Desde aquel jueves, de los que no relumbran más que el sol, en que me estaba mudando en el cuarto de la casa de huéspedes donde vivía, cuando, de repente, sin llamar, hallándome en pelota picada, entró Rosita, la hija de la dueña de la casa, para comunicarme que no me retrasara a la hora de comer porque su madre iba a hacer paella y le fastidiaba que se le pasara el arroz, tras lo cual se marchó como si tal cosa; pues desde aquel día no me mudo sin atrancar antes la puerta o correr el cerrojo, incluso las veces que he vivido solo. Por lo que Valerio se la encontró cerrada esta mañana. Mas, en vez de marcharse, la aporreó mientras gritaba si sabía cuándo Jenofonte había escrito el Hierón. Y como semejante pregunta me resultó tan fuera de lugar, o más aún, que lo de la paella de Rosita ante mi desnudez, me puse precipitadamente la bata y salí al pasillo, pero ya se había marchado.
Lo encontré en la cocina tan tranquilo, tomándose un café y unas tostadas, con un libro y un cuaderno al lado, como de costumbre. Y, al verme, tras disculparse por si me había despertado, me repitió la pregunta. El nombre de Jenofonte me sonaba como el de un historiador griego y el de Hierón, por el contexto, que debía ser el título de alguna de sus obras. En cambio, lo de la fecha era de matrícula de honor y esa nota yo no la obtuve ni en párvulos. De modo que reconocí mi ignorancia y le pregunté por el motivo de su interés mientras me servía café del que quedaba en la melita.
-Por una corazonada que he tenido mientras leía anoche esta obrita de Jenofonte –y me señaló el libro sobre la mesa. -Que debió tener presente a Platón al escribirla.
-¿Le mencionaba en el texto?
-Claro que no. De haberlo hecho, no habría sido una corazonada. En realidad, como han insinuado algunos autores, ya en la Antigüedad, la relación entre ambos resulta un tanto enigmática. Los dos eran Atenienses, aproximadamente de la misma edad –habrían nacido entre el 430 y el 420- y de la misma clase social. Habían tratado a Sócrates por las mismas fechas, quien, según el chismoso Diógenes Laercio, se había sentido atraído hacia Jenofonte por su belleza y hacia Platón por su creatividad.
-¿Tan guapo era Jenofonte? Pues la creatividad de Platón está demostrada incuestionablemente por sus obras.
-No sé nada de los gustos de Sócrates. Lo que sí refiere Diógenes es cómo los habría conocido.
-¡Cuenta, cuenta!
-A Jenofonte, en una callejuela, cerrándole el paso para preguntarle que dónde se vendían los alimentos. Y, al contestarle que en el mercado, siguió preguntando que dónde se aprendía a ser hombre de bien.
-¡Este Sócrates! ¡Se pasaba tres pueblos! ¿Y cómo acabó?
-Ya te lo puedes imaginar. Que Jenofonte no lo sabía y Sócrates invitándole a que lo acompañara y lo averiguaría.
-¿Y a Platón?
-Por un sueño que había tenido la noche anterior, viéndose con una cría de cisne entre las piernas, que se cubría de plumas en un instante, echando a volar. Y así, encontrarse de frente al joven Platón e identificarlo con el cisne del sueño, fue todo uno.
-¡Qué bonito!
-Vamos, que esa historieta, tan inventada como la anterior, te gusta. Pues aquí tienes este otro sueño socrático, donde Platón se le aparecía transformado en un cuervo, que se le posaba en la cabeza, le picoteaba la calva y graznaba mientras miraba a su alrededor.
-¡Qué impresionante! Se merecería un Freud para interpretarlo.
-Ni falta que hace. Ya lo hicieron entonces y hasta se dijo que por el mismo Sócrates.
-¿Cómo?
-Que Platón arrojaría muchas mentiras sobre su nombre.
-¡Qué maldad! Seguro que provenía de alguno que juzgaba de ese modo la representación que Platón había dado de Sócrates en sus diálogos.
-Puede. Las enemistades y los improperios entre pensadores y artistas a veces superan las que se suponen entre verduleras. Ahora bien, en lo que se refiere a los posibles vínculos entre Jenofonte y Platón, no habrán podido ir más allá del 399, el año en el que el primero se marchó de Atenas para unirse al contingente de mercenarios Griegos al servicio de Ciro el Joven, que, con su ayuda, pretendía conquistar el poder en Persia.
-¡Eso lo he visto en una película! ¿No fue la derrota de ese Ciro lo que provocó la retirada de los diez mil?
-Exactamente. Pero, antes de alistarse, quiso conocer la opinión de Sócrates, quien le recomendó que fuese al oráculo de Delfos y se lo preguntara al Dios.
-¿Y lo hizo?
