de la esclavitud de los negros, de la enseñanza de la mujer, de la prohibición de los azotes de los niños en las escuelas, entre otras reformas civiles de la mayor relevancia. Siendo estos asuntos –la esclavitud, la liberación de la mujer, el trabajo artesano, la enseñanza, la explotación del negro, el pescador o el labriego, la extensión del sufragio y  el apoyo al mundo de los negocios- otra novedad del proceso revolucionario, ya en su primera fase.

La nueva sociedad constitucional era ideológicamente igualitaria e iba a precisar de candidaturas, votos y votantes de todas clases, por lo que comienza también la proto lucha por el sufragio universal con el uso despectivo que el absolutismo hizo de los llamados demócratas, como si encarnaran la anarquía social, y el abuso que el clericalismo hará de su poder sobre las damas a través de púlpitos y confesonarios y de los niños a través de la enseñanza

Pues bien: Lacy dispuso la velada de homenaje a Antillón de forma que estuviera muy concurrida de gentes de todas clases, animándola para ello con la banda del Regimiento de Borbón, pero el capitán general  -según se hizo circular- no podía asistir por una indisposición que todos entendieron. Se trataba de un duro ataque de gota. Pero sí que compareció, aguantando el tremendo dolor que certifica quien esto escribe, porque también tiene padecido esos ataques.

El gesto llamó la atención porque –por si fuera poco con el ataque- la noche era de perros

 

Algo parecido, por cierto, según algunas fuentes, aconteció en su hora final.

Contradiciendo la leyenda gráfica, cuando los dibujantes lo presentan airosamente retador, de pie, con el pañuelo empapado en sus últimas lágrimas (que popularizó Porlier en su propio final), y mandando el ¡¡Fuego!! al pelotón que lo ejecutó, se dice en ellas que se le ejecutó sentado en un sillón (licencia de la máxima autoridad militar de Mallorca), porque en el dramático momento estaba padeciendo otro de los feroces ataques de gota.

El pelotón, de ser cierto, atendiendo benigno corazón del rey y del general Castaños, lo curó de tal pesadilla para siempre…

 

Al galán le sobraron ocasiones para brillar como mundano  en las grandes celebraciones oficiales de aquellos once meses en la retaguardia gallega, operando en vanguardia del proceso revolucionario.

La primera tuvo emoción y resonancia.

Encargado de formar uno de los dos Ejércitos de reserva que debían nutrir los Ejércitos que mandaba el futuro duque de Wellington, pero que –en su caso- nunca llegaría a salir de Galicia, se volcó en la solemne conmemoración del triunfo de sus compañeros de armas del Ejército atlántico de la triple alianza en la batalla de Vitoria (21-VI-1813), cuando el éxito forzó la salida definitiva de  España del rey José I.

El 13 de octubre del mismo año es el propio Lacy quien ofrece la recepción de autoridades con motivo del cumpleaños de su rey y futuro ejecutor, Fernando VII, cuyo retorno a España empezaba por entonces a entrar en vísperas. Y no fue la última vez que hizo tal cosa, porque nos constan más ¡Vivas! al monarca. La última en una alocución a sus soldados en el tardío 13 de abril de 1814, un mes antes de su cese. Asunto que merece otra suerte de aproximaciones para entenderlo.

Fue por entonces cuando el capitán general convenció a la burguesía local coruñesa para que financiara el retorno de los militares gallegos a sus cuarteles, previa exigencia de efectuar la consabida jura de la Constitución. Algo que se les tomará en cuenta a los financieros en la hora de las persecuciones que estaban por llegar…

 

 

EN EL FINAL DE LAS GUERRAS NAPOLEÓNICAS
(LAS ZAMBRAS PATRIÓTICAS DE 1814-1815)

El 23 de noviembre de 1813 asistió Lacy en la Colegiata coruñesa a la celebración de los primeros éxitos del Ejército Aliado que Wellington comandaba en territorio francés, donde había entrado el 7 de octubre de 1813.

Pasa que esos triunfos –tan resonantes- ya no eran del Ejército Atlántico de la triple alianza en exclusiva. Es más: escondían, por una parte y por contraste, la desdichada situación por la que estaba pasando el Ejército español, como reflejo de la que venía sufriendo el país en su conjunto, como consecuencia de tantos años de ocupación, guerra y desconexión con sus posesiones ultramarinas.

Por otra parte, empezaba a hacerse patente lo que pronto quedará más claro: que -con la perspectiva del final favorable de las guerras napoleónicas– los nuevos intereses del Imperio Británico iban más en dirección de contribuir a la destrucción definitiva de los imperios coloniales de España y Portugal, que a reforzarlos o consolidarlos por haber contribuido –en importante medida- a la victoria definitiva.

 

El propio Wellington, además de contar con otros aliados, no ocultaba sus opiniones con relación al contingente español.

A pesar de sus lisonjas sobre el mismo, siempre se había mostrado receloso en extremo con la Revolución Constitucional que venía fraguando en las retaguardias atlánticas españolas, debido al impulso privilegiado de militares como Lacy y con apoyo creciente de algunos sectores importantes de las burguesías y el artesanado locales.

En privado, Wellington ni siquiera era partidario de mantener por más tiempo la triunfante alianza militar que puso fin a la guerra peninsular ibérica. Sus recelos aumentaron al entrar los tres ejércitos como conquistadores en suelo francés. Se lo contaba de esta manera descarnada a lord Barthust el 21 de octubre de 1813 (cito por Andrés Casinello, 2006):

Yo me desespero con los españoles. Están en un estado tan miserable que es difícil que se contengan en sus deseos de saquear el hermoso país en que entran como conquistadores, particularmente recordando la miseria a que fue reducido el suyo por los invasores. Yo no puedo por consiguiente aventurarme a llevarlos conmigo a Francia. Sin pagas ni suministros, ellos deben saquear, y si saquean nos arruinarán a todos.

 

 

Con  todo y eso, un pequeño contingente español (con importante presencia atlántica, gallega y portuguesa) se mantuvo junto a Wellington hasta la despedida definitiva del 22 de julio de 1814, cuando se produce esta comunicación del generalísimo: “Las tropas españolas han vuelto a su territorio y la paz se ha firmado”.

El generalísimo reconocía y agradecía formalmente su esfuerzo en todos los sentidos; pero lo cierto es que faltaba casi un año para el triunfo final e irreversible de los aliados en Waterloo (18-VI-1815), y que -desde mayo de 1814- la situación española había pasado de revolucionaria a contrarrevolucionaria, sin que el generalísimo británico se mostrara disconforme. Antes al contrario, fue en ese bienio 1814-1815 cuando los Tratados internacionales de los vencedores van a ir apuntalando el realismo absolutista que entreabre la Santa Alianza (desde el 26-IX-1815) con una falsaria e inicial confesión de concordia cristiana internacional.

 

No dejará de llamar la atención del lector saber, por contraste, que ese mismo día 26 –en lógica correspondencia con el contexto internacional- se calificara de “escandalosa y  subversiva” la proclama insurreccional de Juan Díaz Porlier, pese a que ya ponía cuidado en reconocer que la Constitución de Cádiz no era intocable.

Esto es: que tendría que ser retocada necesariamente ante el hecho consumado del restablecimiento definitivo de Luis XVIII de Borbón como rey constitucional de Francia (28-VI-1815), razón de que alguno la calificara de “necia”…

 

En la España metropolitana, entretanto, la situación continuaba siendo tan patética como en los once meses que Lacy residió en Galicia.

En 1813-1814 lugares había en los que -por decencia- se impedía a los soldados salir a la calle. Se morían de frío en los cuarteles y el descontento con la Regencia y las autoridades era cada día más palmario. Fue fácil, por tanto, culpar de ello, como se hizo, a la Constitución de Cádiz y a los constitucionalistas, siendo uno de los escándalos más enfatizados por los absolutos la denuncia de que incluso las juras de la Pepa por parte de la tropa se habían conseguido mediante sobornos, repartiendo fondos logrados de forma irregular de los apoyos burgueses a su causa.

El Ciudadano por la Constitución, que conocía el origen eclesiástico de la denuncia, respondía con el consabido ojo por ojo (1-V-1814):

El pueblo español ha sido saqueado por los franceses, ha quedado agotado, no obstante paga al estado eclesiástico más 1.200 millones de reales al año…

.

Una cuestión de alcance, cuando esa riqueza de la Iglesia se estaba poniendo ya al servicio de la contrarrevolución, repartiéndose algunas migajas entre la tropa y los mandos de menor nivel. En la hora de las zambras patrióticas por la restauración del Deseado rey absoluto, el ¡Vivan las cadenas! y en los primeros pronunciamientos constitucionales

 

La Regencia, mientras tuvo Poder, continuó ofreciendo a Lacy diversos reconocimientos: a la gran  cruz de San Fernando siguió la medalla de plata dispuesta para los constitucionalistas españoles más distinguidos, lo que reforzó el perfil del político-militar revolucionario de corte jacobino en el tramo final de su mandato, cuando el Ejército de reserva –con Napoleón Bonaparte, pasado el sofoco de los cien días, desterrado de nuevo, ahora en la Isla de Elba (11-IV-1814), con los Borbones reinando en Francia como antes de la Revolución- tal ejército dejó de tener sentido.

Fue por ello que el propio Pedro Agar llegó a la conclusión de que lo mejor sería mandar a Lacy con 4.000 hombres en  dirección al Río de la Plata, para atajar –en la medida de lo posible- la rebeldía –cada día más generalizada- que reinaba en las colonias (El Conciso, Cádiz, 17-IV-1814); pero ahí, cuando el rumor se convirtió en noticia, saltó a la calle la popularidad extraordinaria de que disfrutaba el capitán general en los círculos liberales y burgueses del eje Coruña-Ferrol, para impedirlo.

