De Zaragoza y de mi circunstancia.- Nací en Zaragoza el 5 de agosto de 1936, unas horas antes de que tres bombas arrojadas sobre la basílica del Pilar, atravesando el techo, cayeran cerca de la Capilla de la Virgen sin llegar a estallar, un hecho atribuido por unos a un error táctico y por otros a un milagro; y unas horas después de que una de las figuras más preclaras de la cultura aragonesa, Ramón Acín, fuera ejecutado en las tapias del cementerio de Huesca. Mi padre, Rafael Castilla Oliete, de familia republicana y él mismo republicano de toda la vida (aunque sin haberse significado), era reclamado a filas en el llamamiento de reservistas, siendo designado como escribiente a oficinas de Capitanía, donde (según me diría tiempo después mi madre, que dijo habérselo oído a mi padre), realizó en algún momento tareas de espionaje a favor del ejército republicano. Ya acabada la Guerra, con la ayuda de mi abuelo y de mi madre (que trabajaba en un modesto taller de costura para ayudar a la familia), abrió una tienda de antigüedades en la calle San Miguel, donde vivíamos. Por la noche, al volver a casa, sintonizaba mi padre con Radio España Independiente y mi madre, aterrada, se ponía a cantar, en la cocina que daba al patio, coplas y tonadillas de la época –“A la lima y al limón”, “Dolores la petenera”, “Eugenia de Montijo”…, para evitar que le oyeran los vecinos.
En los primeros años de primaria me llevaron a un colegio infantil. “Jesús Reparador”, muy próximo a casa, en la calle Sancho y Gil, esquina a la plaza Castelar (hoy los Sitios), que aún existe. Pasé después al Instituto Francés, situado entonces en su emplazamiento original, en la Avenida de la Independencia, edificio Ambos Mundos. Allí concluí los años de primaria, aprendí francés y tuve mi primera experiencia como actor, haciendo el protagonista de Colasillo el lugareño, una obrita de teatro escolar, creo que de finales del siglo XIX. Muy cómica debía ser porque al menos el público se reía mucho. Lo que me quedó más grabado en la memoria fue la enorme figura del director del Instituto, Monsieur Landwerlin, puesto en pie en primera fila y gritando alborozado, “!Bravó! ¡Bravó!” en un inconfundible acento francés.
De allí pasé a la Sagrada Familia, un colegio que ocupaba, un piso más arriba, toda la planta del mismo edificio de Ambos Mundos, donde cursé los siete años de bachillerato. Si la situación del colegio no era la ideal para la concentración y el estudio, sí lo era como escuela de calle y de la vida. Porque nos encontrábamos en pleno centro de la ciudad, en la Avenida de la Independencia, cuyo inmenso y largo bulevar, con su gran paseo central, las vías laterales y los porches, era, para nosotros, el mejor espectáculo del mundo. Un espectáculo tan irresistible, pienso ahora, que nos pasábamos tantas horas en clase como en el paseo, tanto en las salidas a mediodía como por las tardes al concluir las clases. El trasiego de paseantes de cualquier edad y condición social era enorme e incesante, entre el inconfundible tilín-tilín de los tranvías de las líneas Torrero, Casablanca y Venecia-Delicias, que circulaban por ambos laterales, abarrotados de gente y de críos enganchados a la trasera, con los gritos provocadores de la multitud infantil: ¡En la trasera un chico lleva! Y la mirada impotente del conductor y cobrador. Lugar también de nuestros primeros escarceos amorosos, de muchas idas y venidas, de vueltas y revueltas para ver y encontrar a las chicas e invitarlas a nuestros guateques. Y entre los sitios para repostar más frecuentados, los Helados Italianos y los Espumosos, a ambos lados de los porches, y el Tabernillas, en una calle cercana, Inocencio Jiménez, para degustar sus deliciosas tapas, en especial los “tacos”. Y nuestras primeras tertulias en el gigantesco salón de Ambos Mundos, considerado entonces la mayor cafetería de Europa, que era también un espectáculo en sí mismo.
