Cuando murió en la horca -hace ahora dos siglos (Coruña, 3-X-1815) Juan Díaz Porlier era bastante más joven que El Crucificado. A pesar de ello, se había convertido en protagonista de un tiempo histórico brutal, pero revolucionario. En múltiples aspectos, fascinante. Y brutal fue el desenlace de su historia.
En aquel entonces, la inmensa mayoría de los habitantes del planeta no sabía qué era ser liberal, en el sentido novísimo que dieron las Cortes de Cádiz (1810-1814) a una palabra española, castiza y cervantina. Y muy pocos eran los españolitos que habían leído La Pepa. La Constitución salida de aquellas Cortes. Al decir de Marx, en su glosa del Congreso de Verona (1822): “la invención más incendiaria del espíritu jacobino”. Tampoco se habían inventado aún las españolísimas palabras liberalismo y pronunciamiento (pronunciamento, en la simultánea variante galaico-luso-brasileira). Y, sin embargo, esos eran los motivos de fondo de su condena a muerte.
Lo que sí se sabía es que (pese a su juventud) aquel condenado había sido un militar legendario. De ahí que se observaran con atención todos sus gestos.
Incluso a los mayores enemigos sorprendió la serenidad y su templanza. Se afirma que sólo en el momento en que le arrancaron los identificativos militares de su alta graduación, el mariscal de campo se emocionó y asomaron las lágrimas. Fue entonces cuando, sin descomponerse, las enjugó con su pañuelo y volviéndose hacia Benito Antonio Medela, procurador guardián del convento de San Francisco, fraile agustino, su confesor, dijo: “Padre, sírvase entregar a mi mujer este pañuelo que lleva mis últimas lágrimas”.
Ante semejante actitud, ni siquiera los carceleros se ensañaron con él. Tampoco el verdugo. Azorado y lloroso, el reo alivió su trabajo al ponerse el mismo la soga que había de estrangularle.
Su testamento, el epitafio que nunca se cumplió (Almas sensibles respetad los restos de un desgraciado), la carta de despedida de su mujer, la bella historia del pañuelo, hablan de su temple y esmerada educación…
No existen, que yo sepa, descripciones de época que nos den la estampa del joven condenado. Juana de Vega nos enseñó a desconfiar de los diseños gráficos de su tiempo (y de después). Para sorpresa suya, los de su esposo, Juan Espoz y Mina, tenían más de figuraciones que de retratos propiamente dichos. Formaban parte de la mitología de los personajes.
Sólo conozco la que pudiera ser la excepción. José María Iribarren en su biografía de Espoz y Mina, el guerrillero (1965) pone entrecomillada una nota a pie de página con un apunte sobre Díaz Porlier. No parece invento del autor. Acaso encontró la descripción entre los papeles de Espoz o de algún otro compañero de acciones bélicas. Concuerda con lo que va anotado: “Alto, de gallarda presencia, de aire severo, muy fino en los modales, y muy valiente y caballeroso”.
En mi libro sobre Los Vega me he referido a la repercusión internacional de la historia del pañuelo, resaltando el hecho de que generó abundante iconografía femenina posterior. Las damas románticas, empezando por la propia Juana, hija única de Juan Antonio de la Vega (un implicado civil importante en la financiación del fracasado golpe militar) comparecen con normalidad -con el pañuelo- en sus retratos.
“¡Vivan las cadenas!”
(Del Cuartel del conde Duque al castillo de San Antón)
Juana era una niña coruñesa de diez años cuando –como consecuencia de la implicación familiar en el pronunciamiento- se produjo la primera escapada a Portugal y la posterior escondida de su padre.
Recuerda en sus memorias que escribía a Porlier fingidas cartas de amor y admiración. En su escondite, su padre las leía con complacencia, pero preocupaban a su madre, más partidaria de ocultar esos sentimientos de admiración por los constitucionales (novadores de Cádiz, les llamaban en la Coruña de su tiempo). Era realista. Sabía de antemano lo que el fracasado pronunciamiento había comprobado: que –incluso allí- los liberales eran “cuatro gatos”. Una pequeña vanguardia, fundamentalmente militar y comercial. Sin apenas respaldo popular. Debido a ello, para los pocos coruñeses ajenos a la milicia que comulgaban con lo que la inmensa mayoría denominaba manía liberal, aquella muerte tuvo que ser por fuerza un golpe tan duro como emotivo. Una mezcla de rabia, pánico, expectación e impotencia.
Conocemos por distintas informaciones los meses previos a la ejecución. Fueron duros.
Al terminar para él –definitivamente- la guerra internacional anti-napoleónica, retornado del suelo francés y recién ascendido a mariscal de campo, fue destinado de cuartel a Bilbao (en diciembre, 1813). Allí lo esperaba su mujer, Josefa Queipo de Llano y su hija única, la pequeña Juana (año y medio); pero la felicidad del reencuentro duró poco. Apenas rebasó las fiestas navideñas, al morir la niña el 12 de enero de 1814.
Tratando de superar el tremendo batacazo, tras solicitar un permiso al general Freire de Andrade, Juan y Josefa viajaron a Valladolid para litigar por un mayorazgo al que ella creía tener derecho. Aprovecharon el retorno para hacer un alto en Segovia, donde aún era jefe político José Fernández Queipo, veterano liberal, muy ligado a su familia política desde el establecimiento de los Toreno en Madrid. En 1797. Cuenta Julio Carballal Porlier en su tesis doctoral que en la visita se alargaron durante algunos días de marzo, puesto que este Fernández Queipo estaba en vísperas de casamiento con Mariquita, la hermana menor de Josefa, y que Díaz Porlier tenía en proyecto contarle su memoria de la guerra, para publicarla después conjuntamente…
Tras esos días segovianos, sin duda gratos, comenzó a fraguar a sus espaldas la primera pesadilla, en medio de los más intensos nubarrones.
En el Archivo Histórico Nacional de España se guarda el Expediente formado para la averiguación del paradero y captura de José Fernández Queipo de Llano, jefe político de la provincia de Segovia, a resultas de una denuncia anónima relativa a su conducta política. Sabemos por el contexto y por esa documentación que Díaz Porlier, al confirmarse los peores presagios sobre el absolutismo creciente que flotaba por doquier, utilizaba su influencia, sus conexiones y su prestigio para preparar la fuga de liberales perseguidos.
Con el retorno del rey y, sobre todo, con su presencia en Madrid, las cosas fueron de mal en peor para los gobernantes de la Regencia y para el sector liberal de los diputados en las Cortes de Cádiz. Antes y después de que La Pepa fuera abolida (mayo, 1814).
A pesar de ese duro contexto, en el que menudeaban las denuncias y las delaciones, Juan (que jamás había sido un militar cortesano, ni ocupado cargos públicos de especial relieve) se sintió halagado cuando en una de las pocas ocasiones en que pisó palacio, el rey (advertido de su presencia por su tío Antonio de Borbón) se le aproximó y le dijo más o menos esto al estrechar su mano:
–Me dicen que es usted El Marquesito. Le estoy para siempre reconocido.
Aquella curiosidad regia (dado que a esas jugadas se dedicaba el monarca y su entorno) pudo muy bien ser el comienzo de la estricta vigilancia a la que fue sometido. Merced a ella le fueron interceptadas tres cartas en las que Juan desahogaba su malestar con las persecuciones en marcha, que afectaban no sólo a liberales y constitucionales, también a afrancesados. Además de la escapada de José Fernández Queipo, se supo por ellas que Juan y Josefa tuvieron escondido varios días en su residencia madrileña -hasta preparar su fuga- a un tal Manuel de Ponte.
Acusado de “deslealtad”, el mariscal pasó arrestado al Cuartel del Conde Duque madrileño el 29 de mayo de 1814.
Mientras aguardaba la resolución de aquel caso, Josefa conoció los padecimientos simultáneos de su hermano Pepito, conde de Toreno, otro liberal inequívoco al que Juan había preparado la salida hacia Londres, con previa parada en Lisboa, a través de sus antiguos enlaces militares y políticos con la villa gallega de Ribadeo.
Y aún hubo más, porque –como se dice- las desgracias nunca vienen solas. Se arraciman. Y así, mientras Juan era condenado a cuatro años de presidio, la madre de Josefa se puso a morir y falleció, acaso por el cúmulo de adversidades que afectaban a su familia. Razón de que el matrimonio tuviera que afrontar por separado el viaje a Coruña, para ingresar Díaz Porlier en la fortaleza-prisión de San Antón.
Quedaba, además, separado del servicio, con la mitad de su sueldo, y teniendo que pagar las costas del juicio. ..
De la atrocidad
(Las galas del ahorcado)
No dejará de intrigar a los lectores este último hecho. Que habiendo tantos lugares en España a dónde se podía haber enviado al mariscal desleal para su encierro, el rey eligiera personalmente una de las pocas ciudades españolas donde los constitucionales tenían mayor peso relativo. Sobre todo, en los cuarteles. Y donde las excelentes relaciones con el Cádiz de las Cortes no sólo eran patentes en el tramo 1810-1814, sino que volverán a serlo en el arranque del Trienio Liberal (1820-1823). Acaso por ello, siguiendo o no indicaciones del rey, el capitán general del Reino de Galicia, al transmitir sus órdenes al alcaide del castillo, le recordaba que debía mantener con Díaz Porlier las consideraciones debidas a su alta graduación. Un detalle importante por lo que ha de venir, sobre todo cuando éste pudo demostrar la mala salud de Josefa y la conveniencia de pasar ambos una temporada en el balneario de Arteixo.
Siendo sorprendente lo anterior aún lo es más que se les autorizara la residencia, bajo vigilancia, en la casa de campo de un liberal tan caracterizado como Andrés Rojo del Cañizal. Hombre de negocios, de su mismo grupo de edad, nacido en un pueblo de Palencia en 1783. La provincia donde se cimentó la fama y la leyenda de El Marquesito. Esto es: del militar profesional, miliciano y guerrillero.
Confirmando las intrigantes sorpresas antedichas, es el caso que fue en ese encierro en San Antón y en la casa de campo de Rojo del Cañizal, donde fraguó la desdichada trama que lo iba a conducir a la conjura, al definitivo fracaso del golpe militar incruento, al consejo de guerra y al patíbulo. Todo por sus pasos.
Fracasado el golpe, desde el momento de su detención, su mujer ya no pudo -ni por un instante- visitar al reo. Siendo durísima la situación personal del marido, hay que reconocer que la de Josefa era patética.
Además del fallecimiento de su madre y del destierro de su hermano, los Toreno tenían su patrimonio familiar incautado y todo el sector liberal de la familia era objeto de sospecha y vigilancia. Juan –degradado y expulsado del Ejército-, además del retraso de las pagas que los militares venían sufriendo, había perdido su carrera, su empleo y todo su sueldo. Y estaba en capilla…
Ella, por si fuera poco con lo anterior, sufría en paralelo su propio martirio: cinco años de penitencia rigurosa en un convento de monjas. En Betanzos. Al ingresar, se encontraba “enferma y dementada”. No era para menos…
Algunas versiones (de ser ciertas) presentan rasgos de las aterradoras ejecuciones coloniales (que, por lo demás, se habían reproducido hasta la saciedad por todos los intervinientes –incluido Díaz Porlier- en los seis desastrosos años de francesada, 1808-1814).
Se afirma con criterio que al reo se le mantuvo en capilla sin apenas luz, para que sufriera la espera sumido en la oscuridad (Barthèlemy, 1998). Hay quien dice que al constitucionalista le obligaron a hacer el recorrido hasta la horca envuelto en una levita verde y montado de manera grotesca al lomo de un pollino.