-A medias. A Delfos fue. Pero no preguntó al Dios si debía unirse a la expedición, sino sobre el mejor modo de hacerlo.
-¡Un listillo, el Jenofonte!
-No se qué decirte. Si respetas y admiras a una persona y sospechas que lo que quieres hacer no le va a gustar, te buscas un subterfugio para conseguirlo sin molestarle. Mas, como fuere, él se alistó en el ejército de mercenarios espartanos, lo que acaso le costó la condena al exilio por la asamblea Ateniense y que no pudiese volver a la ciudad.
-¿Y dónde se instaló después del fracaso de la expedición?
-En Esparta. De modo que, a partir del 399, el conocimiento que hayan podido tener el uno del otro no ha podido ser más que por la lectura de sus respectivas obras o por lo que les informaran quienes les siguieran tratando.
-¿Y se sabe, al menos, cuáles fueron las obras que leyeron del otro?
-¡Qué dices! ¡Ya quisiéramos! Ambos, como tantos después de la muerte de Sócrates, escribieron diálogos con él como protagonista, y dos con los mismos títulos.
-Eso creo que lo se. Si es que los han traducido bien al castellano: la Apología y el Banquete.
-¡Mira qué sorpresa! ¡Tú qué te las vas dando de ignorante!
-Para protegerme de ti.
-¡Sí, ya, que me lo creo! No obstante, lo que no sabemos, ni tú ni yo ni nadie, son las fechas de los diálogos del uno y del otro, lo que nos habría permitido compararlos e identificar las posibles influencias.
-Pero siempre se pueden cotejar las diferencias.
-Eso sí. No obstante, como Platón no escribió ningún diálogo con el título “Hierón”, los vínculos que pueda haber entre ese diálogo y alguna de sus obras habrá que buscarlos o en otros de sus diálogos o en otros testimonios.
-¿O en lo que hayan escrito el uno del otro?
-Es que no escribieron prácticamente nada. Platón, que yo recuerde, no menciona a Jenofonte en ninguno de sus textos, salvo alusiones a la Ciropedia en las Leyes, donde, según algunos eruditos, discreparía del modelo que aquel presentaba del buen gobernante. Jenofonte, por su parte, se refiere una sola vez a Platón, aunque únicamente nombrándole, sin contar nada de su biografía ni de su obra, salvo que había solicitado de Sócrates que disuadiera a su hermano Glaucón de intervenir en la Asamblea Ateniense, pues no había cumplido aún los veinte años ni estaba preparado para participar en política.
-¿De dónde sacas entonces la vinculación entre el Hierón de Jenofonte y Platón, si se puede saber?
-De testimonios que nosotros conocemos y Jenofonte seguramente también. Por un lado, las actividades de Platón y, probablemente, la carta VII, en la que se cuentan sus peripecias en Siracusa.
-Yo tenía entendido que era falsa
-¿Falsa para quién?
-¿Para quién va a ser? Si es falsa, lo será para todo el mundo.
-Pues no. Eso es metafísica, que nos decía el profesor de filosofía en el instituto. Para los autores antiguos que la leyeron la carta era auténtica. De modo que también lo habrá sido para Jenofonte si la conoció. Por otra parte, las aventuras sicilianas de Platón debieron ser tema de conversación y jolgorio entre sus conciudadanos atenienses, cuyos ecos le habrán podido llegar a Jenofonte donde residiese.
-O sea que, para lo que nos importa, o Jenofonte conoció la carta como habiendo sido escrita por Platón o no la conoció, pero haberse enterado de lo ocurrido en Siracusa por lo que se rumoreaba a su alrededor. ¿Lo he resumido bien?
-Perfectamente. Mas, como de lo que dijera la gente no nos ha quedado nada, ya que faltaba mucho para que se inventara la registradora de la voz, me he servido de la carta VII, en la que se cuenta el viaje de Platón a Siracusa con el fin de convertir a la filosofía al tirano de aquella Ciudad Estado.
-Espera, espera, que yo de eso no se nada. ¿A convertir a quién y cuándo?
-Te explico. Según parece, Platón habría viajado dos o tres veces a Siracusa. La primera, hacia el 388
-Antes de Cristo.
-Claro. Todo de lo que estamos hablando es anterior. Platón tendría por entonces unos cuarenta años y ya parece haber llegado a la conclusión de que los males del género humano únicamente acabarán cuando los filósofos gobiernen.
-¡Qué peligro!
-En efecto, pero dejémoslo pasar. En ese primer viaje habría ido para ver los cráteres del Etna y visitar a las comunidades pitagóricas del sur de Italia.
-¿Seguidores del Pitágoras por cuyo teorema estuve a punto de perder un ojo a los ocho años?
-Los había, pero los olvidaremos, al menos de momento. Porque antes me tendrás que explicar cómo fue que el que el cuadrado de la hipotenusa sea igual a la suma de los cuadrados de los catetos haya estado a un tris de dejarte tuerto.