Iniciación teatral (Mi abuelo, el protestante).- Para los inicios de mi formación teatral debo referirme a mi abuelo, Rafael Castilla de Antonio, segoviano afincado en Zaragoza y propietario de un próspero almacén de muebles en la calle de San Gil durante la República que tuvo que cerrar a consecuencia de la guerra. Ya en tiempos de posguerra y aprovechando existencias de su antiguo negocio, iniciaba una empresa de utilería y atrezzo que, en sus comienzos, surtiría a los teatros Principal y Argensola. Y después, cuando daban función, a otros teatros como el Iris y el Circo.
Mi abuelo era en aquellos tiempos el pastor de un grupo protestante, evangélico, que había logrado sobrevivir a la persecución y represión de los primeros años de posguerra. Los domingos por la tarde se reunían en el salón-comedor del piso donde vivían mis abuelos, situado en la misma calle San Gil, casa de la farmacia Rived y Choliz –con la bella decoración, que aún hoy se conserva, de su emblemática esquina-, para el servicio dominical, evidentemente clandestino. Allí oraban, y mi abuelo, que se sabía capítulos y versículos de la Biblia de memoria, leía o recitaba alguno de ellos, para comentarlo después a manera de homilía. Yo, que tendría seis o siete años y comía allí todos los domingos, asistía alguna vez, y también mi madre que, aunque católica, le gustaba mucho oír a mi abuelo. Hasta que un día llegó la policía y desalojaron la sala. Creo que no hubo detenidos, pero tampoco más servicios religiosos.
Los domingos, después de comer, de jugar al parchís y recibir la propina, sobre las seis de la tarde, mi abuelo me llevaba con él a los teatros donde, en cada contaduría, le abonaban semanalmente sus honorarios de utilero. Y después de un cierto tiempo, y ya conocido por acomodadores, porteros y empleados, acabé quedándole a ver la función (vivíamos entonces muy cerca del Principal, en el Coso), hasta que yo empecé a hacerlo por mi cuenta y entre semana. De modo que, gracias al vínculo de mi abuelo con la vida teatral zaragozana, pude acceder gratis a todos los teatros y, literalmente, empaparme del variopinto repertorio de esos años, desde el teatro policíaco de Soler-Mari y la compañía de Rafael Rivelles y María Fernanda Ladrón de Guevara hasta los espectaculares montajes de Rambal en el teatro Circo, pasando por la comedia, la alta comedia y el teatro clásico con el jovencísimo Tamayo, sainetes, variedades, folclore andaluz, zarzuelas y género chico, y hasta revistas, que las veía todas entre bastidores, por no ser toleradas: La blanca doble era mi favorita. Una experiencia de cientos de funciones que se prolongó hasta mi ingreso en la universidad y que, evidentemente, determinaron mi afición y amor por el teatro.