Una movilización, por cierto, que incluso llevó firmas de compostelanos, lo que puso de los nervios al potente absolutismo santiagués, dado que el arzobispo y el obispo de Orense, con parte de sus cabildos respectivos, seguían en rebeldía. En el destierro portugués.

 

En el intermedio, el 2 de febrero de 1814, cuando las Cortes, sabedoras de que el rey venía de camino, tomó la decisión de no acatar ningún mandato regio hasta su jura de la Constitución, los militares que se consideraban a sí mismos liberales, encabezados por Lacy, firmaron un mensaje de felicitación.

La cualidad de los firmantes da mucho que pensar en lo que se refiere a la firmeza ideológica de su liberalismo, por lo que ha de venir.

En Galicia firmaron, a pesar de la dura circunstancia por la que atravesaban, además del capitán general, un teniente general, dos generales, un mariscal de campo, un coronel, dos comisarios de guerra, cuatro tenientes coroneles, tres comandantes, diez capitanes, un capitán de navío y un teniente de fragata. También lo hicieron unos 300 vecinos entre los que predominaban destacados integrantes de la burguesía coruñesa.

Así pues, los vivas a Fernando VII, pronunciados por Lacy en el mes de abril sólo trataban de forzar –por vía política constitucional- ese juramento.

 

El rey no sólo no juró la Constitución. Abolió cuanto ella significaba con un decreto firmado el 4 de mayo de 1814, difundido el 11 y que a Galicia llegó entre el 16 y el 17, acompañado de un golpe de mano militar del general Francisco Eguía (vizcaíno de Durango, n. 1750).

Fue en ese momento cuando todo comenzó a quebrar en la antigua retaguardia, porque –al haber avanzado la Revolución de mano de los colaboradores de Campo Sagrado y de Lacy mucho más que en otras latitudes- la represión también iba a ser incomparable.

Santurio García Sala, por ejemplo, que era uno de los integrantes de su logia coruñesa, llevaba desde febrero denunciando la existencia de distintas conspiraciones en Compostela. Afirmaba, además,  que el clima ya era de guerra civil.

Fue Santurio quien propuso a Sinforiano López (15-V-1814) la organización de una nueva “zambra patriótica” (la atinada expresión es suya), comparable a la coruñesa de mayo de 1808 y a la que le iba a suponer la detención (6 de julio de 1814) y su ejecución del 13 de abril de 1815, cuando (por lo que parece y noveló Galdós a propósito de Cádiz) la zambra buscaba (en Cádiz,  Coruña y Ferrol, por lo menos) destronar a Fernando devolviendo la legitimidad a quien se la había arrebatado en las bochornosas acciones de 1808: su padre, Carlos IV.

 

Desde el 18 de mayo de 1814 las fugas de liberales gallegos o radicados en Galicia comenzaron a sucederse por tierra y mar en un dramático sálvese quien pueda.

Las cárceles, por otra parte, se pusieron a rebosar. Santurio, por ejemplo, ingresó en ella el 11 de junio; Sinforiano, el 6 de julio, como queda dicho…

El arzobispo, el obispo de Orense y los eclesiásticos que se radicaron en Portugal retornaron de inmediato a sus residencias respectivas. En el destierro portugués fueron sustituidos por los liberales, confirmando al atlántico portugués como tierra de asilo o puerto de salida hacia otros destinos atlánticos europeos…

 

¿Qué pasó con Luis Lacy? Todo apunta a que su ruta fue muy diferente. Desconcertante incluso para la mayoría de sus partidarios. Otro motivo –de peso, además- del silencio riguroso que acerca de él se observa en las memorias de Juana de Vega, dado que el destino del general afectó a sus padres y a sus amigos políticos: los novadores de Cádiz. Particularmente, a los que fueron tildados de demócratas. Partidarios del sufragio universal.

Según Timoteo O’Scanlan, la máxima autoridad militar de Galicia fue convocada por el rey, teniendo que desplazarse a Madrid. Supo allí –lejos de su contexto- que estaba cesado.

La información de este primo ni siquiera dice claramente lo que acabo de anotar. Es harto imprecisa, y sin embargo nos parece importante. Permite establecer esta hipótesis explicativa razonable: con el decreto de abolición le llegó al capitán general esa convocatoria urgente.

Si no engañan las coincidencias, hacia el 20 de mayo de 1814 fue sustituido por su antiguo jefe en el Ejército de Castilla, Francisco Javier Venegas, amigo y admirador suyo en otro tiempo.

Si el nombramiento –como parece- llegó a producirse, éste cumpliría entonces su primer mandato –instantáneo- en una Galicia a la que ha de volver en vísperas del pronunciamiento de 1820…

 

Todo era inapelable y parecía tramado –de acuerdo con el rey- por Eguía y Venegas, pero reconociendo la singularidad indiscutible del cesado. No como político revolucionario, se entiende; sí como militar, y de máximo rango. Un reconocimiento que incluso se ha de mantener en la hora de su condena a muerte por traición, al ser formulada en estos términos por el general Castaños:

 

Considerando sus distinguidos y bien notorios servicios, particularmente en este Principado de Cataluña, con el ejército que formó y siguiendo los paternales impulsos de nuestro benigno soberano, es mi voto que el teniente general don Luis Lacy sufra la pena de ser pasado por las armas.

Incluso a la camarilla regia pareció ineludible tal reconocimiento, porque Lacy se había convertido –por sus pasos- en un caso aparte dentro del Ejército español. El propio Fernando VII acabó por reconocer tal jerarquía al asumir –como  monarca absoluto– la condición de jefe soberano de la Real Orden Militar de San Fernando, con su hermano Carlos y su tío Antonio en el cuadro de honor. Y sólo Wellington, como les he contado, con Lacy y Copóns ostentaban la Gran Cruz de la Real Orden  hasta ese momento (1814). ¿Qué podían hacer? ¿Anular las distinciones, empezando por la de Wellington, y en ese momento? ¡Ni siquiera tendría sentido! Había otros recursos, además. Copóns, por ejemplo, tardó poco en ser detenido y confinado en Sigüenza (desde el 4 de junio de 1814). ¿Y Lacy?

La singularidad ayuda a entender otra información. Desconcertante y acaso apócrifa. Ésta que paso a relatarles.

 

LOS CLAUDICANTES
(RETORNO A LOS LACY-GAUTIER)

En Madrid -27 de mayo de 1814- el Procurador General de la Nación y del Rey incorporó una orden que afirma haber sido dictada por Luis Lacy (como capitán general y jefe superior de los Ejércitos de Galicia) diez días antes –17 de mayo de 1814– donde se da cuenta de que el Gobierno de la Regencia había sido disuelto y que el rey Fernando se hallaba en el pleno de “su AUTORIDAD Y SOBERANÍA (así, con mayúsculas), por lo que el Ejército debe acatar en exclusiva lo que el Rey disponga”.

Pasa que la orden del Cuartel General de Coruña no la circula Lacy, sino el general en jefe de Estado Mayor, Luis de Bassecourt (uno de los firmantes del anotado apoyo a la decisión de las Cortes de no obedecer al rey hasta que jurara la Constitución). Exigencia que -en esta hora de la verdad- olvidaron los altos mandos militares “liberales” que la firmaron, empezando por el susodicho (y –caso de no ser apócrifa– firmada también por el propio Lacy, que nunca –que sepamos- aclaró este asunto).

 

El monarca, por su parte,  gratificó la tibieza del alto mando ampliando de manera significativa, en 1815, las concesiones de la Gran Cruz de San Fernando y asumiendo como propia una nueva condecoración que aún estaba sin estrenar: la Gran Cruz de San Hermenegildo. Así pues, aunque la de Luis Lacy se mantuvo, su singularidad dentro del Ejército quedó neutralizada con el acceso a ella de “liberales” tibios como Castaños, Girón o Francisco López Ballesteros, igualados con el absolutista Eguía en el reconocimiento.

De todos ellos, sólo Lacy será privado de la alta distinción como resultado del consejo de guerra que lo condenó a muerte en 1817. El que presidió el general Castaños, precisamente.

 

En la Galicia absolutista no se celebró sólo y por todo lo alto el decreto de abolición. El cese de Lacy fue un alivio, incluso para los parientes más próximos a los De Lacy.

El mismo Procurador General de la Nación y del Rey antes citado (Madrid, 20-VI-1814) al dar cuenta de los festejos celebrados por los monjes orensanos del monasterio de San Clodio por el retorno del rey Fernando, al resaltar el orden público observado, mete esta puntada reveladora: “sin que se echase de menos la autoridad del señor Lacy”. En la lista de los enemigos más furiosos de la nación y el rey, que no tardará mucho en circular en estos medios, su nombre aparece encabezándola.

Hay que resaltar, sin embargo, que en esta marcha atrás de los generales condecorados y en la transigencia con la nueva situación de muchos otros altos mandos, no les siguieron siempre los intermedios. Veremos muy pronto –al hilo de su propia historia- el papel que van a jugar los coroneles. Lo que ayudará  a entender lo que sucedió en Galicia en 1815, y la cada vez más cerrada militarización política de las logias, las zambras patrióticas, los pronunciamientos fallidos y las ejecuciones… hasta el breve triunfo del Trienio Liberal 1820-1823. Asunto que –ejecutado Lacy en 1817- ya no forma parte de este episodio de la Atlántica Memoria.

 

Por otra parte, importa y mucho entender el contexto en el que se produjo la más bien generalizada claudicación del alto mando, para no moralizar sobre ella en exceso.

No sólo en los cuarteles la situación era penosa en aquellos años. También lo era en las casas. Incluso en las que habitaban los más altos funcionarios –militares y civiles- de un Estado deshecho. Precisado de drástica reconstrucción.