-No se si contártelo. Es una anécdota personal y tú eres poco dado a tales expansiones.
-¡Mira con qué remilgos! ¡Pues me salto las reglas! O me lo cuentas o no sigo.
-Te lo cuento. Mi padre tenía de compañero, en la partida de dominó que jugaba con unos amigos todas las tardes, después de comer, mientras tomaban café y copa, en la cafetería propiedad de un tío de mi madre.
-Si sigues con tantos detalles no vas a llegar nunca a lo del triángulo rectángulo.
-¿Entonces no te informo de que ese compañero de partida de mi padre era maestro nacional, de los que habían sido expedientados y expulsados del magisterio al acabar la guerra civil, por haber actuado de secretario y contable en una comuna de agricultores del pueblo en que tenía la escuela, ganada por oposición, por ser el único de izquierdas que sabía de números?
-Y si te pido que no lo hagas ¿cómo borrarás lo que has dicho? Pero sigue a tu manera, que yo encantado.
-Me has cogido. Resumo. Al maestro represaliado le contrataban durante el curso en colegios de religiosos; y, en el verano, como dejaban de pagarle, daba clases particulares de matemáticas a alumnos que habían suspendido en los exámenes para ingresar en el bachillerato.
-¿Y a ti te habían suspendido?
-No, yo tenía entonces unos ocho años. Fui a las clases porque le ofreció a mi padre, de quien debía conocer su aprecio por las matemáticas que me mandara sin cobrarle. Y se acabó el preámbulo.
-Pues pasemos a lo de cómo estuviste a punto de perder un ojo.
-A eso voy. Ya te he dicho que los otros chicos eran mayores que yo y se suponía que estaban más preparados. Sin embargo, una tarde –pues las clases las dábamos en su casa a la vuelta de la partida- el maestro…
-¿No te acuerdas de su nombre?
-Sí. Claro. Don Claudio. Pues don Claudio preguntó a uno de los alumnos el teorema de Pitágoras.
-¡Por fin!
-¡Sin coña! Y no supo contestar. Conque preguntó a otro, y tampoco. Y así, uno tras otro. Hasta que sólo quedaba yo. Que esperaba que no lo hiciera, ya que, a fin de cuentas, no era propiamente de la clase. Pero don Claudio lo hizo, a sabiendas de que lo sabía, porque inició la pregunta con algo así como que “demuéstrales a estos que tú, siendo más pequeño, si lo sabes”.
-¿Y contestaste?
-No pude.
-¿Por qué?
-Porque no podía avergonzarles. Y tampoco lo hice la segunda vez. Fue cuando don Claudio, enfadado por mi tozudez, me fue a golpear con el puntero, supongo que en el hombro, pero, como me moví asustado, me rozó una ceja y me hizo una pequeña herida, saliéndome unas gotas de sangre.
-¡Qué desastre!
-¡Ni te lo imaginas! Don Claudio me sentó en sus rodillas y llamó a su mujer para que trajera esparadrapo, alcohol y una palangana. Me lavó la herida y me puso una gasa, sin dejar de acariciarme y disculparse. Y luego me llevó a casa y le refirió a mi padre lo que había ocurrido. Quien fue el que, al marcharse don Claudio, me echó la bronca padre.
-Nunca mejor dicho
-Exacto.
-¿Y no le dijiste que lo habías hecho para no avergonzar a tus compañeros?
-A punto estuve, pero me lo callé, porque pensé que podía ser peor el remedio que la enfermedad.
-¡Pues mira tú! Después de eso ¡Cómo para seguir con Pitágoras!
-¡Claro que si! ¡Faltaría más!
-Es que ya no me acuerdo de lo que estábamos hablando.
-No te preocupes, que yo, un desmemoriado, te refresco la tuya ahora mismo. Te estabas refiriendo al primer viaje de Platón a Sicilia y al sur de Italia, la llamada Magna Grecia, donde, según te entendí, algunas ciudades estaban gobernadas por seguidores de Pitágoras.
-¿Eso dije? Pues no. Por entonces, que yo sepa, sólo una, Tarento, por un famoso matemático, Arquitas, y depende de lo que entiendas por gobernar ¿Lo hacía Pericles en Atenas?
-Yo creía que sí. Aunque, al preguntármelo, ya me imagino que me vas a decir que no.
-Mandaba la Asamblea. Y Pericles, por haber sido nombrado seis veces sucesivas uno de los generales, de los pocos cargos que no se elegían por sorteo, y serlo durante la guerra con Esparta, en la llamada del Peloponeso, obtuvo un gran poder. Pero lo que se dice gobernar, no gobernaba. Pues lo mismo Arquitas, el Pitagórico de Tarento, al que Platón fue a visitar, aunque tal vez no como Pitagórico, sino como matemático.