Nike, Pío Fernández Cueto y el TEU.- Cuando ingresé en la universidad en 1954, para estudiar Filosofía y Letras y Derecho, Mario Antolín ya había salido del TEU, que no contaba con un director estable. Hubo algunos invitados para un solo montaje, entre ellos Guillermo Fatás Ojuel y Emilio Alfaro Gracia, a quien conocí en mis primeras visitas a la tertulia de Niké, que se reunía diariamente en el café de Requeté Aragonés. Aunque la poesía era el tema principal de conversación, en Niké se hablaba de todo, incluso de política, y junto a las mesas del fondo donde nos reuníamos, siempre había una próxima a las nuestras, reservada para la “Secreta”. Era fácil de reconocer al de turno, que siempre llevaba gafas oscuras y leía un periódico. Allí se encontraban aquellos que formaban, dígamos, la plana mayor del Niké: Juan Antonio Gómez, Raimundo Salas, Ignacio Ciordia, Emilio Alfaro, Forqué, Derquí, Ferreró, Nasarre, Fernández Molina, Pío Fernández Cueto, Valdivia…y entre los más jóvenes, Emilio Gastón, Donato y José Antonio Labordeta, Antonio Artero…y, al frente de todos, bullicioso, genial, y socarrón, Miguel Labordeta, que ejercía sobre todos una gran influencia. Y visitas ilustres, como las de Gabriel Celaya y Blas de Otero. Para mí, la persona que desde un principio me resultó más fascinante fue Pío Fernández Cueto. En su condición de rapsoda, siempre había puesto su dedicación y enorme talento al servicio del activismo cultural y por ello, y por su rebeldía política, había pagado años de cárcel en el primer período franquista. Y a su salida había vivido años muy difíciles, sobreviviendo a duras penas, gracias a la ayuda de personas como Gabriel Celaya y Miguel Labordeta, en cuyo colegio dio clases de poesía y rapsodia. A Don Pío le había visto yo recitar en varias ocasiones en Niké y en plena calle, como pregonero ambulante de la poesía, y hacía de su voz, un verdadero espectáculo. Y aunque pudo librarse de la afectación propia de los rapsodas de su época, siempre permaneció en él un ligero toque de elocuencia ampulosa que, sin embargo, sabía controlar, acentuarla o reducirla, según requería el tipo de verso. Don Pío era considerado como recitador un modelo a seguir por otros rapsodas de la época, incluso por algunos poetas de Niké que recitaban sus propios versos al estilo de Cueto.
En Niké conocí a Emilio Alfaro que, como director ocasional del TEU, me invitó a participar en una producción de “Entremeses y Auto Sacramental”, estrenada en el patio de La Lonja el 7 de marzo de1955. Fue mi introducción y primera actuación en el TEU, en el papel de Benito Repollo de El Retablo de las Maravillas, y un descubrimiento de los entremeses cervantinos, de la modernidad y vigorosa apelación expresiva de estas pequeñas obras maestras que iban a formar parte de mi repertorio en futuras producciones teatrales.
Con Miguel Labordeta.- El 6 de enero de 1955 se presentaba en el Teatro Argensola Oficina de Horizonte, de Miguel Labordeta, obra que con un trasfondo claramente autobiográfico exponía el autor su personal indagación del papel del hombre en el Cosmos. Tragicomedia existencial vinculada, como el resto de su obra, al surrealismo, y que reflejaba también su interés por el teatro de vanguardia y del absurdo, un teatro que Miguel Labordeta conocía muy bien y de primera mano.
En aquel estreno, Pío Fernández Cueto fue el absoluto protagonista de la obra y su actuación, teniendo en cuenta su esencial condición de rapsoda, fue relativamente sobria y contenida, logrando mantener el contacto intelectual y emocional con el público en todo momento. En los corrillos teatrales y en la tertulia de Niké se comentaba que Labordeta había escrito la obra para Fernández Cueto porque el propio Don Pío se lo había pedido. En todo caso, aunque la dirección era técnicamente de Miguel, no hay duda de que Fernández Cueto había contribuido a la producción teatral no solo en la creación de “Angel”, el protagonista, sino a través de una activa participación en la puesta en escena. Además, iba Don Pío muy bien acompañado por el trabajo de una joven actriz, Lola Gomollón, que en su doble interpretación de dos tipos opuestos de mujer, la vulgar y concreta, y la soñada y deseada, se revelaba como una estupenda actriz, con mando en escena y una calidad de voz muy teatral, densa, dramática y llena de matices. Y todo ello envuelto por una bellísima escenografía de Agustín Ibarrola, representando un mundo existencial, surrealista, que impregnaba todo el trasfondo de la escena de sugerencias cósmicas, pero liberando para el trabajo del actor todo el espacio escénico.
Para mí, aquel estreno de Oficina de Horizonte supuso como una revelación: la de que se podía hacer otro tipo de teatro, muy distinto y mejor de aquel al que estábamos acostumbrados.