El caso personal y familiar del teniente general Lacy vuelve a ser esclarecedor.

 

El 2 de abril de 1814 se dirigía al Ministerio de la Guerra, reclamando la gratificación ¡¡¡de 60 reales anuales!!! Los que le correspondían como máximo mando militar de Galicia y que se le habían pagado a sus predecesores. Una miseria que mueve este razonamiento explicativo de su patética situación económica:

Si yo hubiera percibido las raciones que debo disfrutar, si tuviera otros recursos o si no me hallase tan exhausto de dinero, no reclamaría este goce que nunca más lo he necesitado que en las circunstancias actuales y a derecho que me asiste, se servirá apoyar a J. A. esta mi solicitud para que se me mande hacer el abono de la gratificación que me pertenece como General en jefe (Cito de Vicente Aguilella Rausell-Arrando. 2008).

En la hábil estrategia de Eguía y Venegas, aceptada por el rey, dada la singularidad de Lacy en el plano militar en mayo de 1814, evitando que su popularidad les creara problemas con  sus muchos partidarios en Galicia (demorándolos, para ser exactos), parece haber habido una segunda parte (lo cuenta el mismo Timoteo O’Scanlan con su imprecisión habitual)

Según nuestra interpretación hipotética, al saberse reconocido, pero cesado y caído en desgracia en los Reales Sitios; con los integrantes de la última Regencia –sus apoyos más firmes- cesados también y encarcelados, Luis optó por sacarse de en medio, tomándose un tiempo para otear el oscuro horizonte. Sin embargo, no huyó. Ni tan siquiera se escondió.

Como quedaba en expectación de destino y sin las más mínimas posibilidades de retorno a Galicia, Andalucía o Cataluña, donde anidaban sus muchos partidarios, pidió –como si fuera gracia del rey- que se le consintiera instalarse en Valencia, para poder atender así a las urgencias de su familia. Lo que –¡¡¡cómo no!!!- le fue concedido de inmediato. Al fin no dejaba de ser una especie de auto confinamiento en un territorio para el que el general no había tenido hasta entonces un significado tan especial.

 

Por esa decisión suya este investigador pudo ir descubriendo lo que sólo sabía el pequeño círculo de liberales gallegos de su estricta intimidad, sin que mereciera hasta hoy la más mínima atención por parte de los “biógrafos” de Lacy.

Desde algún tiempo atrás, el teniente general había tenido que asumir (en las peores circunstancias) su papel –a la irlandesa– como jefe y responsable de la que consideraba su familia, al ser el único superviviente varón de la misma.

 

Bien sabe el lector de este episodio que su familia nunca había sido la exuberante de los De Lacy, los Caamaño, los O’Scanlan…, quienes, por su parte, habían aceptado –sin mayores problemas- la nueva situación.

Luis tampoco contaba como tal familia a su esposa legal, Emilia Duguermeur (que tuvo –en aquel entonces- idéntica evolución que esos parientes, más o menos lejanos, con los que fue estableciendo contacto).

Ésta –a pesar de lo que entre ambos habían convenido y de su separación de hecho-, nunca renunció a hacer valer sus derechos de esposa (y de viuda), no sólo en lo que hace a las pagas del mes a mes, que iban de cuenta de Lacy. Tampoco olvidó el convenio firmado por ambos en la hora de su regreso a España (1807). Si bien, con sus cuantiosos gastos, parecía más empeñada en llevar a su esposo legal a la ruina que a consolidar un patrimonio que sería del otro en caso de muerte de alguno de los dos.

 

La auténtica familia de Luis Lacy seguía siendo la mucho más modesta de los Gautier, si bien -de éstos- sólo quedaba una hermana de su padrastro, e impedida: María de la Concepción Gautier.

La cuidaba Carmen Lacy y su marido, Miguel de Molina, capitán a la sazón del Regimiento de Zamora.

Al fallecer éste en fechas recientes, Luis -como único varón superviviente– se convirtió en el ángel de la guarda de un conjunto en el que se contaban también dos hijos del matrimonio: Rosalía y Antonio Molina Lacy. A los que quería el general como si fueran los hijos que él no tenía.

Así pues, el caído en desgracia –con gran contento de quienes le temían y de los que recelaban del revolucionario liberal– se fue a vivir con ellos a la villa-puerto castellonense de Vinaroz. En el Maestrazgo.  Pero ni allí –como era de esperar- pudo escapar a su destino.

Es más: esa retirada del teniente general revolucionario a su vida privada familiar, fue de inmediato objeto de hablillas por parte de toda suerte de claudicantes, dado que la suya tenía todas las apariencias de una claudicación más.

 

Uno que siendo español no cobra del presupuesto (Los ministros de España, 1870, tres volúmenes) ayuda a entender la decepción que supuso para los liberales el riguroso retiro de Luis Lacy en Vinaroz, porque también para ellos, como para el rey, era insustituible en el proceso revolucionario, entonces empantanado.

Según este relato, tan interesante como creíble, la desconfianza liberal hacia los generales de perfil aristocrático se hizo total en aquellos meses. Por eso los liberales activos volvieron la mirada hacia el historial de otros que, saliendo casi de la nada, se hicieron a sí mismos y alcanzaron el máximo grado en la milicia, demostrando respeto o compromiso con la Constitución.

Era el caso de Luis Lacy, pero –según esta fuente- ya nadie pensó en él en ese momento.

Las miradas se dirigieron, hacia otra figura legendaria, surgida en la España Atlántica: el general Pablo Morillo. Un zamorano-medio-gallego, nacido en 1775, tres años más joven que Lacy.

Hombre cauto y excelente conocedor del contexto, Morillo hizo cuanto dio de sí su enorme talento para hacer ver que declinaba la oferta. Prefirió incluso la más desventurada e impopular travesía del Atlántico para frenar un imposible: la rebelión y la independencia de Venezuela. Sin embargo, tras distintas reviravueltas, este general tendrá peso específico en la tercera y decisiva fase de la Revolución Liberal Ibérica. En Galicia y en el Norte de Portugal. Una evolución –la de los años treinta- que tampoco es de este episodio, pero que he contado en Los Vega. Memorias íntimas de Juana de Vega.

 

ENTRE VINAROZ Y PEÑÍSCOLA
(LA EMERGENCIA DE EMILIA Y LOS ESCARIO)

Además del intenso espionaje de los partidarios del rey absoluto y de los rigores de la Inquisición, que también había sido restaurada, los amigos políticos de Luis Lacy (en trance de masiva persecución) tardaron poco en saber cuál era su nueva residencia. Algunos se mostraron radicalmente incrédulos con las desconfianzas.

Fue así que, por dos conductos diferentes, fue recibiendo Lacy visitas y noticias harto diversas que sobresaltaron su retiro desde el primer día.

 

Las primeras visitas documentadas le llegaron por mar y fueron muy bien recibidas, porque le llevaban noticias frescas y de primera mano acerca de lo que estaba aconteciendo en Galicia y Asturias.

De forma conjunta o sucesiva arribaron al puerto de Vinaroz tres hermanos, coroneles de Estado Mayor y liberales inequívocos, colaboradores suyos, de Pedro Olmos y de Santurio García Sala desde los tiempos asturianos de éste y de los primeros acontecimientos anti-napoleónicos de Asturias, donde tuvieron protagonismo, en el ya lejano 1808: Ventura, Jacobo y Joaquín Escario Carrasco.

Orensanos, nacidos en los años ochenta del siglo XVIII, los tres Escario formaron parte después del Ejército de la Izquierda bajo el mando de Joaquín Blake y del marqués de La Romana. Con éste pasaron a Portugal -junto a su compañero de viaje y amigo personal, el ya citado Antonio Quiroga Hermida, otro admirador incondicional de Lacy- como integrantes del Estado Mayor del Sexto Ejército. El que mandaba el general Castaños antes de pasar a Galicia. Con el que el propio Lacy mantenía estrecha relación como general en jefe del Ejército de reserva (1813-1814)

Dos de ellos –Joaquín y Jacobo- andaban a la sazón huidos. No supieron hasta diciembre de 1814 que habían sido condenados a ocho años de prisión en los castillos de Montjuich y de Peñíscola, respectivamente. Ni siquiera entonces se incorporaron a esas fortalezas. Permanecieron acogidos u ocultos en la casa de los Lacy en Vinaroz algunos meses de 1814 y los primeros de 1815, según el importante testimonio de su hermano Ventura.

 

 

A la misma casa de Vinaroz, esta vez por conducto oficial, en el mes de agosto de 1814, le llegó a Luis Lacy la alzada de Emilia, su esposa legal, dirigida al benigno corazón  del rey absoluto y que éste reenvió al general Eguía, para que interviniera en el asunto conforme a su criterio (“Proceda Eguía según justicia”, escribió el rey Fernando).

Como el criterio-justicia del flamante ministro de la Guerra fue meter las ancestrales discordias domésticas de los matrimonios mal avenidos en la casa del enemigo político revolucionario y del medallado militar, a pesar de la caracterización como polígamo de su esposa, Luis –que no dejaba de ser otro estratega- asumió el mandato de su superior con la mayor disciplina.

Recibió a Emilia en la casa familiar de Vinaroz, dándole cobijo y no sabemos si compartiendo con ella la misma alcoba, dado que –según documento que transcribe Vicente Aguilella (16-XII-1814) el ministro encargó “encarecidamente” -en nombre del rey- a un tal Vaner Elogie, a quien trata de excelentísimo, “que esté a la vista de que este matrimonio se lleve bien, evitando los motivos que pudieran alterar su debida unión”. Encargo que el tal tomó muy en serio (“puede V.E. asegurar a S.M. que haré todo lo que esté de mi parte para satisfacer los deseos religiosos de S.M”). El añadido en negrita es mío, porque falta en la copia del documento y la redacción sería macarrónica.