Sabiendo que se le aplicaron las medidas disciplinarias más severas, procedentes de una ordenanza del abuelo del rey, Carlos III, ese escarnio nos recuerda el humillante paseíllo en mula que precedió al ahorcamiento de Túmac Amaru II, en Cuzco, el 18 de mayo de 1781, tras forzarlo a contemplar la feroz degollina de su familia y allegados.
El noble peruano había sido protagonista de la mayor rebelión que el Imperio español sufrió en territorio americano hasta el proceso independentista al que se estaba enfrentando –desde 1810- la Monarquía borbona en las Américas.
El pronunciamiento liberal del americano Porlier tampoco tenía –hasta entonces- precedentes claros en la España metropolitana. La horca puso broche acorde a ambas trayectorias; pero los ahorcados se convirtieron en banderas de enganche para sus propias causas. En su caso, demasiados años más tarde…
El ahorcado contaba con una hoja de servicios militares excepcional. Había luchado en favor de la restauración de la Monarquía Católica española como pocos y desde el primer momento. Al compás del sorprendente proceso revolucionario que marchaba en paralelo a una guerra que era al mismo tiempo civil e internacional, había jurado y proclamado la Constitución de Cádiz en la liberación definitiva de Santander, 2-VIII-1812, mientras las fragatas de los aliados británicos (en las que Díaz Porlier se movía como pez en el agua) saludaban la proclama con salvas y músicas festivas acordes con la ocasión. Algo así, aunque con menor fanfarria, volvió a repetir él en Coruña en las horas iniciales del pronunciamiento.
Abolida La Pepa de manera arbitraria por el monarca (mayo, 1814) en su retorno al absolutismo puro y duro, Díaz Porlier se mostró dispuesto a restablecerla con las mismas armas que restablecieron esa Monarquía.
No era republicano. Aunque no pueda ni deba descartarse, no hay pruebas -contundentes ni incipientes, que yo sepa- de que fuera hombre de logias. Aún hoy (2015) nos impresiona más la real orden de recogida y destrucción de la proclama de los conjurados que su contenido: liberal y constitucionalista, sí que era; pero también reconocedora de que había que atemperar algunos contenidos de la Constitución en nuevas Cortes para conciliar los deberes y derechos de la Monarquía restaurada con los de la Nación. (Un argumento, por cierto, que ya había esgrimido en su descargo por el arresto de las cartas, un año antes). No era un Trágala. Algunos incluso la calificaron de necia y tenía más de moderada que de exaltada. Además, era creyente, como la Monarquía Católica española afirmaba ser. Con confesor personal (de “bastante instrucción y talento”), en ejercicio y a su vera.
Fracasado en el intento de restablecer la Constitución de 1812 por la fuerza, y al no haber víctimas, el Consejo de Guerra lo expulsaba del Ejército; pero la pérdida de su brillante carrera (y el destierro subsiguiente) no pareció castigo suficiente al vengativo monarca.
El rey católico, en su papel de Absoluto Vengador, ni siquiera le concedió la triste gracia de morir frente a un pelotón de soldados… No es del todo extraño que Francisco López Ballesteros, ministro de la Guerra (que otrora lo había tenido bajo su mando) manifestara disconformidad. Fernando VII, que se las daba de magnánimo y de íntimo amigo del ministro hasta ese instante, lo cesó de inmediato (23-IX-1815), sustituyéndolo por Francisco Bernaldo de Quirós Mariño de Lobeira, marqués de Camposagrado (23-X-1815), que era asturiano y “tío carnal” de Josefa, como el propio Díaz Porlier gustaba de decir…
Cartas y más cartas
(El impacto de la noticia)
La noticia del histórico ajusticiamiento no salió en la prensa, suspendida en su casi totalidad con el retorno del rey; pero corrió de cuartel en cuartel, de convento en convento y de ciudadano en ciudadano. Incluso en la opulenta Alameda de los Osuna de Madrid, los conde-duques se mostraron tan perplejos ante las noticias del fallido pronunciamiento armado coruñés que María Josefa de la Soledad Alfonso-Pimentel y Téllez-Girón, XII condesa de Benavente, duquesa consorte de Osuna, sabedora de las acciones y apoyos del ahorcado (acciones en parte ejecutadas en su demarcación señorial), quiso ampliar detalles del insólito acontecimiento. Escribió para ello al deán de la catedral de Lugo, siempre bien informado de cuanto acontecía en los señoríos de la enorme archidiócesis compostelana.
Manuel Fernández Varela contestó la carta de la condesa a vuelta de correo, el 14 de octubre de 1815, al entender la curiosidad de tan “apreciada amiga y señora”, pues “el acontecimiento de La Coruña ha sido muy raro”. Por eso mismo le pasó detallada información en cuatro holandesas, escritas a mano por las dos caras, con su bonita letra apretada, y de un tirón. Con muy pocas tachaduras. El original se conserva en la Biblioteca Nacional de España y el coruñés José Díaz Andión llenó con la mayor parte de esa carta muchas de las 46 páginas de Los precursores de la libertad (Madrid, 1932)
Además de copiar expresamente para ella el testamento de Díaz Porlier, en hoja aparte, Fernández Varela cuenta a la condesa lo que había logrado averiguar a través de curas, frailes, obispos y amistades. Una suma de impresiones simultáneas del acontecimiento de evidente interés, al dar detalles del nivel de conocimiento en que se estaba acerca del personaje, la conspiración, el pronunciamiento y la ejecución en el mismo momento de producirse.
Apenas insinúa la presencia de civiles en la conjura y destaca el protagonismo de oficiales militares asturianos adscritos a los cuarteles de la Galicia norteña, con la particularidad de haber sido ascendidos –de manera arbitraria- por la Junta Soberana del Principado, como hicieron la mayoría de las Juntas en el arranque de la insurrección anti-napoleónica (desde mayo de 1808). Militares y asturianos de los que tenía el deán la peor opinión. Incluso nombra por su grado y el primer apellido el que pudiera haber sido engarce principal entre los mismos y Juan Díaz Porlier. Un hombre de toda su confianza: el coronel Peón. Revolucionario liberal de larga trayectoria, al que también se refiere Juana de Vega en su memoria de la Revolución, cuando alude a los sucesivos encuentros con su padre en años posteriores, hasta la muerte de 1840, cuando era teniente general.
José María Peón Mier, en efecto, que es el nombre completo del personaje, fue uno de los pocos españoles de aquel tiempo que pudo conocer de primera mano lo que aún hoy desconocemos todos: el riguroso misterio de los orígenes de Juan Díaz Porlier.
Además de liberal inequívoco, venía de la antiquísima rama asturiana de los Mier. La que propició el enriquecimiento y la concesión real del condado de Valdehoyos a sus parientes asturianos, radicados en el Virreinato americano de Nueva Granada: los Hoyos. Esto es: quienes –por lo que parece- se hicieron cargo de la excelente educación básica de Juan Díaz Porlier, al quedar -recién nacido- bajo el amparo de una dama muy poco reconocida por los biógrafos del personaje, pero fundamental: Inés de Hoyos Fernández Miranda.
Los Peón Mier, los Hoyos, los Llano, los Fernández Miranda, los Toreno, los Bernaldo de Quirós –por su excelente posición social- nos ayudan a entender la potente instalación posterior –social y militar- de Díaz Porlier en Asturias, razón de su casamiento (mayo, 1811) con Josefa, la hermana más ligada de por vida a Pepito, el talentudo mayorazgo de la linajuda casa condal de los Toreno.
Detalle relevante éste para entender también la acción político-militar que le hará célebre, puesto que serán esta clase de linajudas familias las que le permitan obtener la información reservada necesaria para poder operar con relativa seguridad contra los destacamentos napoleónicos en determinados señoríos extremeños, palentinos, asturianos, leoneses, gallegos, cántabros y riojanos. Con el visto bueno y la colaboración (abierta o encubierta) de los propios señores y de sus servidores, civiles o/y eclesiásticos.
Junto al coronel Peón, se cita en la carta del deán a las que considera principales organizaciones militares implicadas. Los Regimientos Provinciales de Milicias de Lugo y Mondoñedo, incorporados a la Infantería regular en mayo de 1808, cuando se radicaron en Ferrol. También la Marina ferrolana comparece en la información: “Los oficiales de Marina, que se hallaban en Ferrol, tocados comúnmente todos de las bellas ideas del Filosofismo, se inflamaban más con ver del mismo aire a los oficiales de Mondoñedo”, justo los que mandaba el coronel Peón. La falta de pagas, el exceso de vicio y tiempo libre, con el aburrimiento reinante en unas villas y ciudades sin diversiones, serían el caldo de cultivo de la mayoría (y uno de los puntos corporativos –las pagas- que resaltaba la proclama)…
Con todo y eso, al final de su relato, el deán (que no demuestra simpatía por Díaz Porlier, salvo en lo que hace a su compostura, serenidad y templanza) se atrevió a sembrar las más serias dudas sobre la brutal represión desencadenada a diestra y siniestra por el rey Fernando, por si los conde-duques de Benavente y Osuna pudieran aclararle desde Madrid, lo que resultaba incomprensible en su provincia.
Se sumaba, además, a quienes (como el obispo de Orense, por el contrario de su obispo de Lugo y el arzobispo de Santiago), consumada la ejecución del protagonista del pronunciamiento incruento, pedían al rey que aplicara su clemencia con los más de ciento cincuenta condenados por la implicación en un suceso tan insólito.
Novela, Historia y Mitología
(Las historias nacional-patrióticas)
Sabido lo anterior, no es raro que los relatos novelados predominen sobre la biografía histórica de tan extraordinario personaje.
Pasa, sin embargo, que el talento narrativo de sus biografistas (como suele suceder con la inmensa mayoría de los practicantes de la llamada novela histórica) dejó –hasta ahora- mucho que desear). Y pasa –igualmente- que hace falta valor para entrar de lleno -como historiadores– en el que fue el campo de acción del ahorcado: las guerras (napoleónicas) que tuvieron por escenario nuestra vieja Iberia, entre 1802 y 1815, y que en España vinieron a denominarse (de manera tardía y absolutamente desacertada) con el genérico nacionalista de Guerra de la Independencia
Sabemos por experiencia que se precisan años de estudio y un talento interpretativo adicional para penetrar en tal período, venciendo la más abrumadora información que quepa imaginar; pero en la que predomina el enfoque mitológico, nacionalista, localista, fronterizo y patriótico, a pesar de la evidencia de que aquélla fue una complejísima guerra internacional sin fronteras. Total. Y con el valor añadido de ser al mismo tiempo un capítulo fundamental de la Revolución Atlántica (así, con mayúsculas) por excelencia. De universales consecuencias. Todavía inconclusa hoy (2015), 200 años más tarde.
El propio Tolstoi al final de sus días no se mostraba del todo satisfecho de Guerra y paz. Yo confieso que salí de la primera lectura juvenil de esa obra insuperable como un permanente enamorado de su novela y de la Revolución que en su tempus narrativo alboreaba, incluso en la lejana Rusia de los zares.
Hay que entrar –por duro que resulte- en ese tiempo histórico fascinante si de veras queremos saber algo de lo que nos ha pasado y nos sigue pasando en las baratarias españolas, ibéricas y europeas doscientos años más tarde de la histórica ejecución de Díaz Porlier.