-¿No fue de los Pitagóricos de los que Platón tomó la idea de eliminar la propiedad privada?
-¿De dónde sacas tú lo de que Platón enseñaba semejante cosa?
-De lo que nos explicaba don José Ignacio, el profesor de filosofía del instituto.
-También a mí el mío, pero no. Platón lo reclamaba para el grupo de los gobernantes filósofos, quienes vivían dependiendo de quienes trabajaban y que no podían tener nada propio, tampoco mujeres ni hijos, para no perturbar la objetividad y neutralidad de sus decisiones, al dejarse llevar por sus afectos.
-Da lo mismo. Continúa.
-Poco te puedo añadir. Pitágoras habría llegado a la Magna Grecia, concretamente a Crotona, desde la isla de Samos
-Y eso ¿por dónde cae?
-Al otro extremo del Mediterráneo. A unos pocos kilómetros de la actual Turquía ¿Te basta o quieres más detalles?
-De momento, no, que, de necesitarlos, los buscaré en Internet.
-¡Que anda que no lo usas!
-Es que uno es un ignorante.
-¡Sí, que es por eso! En cualquier caso, la llegada de Pitágoras a Crotona debió ocurrir hacia el 530, tal vez tras huir de Samos, si no es que fue expulsado, por sus conciudadanos aristócratas, quienes no admitían el ideal de vida que enseñaba entre los más jóvenes, generando vínculos tan estrechos entre quienes lo admitían y practicaban –los Amigos, se llamaban-, que los alejaba de sus familias. Pues ya sabes lo que escribió Max Weber.
-¿Yo? ¡Qué voy a saber!
-Te lo digo. Pero de memoria. Si lo quieres con exactitud, en la librería de mi cuarto encontrarás Economía y Sociedad.
-Me basta con tu palabra.
-Que cuando personas que comparten las mismas creencias religiosas, distintas de las tradicionales en las que fueron educadas, forman agrupaciones, como en sus inicios lo hicieron los cristianos, los vínculos entre los fieles suelen ser más estrechos y solidarios que los que se dan entre familiares y convecinos.
-¿Y cuál era la nueva creencia del Pitagorismo?
-La metempsicosis
-¿Qué?
-Que las almas transmigran, al morir el cuerpo en el que momentáneamente residen, al de otros seres. Un especie de reencarnación. Y que, para concluir el proceso y no volver a otro cuerpo o para trasladarse al de un ser superior, es para lo que los pitagóricos practicaban un estilo de vida, con regulaciones sobre casi cualquier comportamiento.
-¿Por ejemplo?
-Vestir con sólo un vestido y blanco, no comer carne ni beber vino, no reírse; ni siquiera sonreír.
– ¡Anda! ¿Por qué?
-Porque reírse e incluso sonreír eran muestra de que uno no se controlaba, y si uno no lo hacía consigo mismo, menos aún lo haría con otros.
-Qué es lo que se pretendía.
-Eso parece. En algún sitio he leído que el Pitagorismo, en los comienzos al menos, no era meramente una forma de vida, como lo serían otros movimientos filosóficos posteriores, sino un modelo alternativo de sociedad, entre cuyos seguidores se transmitían oralmente los dichos y hechos del Maestro. Y es por lo que son tan escasos y tardíos los testimonios sobre él.
-No obstante, antes me dijiste que se había instalado en Crotona tras huir de Samos. Luego algo se sabía.
-Sí, por testimonios muy tardíos e inverificables. Como que Pitágoras había llegado a Crotona cuando los Crotonienses estaban abatidos y desesperados por haber sido derrotados por los Locrianos; que había logrado atraer a unos trescientos jóvenes al tipo de vida que enseñaba; que, con su apoyo, sin cambiar las leyes, se había hecho con el control de la Asamblea y, por tanto, del gobierno; que, conducidos por Pitágoras y los Pitagóricos, los Crotonienses habían conquistado Sibaris; pero que, cuando quiso administrar las tierras conquistadas como bienes comunes, los Crotonienses exigieron su distribución entre los ciudadanos, lo que provocó motines y enfrentamientos, concluyendo con el exilio de Pitágoras, o su muerte, y los Pitagóricos, algunos de los cuales arribaron a las costas de Grecia hacia el 420, instalándose en diferentes lugares y añadiendo al vocabulario una palabra que ha heredado el mundo entero.
-¡No me digas! ¿Cuál?
-“Filósofos”.
-La habrán tenido que contextualizar, porque, al ser acuñada por ellos, no resultaría fácil de entender.
-En efecto. Los Pitagóricos contaban una historia, colgándosela al Maestro, que la llena de significado ¿Te la cuento?
-¿Tú qué crees?
-Que sí. Imagínate –me expreso como si yo fuese Pitágoras- que hemos ido a unos Juegos Olímpicos.