En septiembre de 1958, a mi regreso del Festival Internacional de Teatro Universitario en Erlangen, coincidimos con Miguel en una de sus visitas a París. Después de comer en la Ciudad Universitaria, acudimos a una de las tertulias frecuentadas por políticos y exiliados españoles en el Café de la Rotonde, de Montparnasse. Allí conocimos a Bergamín, que preparaba su regreso a España y quien nos hizo un sinfín de preguntas sobre la situación en el país. Aquella noche fuimos a ver un programa doble de Ionesco, La Cantatrice Chauve y La Leçon en el teatro de la Huchette, y Miguel por segunda vez. En un espacio tan chico como el de aquel teatro de bolsillo, sus risas y gozosas exclamaciones no pasaron desapercibidas para el resto de los espectadores.
TEU 1958-60.- Ya por entonces, se mencionaba mi nombre en el ámbito universitario como posible director del TEU, hecho que se produjo en septiembre del 58. Recuerdo que en una de las tertulias de Niké, Miguel me comentaba la importancia de presentar teatro de la vanguardia y del absurdo, escasamente conocido en España, mencionando a Ionesco y a Valle Inclán, al que consideraba antecedente de todos ellos. Ambos figurarían entre los primeros autores presentados por nuestro TEU.
Para el primer montaje de obras breves de Azorín, Salinas y Valle Inclán, invitamos a compartir la dirección a José Antonio Labordeta, hermano de Miguel y estudiante de Historia, en la Facultad de Letras. José Antonio era esos días la figura más destacada entre la pléyade de jóvenes poetas del Niké. Ese año y bajo su dirección surgía la revista Orejudín, y por las páginas de sus seis números de existencia pasarían, junto a poetas de aquella tertulia, otros de ámbito nacional, como Celaya, Blas de Otero, Gerardo Diego, Antonio Fernández Molina y Garciasol. En nuestra primera producción teatral, además de la codirección, José Antonio actuó en El Parecido, de Azorín, y en La cabeza del Bautista, de Valle Inclán, destacando en la pieza de Valle en su interpretación del Enano de Salnés, que hizo las delicias del público. A partir de entonces, continuamos desarrollando el objetivo de hacer visibles y llevar a escena dramaturgos que, por distintos motivos, eran desconocidos para el público, tales como Unamuno, Ionesco, Sartre, Wilder, Miller. En un corto pero muy intenso recorrido de año y medio pusimos en escena La lección, de Ionesco (Paraninfos de Letras en Zaragoza y en Madrid); El momento de tu vida, de William Saroyan (Murcia y Zaragoza); Entremeses, de Cervantes (Patio de la Audiencia, en Zaragoza; y en el Teatro Municipal, de Burdeos); Nuestra ciudad, de Thornton Wilder ( en el Principal, de Zaragoza, y en el Español, de Madrid); y La zapatera prodigiosa, de Lorca (en el Principal, de Zaragoza, y en el Eslava, de Madrid), con abundantes premios recibidos en los Festivales Nacionales de Teatro Universitario de ambos años.
El retorno de Lorca.- Desde mi comienzo en el TEU, me había fijado como objetivo prioritario presentar una obra de García Lorca, cuyo teatro desde la posguerra había sido prohibido no solo por las autoridades franquistas, sino por la familia del poeta, que se encontraba en el exilio, en Nueva York, donde Francisco, hermano mayor de Federico, era catedrático de la Universidad de Columbia.
Ya en la primavera de 1959 habíamos presentado, en teatro de mesa, una de sus obras, Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín (junto con Jinetes hacia el mar, de Synge), en sesión privada y por invitación (3 de marzo, paraninfo de la Facultad de Filosofía y Letras, Zaragoza). A raíz de aquella lectura supimos por Alfredo Mañas, que asistió a la sesión, que las hermanas de Lorca, Isabel y Concha, habían regresado recientemente a España, instalándose en Madrid. Gracias a los buenos oficios de Mañas, la familia de Lorca daba fin a la prohibición de representar su teatro en la España franquista, autorizando al TEU de Zaragoza la puesta en escena de La zapatera prodigiosa. La única condición era hacer el “estreno” en el Eslava de Madrid, teatro donde Lorca había iniciado en 1919 su carrera teatral con El maleficio de la mariposa, para lo cual, el empresario, Luis Escobar, amigo de la familia, nos daría su consentimiento, lo cual, naturalmente, aceptamos.