La grandeza y la tragedia atlántica del personaje son, pues, una suerte adicional para este veterano contador de historias históricas porque le permite guerrillear -una vez más- contra el mar de tópicos y romanticadas a que conllevan los enfoques mitológicos y patrióticos inherentes a toda clase de historias nacionales –sean del nivel que fueren-, máxime cuando se adentran en cuestiones que desbordan los arbitrarios límites fronterizos que gobiernan (o aspiran a gobernar) las oligarquías locales del pequeño mundo.
El malogrado espacio novelesco
(Sobre la bastardía)
En la aludida nota a pie de página de Iribarren añade este autor (entrecomillada) esta nueva precisión de época acerca de Díaz Porlier: “era el ídolo de Asturias y Santander”.
En Galicia se hablaba –en la expresión del deán- de sus acciones de guerra (civil e internacional) contra los ejércitos napoleónicos y “contra los nuestros”, pero -en lo que se refiere a detalles personales- el nivel de información de gallegos, castellanos, asturianos y cántabros era mucho más que escaso. Salvada la posible excepción de Peón y Mier, ni siquiera su cuñado, el conde de Toreno, asturiano también, sabía apenas nada de él. Nos estamos refiriendo, pues, a un personaje severo y hermético, a pesar de sus modales. Un hombre de la guerra y de los servicios secretos, al que le tocó vivir en medio de una Revolución en su fase más convulsa. Tan duro como su biografía y su tiempo histórico. Nada dado a confidencias, discursos ni desbordes ideológicos. Impenetrable, sobre todo, en lo relacionado con lo que llamaré desde aquí el embrollo de sus orígenes.
“Con motivo de su declaración –escribe Fernández Varela- hemos sabido su patria y familia, que nunca había querido decir: unos le suponían americano y otros le suponían andaluz”.
Los que afirmaban lo primero, fiándose de lo poco que llegó a salir en un Consejo de Guerra en el que se negó a declarar, situaban su nacimiento en la ciudad de La Habana y atribuían su pericia naval, que fue enorme, no tanto a la temprana formación en las excelentes Escuelas españolas de pilotos y guardiamarinas, como a la circunstancia de haber crecido en un departamento marítimo: el habanero.
Pasa que entre el argumento y la conclusión del deán no existe la lógica que el mismo le atribuye: “y se creía haber sido marino porque se le oía hablar con conocimiento de lo que toca a buques y arsenales. Era, pues, natural de La Habana”. No lo era. Sí que fue americano y caribeño. Lo sabemos con relativa seguridad porque -como activo lector y redactor de comunicados para la novísima prensa de guerra– se llegó a identificar su seudónimo: Juan de Cartagena (de Indias).
La idea falsa de que era andaluz acaso obedezca a su primera arribada atlántica a la ciudad de Cádiz (1802) en un navío que mandaba (y no por casualidad) otro Porlier al que tendremos que prestar atención. Cosa fácil, porque se trata de un personaje con nombre propio en la Marina de guerra. También americano: Rosendo Porlier Asteguieta (Lima, 1772/ Naufragio del San Telmo, Cabo de Hornos, 1819). El pariente que lo recogió en La Habana, en la casa de Inés de Hoyos Fernández Miranda, enrolándolo como aventurero aspirante a guardiamarina. Con el que participó en la batalla naval del Cabo Finisterre (julio, 1805), en el desastre de Trafalgar (octubre, 1805) y –lo más probable- en el apresamiento de la escuadra francesa del almirante Rosily en el golfo de Cádiz, el 14 de junio de 1808, cuando Juan era teniente de navío de la Real Armada, habilitado como capitán de la segunda compañía del Regimiento Provincial de Milicias de Infantería de Mallorca, heredero del antiguo Tercio de Armada, especie de refuerzo orgánico de la Infantería de Marina en tierra o en los mares.
En la Galicia de 1815 ya se sabía que era hijo de los que se dicen ilegítimos. Pero los que estaban en el secreto de su bastardía desconocían quiénes eran sus progenitores. Predominaban, además, los bulos sobre las informaciones de primera mano.
La carta de Fernández Varela atribuye la paternidad a un misterioso Porlier, gobernador de La Habana, pariente de los Porlier Asteguieta. El deán se refiere en esta ocasión al parentesco con el americano Esteban (La Plata-Buenos Aires, 1768/ Madrid, 1836). Tal como se ve en la redacción de la misiva, el informante descarta por completo su paternidad biológica, contra lo que creen hoy (2016) la mayoría de los que entraron en este delicado asunto. Lo hace, en efecto, al nombrarlo con un escueto don Esteban, porque el II marqués de Bajamar (como don Antonio, su difunto padre, la personalidad de mayor relieve cortesano de esta familia y I marqués) eran de sobra conocidos de los conde-duques, dado que el II (además de militar) fue desde niño un palatino distinguido: paje del rey en la infancia y desde 1794 gentilhombre de Cámara del infante Antonio Pascual de Borbón, hermano del difunto Carlos IV, tío del rey Fernando (y quien identificó a Díaz Porlier como El Marquesito cuando le saludó el monarca en la secuencia palaciega, previa a su caída en desgracia). Gentilhombre en dos tramos de su vida, separados por las guerras napoleónicas: la mocedad y la madurez. Antes y después de la ejecución de Díaz Porlier, en cuyo proceso no intervino en modo alguno.
Tal como estamos observando, en doscientos años de curiosidad por esa circunstancia del amorío de sus padres biológicos y del embarazo de su madre, no se puede decir que hayamos avanzado mucho. Sin embargo, el embrollo de los orígenes es evidente que guarda relación con Díaz y Porlieres, si bien no deja de extrañar el orden (poco convencional, pero no excepcional) de los apellidos. Me refiero al hecho de que (con la evidente complacencia del propio sujeto histórico) el Díaz preceda al Porlier. Como si la paternidad fuera de los Díaz y la maternidad de los Porlieres.
No estará de más, pues, que les cuente lo que he logrado averiguar de esas dos sagas familiares, por si de tal investigación se pueden obtener enseñanzas (más que sobre el secreto –que sería algo morboso- de los auténticos protagonistas de los coitos que originaron su nacimiento) sobre el personaje mismo, su formación, su singularidad como guerrero profesional y sobre el liberalismo naciente en su tiempo histórico. Una laguna, la del ambiente creado en el entorno de sus progenitores, sorprendente. En la que apenas se había atrevido a adentrar ningún analista en doscientos años.
Para este veterano investigador el asunto cobró un interés adicional cuando me fui dando cuenta del origen atlántico común, jamás observado, de las dos progenies, pasando por tanto los protagonistas de esta historia a formar parte de la Atlántica Memoria.
El desembarco de los Porlier en las Islas Canarias
(Estrategias familiares)
Aprendí de jovencito a valorar la importancia central de las damas como monedas de intercambio en los sistemas de parentesco y movilidad social de toda clase de sociedades, tradicionales y actuales. De ahí que tenga que agradecer a Josette Chanel-Tisseau des Escotais su interesante aproximación a El papel de las mujeres en la promoción social de la familia Porlier (internet).
Sabemos por esta aportación suya que Etienne Porlier (París, 1680/ Tenerife, 1739) era un parisino con origen social menos claro y aristocrático de lo que acaso el mismo y su familia nos hicieron creer. Tras vivir en Cádiz (ciudad a la que el francés consideraba desenfrenada), desembarcó en 1706 en Tenerife con 26 años, convertido en hombre de negocios. Con un compromiso de boda prácticamente cerrado, lo que le permitió casar a los seis días de su llegada con Rita de la Luz Sopranis. Una tinerfeña de 16 años, hija única del cónsul interino de Francia en las Canarias, con patrimonio importante por heredar. Tras desempeñar distintos cometidos, Etienne –como hombre de negocios con Casa de comercio- se dedicó fundamentalmente al contrabando, mester muy extendido desde antiguo en las islas, en los puertos atlánticos y en el potente tráfico con las Españas de medio mundo. En 1714 el contrabandista pasó a ser el nuevo cónsul de Francia en Canarias, cargo más honorario y socialmente relevante que beneficioso desde el punto de vista pecuniario, como explica muy bien Didier Ozanam (El consulado francés en Canarias y la familia Porlier. Internet). Sin descuidar por tanto el contrabando, como refrenda en otro útil estudio monográfico Josette Chanel-Tisseau (El contrabando en Canarias en la época de Felipe V, internet).
Dado que en el siglo XVIII los casamientos, los abolengos y los títulos de nobleza, se compraban, al final de sus días el cónsul Etienne Porlier reconocía el alto costo en dotes y en argucias matrimoniales que tuvo que pagar para casar las dos hijas y para meter los cuatro hijos en distintas casas de relieve. A pesar del costo, la doble estrategia funcionó a las mil maravillas. Sobre todo con las hijas.
Etienne y Rita tuvieron madrugadora y extensa descendencia (cuatro varones y dos chicas). Del primer parto nació una niña: María Josefa Porlier Sopranis (1707). Al cumplir los 13 añitos, sus padres se la dieron (así se decía) –tras los acuerdos (financieros) consiguientes- a un peso pesado de la vida tinerfeña: Lorenzo José Benítez Pereyra Calderón de Lugo y del Hoyo, II marqués de La Florida, para su hijo y heredero: Luis Benito de Lugo del Hoyo, 25 años. María Josefa y Luis Benito se convirtieron con el paso del tiempo en los nuevos marqueses de La Florida, título que pasó a sus descendientes.
Algo parecido sucedería con su hermana Felipa Magdalena (n. en 1710), casada con el militar Pedro de Nava Grimón, futura marquesa consorte de Villanueva del Prado. De quien vendrían al mundo los Nava Porlier, con gran presencia en la vida cultural y militar canaria. Entre ellos, Domingo de Nava Porlier (n. en Santa Cruz de la Laguna, 1740) que, tras iniciar en Cádiz (1754) su brillante carrera militar como guardiamarina, muere en Tenerife (1812) como teniente general de la Armada. La máxima graduación obtenida hasta entonces por los Porlier Asteguieta y por el propio Díaz Porlier, que eran mucho más jóvenes.
Juan Antonio Porlier Sopranis, el mayor de los varones, nacido en 1711, formado en Francia con su hermano Esteban José (n. en 1713), se convirtió en el heredero de los bienes que Etienne y Rita fueron vinculando al mayorazgo. Casó muy bien con la tinerfeña Juana Lorenza Castilla Van Damme (n. en 1714), viuda de un regidor perpetuo de Tenerife. Como heredero y como capitán de las milicias de la isla permaneció en la ciudad canaria defendiendo los intereses de la espléndida casa patronal de los Porlier hasta la muerte (1770).
Sin duda por los Castilla y por los De Lugo y del Hoyo, el segundón Esteban José, tras fracasar en su intento de encontrar empleo en la Compañía Francesa de Indias, inicia la dilatada historia americana de los Porlier canarios. Se estableció en La Habana. En 1734. Comienza con él a funcionar el segundo mecanismo para la progresión social de la familia, al margen de los juegos de damas: la potente instalación americana.
Le ayudó en esa instalación, dándole continuidad, el ingreso en la Armada colonial de otro segundón: su hermano José Francisco (n. en 1717). El continuador de su primo, el futuro general Nava, en la potente tradición militar de los Porlier en la Marina de guerra española. Fue, además, el segundo americano y caribeño consorte, pues casó con una sobrina de su cuñada, la esposa de Esteban José, echando raíces en Cuba. Asunto importante para esta historia, si se recuerda lo que ya hemos contado del ambiente marinero de Juan Díaz Porlier, relacionado precisamente con la capital de Cuba.