 

Así pues, su dama francesa fue a meterse por sus pasos en lo más inesperado: una especie de cuartel adverso del que formaba parte –además de su marido legal- su cuñada, su tía política impedida, dos sobrinos y los dos Escario, coroneles de su mismo grupo de edad, condenados a presidio de larga duración.

Por cierto que a uno de ellos, Joaquín (30 años), se le iban los ojos tras la joven Rosalía…

 

Emilia llegó a Vinaroz en noviembre de 1814 y aguantó hasta mayo de 1815, huyendo después despavorida… hasta protagonizar el último capítulo de la desquiciada relación, con la más sensata proposición de todas: pedir al rey magnánimo (¡¡¡!!!) consentimiento para la separación definitiva con un tercio del sueldo del general y sin renunciar a ninguno de sus derechos. A la espera de que se produjera la muerte del primero de los dos… Se evitaría así un escándalo demasiado continuado (y agravado con el fracaso del rejuntamiento forzoso, tal como Lacy le propusiera en 1812, cuando hasta para ella era evidente que tenía “otro amor”). Añadía Emilia la promesa de retornar a la Bretaña francesa definitivamente…

 

Nunca sabremos si su mujer legal llegó a darse cuenta de que aquel hogar era en realidad un nido de liberales y masones activos en fase durmiente o clandestina, pero es lo cierto que su presencia en Vinaroz hasta pudo servirles de chusca e inesperada coartada.

Acaso fue la detención de Joaquín Escario, que hubo de pasar siete meses encerrado en Madrid, donde residía su hermano Ventura, la que provocó su huida de la peligrosa madriguera. Tras esta peripecia madrileña de Joaquín, los dos hermanos pasaron al castillo-fortaleza-prisión de Peñíscola, sita en las proximidades de los Lacy de Vinaroz. Allí van a vivir experiencias análogas a las que Juan Díaz Porlier había vivido en 1815 en el castillo-fortaleza-prisión de San Antón, frente a Coruña.

En todo caso, de lo que Emilia tuvo por fuerza que darse cuenta en aquella estancia en la casa de Vinaroz es de las carencias financieras que venía padeciendo su marido, dada la más que penosa situación del Ejército, los retrasos en las pagas y su personal caída en desgracia.

 

Es obligado decir que Luis Lacy siempre vivió bien, como exigía su elevado rango, pero al día, y que tuvo que recurrir al crédito con mucha frecuencia. Desde años atrás, sus deudas llegaron a ser cuantiosas.

En el testamento del difunto Sinforiano López, por ejemplo, que no era un hombre adinerado, figura una deuda del capitán general de Galicia de 1.200 reales.

En su propio testamento reconoce otra, más cuantiosa, contraída con un canónigo que llegó a pensar que el teniente general estaba arruinado o en la miseria, viviendo de la caridad: 3.000 reales. La propia Emilia, cuando empezó a buscar apoyo en sus parientes políticos de mayor alcurnia -los De Lacy-  y, siendo ya viuda, cuando recurrió al mismísimo general Castaños (1818) se encontró con un mílite de alta graduación que la recibió enfurecido, porque Luis le había quedado a deber otros 3.000 reales (asunto –por cierto- que intermedió con éxito el propio Castaños). En su mismo testamento, firmado el día de su ejecución, en la madrugada del 5 de julio de 1817, reconoce “estar legítimamente casado con Doña Emilia Duguermer, y que por un contrato que hicimos ambos al verificar nuestro matrimonio en Francia, debían pertenecer como deben al que sobreviviese los bienes -habidos y por haber- que el otro dejase”. Si bien –a continuación- reconoce que poco podría recuperar. Lo dice de este modo: “A mi hermana Doña María del Cármen Lacy (ojo: sin segundo apellido, tal como hace con su propio nombre en la cabecera del documento),  á mi tía Doña Maria de la Concepción Gautier y demás de mi familia les dejo los tristes recuerdos porque no puedo otra cosa.

 

Importa recordar que las suyas eran  deudas clásicas de altos funcionarios con buenos sueldos del Estado y -salvo en determinadas condenas específicas (y no era su caso)- vitalicios. Aunque caídos en desgracia, todos sus fiadores sabían que iban a ser saldadas con creces por el Pagador que fuere, antes o después.

En su vida cotidiana, el grueso de las deudas de los Lacy las cubría quien pudo ser un correligionario al que le unían también relaciones de paisanaje: el opulento comerciante local irlandés, Juan Killikelly (o Killi Kelly), vicecónsul de los Estados Unidos en Vinaroz, que comerciaba al por mayor con vinos y artículos de primera necesidad. Estaba, además, muy bien relacionado con otros irlandeses, caso de una rama de los White, dedicada también al comercio, con el parentesco lejano con los Lacy que ya hemos resaltado.

Sin alejarnos de él y buscando a Lacy hemos ido a dar con otros fiadores de militares liberales de menor o mayor ringo rango, muy implicados en el proceso revolucionario liberal de aquellos años, caso de los Beltrán de Lis, relacionados en el Maestrazgo con un guerrillero de fama supra local, Asensio Nebot (El Fraile, n. en 1779), años antes de serlo del mismísimo Juan Álvarez Mendizábal (atlántico de Chiclana de la Frontera, n. 1790), personaje fundamental en la acción combinada de españoles y portugueses en los años veinte y treinta. Los decisivos para el triunfo irreversible de la Revolución Liberal Ibérica. Tal como les he contado en Los Vega.

 

LA BODA DE JOAQUÍN ESCARIO
(EMERGE EL LACY CONSPIRADOR)

Ventura Escario nos parece el hermano mayor de los tres Escario de este episodio y el más allegado al Lacy coruñés, a Pedro Olmos, a Santurio y a las logias, si bien Joaquín (n. en Orense, 1785), no le va a la zaga. Incluso pudo ser éste quien cimentó el primer prestigio de una familia muy ligada a Asturias, y a la que parece necesario vincular también un clérigo liberal de singular talento: José Salustiano Escario.

Años más tarde, en el arranque del Trienio Liberal, siendo cura párroco de Santa Eulalia de Valdoviño, en vísperas de convertirse en miembro honorario del Tribunal de la Rota Romana (1821), José Salustiano pronunció y publicó la célebre Oración fúnebre, que en las exequias celebradas el día 4 de mayo de 1820 en la iglesia de San Agustín de esta ciudad de La Coruña, a la memoria del mariscal de campo de los ejércitos nacionales don Juan Díaz Porlier (La Coruña, 1820). Obra muy apreciada y curiosa que hoy puede leerse en internet al formar parte de la “Biblioteca Digital de Asturias”.

 

En el excelente relato del conde de Toreno sobre el Alzamiento, Guerra y Revolución de España… al tratar de las horas previas a la madrugadora declaración de guerra de Asturias a la Francia napoleónica (cuando era Joaquín Escario un joven teniente de Artillería de 23 años, con  destino en la fábrica de armas de Trubia), ya comparece en la vanguardia de la insurrección asturiana, al participar en la entrega de armas y en la constitución del primer ejército de la insurgencia.

Una posición, pues, en la nueva élite insurgente astur que –en el caso de los Escario- les llevará a disponer de excelente trato directo con la élite liberal española de procedencia astur (los Toreno, Argüelles, Jovellanos, Campo Sagrado o el propio Porlier), lo que explica el posterior padecimiento de toda la familia.

La reclusión de los dos Escario Carrasco en Peñíscola (1815), dada la proximidad de la residencia de los Lacy en Vinaroz, creó la ocasión para que aquellas miradas de Joaquín hacia la joven Rosalía Molina Lacy se convirtieran en noticia importante para esta historia.

Como cuenta Gil Novales, el 16 de febrero de 1816 el coronel Joaquín Escario Carrasco solicitó la licencia preceptiva de los funcionarios militares para casar con la sobrina de Luis Lacy. Al serle concedida, casaron poco más tarde.

El cambio que supuso ese matrimonio, a pesar de la reclusión del novio –primero en el castillo de Peñíscola, más tarde en Játiva- fue rotundo, porque –como escribí a propósito de Díaz Porlier- el fuero militar consentía las excepcionalidades que allí describo.

 

Desde el casamiento de Joaquín y Rosalía, la casa de los Lacy pasaba a tener dos varones con los correspondientes sueldos vitalicios del Estado, con lo que el teniente general caído en desgracia se sintió libre –al menos en parte- del compromiso familiar que le mantenía ajeno a cualquier intentona revolucionaria. Todo empezó a cambiar a partir de ese momento.

Según la memoria de Ventura Escario, la relación de las dos familias –que ya era intensa- fue a más. Hasta el extremo de que Luis pudo iniciar dos movimientos de alcance. Por el primero, se fue a Madrid con el propio informante, reconvertido en una especie de alter ego del general,  estableciendo los primeros contactos conspirativos en la Villa y Corte. Siguió después viaje a Andalucía, en situación de disponible (16-VIII-1816).

 

Ventura, que escribe esos recuerdos en enero de 1821, en pleno Trienio Liberal, mete algunas insinuaciones importantes, relacionadas con estos primeros movimientos de Luis Lacy (Vinaroz-Madrid-Andalucía). Parecen indicar que el teniente general creía llegada la hora de arrancar la máscara de los colaboracionistas (primero, con la ocupación francesa y josefina; después, con el retorno al absolutismo), dándoselas al mismo tiempo (en el Trienio) de patriotas liberales, tras haber disparado calumnias a traición en contra suya.