En La zapatera Lorca compuso una verdadera comedia musical o, si se prefiere, una farsa con canciones de origen popular, armonizadas y recogidas por el propio Lorca, y los principales personajes tienen cada uno su canción: “Anda jaleo”, que representa la personalidad de la zapatera; “Los reyes de la baraja”, la actitud del zapatero, un hombre sufrido y paciente pero que, al fin, no está dispuesto a aguantar los humos de su esposa; “Mariposa del aire”, canción del niño, que sugiere su capacidad de fantasía, que comparte con la zapatera; y “La señora zapatera”, canción del pueblo, de las vecinas malévolas que viven del chisme, de las habladurías, de la crítica mal intencionada. La obra misma es como una escenificación de la canción, o la canción es escenificación de la obra.
Concha e Isabel se ofrecieron a enseñarme la música para lo cual, guitarra en mano, hice dos viajes a Madrid. Y en el piso de la familia, Joaquín Costa, 47, Concha me las enseñó al piano. Ambas hermanas fueron muy amables y cariñosas conmigo y tengo un recuerdo imborrable de aquella experiencia con ellas.
Hasta el mismo día del estreno se hallaban indecisas respecto a asistir a la función. Por la tarde vieron el ensayo general, junto a Luis Escobar y Alfredo Mañas, y cuando me despedí de ellas las sentí emocionadas, despidiéndose con un suave “hasta luego”. Al fin optaron por no asistir, haciéndolo en su representación Conchita, hija de Concha, recién llegada de Nueva York y acompañada de amigos de la familia y de Federico. Ya de regreso en Zaragoza, recibí una carta muy cariñosa de Concha, en la que me decía: “Para mi hija y para nosotras, aunque no estuvimos, fue una noche de gran emoción y no puede imaginarse la de amigos que vinieron a vernos y nos llamaron por teléfono para hacernos partícipes de su emoción y simpatía”.
La obra plantea los problemas típicos de un casamiento por razones materiales y por la diferencia de edad. Ella, muy joven, él, sin llegar a la ancianidad pero notablemente mayor. Cuando la relación parece ser inaguantable para la zapatera, situación exacerbada por la mediocridad y agresividad de las vecinas, el zapatero decide alejarse y abandonarla. Surge entonces el tema de la soledad de ambos cuando no están juntos, para descubrir que algo importante se daban el uno al otro, que su compañía era como un antídoto para la soledad y que frente a ese mundo de vulgaridad y agresividad necesitan ambos hacerse fuertes y apoyarse. Tras la extraordinaria escena del ciego romancista y su regreso a casa, van a quedarse de nuevo frente a frente solos, en una conclusión del matrimonio como pacto, basado en un mejor conocimiento del otro y más madurez y entendimiento para practicar la convivencia. Y la moral del cuento: Que ambos deben sentirse contentos, aceptar lo que son y lo que tienen, acentuando el lado positivo de la relación de la pareja. Pero la convivencia se desgasta y hay que revitalizar y renovarla. Así ocurre, pero al final el zapatero ya se encuentra en forma para aceptar, al menos por un rato, el jaleo y desaires de la zapatera. Conclusión, al fin, no tan poética, sino más bien realista, conformista, y casi pragmática, de este texto lorquiano, injerto en la tradición de un teatro popular en España que se remonta a la Edad Media, que tiene como centro el alma y la raíz del pueblo, y que encuentra su mejor expresión en obritas de género menor del Siglo de Oro; especialmente sus raíces cervantinas son innegables en entremeses como El juez de los divorcios, de doctrina conservadora, dentro de la complejidad ideológica de la obra de Cervantes.