Llegados a este punto, tiene importancia analítica entender que, dada la relativa proximidad de las islas Canarias con las Azores, los cruces matrimoniales de estos tinerfeños con portugueses es otra nota característica de sus apellidos desde el siglo XVI. Si acabamos de mentar un Pereyra incrustado entre los del marqués de La Florida, lo mismo va a suceder con los descendientes de Esteban José y José Francisco, al casar éste con la opulenta Francisca Sequeira, sobrina de la mujer de su hermano. Unas damas que comparecen en las respectivas genealogías de los tinerfeños antecitados: los Castilla y los De Lugo Hoyo. Consta, además, que este último matrimonio tuvo descendencia habanera desde 1749-1750, cuando nacen en La Habana dos hijas. Una de ellas, posterior condesa consorte de Lagunillas.
Aún hemos averiguado más de José Francisco Porlier Sopranis.
Como la instalación de los Porlier en Cuba, su carrera naval (y la de sus sobrinos, Domingo de Nava Porlier y Rosendo Porlier Asteguieta) son asuntos nada colaterales en nuestro empeño principal. Prefiguran, en efecto, la posterior trayectoria de Juan Díaz Porlier como marino competente y como guerrero marítimo. No sólo terrestre. Y rubrican la temprana relación con Cuba del cartagenero.
En el caso de Jose Francisco y el de sus sobrinos Domingo de Nava, Esteban y Rosendo anticipan (como si fueran los cuatro en uno) la manera –tan completa- de hacer la guerra de Díaz Porlier: pie a tierra, montado al lomo de los briosos corceles de su célebre caballería, o en los mares. Tanto en los Ejércitos regulares como en la llamada guerra de guerrilla. Marítima o/y terrestre, pues debe saberse desde ya que –como los marinos de su tiempo- Juan fue avezado corsario, haciendo presas innumerables y variadas, tanto en tierra como en los mares. Asuntos que aún se entenderán mejor si los observamos con la necesaria perspectiva y con criterio geográfico amplio, como corresponde a marinos de las dos potencias imperiales ibéricas. Sin orillar el obligatorio asunto de las complicadas relaciones internacionales de ambas metrópolis con sus aliados principales (enemigos alternativos en la realidad): Inglaterra y Francia. Desde mucho antes de 1808.
Del conde de Lippe al marqués de La Romana
(Las Guerras Fantásticas)
En 1762, cuando los llamados Pactos de Familia enfrentaron a Francia con Inglaterra, España –aliada de Francia- decidió invadir Portugal con distintos Ejércitos y por varios puntos fronterizos. Se esperaba un paseo militar, porque Portugal no contaba con Ejército regular permanente. Fue entonces, ante la invasión, cuando llegó para organizarlo un talentudo militar alemán al servicio de Inglaterra: el conde de Lippe (alias El Portugués, 1724-1777). Mientras tanto, como represalia, la Armada inglesa atacó La Habana. José Francisco Porlier Sopranis estuvo en esa defensa (y allí lo recuperaremos más adelante, cuando lleguemos a ella), porque los dos polos de esta lejana historia de 1762 nos interesan de manera especial. Verán por qué.
No tenía Portugal Ejército regular permanente, cierto; pero (como Galicia, la vieja Corona de Castilla o las Canarias) sí que tenía distintas clases de milicias y alarmas. Además de éstas, en territorio portugués había lo que llamaban ordenanças.
Con la alta dirección militar del conde de Lippe y de los hombres que había traído de Inglaterra, las milicias, alarmas y ordenanças lusas (sin presentar nunca batalla frontal al Ejército regular español) lo derrotaron, causando una sangría insoportable de muchos centenares de muertos.
Los portugueses denominaron a esta forma de combatir, evitando los enfrentamientos frontales con los ejércitos regulares, con el apelativo gracioso de guerra fantástica. Y así continúan llamándola hoy sus historiadores a la de 1762.
Esa fallida ocupación española de Portugal (1762) prefigura lo que ya les he ido contando en esta Atlántica Memoria y en LA CUEVA DE ZARATUSTRA en distintas historias narrativas y audiovisuales, desde la primera secuencia: Oporto, capital del Reino de Galicia.
Me ocupo allí (con intencionada meticulosidad, dado el desconocimiento en que se estaba) de la ocupación franco-española de Portugal, desde finales de 1807 a octubre de 1808, con cuatro ejércitos diferentes (tres españoles y el napoleónico del general Junot). En el primero de los tres españoles, bajo el mando de Francisco Taranco, capitán general del Reino de Galicia, iba –como coronel en jefe del Regimiento de Infantería de Aragón- el palatino Esteban Porlier Asteguieta.
En esa ocupación de 1807 –por el contrario de la intentona de 1762- no hubo resistencia armada reseñable por parte portuguesa en los primeros meses; pero sí que la hubo –cada vez más furiosa– a partir de junio de 1808 y en su continuación hispano-portuguesa de 1809. Sobre todo en la Lusitania Septentrional y en Galicia.
Esta vez, en esa furiosa reacción armada, no se movilizaron sólo las milicias portuguesas. También intervino –en primer plano, además- el Ejército regular de ocupación español, retenido en Portugal como rehén del Ejército napoleónico a partir del 1 de febrero de 1808, cuando el general Junot, duque de Abrantes, se convirtió en el rey sin corona de todo Portugal, al servicio de Napoleón Bonaparte, incumpliendo -una vez más- el tratado de Fontainebleau (puro papel mojado), confirmando la evidencia de que la ocupación (que empezó en Portugal) era ibérica.
Todo comenzó a cambiar a partir de ese momento (febrero, 1808) y, sobre todo, desde el paulatino cambio de alianzas, al contar la creciente insurgencia anti-napoleónica -española y portuguesa- con el progresivo apoyo marítimo de las fragatas de la Armada británica (la que bloqueaba los puertos atlánticos en la guerra total para neutralizar el bloqueo continental napoleónico).
Tres meses más tarde (abril, 1809), tras la desastrosa retirada y embarque coruñés del Ejército regular británico del general Moore, la insurgencia anti-napoleónica volverá a contar con regulares británicos al producirse el desembarco en Portugal del futuro duque de Wellington.
En este complejo proceso atlántico (que es fundamental para entender el transcurso y posterior desenlace de la guerra peninsular ibérica), se fue formando por sus pasos un verdadero Ejército (regular) Atlántico, resultado de la Triple Alianza (española, portuguesa y británica).
Nunca hubo, pues, propiamente hablando, un Ejército luso-británico, en exclusiva, como dicen las historias nacionales portuguesas…
A aclarar las distintas fases de esa complejidad histórica, hemos dedicado distintas crónicas narrativas y audiovisuales transfronterizas, dentro del marco de la Atlántica Memoria. Están centradas en grandes figuras protagonistas del proceso, caso de Ramón Patiño Mariño de Lobeira (marqués del Castelar, el carcelero de Godoy), Benito Pardo de Figueroa (el reformador de la Infantería regular española y el diplomático que normaliza las relaciones con Rusia), Joaquín Miranda Gayoso (conde de San Román, lugarteniente del marqués de La Romana y quien trajo a la guerra peninsular –en buques británicos– los ejércitos españoles desde el Norte de Europa), Baltasar Pardo de Figueroa (el cinematográfico conde de Maceda, que coordinó la insurgencia ibérica anti-napoleónica, iniciándola en Oporto), el trágico Antonio Filangieri… y dos mariscales de campo que llegaron a penetrar en Francia con el Ejército regular atlántico, bajo el mando de Wellington: Francisco Javier Losada (señor de Pol) y el mismísimo protagonista de la presente crónica, Juan Díaz Porlier.
Ya en el desenlace de aquella secuencia (la furiosa reacción hispano-lusa de junio-octubre, 1808), que culmina con el rechazo de la primera ocupación napoleónica de Portugal, en la frontera que separa la Extremadura portuguesa de la española, comparecen como oficiales de milicias, formando parte del llamado Ejército de Extremadura dos jóvenes milicianos, integrantes de la oficialidad de los Regimientos de Granaderos Provinciales de Castilla: Juan Díaz Porlier y quien iba a ser su lugarteniente en el salto de la guerra convencional a la guerrillera, Bartolomé Amor Pisa. Un palentino de Revenga de Campos de su mismo grupo de edad (n. en 1785)…
En resumen: 46 años después de la derrota de 1762, Esteban Porlier y Juan Díaz Porlier (teniente coronel a la sazón del nuevo Ejército de Extremadura), tras ser rehenes de Junot en Portugal, pasaron a formar parte del llamado Ejército de la Izquierda, capitaneado a la sazón por Joaquín Blake, capitán general de Galicia a la sazón, sufriendo las durísimas derrotas de Medina de Rioseco, Gamonal y Espinosa de los Monteros (julio-noviembre, 1808), tras el enfrentamiento directo y en campo abierto con los poderosos Ejércitos napoleónicos.
En ese momento, los supervivientes Díaz Porlier y Amor Pisa (que andaban -como otros miles- fugitivos, dispersos y desnortados), recibieron como agua de mayo las nuevas indicaciones bélicas de Pedro Caro Sureda, marqués de La Romana. En los días finales de noviembre de 1808. Cuando el ilustrado marqués (retornado –por la vía marítima Londres-Coruña- de la aventura de su Ejército en los Mares del Norte) se hizo cargo en León del mando supremo del destruido Ejército de la Izquierda.
Desde ese momento (finales de noviembre, 1808, cuando La Romana aprueba la formación de la partida de Díaz Porlier y Amor Pisa), la estrategia militar anti-napoleónica cambia de manera radical, asemejándose a la protagonizada por milicias, alarmas y ordenanças portuguesas bajo la alta dirección militar del conde de Lippe, y a la que se libró -a partir de junio de 1808- en la Lusitania Septentrional, con aquéllas fuerzas y con los Regimientos españoles atrapados en Portugal.
Pero las indicaciones de La Romana también discordaban rotundamente con las impartidas por la Junta Suprema Central española, al empeñarse ésta en distinguir el Ejército regular del movimiento guerrillero.
Guerra convencional y Movimiento guerrillero
(Paisanos y paisanos armados: Milicianos)
Bien por el contrario de lo ordenado por esa Junta Suprema Central española, La Romana se manifestó cerradamente partidario de evitar a toda costa los enfrentamientos directos de su maltrecho Ejército de la Izquierda con el Ejército regular, napoleónico o josefino. Por ello, con el paso del tiempo, acabó trenzando con sus Regimientos regulares y guerrillas una serie inacabable de guerras fantásticas. Marchas y contramarchas que provocaban sinnúmero de pequeños enfrentamientos que producían desgaste y desmoralización en su enemigo. Sobre todo en las grandes formaciones regulares napoleónicas y josefinas. La acción militar que va a marchar ligada al nombre y a la leyenda de Juan Díaz Porlier, El Marquesito o/y El Marquesillo, se iniciaba pues en tierras palentinas, a finales de 1808.
Guiado en aquel territorio por el valor y el excelente conocimiento del terreno de su lugarteniente, Bartolomé Amor Pisa (palentino), mílite profesional, antiguo seminarista, ilustrado y miliciano, practicaron su particular guerra fantástica de manera coordinada, por veces aterradora, de pura tierra quemada; en un diente por diente, tan brutal como militarmente demoledor.