Quieren pasar por héroes ahora (1821: Trienio Liberal) quienes fueron espías de Soult, los que tuvieron que huir por sus delaciones, los que acusaron a Lacy de asesino, de que quería envenenarlos”.

(…)

Éstos escribían y hablaban a los ministros y al mismo Monarca y aprovechándose de la arbitrariedad contra la que tanto declaman en público (en 1821, insisto), sabían adularla entonces (1814-1819), y no desconocían era el medio más propio para conseguir excelentes ventajas el infamar a Lacy y denigrarlo”.

Tras breve estancia de tanteo de fuerzas en su tierra natal, Lacy solicitó traslado de Valencia a Cataluña (29-XI-1816), alegando problemas de salud por sus ataques crónicos de gota que lo hacían cojear de manera ostensible. Le fue concedido con el salario y el nivel de mando de segundo cabo (en el sentido de la época, que nada tiene que ver con los cabos primero o segundo de nuestros años de mili). También en este caso, Ventura insinúa otras motivaciones:

Los motivos que tuvo Lacy para salir de Valencia y pedir su cuartel en Cataluña (29-XI-1816); por qué vino a Madrid el año 16, quién lo perseguía entonces y quiénes eran los sujetos a los que tenía mayor aversión y repugnancia. El conocerlos interesa a toda la nación” (Los resaltados en negrita son míos)

Como el Porlier recluido en el castillo-fortaleza-prisión de San Antón, cuando solicita y obtiene permiso del capitán general de Galicia para juntarse con su esposa en el balneario coruñés de Arteixo, también Lacy necesitaba una cura balnearia en Caldetas.

Montó allí su propia casa, situándola en las proximidades de Barcelona y de la quinta de recreo del general Miláns del Bosch.

 

El caído en desgracia despertó máxima expectación desde su retorno a Cataluña.

Al darse cuenta de que su popularidad permanecía, el estratega hizo uso de ella convocando a sus antiguos tiradores para que solicitaran las condecoraciones que merecían por sus acciones del tiempo de  guerra (1-II-1817).

La casa de Caldetas –como en el caso de Porlier en Arteixo y en la quinta campestre del liberal coruñés Andrés Rojo del Cañizal- se convirtió en emotivo lugar de reencuentro con los supervivientes de todas clases sociales de los años de ocupación francesa y revolución constitucional (1811-1813), entusiastas del general y del liberal, por lo que (tanto su residencia, como la próxima de Miláns del Bosch) se convirtieron en focos de conspiración, fundamentales y permanentes.

No sólo acudieron a visitarlo antiguos guerreros. También pasaron a visitarlo las esposas e hijas de ellos y de los comerciantes, enlaces, traficantes y espías, colaboradores en la resistencia de aquellos años.

 

Como a nadie podía extrañar, debido a su fama bien ganada en la anterior estancia en Cataluña, a Luis Lacy lo acompañó en aquella residencia balnearia otra dama que estaba llamada a alcanzar un perfil legendario en su pronunciamiento: Rosa Larquier Rangel (Rosa Larguse, en otras fuentes, esposa –por lo que parece- de un rico comerciante de la comarca), a la que acompañaba una niña. Su sobrinita.

El misterioso J. M., autor del Apunte histórico sobre los acontecimientos de Cataluña en 1817 (Imprenta de Collado, Madrid, 1820, que hoy puede leerse en internet), el más completo relato de los que llegaron a publicarse acerca de la fallida intentona-, da esta fascinante evocación de Rosa. Una auténtica amazona, cuya historia hubiera hecho las delicias de uno de los maestros compostelanos de nuestra juventud, estudioso de la realidad y la leyenda de estas mujeres guerreras que en Cataluña y en Galicia, fueron colaboradoras del Lacy revolucionario, además de símbolos de la Revolución en marcha:

Al general Lacy acompañaba la heroína de aquella empresa, la cual ofreció también mil motivos de admiración a todos los que corrieron aquellos aciagos días, por el varonil denuedo que mostró en los momentos más críticos. Si se hubieran seguido sus consejos, es un hecho que no se hubiera frustrado el proyecto. Siempre elegía el partido de la osadía y era quien inspiraba mayor fortaleza a pesar de la debilidad de su sexo. Esta amazona era Rosa… Una niña que llevaba consigo no la impedía el ser la primera en adelantarse a proporcionar las noticias y auxilios que en circunstancias tan difíciles se hacían tan importantes. Siempre sus consejos fueron dictados por el esfuerzo aún en los momentos más desesperados, y si no pudo contrarrestar el efecto que causó la debilidad de Espínola a lo menos no le quedó nada que hacer para conseguirlo. Hasta el último trance siguió a la columna errante, y después los presos debieron a ella los primeros pasos de amistad y auxilio”.

 

PRONUNCIAMIENTOS LIBERALES
(PRIMER INTENTO DE INSURRECCIÓN GENERAL)

Uno que siendo español no cobra del presupuesto (Obra citada, 1870) -con su sorna habitual- desliza una curiosa reflexión filosófica que acabó aplicando al caso Lacy y –más en general- a la España de los pronunciamientos militares.

Según el tan misterioso como informado autor, que ya llevaba una experiencia de 55 años de vida española a sus espaldas, había un sistema infalible de asalto al poder de un Estado, séase el Español:

Búsquese un general valiente a quien el gobierno tenga postergado. Facilítense algunos millones por parte de los banqueros que puedan sacar partido. Repártase bien ese dinero. Póngase a todo esto una etiqueta que diga: Patriotismo, Honra y Libertad. El remedio es infalible cuando el gobierno no aplica el mismo sistema…” (El resaltado es mío).

 

Lacy –en su concepto- no se alzó en 1817 por estar postergado. Como funcionario vitalicio caído en desgracia (y por ende ocioso), tuvo tiempo para pensar en cómo poner fin a las desventuras de su patria. Los escalafones del ejército –afirma el autor- son el mejor campo para estudiar el quién es quién en este proceso de búsqueda de un espadón salva-patria. De ahí la pasión por la política de hombres que pasaron por sabios y elocuentes, siendo así que en su vida sólo aprendieron a mandar tropa y a batirse como héroes en los campos de batalla. Lo ejemplifica con Lacy, pero fiándose en el incompleto relato de otro historiador de fortuna. El autor de la anónima Historia de la vida y reinado de Fernando VII (Madrid, 1842, tres volúmenes), cuyo autor parece haber sido Estanislao de Kostka Bayo (1804-1864).

Su información, como bien sabe el lector de este episodio, era incompleta, porque Lacy que tenía buena formación ideológica, experiencia revolucionaria y de gobierno.

Sin embargo, hay otros momentos de su relato de aquella circunstancia histórica que tienen especial interés para la Atlántica Memoria. Lo que me obliga a recordar el cómo y el por qué los liberales –dado que Lacy se había metido en casa (Vinaroz)- recurrieron a Pablo Morillo y –al fallar éste- cómo hubo razones de fondo para que las miradas se concentraran en Galicia.

No fue por lo que infiere Vicente de la Fuente (Historia de las sociedades secretas, 1870), quien llega a presuponer que Lacy o había retornado a su antigua provincia constitucional para dirigir el cotarro desde la sombra o lo había dejado dispuesto, lo que es indefendible. Uno que siendo español… dice algo distinto y mucho más atinado.

 

Al fallar Morillo en Cádiz, todas las miradas se dirigieron a Galicia, “provincia que había ejercido siempre influencia sobre los acontecimientos políticos de España. Animábala el espíritu de independencia, disposición debida a la presencia del general Lacy, que había mandado en ella antes del regreso de Fernando”. Escrito lo anterior se aplica a lo siguiente:

“No tardó en manifestarse de modo inequívoco el sentimiento que anidaba sobre todo en los soldados.

Estaba ya organizada la insurrección y tomadas todas las medidas preparatorias; lo único que faltaba era elegir un jefe, que gozara de la confianza general y que fuese capaz de llevar a cabo tan delicada empresa.

El único hombre de la provincia que reunía tales condiciones era Juan Díaz Porlier”.

A la sazón encarcelado en el castillo-fortaleza-prisión de San Antón, mirando a Coruña. “Liberal declarado”, “en íntima relación con los miembros más señalados de este partido”…

Cuenta Barthelemy en su libro monográfico sobre Porlier que la propuesta a éste la hizo uno de los más estrechos colaboradores de Luis Lacy: Santurio García Sala (que pese a estar encarcelado en distinto presidio, se valió para ello de la porosidad de las prisiones y de un marinero apodado El Mahonés (pág. 553). Puede muy bien haber sido así, si bien yo lo expresaría de esta manera: que El Marquesito, admirado de lo que Lacy había hecho en Coruña, entendiera que Santurio era hombre digno de todo crédito.

Pasa que ambos autores desconocían lo que algunos implicados en el pronunciamiento intercambiaron entre sí. Algo parecido a la nostalgia de Lacy, precisamente, por su experiencia -no tanto como militar, que de sobra se le reconoce a Porlier-, como por la falta de talento político, tanto de éste como de sus consejeros más destacados, caso de Santurio.

 

Julio Carballal Lugrís en su interesante tesis sobre la financiación del pronunciamiento de Porlier (puede leerse en internet), cita a la letra una correspondencia reveladora, datada en las mismas horas en que se estaba desarrollando la insurrección, entre dos protagonistas privilegiados de ella: el ya citado Pedro Olmos, fascinante personaje, que había ejercido –como queda dicho- la secretaría de los jefes políticos superiores de Galicia (Damián José Lasanta y Luis Lacy) y su amigo y colaborador, el también abogado Pedro Sánchez Boado. Correspondencia demoledora, pues, por la cualidad de quienes comparecen en ella.