En La zapatera prodigiosa nuestro propósito fue siempre adecuar la puesta en escena a la estética de la obra y a la intención del autor, La historia ocurre en lugar y época indeterminada y en nuestro montaje la ambientamos, muy levemente, en una atmósfera popular poético-folclórica andaluza finisecular del siglo XIX, resuelta en una escenografía de Mariano Gaspar, corpórea en sus sugerencias, moderna, plástica y visual.
Respecto al estilo de actuación, desde el prisma del teatro de farsa-guiñol, hicimos una commedia dell’arte española, con modelos de personajes-arquetipo: el viejo, la niña, el alcalde, el viejo verde, los galanes donjuanes, beatas y vecinas, manteniendo siempre la jugosa ambientación poético-lírica del texto de Lorca.
La gran expectación que despertó el evento se reflejaba la fecha del estreno, 22 de marzo, en los ambientes artísticos e intelectuales de Madrid. Por primera vez en veinte años una obra de Lorca iba a representarse en Madrid y la prensa planteaba inquietantes interrogantes horas antes de levantarse el telón en el Eslava: “Cómo resultará hoy día representado el teatro de Lorca? “¿Habrá envejecido, o se mantendrá fresco y vivo como cuando las escribió Federico?” “Para saber realmente el valor que el teatro de García Lorca conserva es preciso que pase esta prueba definitiva de la representación”.
La función del Eslava transcurrió entre complacencia, ovaciones y motivos de regocijo. El público que abarrotaba el teatro se componía en su mayoría de universitarios, conocidos intelectuales y amigos de la familia Lorca. Y al final, el homenaje al poeta a escena vacía, producía una gran ovación que derivó en un acto político, espontáneo, no preparado, con “vivas” a Lorca y a la República. Al día siguiente, la reacción unánimemente favorable de la prensa de Madrid podría resumirse con el artículo de Sergio Nerva, en España Semanal (Madrid, 15-5-60):
De todos los espectáculos teatrales de Madrid de días pasados, ninguno, en realidad, con el valor y la significación que entrañaba la extraordinaria representación, por los beneméritos muchachos del TEU zaragozano, de una <farsa violenta> de Federico García Lorca.
Esta representación ha marcado como un hito en la vida de la capital de España, tan escasa de oportunidad para tener buen gusto. Y, sin embargo, la cosa lo merecía, como decimos, primero por ser la primera vez que, vencidas las dificultades que, durante muchos años, lo impidieron, se mostraba una obra de García Lorca en Madrid; segundo, por haberse elegido el Teatro Eslava, en el cual García Lorca veló sus armas escénicas en el año 1919, con el ruidoso fracaso –que jamás se explicará nadie- de <El maleficio de la mariposa>; tercero, por haber sido un grupo de estudiantes el que, renunciando al teatro barato del instante por los teatros profesionales o el tenebroso que ejercen los grupos de aficionados, ha elegido el camino de luz de la poesía en lugar de los tremendismos de moda; cuarto, por el público compuesto en su casi totalidad por jóvenes españoles –y muchos extranjeros- que escucharon con atención conmovida la deliciosa obra lorquiana.
El director, Alberto Castilla Villa, imprimiendo al proceso escénico un ritmo de farsa de marionetas, consiguió con un bello decorado, una acertada luminotecnia y un gracioso vestuario, algo que pocas veces se da en los teatros profesionales o aficionados: que la plástica no interfiriese el texto, sino que la complementase, y, al propio instante, lo hiciera más ostensible, como debe ser normativa de los elementos auxiliares.
Unos días después, la noche del 30 de marzo, y con igual expectación en medios culturales y atención mediática en Madrid, tenía lugar en el teatro Principal de Zaragoza, la segunda representación. Lo que fue y significó la función de esa noche podría resumirse en la crítica de Pablo Cistúe de Castro al día siguiente en el Heraldo de Aragón:
El TEU tuvo la virtud de revivir la alegre y desenfadada farsa de Lorca que, por otra parte, conserva intacto todo su aroma, toda su frescura, su lirismo y poesía, a gusto de los espíritus más exigentes. Fue un éxito apoteósico, puesto de relieve en las atronadoras ovaciones que acompañaron a cada bajada de telón, y que se hicieron interminables una vez que el escenario quedó simbólicamente vacío al término de la representación.