Hasta aquí –si bien se observa- no hemos hablado para nada de paisanos (a secas), sin instrucción militar, sumados a la guerrilla, por un impulso patriótico, romántico o ideológico, como se afirma en tantas y tantas historias nacionales a partir –sobre todo- del brillante relato del conde de Toreno (Levantamiento, Guerra y Revolución de España). Informadísimo libro, escrito en un castellano primoroso, y joya monumental de la historiografía española, pero demasiado desconocedor de las aludidas experiencias lusas de españoles y portugueses, y del extraordinario papel jugado por las milicias.
Hablamos y hablaremos aquí, con reiteración, de milicianos, paisanos armados, de diversas edades, entrenados con anterioridad durante muchos años de servicio militar discontinuo, realizado sin abandonar sus propias casas aldeanas, semiurbanas, urbanas o vilegas, y bajo la dirección y el mando de militares profesionales y señores locales.
Para más, como gustaba a La Romana (editor del sorprendente Memorial Militar y Patriótico del Ejército de la Izquierda, 1810-1811) estaban actuando bajo su mando en tierra palentina, con claro apoyo de algunos señores, señoras y clérigos locales, dos jóvenes oficiales-guerrilleros-ilustrados que alcanzarían el generalato. Devotos de su capitán general, como la mayoría de sus oficiales, y creadores de la mitología de un generalísimo omnipresente. Devoción correspondida por éste (y documentada, en el caso de Díaz Porlier y su formidable sección de Caballería) que –como el propio La Romana- tenía doble formación militar, marítima y terrestre.
Brotaba, en definitiva, frente a las sanguinarias derrotas en las grandes batallas de Medina de Rioseco, Espinosa de los Monteros o Gamonal, la leyenda de El Marquesito y El Marquesillo en la extensa demarcación (Galicia, Asturias, Cantabria, León y Castilla la Vieja) sobre la que La Romana ejercía con autoridad militar el mando supremo en tiempo de guerra (capitán general, insisto). Y donde retuvo, además de ese mando militar, enorme influencia política hasta la hora de su muerte (en Portugal, enero de 1811). Siempre a través de sus mandos intermedios, caso del propio Díaz Porlier (ascendido por él a brigadier desde la acción de Aguilar de Campoo, marzo 1809). El Marquesito. No porque fuera (o se le creyera) hijo, pariente o ahijado del marqués, como afirma su cuñado, el conde de Toreno.
El marquesado de las Romerías
(Prestigio y omnipresencia del marqués de La Romana)
La invención de la omnipresencia del marqués formaba parte de la estrategia en ese tipo de guerra fantástica y del prestigio de que disfrutaba entre los generales napoleónicos y para el propio Napoleón Bonaparte, desde que formó parte de sus ejércitos en la Europa Central y en los Mares del Norte de Europa. En realidad, era la misma devoción –estratégica y recíproca- que sentían por La Romana sus oficiales colaboradores en Galicia y el Norte de Portugal.
En todos esos ámbitos, los enlaces directos del marqués fueron poniendo en pie de guerra las milicias locales que operaban en su nombre. Así lo hizo Cachamuiña –antiguo miliciano– y así lo aprendieron a hacer los enlaces procedentes del Batallón Literario compostelano, que era otra milicia. Y que contaban –en el caso de los literarios y de tantos más- con el valor añadido de tener el apoyo incondicional de sus propias familias señoriales, laicas o/ y eclesiásticas, con sus curas de patronato, los obispos de Orense y Tuy, los seminarios y tantos y tantos pazos o monasterios…
No fue aquélla una guerra nacional-popular-romántica, porque no podía serlo en una sociedad estamental y señorial. Sociedad que costó sangre, sudor y lágrimas socavar y destruir a lo largo de varias décadas de lucha revolucionaria hasta convertirla en una burguesa sociedad de clases…
El conde de Toreno y tantos recitadores posteriores de su extraordinaria Historia del Levantamiento no entendió ni quiso entender nunca la estrategia militar de La Romana. Como su paisano, el marqués de Santa Cruz del Marcenado, la consideraba anti-asturiana (demasiado galaico-portuguesa, si se prefiere). Por eso inventaron el dislate juntista de llamar al estratega marqués de las Romerías. Un calificativo que, como practicante del mismo modelo, dentro y fuera de Asturias, gustaría bien poco a su cuñado, El Marquesito. Y sólo por motivos políticos, acordes con su condición de juntistas y asturianistas se puede entender semejante interpretación de una estrategia ejecutada a la perfección por sus hombres, llegando a aterrorizar por su crueldad al propio La Romana.
Por ese toque de distinción en el planteamiento, incluso el propio conde de Toreno (admirador de la serenidad, la astucia y la movilidad de quien sería su cuñado) dudaba al calificar sus acciones guerreras entre dos palabras antitéticas pero reveladoras (palabras que vienen confundiendo de manera lastimosa y reiterada los románticos propagandistas de las cruentas acciones de guerrilla y los historiadores nacionales, admiradores de la acción política del juntismo asturiano): partidas (que inducen a creer que se trata -como en el caso de los bandoleros románticos- de paisanos a secas) o cuerpos volantes de militares y paisanos entrenados (milicianos), disciplinados y con acceso a distintos arsenales de armamento diverso, servido casi siempre por mar, gracias a la tan minusvalorada como decisiva colaboración simultánea de las antedichas fragatas de la Armada británica (la poderosa Royal Navy) en su misión controladora de todos y cada uno de los puertos atlánticos. Auténticas divisiones móviles, pues, muy militarizadas. Navales y terrestres, ejerciendo de corsarios o/y guerrilleros.
En la Atlántica Memoria audiovisual (Pedro Caro Sureda. La huella del marqués de La Romana) compusimos este pasaje a base de las memorias de los protagonistas y de la abundante documentación de primera mano de que dispusimos:
JOSÉ ANTONIO DURÁN.- En su origen, esa notoridad atlántica del linajudo marqués estuvo relacionada con el papel que jugaron las Juntas de Galicia, Asturias y Sevilla (aliadas ya con Gran Bretaña contra Francia) en una de las acciones más espectaculares de la historia de la guerra: la deserción de los Ejércitos napoleónicos de más de 9.000 hombres armados y 200 mujeres. Una odisea que asombró al mundo.
CONDE DE TORENO.- La Antigüedad, con todo el realce que sus escritores dieron a los diez mil de Jenofonte, no nos ha transmitido ningún suceso que aventaje a la escapada de los Mares del Norte en buques británicos de la División que mandaba el marqués de La Romana.
NARRADOR.- Aunque la propaganda napoleónica lo intentó, una operación de tal envergadura era imposible silenciarla. Para Napoleón, que le había concedido la Gran Cruz de la Legión de Honor, La Romana pasó a ser El Traidor. Un mito que el bonapartismo había construido y que sus generales nunca acertaron a destruir.
NAPOLEÓN BONAPARTE.- Diréis al mariscal Soult que estoy disgustado por su forma de actuar. Fue un error abandonar Galicia. ¡Debió aniquilar al Ejército de La Romana!.
NARRADOR.- Pocos meses antes de la muerte de Pedro Caro, cuando la guerra peninsular tenía claro color francés, el emperador continuaba creyendo que la estrategia más temible para la ocupación ibérica era el patrón de lucha que El Traidor puso en práctica al hacerse cargo del destrozado Ejército de la Izquierda, aprovechando el corredor insurgente que el conde de Maceda había creado en el Norte de Portugal.
MARISCAL SOULT.- ¡Claro que he querido aniquilarlo! Pero al ser su estrategia acosar incesantemente y evitar un enfrentamiento general, La Romana desgasta al más fuerte ejército, y acaba destruyéndolo.
Contra lo que afirman esos crédulos, tanto La Romana como Díaz Porlier desconfiaban de los paisanos (a secas), porque eran difíciles de alistar, no soportaban los duros y continuos entrenamientos, se escondían o desertaban, con la mayor de las lógicas, a pesar de la aplicación contra los desertores del durísimo código de guerra…
Fallecido La Romana, El Marquesito llegó a crear en Asturias su propia Academia de Caballería (junio, 1811).
Nos consta la severidad de su trato, incluso con los oficiales díscolos o indisciplinados de su división, a los que nunca dudó en enviar a reformarse en prisiones militares. Así lo hizo en mayo de 1810, desembarcando una docena en Ribadeo para su reclusión en el castillo ferrolano de San Felipe. Ante la dureza de la medida, al pedirle la Junta Superior del Reino de Galicia que cambiara la reclusión mayor por un arresto, contestó con este argumento (Andrés Martínez Morás, Galicia, Coruña, 1908): “Tenga a bien esa Junta Superior significarme el medio que puedo adoptar para conciliar la Justicia con la benignidad que V. E. me insinúa. Obedezco a la ley y trato lo mejor que puedo a mis oficiales”.
Por el mismo motivo, se opuso –desde muy pronto- al acompañamiento de las habituales damas de la guerra. Trataba de evitar las consecuencias en la disciplina de los líos de faldas: «que ninguna mujer pudiese seguir mi División porque creo que es una de las cosas que más se oponen a la disciplina y buen orden; y habiendo sabido que esta orden no se cumplía por algunos Jefes, resultando de esto graves perjuicios, la volví a dar… “(13-IX-1809: información que tomo de Aurelio Rodríguez Puerta, en internet, con aportes de historia oral, en donde comparecen un par de líos del propio Díaz Porlier, caso de las relaciones con una hermosa dama sin nombre y con la llamada La Fea)
Canarios en el Caribe
(De la Guerra Fantástica a la Independencia de los EE.UU.)
Recordará sin duda el lector que, en 1762, por si fuera poco con la derrota del Ejército regular español ante las milicias portuguesas y los hombres de Lippe, como represalia por la invasión española de Portugal, los ingleses atacaron ese mismo año la Isla de Cuba.
Ante el ataque inglés, el desastre defensivo de la Habana fue total. José Francisco Porlier Sopranis, capitán de Fragata a la sazón, murió en ese asalto de la Royal Navy, pero dejó en la isla caribeña buena parte de su bien situada descendencia.
Destruida toda la defensa naval a las primeras de cambio, sólo quedaron como defensores las milicias armadas criollas (organizadas por militares españoles, al modo y manera de las que operaban en los distintos señoríos de España y en Portugal); pero -una vez vencidas- los milicianos y los criollos, con sus caciques y demás señores locales, pasaron a convivir plácidamente con la breve ocupación inglesa (once meses, hasta el canje de Cuba por una parte de Florida, julio, 1763)…
La guerra fantástica en Portugal y el comportamiento de las milicias criollas, los caciques y los señores locales de Cuba prefiguran la gran confrontación del continente americano con sus metrópolis, cuando se inicie la Revolución (liberal) en Norteamérica. Un proceso que comienza en 1775 y que culmina en 1783.
Las milicias armadas de las colonias rebeldes, se sublevaron contra Inglaterra con el concurso de militares profesionales franceses y españoles. Y vencieron al Ejército regular y a la Marina inglesa, logrando la independencia de los Estados Unidos.
Triunfa así –con privilegiada presencia española- una de las grandes Revoluciones (liberales) del planeta y un patrón de lucha que servirá de modelo a la rebeldía local criolla e indígena contra las metrópolis europeas. Antes, pero casi en vísperas, de la Revolución Francesa (1789). Ya con Juan Díaz Porlier vivito, pero aún chupeteando.