Ambos implicados ya apuestan por el desastre final en plena convulsión, tomando incluso precauciones personales ante sus temibles consecuencias. Reconocen, por supuesto, la pericia militar y el valor indiscutible de Díaz Porlier, pero también sus carencias como máximo dirigente político de la sublevación. Compañeros de bufete de Santurio, conocedores del papel privilegiado que estaba jugando éste en la fallida intentona, tienen de él pésima opinión. Pensaban que era “un loco, por no decir un majadero”.

Sin que aparezca mentado, hay algo así como la nostalgia de otro mando que aglutinara las dos dimensiones: Lacy, evidentemente. En su ausencia, el general García de Paredes, que tampoco les parecía que estuviera interesado en la conspiración…

 

Pues bien: si repasamos las Memorias de Juana de Vega (donde califica de “malhadada conspiración” a la gallega de septiembre de 1815), advertimos que el mismo silencio absoluto que observa sobre Lacy lo mantiene con Santurio. Por contraste, como hemos resaltado, muestra lógica admiración por tres colaboradores estrechos de Luis Lacy en su etapa gallega y de su padre en el posterior destierro portugués (cuando dio a dos de ellos el apoyo financiero necesario para que pudiesen buscar en Francia la coordinación de las acciones atlánticas galaico-portuguesas con el conde de Toreno y Francisco Espoz y Mina, allí desterrados). Me refiero al coronel José María Peón y Mier (del que he escrito en nuestro tratamiento de Díaz Porlier) y el propio Pedro Olmos (del que cuenta Juana una acción con disfraz -ante su madre y ante las damas burguesas que –como la Rosa del balneario de Caldetas- deban apoyo –clandestino- a los liberales coruñeses, francamente novelesca y cinematográfica en la puntual visita a Coruña del insurgente desterrado).

Lo que desconocía Juana es que de la madeja de parentescos que hemos narrado en el episodio relativo a la “malhadada conspiración” de Porlier, salen más presencias galaico-asturiano-americanas (no sólo en ese pronunciamiento) pues vuelven a comparecer en el también “malhadado” de Lacy. En la Cataluña de 1817.

 

Contra la ciega ignorancia de las historias fronterizas y cerradamente nacionales o patrióticas, los gallegos (sobre todo) no podemos olvidar que –desde mediados del siglo XVIII- los catalanes reforzaron con una potente inmigración su presencia en las pesquerías, la conserva y la salazón atlántica, y que –a través de los casamientos con familias del país- las relaciones intercomunitarias se intensificaron, siendo igualmente cierta la recíproca. Basta con echar un vistazo a los personajes que intervinieron en acciones diversas y que guardan histórica relación con el propio Lacy, para entenderlo.

Además de los Escario, en las horas críticas de la conspiración catalana de 1817, comparece Ramón María Sala, auditor de guerra como Santurio García Sala (y más que posible pariente suyo y del propio Díaz Porlier), por la conexión atlántica americana que les he contado al tratar del misterio biográfico de éste.

Asentado Ramón María en Cataluña desde 1808 por lo menos, fue colaborador desde ese año de protagonistas tan destacados del pronunciamiento de 1817 como Francisco Miláns del Bosch y el propio  Lacy (desde 1811).

 

Por su parte, un biógrafo de Espoz y Mina (José María Iribarren, El liberal, pag. 320) se refiere a un plan, tramado en el Finisterre atlántico (Nantes-Londres-París) para forzar un alistamiento en la frontera entre Galicia y Portugal, con los refugiados españoles establecidos en este país. Buscaba  provocar un levantamiento combinado en Galicia y Asturias. Espoz, por su parte, estaba encargado de hacer lo  propio en Navarra. Plan que guarda evidente relación con el aludido en las Memorias de Juana de Vega a propósito del coronel Peón y de Pedro Olmos en el viaje a París que costeó su padre en el destierro portugués.

 

Más importante aún con vistas al futuro es lo que venía sucediendo en Portugal con los mismos huidos españoles allí refugiados, a raíz de los cruces matrimoniales del rey Fernando y de su hermano Carlos con otras tantas princesas portuguesas de la casa de Bragança (29-IX-1816).

Gil Novales se refiere a la presencia simultánea de catalanes liberales de relieve en el Portugal de 1817, caso del citado Francisco Javier Cabanes y su ayudante, José Valls, cuya relación con el Lacy -capitán general de Cataluña- comienza en “la Covadonga catalana” (julio, 1811).

Cabanes –que había participado en la ocupación hispano-francesa de Portugal de 1807-1808- mantenía estrecha relación e influencia (ideológica) con la máxima figura de la masonería lusa y el liberalismo portugués del momento: el general Gomes Freire (Gomes Freire de Andrade, antiguo integrante de la Legión Portuguesa napoleónica, cuando Lacy era oficial de la Legión Irlandesa y se inició el mismo en la francmasonería (que previsiblemente introdujo, politizándola, en Coruña).

Ya hemos escrito que, sabido lo que estaba por venir en los años subsiguientes, no parecerá tan casual que ambos legionarios masones fueran ejecutados ese mismo año,  4 de julio y 18 de octubre). Dos efemérides del liberalismo atlántico e ibérico, muy celebradas –hasta fechas relativamente recientes- en el caso portugués, por contraste con Luis Lacy. Mucho más sumido éste en las profundas negruras del olvido de estas historias que contradicen las de los políticos retrospectivos, empeñados en ignorarlas.

 

Y aún queda por anotar aquí el relato del aragonés Vicente de la Fuente, nacido en Calatayud el mismo año de la ejecución de Lacy, en la Historia de las sociedades secretas que le editó en Lugo Manuel Soto Freire (1870), donde ofrece detalles de evidente interés sobre las conexiones que se fueron estableciendo, entre la casa de los Lacy en Vinaroz y los castillos-fortaleza-presidio de Peñíscola, Morella o Monjuich en los meses previos al pronunciamiento de 1817.

Fiando sobre todo en las Memorias (1828) del atlántico Juan Van-Halen (n. en Cádiz, 1788) este autor teje una trama que va de las logias de Granada y Murcia hasta Barcelona, metiéndose –por así decir- en el balneario de Caldetas, en cuyo entorno estaba situada la nueva residencia catalana de Lacy, Rosa, la sobrinita de ésta y el propio Ventura Escario. En proximidad a la residencia estival de Miláns del Bosch. Esto es: la compleja geografía del complot para la insurgencia cuando Luis Lacy pasó a la acción en 1816-1817.

 

Las tramas que pasaban por Lacy eran, pues, diversas, dispersas, complejas e ibéricas, pero muy difíciles de coordinar. Pese a ello, tras los casamientos, alarmaban a las reales casas de España y del Portugal britanizado de la Regencia. Con su Corte instalada en Brasil desde 1807 y con Gran Bretaña interesada en mantener el ambiente insurreccional en toda América. Por si fuera poco, con el trasfondo adverso de la Santa Alianza de las Monarquías absolutas europeas.

 

“CONCORDIA Y VALOR”
(EL PRONUNCIAMIENTO DE LACY)

En el amasijo de informaciones y documentos inconexos -de muy desigual interés- que Vicente Aguilella Rausell-Arrando (n. en 1922) inserta en Los Lacy. Historia de una saga (libro editado por el propio autor en Alicante, 2008), se incluye copia y transcripción de un documento impreso en 1817 que tiene especial valor para este episodio.

Está integrado por diferentes piezas y procede de la bien nutrida documentación que fue acumulando -al compás de sus tensas relaciones con Luis Lacy- su única esposa legal, viuda y heredera. Procede de una comunicación oficial que le envía desde Madrid, el 25 de octubre de 1820, un tal Carlos Rodrigo de Moya, con esta pequeña descripción, acaso notarial:

Corresponde este traslado con el oficio, y ejemplar de donde se sacó, insertos en la citada certificación original, que devolví, a dar una paga a Emilia du Guermeur, de que doy fe, y a que me remito, y para que conste donde convenga a sí misma, doy el presente, que signo, y firmo en esta Villa de Madrid”

La primera parte del documento contiene dos piezas destacadas del pronunciamiento de Lacy, procedentes del Archivo General Militar de Segovia: la copia de la histórica proclama titulada “Constancia y Valor”, dirigida a los españoles, a los catalanes y a los soldados, con su transcripción al español de 2008, y una segunda información a la que me he de referir más adelante, debido a su importancia.

En relación a la histórica proclama, yo no encuentro el parentesco que advierte Barthelemy con la de Porlier. Ésta, con cierta razón, fue calificada por algunos de necia. En primer lugar, por anunciar que en el pronunciamiento estaban de algún modo los generales tibios a que la misma se refiere (Castaños o Girón, por ejemplo, ya eran militares al servicio del rey absoluto). También figura Lacy (que –caído en desgracia- residía en Vinaroz, al servicio de su familia). En segundo lugar, porque consideraba necesario tocar la Constitución gaditana para acomodarla a la nueva situación (absolutista) de Francia, acaso manteniendo la idea de Santurio y Sinforiano López de lograr la caída de Fernando VII y el retorno de Carlos IV. Aquí, como verá el lector, no hay nada de esto; pero sí que hay confirmación de otras novedades, que ya hemos resaltado:

ESPAÑOLES: El yugo infame que nos oprimía ha sido quebrantado. Nuestra unión y nuestros esfuerzos acaben de romperlo. La voz de la Nación resuena ya por doquier proclamando nuestros derechos. Recobremos pues, o muramos con heroísmo.