-Pero si a ti no te gusta el deporte.
-Te he dicho que te lo imagines, lo que podrás hacer independientemente de mis gustos. ¿Vale?
-Sí.
-Pues en esos Juegos Imaginarios están los que han ido a participar.
-Claro. Los atletas y los jugadores.
-Y esos que ponen tenderetes para vender las mercancías más variadas: medallas, globos, bebidas.
-Y un largo etcétera.
-Estarán también los que van con el deseo de ver ganar a los suyos, jaleándolos y aplaudiéndolos.
-Y también los acomodadores, los guardias de seguridad, los revendedores, los periodistas, los jueces, los recogepelotas. Y luego dices que yo me alargo. ¿Cuándo, demonios, aparecen los filósofos? ¿Porque no serán los que, habiendo perdido el autobús, llegan a destiempo?
-¡Oye! Pues podrían haberlo sido. Pero Pitágoras a esos no los tuvo en cuenta. Para él los filósofos eran los que sólo habían ido a mirar. Los que siempre son una minoría. Respecto a los cuales, las malas lenguas de las mayorías se los representan tratando a los suyos como amigos, en el sentido más absoluto, y a los demás como enemigos.
-¿Y Platón fue a conocer a los tales a la Magna Grecia?
-Creo que no. Seguramente ya los había tratado en Atenas. Acaso lo hizo para conocer a Arquitas y, tal vez, ni siquiera como filósofo y político, sino como matemático.
-Entonces ¿me puedes explicar qué tiene que ver todo esto con el Hierón de Jenofonte?
-En realidad nada. Únicamente que fue en ese viaje cuando Platón llegó por primera vez a Siracusa, entonces gobernada por el tirano Dionisio I, y cuando conoció a Dión, del que te hablaré luego.
-De luego nada, ahora. Y no sólo del tal Dión, sino también de Dionisio. Que yo no soy el Espasa y necesito información sobre los nombres propios, pues, de lo contrario, me pierdo.
-Tienes razón. Te contaré lo imprescindible.
-¿Como qué?
-De Dión, que era un joven de veintitantos años, hermano de una de las dos esposas de Dionisio, a quien Platón convenció de los principios con cuya aplicación los hombres serían mejores, practicándolos, en primer lugar, con uno mismo, y con los demás de darse la oportunidad.
-¿Y Dionisio?
-Pues que se había convertido en tirano de Siracusa con el apoyo, según Aristóteles de la gente más humildes. ¿Te informo también sobre él?
-¡No digas sandeces!
-Y la había transformado, tras derrotar a los Cartagineses, en la capital de una especie de imperio, con una fuerte flota y un numeroso ejército de mercenarios. Un lugar donde la mayoría, según el mismo Platón, estaba entregada a toda suerte de excesos, en la comida, en la bebida y en la sexualidad.
-¿Y Platón también había intentado atraerlo a sus principios como a Dión?
-Y jugándose la cabeza, si es verdad lo que cuenta Diógenes Laercio de que se habría atrevido a decirle a la cara que el gobierno del más fuerte no es conveniente cuando no va acompañado de la virtud. Y eso a un tipo tan desconfiado de todos los que le rodeaban que no permitía que le afeitasen sino sus hijas, y únicamente mientras estaban solteras, pues, ya casadas, desconfiaba igualmente de ellas y lo hacía él mismo, chamuscándose la barba con carbones encendidos.
-¡Pues que osadía la de Platón!
-Y tanto. Probablemente, de no haber sido por su amistad con Arquitas y los vínculos diplomáticos que unían a Dionisio con aquel, no habría salido vivo. Ya que todo parece indicar que Dionisio intentó quitárselo de en medio, aunque alejado de su territorio.
-¿Mediante sicarios?
-Embarcándole en una nave espartana con rumbo a Egina, entonces en conflicto con Atenas, e instrucciones para venderlo allí como esclavo. Menos mal que apareció uno que lo conocía y compró su libertad.
-¿Y no se conoce el nombre del quien -si es verdad lo que se dice de que buena parte de la filosofía son comentarios a los diálogos de Platón-, que de no haber sido por él no se habrían escrito?
-¡Realmente, cuando te pones pejiguero! Pero creo que se llamaba Anicérides o algo así. ¿Quieres que lo confirme?
-No, por favor. Si me basta como muestra de que todo pende de un hilo. Conque sigue con el segundo viaje. A no ser que falte algo del primero.
-No, nada, que yo sepa. Que Platón volvió a Atenas, donde había fundado la Academia, la que había despertado la curiosidad de los Atenienses, que observaban con burla a los miembros de esa novedosa institución, que llamaban la atención por su indumentaria y su comportamiento: ingeniosos, bien vestidos, peinaditos, barba cuidada, expresión solemne, que más parecían extranjeros que conciudadanos.