Durante décadas, aunque hoy nos sorprenda (dado el belicismo posterior del mayor Ejército regular permanente de nuestro pequeño mundo), los gobernantes norteamericanos continuaron recelando de los Ejércitos regulares permanentes en sus grandes declaraciones políticas. Viene aquí a cuento recordar la célebre Declaración de Virginia del 12 de junio de 1776 (punto XIII):
Una milicia regulada, reclutada entre el pueblo, entrenada en el manejo de las armas, es la defensa adecuada, natural y segura de un Estado libre; los ejércitos permanentes en tiempo de paz deben ser evitados como peligrosos para la libertad; y en todo caso las fuerzas armadas estarán bajo la estricta subordinación y gobierno del poder civil.
Desde aquel lejano entonces (como venía sucediendo desde antiguo con Inglaterra), por su propio interés, los Estados Unidos de Norteamérica, alimentarán la acción armada lugareña de toda suerte de movimientos de criollos y nativos contra los administradores de los virreinatos (españoles) y contra sus Gobiernos.
Veamos algo de esa iniciática convulsión americana dentro del enorme Imperio español, sin salir de los personajes centrales que acabarán por confluir en la personalidad histórica de Díaz Porlier y en su formación liberal americana, traspasando la línea de continuidad que hemos establecido entre Canarias y las Azores, situándonos en el Caribe. Saltando como si nada de La Habana a Cartagena de Indias, para pasar de los Porlier a los Díaz.
Los primeros Juan Díaz del Caribe
(Del Virreinato del Perú al de Nueva Granada)
Debido al origen francés de su padre, los Porlier Sopranis segundones ocuparon posiciones brillantes en la oficialidad de la Marina española y de la alta Administración colonial, relativamente tarde. Como era (y es) habitual en las colonias, estos mandos militares y los altos funcionarios civiles españoles pasaron a formar parte de la aristocracia virreinal, casando de trato con grandes damas lugareñas, sin perder los contactos con los mayorazgos de sus comunidades de origen.
Considerado el caso de sus hermanos mayores, voy a tratar ahora de la espectacular progresión de Antonio Aniceto Porlier Sopranis (Tenerife, 1722/ Madrid, 1813), el menor de los cuatro varones.
Huérfano de madre a los pocos meses de nacer, fue una especie de milagro biográfico que nunca dejó de agradecer a sus hermanas y hermanos, al convertirse en la figura más destacada de los Porlier. De manera particular se lo agradeció al heredero del mayorazgo familiar y a su hermana Felipa Magdalena, que sustituyó a la madre difunta. Una sensibilidad que, como veremos, va a jugar un papel muy ambivalente en relación a Juan Díaz Porlier.
Antonio Aniceto se formó primero con los jesuitas en la atlántica ciudad de Sevilla donde residía entonces su hermana mayor, María Josefa (1732-1734). Se graduó en Derecho en Salamanca. Recuperó en París el francés y la cultura francesa, que su padre (el cónsul de Francia) siempre alentó como la “segunda alma” de hijos e hijas. Con ese bagaje muy bien asimilado recaló en Madrid, brillando en las tertulias ilustradas. Llegado el momento, tomó la senda americana de Esteban José y José Francisco. Antes y después del desastre portugués y cubano del Ejército y la Marina regulares, en 1762.
Primero se instaló en Charcas (1757), cuando pertenecía al Virreinato de Rio de la Plata, en cuya Real Audiencia fue fiscal protector de indios. En 1765 tenía 43 años y era oidor (máxima autoridad judicial) en la misma Audiencia. Casó entonces con la hija del gobernador de Salta (Tucumán), que era salteña y veinteañera, pero de origen vasco-navarro: María Asteguieta (n. 1745). Ese mismo año del casamiento, el gobernador y el oidor tuvieron protagonismo especial –junto a las milicias– en uno de los grandes acontecimientos de la época en las metrópolis y en las colonias de Portugal y España: la fulminante expulsión de los jesuitas. Dos años más tarde, Antonio era fiscal de la Real Audiencia de Lima, la capital del Virreinato del Perú. Son los padres, pues, de los Porlier Asteguieta, de los que el lector ya conoce dos: el oficial de Infantería Esteban, que nació en La Plata (Buenos Aires) en 1768, y el marino Rosendo (Lima, 1771), fundamental ¿recuerdan? en la primera progresión naval y militar gaditana de Juan Díaz Porlier.
En 1775 –en el arranque de la guerra miliciana por la independencia de lo que han de ser los Estados Unidos de Norteamérica- Antonio Porlier y María Asteguieta dejaron Perú, radicándose en Madrid, donde él se irá convirtiendo en consejero privilegiado de Carlos III y Carlos IV en altos asuntos coloniales (Fiscal Supremo y Consejero en el Real Consejo de Indias), antes de ser ministro de Justicia y de obtener el primer título personal por méritos propios, al margen de las políticas de casamientos de su difunto padre y del mayorazgo de su hermano mayor: marqués de Bajamar (localidad canaria, 1791), con grandeza de España. En años cada vez más delicados para los virreinatos españoles de América, con el triunfo sucesivo de dos revoluciones complementarias: la norteamericana y la francesa. Justo el tiempo histórico en que se está produciendo el embrollo del noviazgo, la gestación y la bastardía de Díaz Porlier su influencia en el conjunto familiar, en los Reales Sitios de España y en los virreinatos de América era enorme.
Antonio Aniceto Porlier Sopranis, que fue uno de los ilustrados promotores de la Universidad de La Laguna, formaba parte en Madrid de la flor y nata de la colonia canaria de la Villa y Corte, junto a su pariente, Estanislao de Lugo, segundo esposo de la gran dama del jansenismo de la época, María Francisca de Sales Portocarrero, condesa de Montijo. Como éste, llegado el momento, apoyará la causa de los Bonaparte (evolución en la que le sigue el más joven de sus hijos, el abogado y diplomático Antonio Porlier Asteguieta), distinguiéndose así radicalmente de los dos mayores, Esteban y Rosendo. Dado su relieve político, su fuste intelectual y la evolución del afrancesamiento al liberalismo, estos Porlier cuentan con libros, estudios y tratamientos específicos, incluso en los más recientes Diccionarios biográficos españoles, canarios y latino-americanos. Fue también autor de unas memorias que hemos leído comentadas en internet.
Los Díaz Pimenta, por su parte, originarios –según los genealogistas canarios- de Vidigueira, en el Alenteio portugués, se asientan –ya con su apellido compuesto- en la isla canaria de Tenerife en el siglo XVI. Hoy son menos conocidos en España que los Porlier; pero irán cobrando una importancia creciente en esta Atlántica Memoria, en la historia de Cuba y de la actual Colombia, porque aún tuvieron más presencia que aquéllos en las Españas de América en el tramo histórico que más nos interesa.
Para empezar, fueron varios los que lucieron con reiteración el Juan Díaz, mucho antes de que los primeros Porlier llegaran al Nuevo Continente. Asentándose con normalidad tanto en La Habana como en Cartagena de Indias.
Cartagena de Indias
(De Juan Díaz Pimienta a Juan Torrezal Díaz Pimienta)
La implantación de los Díaz Pimienta en la élite cartagenera se produce como consecuencia de otro desastre colonial. Esta vez por la destrucción prácticamente total de Cartagena de Indias en el asalto de una escuadra francesa y navíos de piratas, de los muchos que operaban por aguas caribeñas. A partir del 13 de abril de 1697.
Para reconstruir las maltrechas defensas de la ciudad, volver a hacer habitable la capital de la extensísima provincia, reordenar el territorio conforme a nuevos criterios ilustrados, impedir (en la medida de lo posible) el contrabando y concentrar la población indígena dispersa por espacios inaccesibles, la España metropolitana preparó una potente expedición que se puso bajo el mando del ingeniero militar Juan Díaz Pimienta. En ella, por cierto, había destacada presencia de oficiales y profesionales procedentes del Reino de Galicia.
Desde entonces, distintas generaciones de Díaz Pimienta se fueron fundiendo con españoles y criollos, formando la nueva aristocracia cartagenera. De todos ellos importa de manera especial el caso de Juan Torrezar (o Torrezal) Díaz Pimienta (si bien el orden de sus apellidos aparece alterado en muchos documentos como si aún viviera el originario Juan Díaz Pimienta, fallecido en 1707)
Torrezal nace en fecha indeterminda en el seno de una de las ramas más modestas de los Díaz Pimienta, habaneros y cartageneros y, por lo que se sabe, nunca abandonó el aire campechano, manteniéndose ajeno a las pompas y vanidades de la aristocracia virreinal. A pesar de ello, el militar alcanzará el grado de brigadier de Infantería y creciente peso político, hasta convertirse en la personalidad de mayor relieve de la ciudad (12.000 habitantes) y de la provincia (120.000). Mereció la confianza de dos virreyes sucesivos –Manuel Guinior (1772-1776) y Manuel Antonio Flórez (1776-1781). Fue con el primero gobernador, cargo en el que se mantuvo durante todo el mandato del segundo, salvo un breve período en que causó baja por enfermedad (1774-1780/ 1781-1782).
La modernización acometida en Cartagena en tiempos de Torrezal Díaz Pimienta convirtió la ciudad, durante años, en competidora con Santa Fe de Bogotá, la capital del Virreinato. El virrey Flórez acabó por establecer en ella su residencia principal, sentando un precedente que alcanzará algunos años de continuidad. En uno de esos años capitalinos nació Juan Díaz Porlier.
Además de la modernización de la capital, varias políticas de alcance se llevaron a cabo bajo su mando: la fortificación de las defensas y el control (muy relativo siempre) del contrabando y la piratería; la reordenación del territorio provincial, agrupando en nuevas poblaciones a los dispersos poblados indígenas y comunicándolos entre sí; la reorganización y refuerzo de las milicias y la solución que resultó más convincente para contener la rebelión comunera (1781-1782) surgida en un momento delicado, en simultaneidad con la guerra de la independencia norteamericana y como consecuencia de la sublevación del ya citado Túpac Amaru II en el Virreinato del Perú (1780-1781). Para culminar esta labor, Torrezar contó con dos colaboradores muy eficientes: el mílite y miliciano Antonio de la Torre Miranda y el brigadier de ingenieros Antonio de Arévalo. Uno y otro continuarán su labor tras la inesperada muerte de Torrezar.
La gran mansión del marqués de Valdehoyos
(Embarazos, bodas, bautizos y venenos)
Como si la intensidad de su tarea le impidiese pensar en otros asuntos más personales, el gobernador de Cartagena de Indias se mantuvo solterón hasta 1777.
Desconocemos el año de su nacimiento, pero se puede apostar que pertenecía al mismo grupo de edad de los Porlier Sopranis. Frisaba, pues, los 60 años cuando casó (de trato, evidentemente) con una niña cartagenera de 11.
Con relieve social e importante patrimonio familiar, María Ignacia Sala Hoyos (n. en 1766), era hija del ya difunto Félix de Sala y Graells, capitán de fragata, y de la ya citada –por su potente relación con la infancia y la esmerada educación de Juan Díaz Porlier- Inés de Hoyos Fernández Miranda. Hermana ésta del II marqués de Valdehoyos. Uno de los pocos títulos de nobleza concedidos por los reyes de España a radicados en aquellas tierras, con boyantes negocios de suministro de materias y alimentos de primera necesidad e importación de esclavos. Marquesado al que ya nos referimos al tratar de su origen asturiano y del parentesco con los Mier y el coronel Peón, amigo y enlace privilegiado en el pronunciamiento de Díaz Porlier.