CATALANES: Nadie más vejados que vosotros por el ominoso peso del sistema despótico que nos agobiaba. Nadie tendrá parte más gloriosa en su sacudimiento y nadie disfrutará más directamente de sus favorables resultados. Seis años de heroísmo, de horrores y de sufrimientos sólo os atrajeron por recompensar el complemento de vuestra destrucción que muy en breve iba a verificarse. Mas cambióse ya vuestra suerte. La abolición de todo impuesto gravoso, de estancos, de aduanas interiores, de derechos de puertas y demás os son más ventajosos que a ninguna otra Provincia, y el Valenciano, el Aragonés, el Gallego, el Andaluz, el Murciano, el Castellano… que a esta hora levanta también el grito a favor de nuestra CONSTITUCIÓN no coge tantas ventajas como vosotros de la reunión de nuestras Américas que de este momento se ha efectuado.

SOLDADOS: La miseria y el abatimiento en que os había sepultado, ha desaparecido. Víctimas de la perfidia y después de la ingratitud, seis años de privaciones, glorias y trabajos sólo os sirvieron para veros infelices con vuestra Patria por sólo el provecho de unos cuantos malvados. Perezcan  pues éstos, y disfrutad vosotros las recompensas y el rango que os son debidos. El aumento de sueldos, la CONSTITUCIÓN Militar, y cuantos establecimientos pueden engrandeceros os aseguran una carrera digna de vosotros, y los sacrificios que hagáis para consolidar nuestra libertad os proporcionan ascensos de gloria que ya no podíais esperar jamás. Un grado no será el único premio de cuantos tomen una parte activa por los intereses de la Nación, y el mando de los Cuerpos honrará a cualquiera que sepa ponerlos en movimiento si Jefes infames quieren paralizarlos. Corramos pues a la gloria bajo los auspicios del héroe que tenemos entre nosotros, y sellemos con nuestra sangre si preciso fuera que nuestros votos son que:

Viva la CONSTITUCIÓN, viva el REY queriéndola, y viva el General LACI (así, no LACY).

 

 

Sólo conozco a un contemporáneo de Luis Lacy que escriba siempre de ese modo su apellido: Ventura Escario.

Fundado se hace, pues, establecer la hipótesis de que la autoría de la proclama pudiera ser suya. Esto es: del hermano mayor de su sobrino político. Quien venía cumpliendo desde 1814 las funciones de enlace con los más diversos puntos para los que se contaba en la densa conspiración generalizada que hemos descrito (que a esta hora levanta también el grito a favor de nuestra CONSTITUCIÓN).

De los tres puntos de referencia, el más extenso es el relativo a los soldados, auténtica pieza clave para el éxito del pronunciamiento; pero malos de convencer al estar demasiado hartos de la palabrería política y patriótica de aquellos años, dada la calamitosa situación de los cuarteles. Es por ello que a la proclama se añade a contratipo esta orden de proximidad dirigida a los Habilitados, en el caso concreto de Barcelona y del Principado de Cataluña. Dice así:

Los Habilitados de los Cuerpos de esta Plaza y Principado formarán inmediatamente presupuestos con relación a sus fuerzas y Oficiales presentes para percibir inmediatamente una paga sin cargo a razón de 450 rs. los Subtenientes, 600 los Tenientes y 3 rs. vit (así, entiendo vitalicios) los Soldados, considerándoles a los Cabos y Sargentos el doble de su haber actual. Además recibirá cada Soldado un duro de gratificación y diariamente una libra de carne con cuartillo de vino. Estos presupuestos estarán duplicados y mañana después del juramento que debe prestar el Ejército a la CONSTITUCIÓN recibirá otra paga por cuenta de sus alconzes, sin perjuicio de las corrientes.

Con dichos presupuestos acudirán los Habilitados por el dinero a casa de D. (“Está en blanco”, escribe Carlos Rodrigo de Moya. Quien añade: “Hay dos rúbricas”, sin interpretar a quiénes corresponden. Como siempre, los resaltados en negrita son míos)

Ventura Escario, coronel y primer teniente de las Reales Guardias Españolas, mantuvo la relación física con Lacy hasta la madrugada del 6 de abril, cuando ya estaba claro que el pronunciamiento había fracasado. Fue en ese momento cuando salió con dirección a Barcelona y a su casa, siguiendo órdenes expresas del propio Lacy. Desde entonces, las relaciones entre ambos se mantuvieron abiertas por el concurso de misteriosas manos, incluso cuando Lacy estaba incomunicado y en capilla, pues así de porosas eran las prisiones.

Tanto él como Carmen Lacy, fracasada la intentona, buscaron influencias tratando de librarlo de la pena de muerte y –firmada ésta- de su ejecución definitiva. Sabemos que Ventura visitó personalmente para ello a tres personalidades condecoradas: Su jefe superior, José Hezeta, y dos damas de gran alcurnia, la goyesca marquesa de Santa Cruz y la condesa de Villamonte. Al mismo tiempo, Emilia, su mujer legal, mirando por sus propios intereses (los convenidos a raíz del casamiento) se encaminó más bien hacia los De Lacy y –de la mano de éstos- hacia el propio general Castaños (desde 1818, ya viuda), que continuaría siendo capitán general de Cataluña hasta el triunfo del pronunciamiento de 1820.

 

Sí que eran porosas las prisiones militares; pero no tanto como pudiera parecer. Razón de que todos los pronunciamientos iniciáticos, y de manera particular los protagonizados por militares recluidos en ellas,  resultaran malhadados. No porque tuvieran mal fario. Es que también resultaban porosas para los confidentes, la policía, el espionaje regio y los artistas del doble juego.

En el caso del pronunciamiento de Lacy es bien sabido que su trama la conocía el capitán general de Cataluña, Castaños. Advertido de las relaciones de aquel con el ministro de Guerra, que era el marqués de Campo Sagrado, lo tuvo al tanto. Como éste había sido capitán general de ese Principado antes de ser ministro (1814-1815), era consciente del nivel de popularidad que Lacy disfrutaba, sobre todo entre los militares, los gremios y determinados sectores de la burguesía. Así pues, recomendó a Castaños que extremara la prudencia y, llegado el caso, que hiciera vista gorda. Eran sabedores los dos –hasta por razones familiares- de que el absolutismo estaba condenado a desaparecer (antes o después) y, en situaciones tales, mejor consentir la fuga de los protagonistas que afrontar las consecuencias de una pena capital radicalmente impopular. Pasa que el rey –informado por el propio Castaños o por quien supo de la correspondencia cruzada entre ambos militares- hizo con su ministro dos movimientos habituales en él. Por la mañana, le colmó de zalamerías, regalándole incluso un canastillo de cerezas; lo cesó por la tarde… Pasó, con todo, que los cabecillas implicados se fugaron, parece que por la vista gorda de Castaños; pero no se fugó Lacy. Según algunos, porque –incorregible- necesitó cumplir con alguna dama antes de iniciar la escapada; según otros, porque en la espera de noticias, la bebida lo adormeció y no estaba en condiciones de iniciar la fuga.

 

El resto de la triste historia, con el consejo de guerra (desde el 12-IV), la condena a muerte por el delito traición (al no haber informado a su superioridad de lo que se tramaba), fue por sus pasos. El posterior embarque a escondidas en el puerto de Barcelona “en El Catalán”  (30-VI), la arribada al castillo real de Bellver, en Mallorca, y la manera de ser ejecutada la sentencia, con el reo sentado en un sillón, por licencia de la máxima autoridad militar de Mallorca, al estar sufriendo un duro ataque de gota (5-VII)…, todo se apuntó en el haber del general Castaños, que asumió –por lo que parece- la real determinación de la camarilla regia, quedando marcado para siempre.

 

“EL VIVO AL BOLLO Y EL MUERTO AL HOYO”
(FINAL CON FIN)

En 1820, el éxito del pronunciamiento del asturiano Riego y de un íntimo amigo y paisano de los Escario, Antonio Quiroga Hermida (admirador de Lacy y defensor en las Cortes del Trienio Liberal de los intereses de su familia), consolidado por el alzamiento coruñés de antiguos colaboradores del propio Lacy, al ir a contrapelo de la situación internacional, causó enorme impresión en todo el mundo.

Porlier y Lacy, como hemos dicho, fueron los primeros en ser oficialmente rehabilitados (desde el 15 de mayo) en grados, condecoraciones, etc, con los tratamientos hagiográficos, las mitificaciones y los festejos patrióticos que eran de esperar (los dos cantones coruñeses a que me he referido, llevaron sus nombres desde el día 21); pero los movimientos de las familias que quedaron descolocadas por la descarada colaboración con el rey absoluto en los años anteriores, para recolocarse, al asumir la nueva situación, también son dignas de conocer, porque las miserias humanas son igualmente históricas. El caso Lacy no fue excepción, al poner su muerte un punto y seguido con las discordias familiares que habían padecido en vida tanto él como su esposa legal.

 

Con relación a lo primero, acaso convenga volver la mirada hacia la versión más sintética que escribió en sus Recuerdos acerca de Luis Lacy el sobrino y ayudante preferido del general Castaños, Pedro Agustín Girón, futuro marqués de las Amarillas:

No es éste el solo motivo personal que tengo para juzgar a este hombre que, hecho después, por los mismos principios, uno de los corifeos del partido liberal, ha merecido de éste la apoteosis de los conspiradores, a pesar de la cobardía con que llevó sus últimos días.

Lejos estoy de negarle mérito militar, pero contribuyó mucho a ensalzar éste el haber servido en el Ejército francés y hecho las campañas de Alemania y Prusia con el grande hombre, además del precio que cierta sociedad secreta sabía dar a sus afiliados, así como quitar todo prestigio al que por una u otra causa, no había querido iniciarse en sus conocidos misterios”.

 

 

Los Escario, por su parte, se significaron pronto en la mitificación de Porlier (la citada oración fúnebre de José Salustiano es de 4 de mayo de 1820, precede incluso a los reconocimientos oficiales aludidos); pero quedaron un tanto rezagados con relación a la glorificación de Lacy. Acaso porque no podían creer lo que fue sucediendo.