-¿No hay algo de caricatura en esa descripción?
-Totalmente, puesto que proviene de una comedía, un género donde se exponían las opiniones más conservadoras. Y no se si del mismo autor, pues te estoy refiriendo algo que leí hace mucho tiempo, este otro relato caricaturesco sobre lo que se enseñaba en la Academia. Un ateniense se lo refería a otros: que acababa de ver a un grupo de alumnos de la Academia clasificando y determinando el género y la especie de la calabaza.
-¡Qué falsedad! ¿No?
-Que quieres que te diga. Los eruditos aseguran que ese fruto acababa de llegar a los mercados. Y que viniera que ni pintado para un ejercicio de clasificación. Del que el narrador se aprovechaba para exponerlo como una pérdida de tiempo.
-¿Y cómo la clasificaban?
-Según uno, algo así como “planta de jardín de fruto esférico”. Para otro: “fruto de una especie de árbol”, y del mismo modo todos los demás; hasta que aparecía Platón y exponía el método adecuado para encontrar la respuesta.
-¿Que era?
-No recuerdo que se dijera. En realidad no importaba. Se trataba de descalificar, no de informar. El autor de la comedia habría oído campanas. Es decir, habría leído o le habrían resumido algún diálogo de Platón y había caricaturizado el procedimiento mediante el que se distinguían una formas de otras. De modo que si se burlaban de lo que era un entrenamiento dialéctico para ascender a la realidad de las ideas, ya te puedes imaginar cómo se habrán carcajeado cuando, tras la muerte de Dionisio I, se enteraron de que se embarcaba otra vez hacia Siracusa.
-¿En qué año estamos?
-A finales de enero o principios de febrero del 367.
-¡Qué precisión!
-Es que a Dionisio, como a tantos políticos de entonces y de ahora, e incluso cabe que más ahora que entonces, les encandilaba la fama literaria.
-Porque la consideran más permanente. Pero ¿a qué viene eso ahora?
-Porque me has preguntado por la precisión de la fecha del fallecimiento. Y es que Dionisio había presentado una tragedia al concurso de las fiestas Leneas, que se celebraban en Atenas a finales de enero, principios de febrero, y había ganado el primer premio ¡Y pasó lo que no te puedes ni imaginar!
-¡Cómo que no! ¡Qué se descubrió que había sobornado a los jurados y se lo retiraron!
-¡Qué va! ¡Tú, con lo que está cayendo a nuestro alrededor, ya ves negocios sucios por todas partes!
-¿Pues qué fue?
-Que uno de los del coro, calculando que obtendría una espléndida recompensa si era el primero en darle la noticia, salió corriendo a coger en Corinto el primer barco que saliera hacia Siracusa. Y Dionisio, al conocer que había ganado el primer premio, no sólo recompensó al mensajero, sino que organizó fiestas y banquetes suntuosos, cogiéndose tantas y tales borracheras que, en una, enfermó y falleció.
-Pues más le habría valido no haber ganado el premio.
-Si fue por las borracheras, porque el historiador Timeo, que era siciliano, contaba que habían sido sus médicos los quienes le envenenaron.
-¡Lo mismo que se dijo de Stalin!
-¡Hombre! A propósito. Pues que ni pintado.
-¿Qué?
-Que también Dionisio hacía lo mismo que Stalin, de quien se cuenta que emborrachaba a los camaradas de partido, en fiestas que organizaba en el Kremlin, para que se fuesen de la lengua.
-Pero en tiempos de Dionisio no había partidos.
-Ni tampoco en tiempos de Stalin. A no ser que convirtamos el singular en plural. Lo que se contaba de Dionisio es que, habiendo sabido de dos jóvenes que hablaban mal de él, los invitó a cenar y los emborrachó para que se delataran en su presencia.
-Y, cuando lo hicieron, los mandó matar.
-¡Qué va! Eso se le ocurre a cualquiera. La anécdota es más sofisticada. Uno de los jóvenes no dejó de hablar en toda la noche, mientras que el otro no abrió el pico.
-Y Dionisio condenó al charlatán y dejó en libertad al taciturno.
-¡Qué dices! ¿Tú te crees que Plutarco perdería el tiempo contando semejante bobada? No. Dionisio dejaba marchar al charlatán, porque un bocazas es siempre inofensivo; en cambio, cualquier tirano desconfiaría de quien se controla hasta el extremo de no abrir la boca ni borracho.
-¿Tú eso dónde lo has aprendido?
-No sé. Tal vez leyendo a Plutarco. En cualquier caso, para acabar con Dionisio, y que lo guardes en la memoria hasta que lleguemos al Hierón de Jenofonte, atiende a lo que refiere Cicerón en las Tusculanas. ¿Te suena lo de la espada de Damocles?
-Como sonar, me suena. Pero los detalles me los añades tú.
