La novela, además de un espejo que alguien lleva consigo de paseo y que va reflejando lo que hay a lo largo del camino, es también un hechizo con que el autor nos seduce para que hagamos camino con él.
A esmorga (1959) es un buen ejemplo de esto. ¿Quién querría, en principio, acompañar a tres curdas durante todo un día y toda una noche de parranda, para ver cómo se van metiendo en un lío inextricable? Y sin embargo, aceptamos recorrer ese vía crucis con una mezcla de fascinación y repulsión, sin que el disgusto por lo que va ocurriendo en la ficción nos lleve a tirar el libro por la ventana.
Hecha con mimbres sacados de la realidad más cotidiana y vulgar, la novela de Eduardo Blanco-Amor podría leerse como una especie de Esperando a Godot en el que los personajes, en lugar de aguardar pasivamente el milagro, se lanzan a la imposible tarea de pegar fuego al mundo entero. También se la puede ver como una anti-novela de caballerías, con borrachines andantes en lugar de caballeros andantes, madamas en lugar de hadas-madrina, lupanares y cantinas en vez de castillos, mujeres del trato en lugar de princesas y vino peleón en lugar de filtros mágicos.
Siempre he pensado que fue un error dejar que la historia se la contase el Cibrán al juez. El juez no tiene ningún interés en saber ciertas cosas que a nosotros, en cambio, sí nos interesaría saber. El reo querría contarle al juez cómo en ocasiones se le nubla el pensamiento y hace cosas que no quisiera hacer. Pero al juez esos pormenores psicológicos le traen al fresco. Por eso interrumpe al declarante a cada rato, para obligarle a centrarse en lo esencial, que son los hechos. De todas las opciones posibles, la del juez es tal vez la que más limita las posibilidades de la narración.
Aun así, hay que reconocer que la historia de estos tres aspirantes al garrote vil y sus veinticuatro horas de desmadre tiene algo de proeza —por parte de ellos y también de quien se lanzó a escribirla—. Habrá quien piense que historias así las daba la época, como si los materiales de una novela fuesen fruta madura colgando de los árboles. En ninguna época lo han sido ni lo serán. La época en la que transcurre A esmorga tenía sus rasgos peculiares, como por otra parte los tienen todas, pero en ninguna parte regalan historias así, y mucho menos ya empaquetadas, envueltas y atadas con un lacito. Los hechos hay que saber encontrarlos y, lo más importante, saber vestirlos.
En cualquier caso ¿qué quiso decir el autor? ¿Advertirnos de lo que sucede cuando nuestros demonios interiores se apoderan de la voluntad y la dirigen contra el imperio de la ley y el orden? ¿Señalar con dedo acusador a una sociedad injusta en la que la pobreza y la falta de expectativas empujan a la desesperación a la gente más vulnerable? ¿Alegorizar acerca del destino humano? Lo cierto es que los tres pobres diablos que tiran del carro de la narración parecen movidos por un resorte externo que tira de ellos con demasiada fuerza como para resistírsele. En ese caso podría no ser una sociedad injusta la culpable de la suerte de estos tres pobres borrachines que patean las calles orensanas bajo la lluvia en busca de una nueva tasca en la que seguir matando el gusanillo, sino Dios mismo, un dios que abocó a sus criaturas a la miseria y finalmente a la nada. ¿Seremos hijos de un dios bioquímico que, al sellar nuestro destino, olvidó en nuestro interior un gusanillo que no nos deja vivir tranquilos con lo poco o lo mucho que la vida nos da? Quién sabe. Mientras no lo averigüemos, sólo cabe esperar que entre la predestinación y la redención haya un espacio de libertad para que el individuo pueda intentar salvarse por sus propios medios. La barrica de vino va a seguir ahí, esperando paciente a que nos entre la sed, pero nosotros debemos ser conscientes de que la única espita aconsejable es la que ha hecho poner el dueño para sus propias necesidades y para agasajar a sus invitados cuando quiera celebrar algo. Cibrán y sus compinches habrían debido preguntarse quién les estaba invitando en aquella ocasión, si dios o el diablo, y qué pretendía celebrar.