La actividad de la viuda legal, Emilia, fue frenética desde que el triunfo liberal pareció consolidado. Pasa que esta vez no comparece sola. La acompaña un niño, Eusebio, al que ante un coro de partidarios entusiastas afirma ser suyo y del heroico general Lacy, reconvertido en héroe nacional. Todo es esperpéntico, en sentido literal, por cómico y trágico al mismo tiempo. “Este golpe sangriento, que arrebató con violencia un esposo adorado y un padre apoyo seguro de su inocente hijo”, se llegó a escribir en El Constitucional (Madrid, 10-X-1820).

La comedia aún es más rotunda en la Relación de la pompa fúnebre con que en el mes de julio de 1820, y en virtud de Real Aprobación, se celebraron en esta capital las triunfales exequias al cadáver del Excmo Sr. D. Luis Lacy (Barcelona, 1820), redactada por disposición de la Junta Patriótica y publicada en octubre de ese año. Aquí, además de españolizar, en la medida de lo que fue posible, el nombre de Emilia Luisa Josefa du Guermeur, el lenguaje patriótico alcanza sus habituales extremos delirantes:

Lloraba la inconsolable Emilia sobre los tristes despojos de su amado, con hartas fatigas recogidos; y sin embargo no duda un momento a la más leve insinuación de la Junta, en desprenderse de las insignias y uniformes, y hasta de aquel sable, honor de España, terror de sus contrarios y sostén de nuestras leyes. Todo lo envía generosa para que sirva de nuevo en las exequias al ilustre guerrero, tan feliz con los enemigos de su patria, como desgraciado con los hijos bastardos de la misma”

La dama servil, que comparece como tal en sus propios documentos de 1812, 1814, 1815, 1818, sin mentar para nada a ese hijo, reaparece inspirando dos insólitas aportaciones biográficas de Luis Lacy muy madrugadoras, publicadas en la misma circunstancia ese mismo año de 1820, en las que ya figura el Eusebito.

La de su primo Timoteo, teniente de navío de la Armada nacional, Apuntes acerca del difunto Teniente General (Imprenta de I. Sancha, Madrid, 29 páginas), con informaciones familiares más que confusas, pero con algún detalle que hemos citado, al contener novedades de relieve, no fue la única.

Antes, después o al mismo tiempo, apareció la primera entrega de otra aún más desquiciada, firmada por un joven de 27 años, redactor ´-casi seguro- de la citada alusión de El Constitucional, con importante biografía liberal posterior (era oficial de Infantería retirado a la sazón): Agustín de Letamendi, que es su nombre, le puso un título harto significativo: Notas históricas de la explosión prematura del plan proyectado por el héroe de Cataluña el Excmo. Señor Don Luis Lacy conteniendo los acaecimientos de la noche del 5 al 6 de abril de 1817 y dias subsiguientes hasta su captura (Imprenta de I. Sancha, Madrid, 46 páginas).

El joven, acaso inducido por Emilia y por su propio padre, que era íntimo amigo del general Castaños, se aplica en ese texto a descargar a éste de responsabilidades. Habla de la pena enorme con la que se vio forzado a poner fin a la “explosión prematura del plan” y a la estrategia de muerte, con el envío de Barcelona al castillo de Bellver donde sería ejecutado.

El autor debió quedar abrumado por las consecuencias de la difusión del tal folleto. En agosto de 1820 anunció una segunda parte (pienso que rectificadora), según leo en la nutrida nota biográfica de Alberto Gil Novales; pero de la que nunca más se supo…

 

No pararon ahí las publicaciones exculpatorias de las nuevas amistades de la viuda oficial de Lacy, razón de que –a partir de octubre de 1820- se vaya pasando de las hagiografías a los documentos de partes, teniendo que intervenir –de manera forzosa- Ventura Escario, Carmen Lacy y su yerno, Joaquín Escario, jefe político en distintas poblaciones importantes a todo lo largo del Trienio Liberal (hasta que, siéndolo de Cádiz, en 1823, tuvo que iniciar la escapada hacia el destierro como consecuencia del avance de las fuerzas de la Santa Alianza, lideradas por el rey de Francia).

 

Parece fundado suponer, por otra parte, que Ventura Escario fue uno de los informadores del citado Apunte histórico sobre los acontecimientos de Cataluña de 1817 del misterioso J. M., publicado también en 1820.

Del mismo relato forma parte este incompleto perfil del alter ego de Luis Lacy, y más que posible autor de la proclama de abril de 1817:

El pariente y amigo de Lacy D. Ventura Escario que se encontraba en Caldetas la noche del 5 de abril de 1817, donde permaneció hasta la mañana, había vuelto a Barcelona encargado de proporcionar el que recibiesen pronto las noticias de aquella parte; pero aunque Escario llenó su encargo con celo y con energía, cuando llegó a Barcelona, ya estaba también frustrado allí el golpe, y sus esfuerzos eran inútiles para conseguir el objeto que se proponía, a pesar de que se avistó con el principal cooperador que allí quedaba, que era Baiges, con Ceruti y con todos los demás que en Caldetas le habían indicado”.

Era el arranque de la que iba a ser una ofensiva en su contra en la que se adivinan distintas manos. No sólo las de Emilia.

Como consecuencia de su presencia física en Caldetas ese día 5, Ventura fue el único de estos Escario que declaró como testigo 14 en el Consejo de Guerra. Dadas las circunstancias, tuvo que guardar silencio sepulcral –como el propio Lacy- sobre su experiencia, por lo que la declaración resultó insípida.

No pudo negar que la noche del 5 de abril estaba allí. En Caldetas. Que conocía a Lacy y que pensaba pasar a visitarlo, porque ese conocimiento venía de antiguo; pero -en lo que hace a esa noche- miente al afirmar que sólo podía hablar de lo que escuchó (un tumulto) y lo que (al tratar de informarse) le dijeron en el balneario. Que el general había sido detenido porque formaba parte de una conspiración. Nada más.

 

 

En los primeros días de 1821, con evidente retraso y por manos interesadas, se publicó la Causa criminal formada en la Plaza de Barcelona contra el héroe de la libertad española el Excelentísimo Señor D. Luis de Lacy, teniente general de los ejércitos nacionales, pasado por las armas en los fosos del castillo de Bellver de la isla de Mallorca en el aciago dia 5 de julio de 1817 (Madrid, Imprenta del Censor, casi 400 páginas).

Ventura se encontró –casi al comienzo de la publicación- con esta referencia a su persona:

Don Ventura Escario, oficial de guardias de Infantería española, que desapareció en el momento de la confusión o llegada de la tropa.

Al entender que era de “ponzoñosa intención” la referencia, escribió en El Universal (Madrid, 27-I-1821) una especie de Memoria ineludible, pero críptica (“Me obligan a romper el silencio que con tanta prudencia había guardado”), llena de insinuaciones, aunque vacía de nombres. Habla en ella de los “sentimientos limpios y jacobinos” del difunto, cuya historia personal debe ser conocida (“El público debe saber no sólo el proceso sino cuantos antecedentes motivaron indirectamente esta desgracia”), dando cabida en ella a “sus disgustos civiles y domésticos”. En lo que hace a su declaración y a la noche de autos, escribe:

Como no podía ocultar que había estado en casa del general el 5 de abril de 1817, para no complicarlo aún más de lo que estaba, tuve que decir que me había ausentado cuando llegó el tropel de gentes, porque si hubiese declarado que lo acompañé a la casa de Miláns, que pasé allí toda la noche conferenciando juntos, y otras varias particularidades que acaecieron, me perdía irremediablemente y se perjudicaba a sí mismo. El general tuvo que omitir estas cosas y otras en su declaración para salvarse a sí y a sus compañeros, y nada más natural que amparar con aquella cita a un amigo cuya persecución iba a influir necesariamente sobre su propia familia. ¿A quién sino a la suya se la dejó encomendada en los últimos momentos, y por qué no encargó ese cuidado a otras gentes?

Reflexiónese con imparcialidad lo delicado de mi situación, siendo demasiado notorio mi modo de pensar y el de mis hermanos, y la pasión que tuve siempre a Lacy, y júzguese después si habré podido perjudicar en lo más mínimo a un amigo tan querido, y que unía a este sagrado título el de tío de mis sobrinos… En tan críticas circunstancias no me era permitido hacer más, y ojalá hubieran sido tan considerados con él los que toman su defensa cuando conviene a sus intereses”

.

Aunque muy críptica, esta breve memoria marca el arranque de una contraofensiva familiar, liderada por Ventura Escario, Carmen Lacy y su yerno, Joaquín Escario, dirigida contra los promotores de la publicación y contra su viuda legal, reconvertida –dada la nueva situación revolucionaria (Trienio Liberal, 1820-1823)- en propagandista entusiasta de la causa de su esposo, y con Eusebito (hijo ficticio de Lacy y ella misma, al que pasea como un trofeo, pero que todos los familiares y amigos del difunto desconocen, al que no había mentado jamás en la rica documentación de que se dispone).

Es el origen del Apéndice a la causa del general Lacy (edición de Carmen, impreso por Ramón Villamazo, Burgos, 1921, donde era jefe político su yerno, Joaquín Escario). A quien Luis Lacy dedicó las líneas más sentidas cuando ya llegaba su hora final: “Mi amado sobrino… Ya no le queda a la familia otro hombre más que V…. Escribo con el pulso más sentado que nunca; es que siento, y no temo”.

 

 

Agradezco a mis queridos amigos Miguel Ángel Buil Pueyo y Eduardo Anglada Monzón la ayuda que me han prestado para documentar este episodio de la “Atlántica Memoria”.