-Damocles era uno de los más aduladores entre los súbditos de Dionisio, de quien no paraba de elogiar su majestad, sus fiestas y sus muchas riquezas, declarándole el más feliz de los mortales. Hasta que un día Dionisio, tal vez harto de tanta lisonja, le ofreció vivir como él y Damocles aceptó encantado. Lo instalaron en una habitación lujosísima, con un lecho de oro, pinturas magníficas, objetos espléndidos y esclavas de notable hermosura que satisfacían todos sus caprichos.
-¡Le había tocado la lotería!
-¡Que te crees tú eso! Le bastó con tumbarse en el lecho de oro y mirar al techo para que se le helara la sangre al ver colgada una espada pendiente de una crin de caballo que, en cualquier momento, se le podía caer encima.
-¿Y qué hizo? ¿Dormir debajo de la cama?
-Suplicarle a Dionisio que le librase de la amenaza y poder volver a su situación anterior. Y Dionisio se lo concedió tras declararle que nadie puede ser feliz viviendo en permanente peligro.
-¿Y por qué si él?
-De eso trata en cierto modo el Hierón.
-¿Pues por qué no me lo cuentas ya?
-Todavía no. Antes tenemos que pasar por el segundo viaje de Platón a Siracusa, después del fallecimiento de Dionisio, invitado por su hijo y sucesor, Dionisio el Joven, y por el Dión del que ya te he hablado. La invitación le habrá podido llegar a finales de marzo y haberse embarcado hacia Siracusa en las primeras semanas de abril, unos días antes de que un joven de unos diecisiete años llamado Aristóteles apareciera por Atenas con la intención de ingresar en la Academia.
-¿Y cómo es que, después de lo que había visto y padecido en su primer viaje, se aventuraba a volver?
-Porque Dión le había encarecido el interés por la filosofía de Dionisio el Joven y le urgía a que intentara con su sobrino lo que había hecho con él la primera vez que estuvo en Siracusa. Ya que, de conseguirlo, se instauraría, sin persecuciones ni matanzas, un régimen justo. Y, ante tal perspectiva, Platón, con unos sesenta años, dejó la Academia bajo la dirección de Eudoxo, y se embarcó con unos cuantos amigos hacia Sicilia.
-¡O sea, que había renunciado a participar en la política ateniense, lo que le habría obligado a crear el primer partido político democrático con el fin de ganarse el apoyo para sus propuestas de los participantes en la asamblea, y, en cambio, lo dejaba todo para ganar a un tirano para la filosofía!
-Así es. A la filosofía como el arte de gobernar la ciudad sin intermediarios. Pero es que, además, Dión, en su carta, le había elogiado, no sólo el interés de Dionisio por la filosofía, sino también el de otros jóvenes de su familia, lo que facilitaría el logro de lo que Platón le había enseñado: que el régimen político perfecto sólo se instauraría cuando los gobernantes se guiaran por la filosofía.
-La de Platón, claro.
-¿Qué quieres decir?
-Lo que te he oído de las nobles mentiras.
-Es lo que exponía Sócrates en la República.
-¿Y no opinas que Platón pensaba lo mismo? ¿Que había quienes por su naturaleza, mezcla de tierra y oro, eran los que debían gobernar?
-Creo que sí. En cualquier caso, Platón reconoce, en la carta VII, que dudó si aceptar las invitaciones de Dionisio el Joven y Dión; y que, si finalmente lo hizo, fue para no ser acusado de cobardía ni tachado de charlatán; que se echaba para atrás cuando tenía la oportunidad de poner en práctica sus pensamientos sobre el buen gobierno.
-¿Y qué pasó?
-Que no acababa de desembarcar y descubrió que la situación en Siracusa no se correspondía con la que le había descrito Dión. Que los partidarios de la tiranía eran muchos, bien organizados y decididos a impedir que Platón pudiese influir sobre Dionisio el Joven. Y que la corte era un avispero de intrigas y calumnias donde lo último que podía hacerse era ponerse a enseñar geometría como propedéutica de la filosofía.
-¿Qué Platón esperaba enseñarle a Dionisio el teorema de Pitágoras como paso previo al arte de gobernar con Justicia?
-¡No me mires con esa cara de cachondeo, como si yo fuese Platón! No obstante, según se cuenta, en los días sucesivos a su llegada, el palacio aparecía envuelto en nubes de polvo, cubierto el pavimento de arena con el fin de dibujar las figuras geométricas.
-Y, entre tanto, los partidarios de la tiranía conspirando a su gusto.
-En efecto. Acusando a Dión de querer sustituir a Dionisio por un hijo de su hermana. Ya sabes, la segunda esposa de Dionisio el Viejo.
-Sí, ya me acuerdo.
-Y a los tres meses lo acusaron de conspiración y Dionisio lo desterró.