También nos hemos referido en distintos momentos a Inés, la madre de María Ignacia. Ésta, al enviudar y casar en segundas nupcias, se había radicado en la ciudad de La Habana, mientras su hija y su yerno, por lo que parece, pasaron a ocupar su espacio en la gran mansión de su hermano, el marqués de Valdehoyos. Uno de los orgullos arquitectónicos de la ciudad y de su época virreinal, felizmente conservada en nuestros días. Allí nació el que sería el único hijo vivo del nuevo matrimonio. En 1780.
En el intermedio, en la ciudad de Madrid, fallecía (1779) María Asteguieta, la esposa del cada vez más influyente Antonio Aniceto Porlier Sopranis, dejándolo viudo a los 57 años. Tres más tarde (1782), el viudo sesentón volvió a casar con María Jerónima Clara Daoiz Guendica, a la que doblaba en años (n. en Pamplona, 1749).
Dada su posición en la Corte y su influencia sobre la política de los Virreinatos, Antonio Porlier conocía al dedillo lo que estaba sucediendo en los de Perú y Nueva Granada desde la rebelión de Túpac Amaru II (4-XI-1780). Pues bien: antes de que éste fuera detenido, ejecutado y despedazado de la manera más cruel que cabe imaginar, se inició en Nueva Granada el movimiento de los comuneros (abril, 1781).
Juan Torrezar Díaz Pimienta logró mantener su provincia en relativa calma; pero al virrey (que ya no se sentía a gusto en ese cargo) la sublevación le costó el virreinato.
Los altos consejeros de Carlos III (Antonio Porlier Sopranis, entre ellos) no lo dudaron: elevaron al gobernador Pimienta al cargo de Gobernador-Virrey, aprobando de facto y por escrito su política de pacificación del movimiento comunero. Fue así como éste, al que suponemos eufórico como Virrey en funciones, su joven esposa (16 años y cada día más hermosa, según las crónicas, pese a que iba encinta), con el hijo de ambos (dos añitos) iniciaron el largo viaje a Santa Fe de Bogotá para la toma de posesión.
Del viaje existe un relato pormenorizado. Resultó esperpéntico, porque a las grandes muestras de afecto y reconocimiento a los nuevos virreyes a lo largo de un pasaje que duró 50 días, se añadieron un cúmulo continuado de desgracias.
En el tramo marítimo del viaje, debido a las pésimas condiciones de la embarcación, se adelantó el parto de la virreina y el niño que esperaba nació muerto. Su salud se hizo harto quebradiza desde entonces, precisando de ser llevada en volandas por un pequeño ejército de portadores, al echar pie a tierra la expedición. Por su parte, el virrey, que gozaba de una salud más que razonable, a pesar de la desgraciada pérdida de su hijo y de la pésima salud de su mujer, no pudo evitar los agasajos, banquetes y reconocimientos; pero tampoco tardó mucho en ponerse en trance de muerte, falleciendo en Santa Fe, entre terribles dolores y sin tomar posesión, el 11 de junio de 1782.
El embrollado asunto de los orígenes de Díaz Porlier
(Asturianos y canarios)
El rum rum de que había sido envenenado por su sucesor (que -para mayor inri– era el arzobispo de la capital, Santa Cruz de Bogotá), llegó hasta nosotros. Mas es el caso que Antonio Caballero Góngora (cordobés de Priego, nacido en 1723) se convirtió en el nuevo Virrey-Arzobispo (1782-1789), tras forzar (de manera harto sospechosa, como si conociera su contenido) la apertura de unos pliegos secretos de las autoridades españolas en los que se establecía esa posibilidad, en el caso hipotético de que Torrezar falleciera.
Algún historiador colombiano califica este oscuro asunto con un colombianismo irónico, muy oportuno: hacer moñona. Si interpreto bien la palabra y el significado, el arzobispo-virrey, que no tardó en radicarse en Cartagena, lograría –con el veneno y de una tacada- lo que más deseaba (el virreinato); pudo asumir así –como si fuera suya- la política colonizadora y pacificadora del difunto, mantener como gobernador a Antonio de Arévalo y rematar la más que iniciada concentración de poblaciones dispersas que llevaba a cabo Antonio de la Torre Miranda (40.000 habitantes en 40 pueblos). Según algunas hablillas, también pudo tantear sus posibilidades con la joven y bella viuda, a la que llevaba 38 años…
Las posibilidades del nuevo virrey con la bella ex virreina, María Ignacia, si llegaron a existir, se esfumaron pronto, porque –afectada por tal cúmulo de desgracias, corrillos y sobresaltos- murió sin que le hubiera llegado aún el correo con la pensión que se le había concedido en España como viuda del fallecido virrey. A comienzos de 1783.
Quedaba, pues, en casa del marqués de Valdehoyos el único superviviente de la tragedia: su sobrino, hijo de la difunta. De tres años. El que, según algunos biógrafos de Juan Díaz Porlier, fue llevado a Cuba -con su biografiado, recién nacido éste- para que se hiciera cargo de los dos la citada Inés de Hoyos Fernández Miranda, madre de la difunta… Pero aquí salta el embrollo.
Acaso al confundir a los Hoyos de origen asturiano (marqueses de Valdehoyos, enlazados por matrimonio con los Díaz Pimienta) con los Hoyo de origen canario (los De Lugo Hoyo, marqueses de La Florida, parientes del jansenista Estanislao de Lugo, en los que –como se dijo- comparece el apellido Pereyra), enlazados con los Porlier y contertulios suyos, sale a colación por doquier el nombre de una misteriosa María Pereyra de Hoyos a la que se da por viuda del virrey Pimienta (¡la difunta María Ignacia!) y a la se ofrece cumpliendo la función Inés, su madre. Tantos errores de bulto proceden, por lo que parece, de relatos familiares de los Porlier con los que se hicieron un lio los biógrafos que pusieron mayor empeño en lo que acaso sea lo menos importante: saber quiénes fueron en realidad la madre y el padre madre biológicos de Díaz Porlier.
Esteban Porlier en Cartagena de Indias
(Las interconexiones Porlier-Díaz Pimienta-Sala Hoyos)
En 1785 llegó de España a Cartagena de Indias una expedición bajo el mando de Antonio de Arévalo (que era –como recordará el lector- uno de los hombres de confianza del difunto virrey-gobernador Pimienta). Tenía dos cometidos principales: reforzar, una vez más, las vitales defensas de la ciudad e incursionar en las aún inaccesibles poblaciones indígenas del golfo de Darién, dedicadas de manera descarada al contrabando y la piratería con los buques ingleses. No era una expedición meramente militar. Iban también misioneros, e iba igualmente un jovencísimo oficial del Regimiento de Infantería de la Princesa: Esteban Porlier (17 años).
Ambiciosa y costosa, en lo que hace al Darién, la expedición fue un fracaso rotundo. Sin embargo, para el joven oficial, hijo de su influyente padre y antiguo paje del rey, supuso la entrada por la puerta grande en la corte y residencia virreinal, establecida en Cartagena de Indias. Con acceso privilegiado al arzobispo-virrey.
Las tradiciones familiares de los Porlier que nos hicieron llegar distintos autores contienen –lo hemos visto- confusiones constantes; pero hablan de las relaciones amorosas del jovencísimo oficial con una pariente del difunto Torrezar y de su esposa, difunta también.
Siguiendo esta pista he leído en un relato de internet, sin otra explicación, que se le daba nombre y apellidos, bastante lógicos: Juana Díaz Pimienta.
Esteban y Juana serían el padre y la madre –según estas versiones- de lo se dio en llamar (en Galicia al menos) un hijo bravo.
Dada la condición palatina de la pareja, aquel embarazo no deseado resultó escandaloso, agravado por la condición arzobispal del virrey. Y todo en su residencia. Ante sus narices.
Se puede creer o descreer toda esta historia, siempre que se sepa que los amoríos y los casamientos románticos empezaban a hacer estragos en las mejores familias y, sobre todo, en las familias de militares ilustrados, que vivieron de cerca la Revolución norteamericana y la francesa.
Es bien sabido, por lo demás, que los casamientos de trato llenaron de hijos bravos el pequeño mundo; pero incluso la bastardía empezaba a tener su reconocimiento. Entre la nobleza militar y entre militares no era ya lo que había sido. La progresión de Juan Díaz Porlier en la aristocrática Marina de Guerra y en la Infantería lo prueba de manera elocuente.
En la Atlántica Memoria audiovisual, sin ir más lejos, hemos contado algunas historias muy bellas y reveladoras acerca de estos cambios.
Importa recordar aquí, a modo de ejemplo privilegiado, el casamiento sin dote ni trato de Benito Pardo de Figueroa, el reformador de la Infantería española, coronel a la sazón del Regimiento de la Princesa, al que pertenecía (y pertenecerá) Esteban Porlier (que pudo sentir por él profunda admiración, como tantos otros contemporáneos de su tiempo, empezando por Napoleón Bonaparte, Manuel Godoy o Leandro Fernández de Moratín).
Benito –en efecto- casó mayor (sin dotes ni arreglos) y fue feliz hasta la temprana muerte de la jovencísima Adelaida (1800), a quien conoció de niña en Nueva Orleáns, cuando él era un joven capitán a las órdenes de su padrastro, el I conde de Gálvez. En los orígenes de los Estados Unidos de Norteamérica. Fallecido Gálvez años más tarde cuando era virrey de Nuevo Méjico (por venenos -se dice- como Pimienta), su viuda (la mujer más bella de Madrid, según el criterio de los hermanos Humboldt) estaba arruinada, y Benito –sin condiciones- casó con aquella niña de Nueva Orleáns, la enterró en Montmartre y entró en crisis total, de la que lo sacó Godoy mandándolo de embajador a Berlín y San Petersburgo donde jugó papeles que hasta parecen imposibles en las relaciones de España y Rusia.
Cuando estaba en esas, su sobrino, Baltasar Pardo de Figueroa, el linajudo conde de Maceda, y la bellísima Vicenta Wanden (coruñesa con don pero de origen plebeyo) formaron una actualísima pareja de hecho. Al morir él heroicamente en la batalla de Medina de Rioseco (donde hay un monumento alusivo a esta fascinante historia) ella estaba embarazada de la que sería su hija menor; pero ya tenía unos añitos su hijo Baltasar, implicado en el proceso por el pronunciamiento de Díaz Porlier…
Igual que las pelucas empolvadas estaban pasando a la historia, también lo estaban los casamientos de trato, los mayorazgos y los rigores ante esta clase de enamoramientos y embarazos no deseados, así como sus consecuencias: los hijos bastardos.
Precisamente porque el cambio de actitud hacia la bastardía era evidente y comenzaban los hijos bravos a tener derechos de sucesión incluso a los mayorazgos, caso de ser reconocidos como tales (por las buenas o por las bravas), es por lo que pudo suceder lo que sucedió, si se le da credibilidad al relato familiar.
Pasa, en efecto, que Esteban Porlier no era un hijo como Rosendo o como Antonio. Era el mayor y el destinado a ser heredero principal de su muy importante patrimonio (el mayorazgo). Lo que se llama en Galicia su vinculeiro. Y ahí pudo estar el origen del problema.
El arzobispo-virrey, atendiendo a posibles indicaciones de Antonio Aniceto o por propia iniciativa, optó por una solución drástica y dura, pero con cierta lógica. Prescindiría de Esteban, devolviéndolo a España, y metió a su amada en los rigores un convento.