Mientras La zapatera prodigiosa y el TEU acaparaban premios del Festival Nacional de Teatro Universitario y la atención mediática, el alcance político del estreno no se le escapaba al Régimen. El TEU se alejaba del control del SEU. Un ejemplo sería el artículo publicado por Félix Ayala Viguera, delegado provincial del Ministerio de Información y Turismo en la revista Tesón, portavoz de la Delegación Provincial del Sindicato de Zaragoza (núm.23, marzo 1960) titulado “Desde la butaca”, del que extraemos los siguientes párrafos:
Antes de levantarse el telón se presentían, en el ambiente de la sala llena, las actitudes y, al presentirse éstas, se intuían los aplausos entusiastas, y se dejaba adivinar el resultado. A no ser por el verdadero cariño al teatro que nos mueve, es decir, habernos impulsado a asistir a esta representación lorquiana solamente la curiosidad para saber a qué atenernos respecto al futuro fallo del jurado, podríamos marcharnos a casa tranquilamente: el ambiente ultraexplosivo lo decía todo”…..”Más interés, acaso, pudo tener la farsa de la sala y no la de la escena, esa farsa que llevó al “minuto del aplauso” sustituyendo al “minuto de silencio” –siempre esto de los minutos sin correlación con el espíritu de oración, reimplantado por el Movimiento frente a la escena vacía en homenaje al autor. Cuarenta años asistiendo al teatro dan autoridad a mi afirmación de que nunca vi nada semejante, así como asegurar que no estoy contra esa innovación, y espero verla repetida en cuantas ocasiones sea logrado el éxito de la obra de un autor fallecido, a no ser, ¡claro! que solo sea válida tal actitud para este autor, porque cabría preguntar, ¿en virtud de qué razones poéticas o teatrales se justifica? No olvidemos que sólo se trata de teatro y ninguna otra cosa puede ni debe amparar el TEU”.
Siguió después en el ámbito del SEU un gran silencio estival con cambio de jefatura (salía Ricardo Moreno y entraba José Antonio Páramo, que venía a sustituirle) lo cual no presagiaba nada bueno. En septiembre, nada más iniciar su mandato, Páramo me citaba en su despacho de Marina Moreno para comunicarme mi cese como director del TEU; que no era decisión suya, sino por orden del Gobernador Civil de Zaragoza, José Manuel Pardo de Santayana, y que lo sentía mucho. No hubo más que añadir.
Poco días después, recibía yo una llamada del Vicerrectorado para presentarme en el despacho del vicerrector, Don Francisco Ynduraín, quien también había sido mi profesor de literatura. Así lo hice. No se habló del TEU. Me dijo que acababan de nombrarle miembro del Comité Fulbright para España y que podría recomendarme para una “Bolsa de Ampliación de Estudios” a Estados Unidos. Que la única condición era tener una Licenciatura en Filosofía y Letras (pues me faltaba un año). Le respondí que sí. Me preguntó si sabía inglés. Le respondí que muy poco, pues en el colegio había estudiado francés. Me dijo entonces que me pusiera a estudiarlo ya, pues tendría que tomar un examen, el TOEFL, hacia fin de curso. En abril lo tomé y pasé el test, y en junio concluía la carrera de Letras (en la rama de Historia).