-¿Y a Platón?
-A Platón nada. Por el contrario, insistió para que se quedara y fuese su amigo, aunque mezclando el ruego con la imposición. Como fuere, permaneció en Sicilia unos dos años más, a la espera de que Dionisio, por algún milagro, se decidiera a vivir de acuerdo con la filosofía, transformando la tiranía en un régimen constitucional donde imperara la ley y no el arbitrio de una persona.
-¿Pero no se le pasó por la cabeza que semejante transformación nunca la haría un tirano?
-Es que pensaba que sí. De hecho, todavía en Las Leyes, el dialogo que estaba dictando cuando murió, seguía afirmando que la colaboración de un legislador eminente y un tirano razonable podría conseguir la instauración de un régimen ordenado por las leyes.
-Entonces, por lo que dices, no responsabilizaba a la tiranía, sino al tirano en concreto, en este caso los dos Dionisios, padre e hijo, de su fracaso.
-No sabría qué decirte, puesto que volvió a Siracusa.
-¡Que volvió! ¿No había escarmentado?
-Dionisio le había dejado marchar porque había estallado la guerra entre Siracusa y otras ciudades de Sicilia, con la promesa de que retornaría cuando hubiese concluido, acompañado de Dión. Y mal Platón sería de no cumplir con su palabra. Incluso aunque Dionisio no cumplió la suya, pues retrasó la vuelta de Dión un año.
-¡Vamos que de haber sido yo, ni de coña habría vuelto!
-¿Ni aunque te hubiesen confirmado, Dión y los amigos de Tarento, que Dionisio había vuelto a interesarse con gran entusiasmo por la filosofía; y a ti no te resultara nada extraño, sino lo más natural, que un hombre joven, capacitado para aprender y tratando de temas elevados, se apasionase por la vida perfecta?
-Pues mira tú. Seré un determinista, pero quien había escrito, si no recuerdo mal, que el tirano se cuidará, protegerá y vigilará a los valerosos, a los inteligentes y a los ricos
-En la Republica
-Donde sea. Y volvía a las andadas, que luego no se queje de lo que le pueda suceder.
-No. Si el mismo Platón te da, de algún modo, la razón.
-¡No me digas!
-Pues que, esa tercera vez, con el fin de confirmar que Dionisio estaba interesado realmente en la filosofía, Platón le sometió a un test, según él infalible, para averiguarlo.
-¡Pues ya pudo habérselo hecho la primera vez y se habría ahorrado tanto viaje! ¿En qué consistía?
-No se si decírtelo porque te vas a cachondear.
-¡Anda ya! ¡Ahora me sales con esas! ¡Venga!
-Me arriesgaré. Que si el oyente tenía verdadera madera de filósofo, el arduo camino que se le proponía lo consideraría maravilloso, no pudiendo imaginar vivir de otra manera.
-¿Aun teniendo pruebas de todo lo contrario?
-Sí. Pero tal vez para Platón nadie estaba predeterminado. La filosofía estaba abierta a todos. No sería él quien excluyera a nadie.
-Pero a la tercera fue la vencida.
-Sí. Dionisio no estaba por la labor. Y, lo que es peor, se consideraba tan totalmente preparado como para haber escrito sobre el arte de gobernar.
-¿Emulando a Platón? ¿Que qué hizo?
-Aprovechar la circunstancia para declarar que, respecto a cómo llegar a ser un gobernante justo, nunca escribiría nada, puesto que únicamente, tras una larga convivencia con el problema, hablando y pensando sobre el mismo, cabía que surgiese la verdad, de repente, en el alma en unos pocos.
-¿Y los demás?
-Tú mismo te referiste hace un momento a las nobles mentiras, de las que no te voy a indicar, cuando Platón tampoco lo hace, mediante qué procedimientos se las impondría.
-No hace falta. Me las imagino. No se consigue que la mayoría reconozca que ellos trabajarán y unos pocos gobernarán sin imponérselo por la fuerza, a no ser que se haya nacido y sido educados y ver ventajas en ello.
-Por eso había que expulsar a toda la población de más de seis años y quedarse con los chiquillos para educarlos en las nobles mentiras.
-Vale. Dejémoslo, que me va a dar un disgusto. ¿Y Platón qué hizo?
-Quedarse aproximadamente un año más antes de volverse a Atenas.
-De dónde no volvería a salir.
-Pues no, pero yo sí. Y ahora mismo, que he quedado con María y voy a llegar tarde.
-¿Y me voy a quedar con las ganas de saber lo de Hierón?
-A la vuelta.
-¿Es que vienes a comer?
-Claro. Y seguimos con Jenofonte.
-¿Preparo algo?
-Si haces tu maravillosa tortilla de patatas con pimientos fritos.
-La haré
-Pues, entonces, me voy a vestir y salgo corriendo. Hasta luego.