Para asumir esta versión tenemos que presuponer que las hablillas sobre los venenos que acabaron con la vida del virrey Pimienta, habían sido superadas por completo. Sin embargo, pensar –como se dice- que las furias del arzobispo se trasladaron al expediente personal del joven oficial, es menos que creíble, por lo que sabemos de la potente influencia de su padre y por lo que pasamos a contar ya por cuenta de nuestra propia investigación.
Esteban, por las mismos días en que habría que situar la confirmación del embarazo y el parto de su amada, se convirtió –como si nada- en caballero cruzado de la Orden Militar de Santiago. En la solemne ceremonia actuaron como testigos dos canónigos canarios, otros tantos compañeros de su padre en el Consejo de Indias y el varias veces citado jansenista Estanislao de Lugo, pues así de complejo y revolucionario es el tramo final del siglo XVIII. En Europa y en las Américas. Cuando lo que llamamos hoy liberalismo comenzaba a aflorar por ambos continentes.
Lo que también está probado y comprobado por nuestra propia investigación es que Antonio Aniceto (casado en segundas nupcias con la joven María Jerónima Clara Daoiz Guendica, 1782), en el momento en que el hipotético amorío de Esteban estaba en plenitud, tuvo que asistir a otro casamiento que viene a complicar aún más el embrollado asunto de los orígenes de Díaz Porlier.
Resulta que el 7 de octubre de 1787 acabó en boda el pacto matrimonial o el amor romántico de un hermano de María Jerónima, la madrasta de los Porlier Asteguieta, con la hermana de los difuntos virreyes Pimienta y María Ignacia: Josefa de Sala Hoyos. Hija, pues, de Inés de Hoyos Fernández Miranda. La que sería tutora del hijo del virrey y del recién nacido Díaz Porlier. En nuestra interpretación del caso, sería por ese novísimo matrimonio que pudo salir la solución familiar definitiva: con el paso del neonato a Cuba, tras una estancia en Buenos Aires.
Inés de Hoyos Fernández Miranda
(Las relaciones atlánticas)
Apuntalada con nuestras precisiones, mantenemos como la hipótesis de trabajo más fundada hasta el momento (2016): la de que Esteban pudo ser, en efecto, el padre biológico de Juan Díaz Porlier; pero que, al producirse (por este último matrimonio de Antonio Aniceto) el entrecruzamiento familiar de los Hoyos-Porlier-Díaz Pimienta se convino (de acuerdo con este último) en que Inés de Hoyos se hiciera cargo del neonato en sus primeros años, hasta que comenzara a volar por sí mismo (con 14 años). Momento en que, para cubrir el tránsito intermedio, lo recoge en La Habana Rosendo Porlier. Y esa podría ser también el motivo de la prelación del Díaz (Pimienta) sobre el Porlier (Asteguieta) de sus apellidos, así como la explicación del silencio que observó siempre sobre unos orígenes difíciles de asumir y de contar, si es que el mismo llegó a conocerlos en detalle.
Esteban Porlier Asteguieta, por su parte, de acuerdo con su padre, prefirió (o tuvo que preferir) ejercer como heredero del patrimonio de sus padres y (llegado el momento) del marquesado de Bajamar. Decisión muy dolorosa acaso, porque el militar palatino, de cuya gallardía podría proceder la de Díaz Porlier, murió solterón y gentilhombre de Cámara (Madrid, 1836). Con 68 años. 21 después de la ejecución de Díaz Porlier. 49 más tarde de aquel amorío (inolvidable) de su mocedad caribeña.
En estos supuestos se encontrarían razones para situar en Cartagena de Indias y en 1788 el nacimiento de Díaz Porlier, detalle este último que surgió muy de pasada en el Consejo de Guerra que lo condenó a muerte. Lo único que es imposible sostener es el relato que afirma que el recién nacido fue llevado a Buenos Aires y a La Habana con el hijo de Torrezal Pimienta y María Ignacia Sala Hoyos, cuando éste tenía dos años. Pasa que esa edad ya la tenía –como queda escrito- en 1782, cuando murió su padre, el virrey. Tenía tres un año más tarde, cuando quedó huérfano de padre y madre. En 1788 tenía ocho, según nuestras cuentas. Parece que falleció a poco de llegar a consecuencia del tifus…
En cualquier caso, lo que parece menos cuestionable es que, a poco de nacer, Juan Díaz Porlier fue a dar a La Habana, donde estaba residiendo (casada con un militar de alta graduación, en segundas nupcias) su tutora, Inés de Hoyos Fernández Miranda, dama de gran relieve, con orígenes asturianos por los Hoyos y los Fernández Miranda. En estrecha relación con los Porlier Sequeira y los Sequeira Porlier habaneros y, sobre todo, con los Díaz Pimienta. Familia esta última especializada desde antiguo en la construcción naval militar. Lo que convierte en firme cuanto hemos venido indicando de la excelente educación básica recibida de los Hoyos y de la potente formación marinera del personaje, propia de los Pimienta, reforzada más tarde en la brillante Escuela de Pilotos y Guardiamarinas de Cádiz…
Esa relación de los Hoyos, los Fernández Miranda y los Peón Míer asturianos, contribuyen no poco a explicar el posterior asiento de Esteban Porlier y Juan Díaz Porlier en Asturias.
Esteban llegó a Asturias mal herido (se le dio por muerto), residiendo allí desde finales de 1808 hasta bien entrado 1809, mientras Juan Díaz Porlier se estaba convirtiendo en El Marquesito en tierras palentinas.
Que nosotros sepamos, no coincidieron en esa fase doliente de Esteban, aunque anduvieron próximos en los meses sucesivos, cuando –cumplida la misión de La Romana- continuaron ambos bajo las órdenes de los mandos que habían sido del marqués. También y por el mismo campo de relaciones, se entendería el posterior arraigo de éste en la comunidad asturiana y su propio casamiento con la segundona Josefa Queipo de Llano, cinco años mayor que Juan (28 y 23 años en 1811). Una madurez que la llevaba a disculpar (como alguno de sus mandos superiores) ciertas acciones de su esposo, al entender que eran propias de su acometedora juventud…
Final con fin
(Del destino y la tragedia)
Como tantas otras familias con importante patrimonio, sería éste el que condicionó en gran manera la historia familiar de los Porlier, no sólo en lo que hace a Juan Díaz Porlier.
En lo mucho que tuvieron de civiles las guerras napoleónicas –y como suele suceder en esta clase de familias- Antonio Aniceto Porlier Sopranis y sus hijos, los Porlier Asteguieta, se dividieron, y la propia división propició que el patrimonio volviera íntegro a sus propias manos. También los títulos. El marquesado de Bajamar fue pasando del padre afrancesado a Esteban y a Antonio, el hermano menor, también afrancesado, y -como tal- perseguido, desterrado y recuperado más tarde por la Revolución liberal…
Por su parte, las acciones militares de Díaz Porlier desde su instalación en Asturias, en relación directa o indirecta con la Junta General del Principado, comienzan con posterioridad a la grave enfermedad de Esteban, y meses antes de su casamiento con Josefa.
A partir de la segunda mitad de 1809, al quedar libre Galicia de ejércitos de ocupación, las fragatas británicas ampliaron el campo de acción de El Marquesito. Operaron del mismo modo que lo hicieran con anterioridad en la costa gallega. Y el hombre de la guerra, que se había comprobado hasta la leyenda por sus acciones tierra a dentro, brilla desde entonces en las marítimas, con desembarcos sonados e intensa actividad corsaria y propagandística. Debido a ello, sus relaciones pasan a ser cada vez más intensas con la Junta Superior de Subsidios, Armamento y Defensa del Reino de Galicia dado que ésta mantuvo el compromiso de aprovisionar a las fragatas, españolas y británicas, que operaban en la antigua demarcación marítima de Ferrol. De este contacto –terrestre y marítimo- va a nacer la expansión de las acciones de Díaz Porlier por Asturias, Cantabria y el País Vasco. Debido a ello, el punto principal de encuentro se situó en la villa gallega de Ribadeo, donde estaba radicado el regidor Fernando Miranda, uno de los implicados con nombre propio en la escapada a Londres del conde de Toreno y en el pronunciamiento fallido de Díaz Porlier.
Dentro de este contexto, el 22 de junio de 1810, por primera vez en su vida, Juan desembarca en Coruña, ciudad a la que volverá en distintas ocasiones dentro de este año. Cuando las Cortes de Cádiz comenzaron sus sesiones…
Entretanto, la devoción del marqués de La Romana, por esa versatilidad marítima y terrestre de Díaz Porlier, aún quedó patente en febrero de 1810 (cuando ya no era capitán general de su demarcación, aunque mantenía sobre ella enorme influencia). Solicitaba entonces a sus antiguos mandos y a la Capitanía gallega que le hicieran llegar su brillante Caballería. La precisaba para su propia lucha en la frontera extremeña con Portugal.
Al fallecer La Romana un año más tarde (enero, 1811) y al hacerse cargo de su Ejército el general Castaños (en Aldea Gallega, el actual Montijo portugués), casi en puertas de Lisboa, las relaciones de Díaz Porlier con el alto mando militar sufrieron un progresivo enfriamiento. Pedro Agustín Girón, sobrino de toda confianza de Castaños, en sus Recuerdos, sólo lo menta de manera puntual y en relación al pronunciamiento. Para ambos, aquella relación fue como un mal sueño.
Tanto Girón como Castaños (futuro duque de Bailén) tenían un concepto distinto de la guerra, y las críticas al individualismo de Díaz Porlier comenzaron a aflorar, incluso entre los mandos que procedían de los tiempos del difunto marqués de La Romana. El Marquesito también estaba en cuestión por las habituales tensiones corporativas propias de un Ejército muy complejo, en el que los mandos procedían de los más diversos orígenes sociales, profesionales y políticos, dada la reconversión obligada que introdujeron las milicias y el movimiento guerrillero.
A finales de 1812 Díaz Porlier había caído en desgracia y como hombre de la guerra estaba literalmente en paro. Ni siquiera estuvo en la batalla de Vitoria.
Hay que esperar al borrascoso relevo del general Castaños (y el correlativo cambio de destino de Pedro Agustín Girón), para que su sustituto, el mariscal de Campo Manuel Alberto Freire de Andrade y Armijo reincorpore a Díaz Porlier, con parte de sus hombres, no sólo a la guerra, también al mando de la quinta división del Cuarto Ejército, el Atlántico, bajo el mando supremo de Arthur Wellesley (inmediato duque de Wellington).
El hombre de la guerra ofreció su último destello como brillante militar en la gran batalla final de la contienda en suelo español: San Marcial (31-VIII-1813). Por su comportamiento en ella ascendió a mariscal de Campo, un grado equivalente al de los posteriores generales de división. La graduación que (por lo mismo) alcanzó en paralelo Esteban Porlier Asteguieta (20 años mayor que Juan).
Trece meses más tarde de San Marcial, sus compañeros en el alto mando del Cuarto Ejército, Pablo Morillo, Ramón Rufino Patiño (conde de Belveder) y Francisco Javier Losada Pardo de Figueroa (señor de Pol), fueron informados por su general en jefe, Freire de Andrade, de que Díaz Porlier estaba arrestado en el cuartel del Conde Duque de Madrid. Unos meses más tarde, cuando el señor de Pol y la joven condesa de San Román protagonizaron en Coruña la última gran boda de la Pontevedra aristocrática, Juan no pudo asistir a la ceremonia de su compañero. Penaba en la prisión fortaleza de San Antón en el arranque de la conspiración que precipitaría su tragedia final…