Atendiendo una petición de Concha García Lorca, a mi llegada a Nueva York visité a su hermano Francisco, por aquel entonces catedrático en la Universidad de Columbia. Don Francisco, que ya tenía noticias del evento, me expresó su agradecimiento por el trabajo realizado para la reposición del teatro de Lorca en Madrid. A mis preguntas sobre la decisión de la familia de autorizar por primera vez en España la representación de una obra de Lorca, me comentó que se trataba de probar que el teatro de Lorca, a pesar del tiempo transcurrido, conservaba todo su valor y vigencia, pulsar la reacción del régimen y despejar algunos interrogantes planteados por la prensa de Madrid y en Zaragoza el día del estreno. Concretamente, me mostró un editorial de José Luis Borau, publicado en El Heraldo de Aragón el 23 de marzo de 1960 “Por primera vez en veinte años, una obra de Federico García Lorca va a representarse en Madrid. Y decimos va porque en el momento de dictar esta crónica todavía aún no se ha levantado el telón en el teatro Eslava, en cuyo escenario la compañía de Teatro Universitario de Zaragoza va a presentar La zapatera prodigiosa. El experimento va a resultar, seguramente, provechoso. ¿Cómo resultará hoy día el teatro de Lorca representado? Este es el problema principal. Porque todos sabemos que una obra leída es muy distinta a una obra representada. Y para saber realmente el valor que el teatro de García Lorca conserva, es preciso que pase esta prueba definitiva de la representación.”
Pero ¿por qué el TEU? Según sus propias palabras, dada la actividad de Federico como director de La Barraca, el mejor tributo y homenaje a la hora de iniciar la reposición de sus obras era con alguno de los TEU que por aquellos años contribuían a la renovación de la escena española, tanto en la actuación, como en la puesta en escena y en el repertorio, y entre ellos, era el TEU de Zaragoza, por su calidad probada en certámenes nacionales e internacionales, el que les ofrecía mayores garantías.
En aquel TEU llegamos a formar como una gran familia, un grupo muy gregario, y en tan breve tiempo conseguimos un estilo propio que se plasmó, ya muy definido, en los últimos montajes de Nuestra ciudad y de La zapatera, con la participación de excelentes actrices y actores que permanecen vivos en mi recuerdo: Beatriz Lahoz, María Pilar Cebrián, Merche Peña, Maite Irrigible, Angeles Duerto, Merche Abizanda, Ángela Domingo, María Pilar Arancón, María Pilar Andrés, Maribel Navas, Pepa Cuartero, Matilde Terrise, Teresa López Pardina, María Jesús Suárez, Jesús García Berges, Antonio Ginés, Daniel Segura, Antonio Duque, Andrés Calvo, Javier Machetti, Fernando Alfaro, Jesús Arpal, Javier Gómez de Pablo, Alberto Egea, Juan Antonio Alvarez, Juan Bautista Pueyo, Juan Antonio Esteller, José María Bescós, Mario Domínguez y el prodigioso niño Luis Fernández Turrión, de La zapatera de Lorca, así como un número importante de colaboradores en las diferentes facetas de la producción teatral: Como escenógrafos y figurinistas, Joaquín Alcón, Mariano Gaspar y Curro Fernán Nuñez; y entre los técnicos, el equipo formado por Manuel Rodríguez Puértolas, Jaime Pueyo y Luis Terrise, así como también Enrique Grilló, Antonio Obón, Pedro García Buñuel y Miguel Bernad. Y junto a ellos, tres personas que por su capacidad, trabajo y entrega merecen una mención muy especial: Juan Antonio Quintana, un actor muy dotado y de enorme variedad de registros, inolvidable en tantos papeles, tales como Cañizares de El viejo celoso; Nick de El momento de tu vida, o el profesor de La lección, y que fue siempre mi colaborador más directo, primero en el TEU de Zaragoza y, más adelante, en el Teatro Nacional Universitario, y en el TEU de Letras de Madrid. Antonio Zapatero, actor y ayudante de dirección, sobresaliente en ambos cometidos y creador de su propio seminario de teatro en la Facultad de Derecho; y Jesús Romé, actor sobrio, riguroso y auténtico, insustituible para el trabajo en equipo y que, al igual que Quintana, prosiguió mi trabajo en Madrid.
Aunque aquella primera etapa en el TEU de Zaragoza no fue sino prolegómeno de todo lo que habría de venir después de ella, conservo hoy un recuerdo vivo y entrañable y la valoro enormemente por ser, sin duda, la que me preparó y potenció para todo mi trabajo posterior en España y América.