Antecedentes textuales y virtuales de un centenario
El pasado 28 de febrero se cumplió el primer centenario del fallecimiento del librero y editor aragonés afincado en Madrid Gregorio Pueyo Lamenca, de quien no es la primera vez que escribo en La Cueva de Zaratustra.
Mi empeño en que esta efeméride no pase desapercibida viene de lejos y ya a finales de 2010, comienzos de 2011, con gran antelación, vio la luz el libro Gregorio Pueyo (1860-1913), librero y editor con el que pretendí, empleando una frase hecha y bastante tópica, cubrir un vacío bibliográfico. En la convicción de que su labor profesional merece ser conocida y divulgada, quiero pensar que los estudiosos de ese período agradecerán tener conocimiento de las múltiples informaciones que en ese libro se proporcionan y, utilizando una metáfora sensual, sacarán buen partido, más del que obtienen los eunucos de las esclavas del serrallo. Rápidamente, tanto La Cueva de Zaratustra como Magazine Modernista. Revista digital del Modernismo se hicieron eco de tal novedad. Al ser accesibles virtualmente en la red, me lleva a no incidir sobre lo que entonces expuse [Cf. “El regreso de Gregorio Pueyo (Zaratustra) a su Cueva” y “Gregorio Pueyo (1860-1913), librero y editor”
Retorno a Aragón
Al hilo de la conmemoración que este año tiene lugar, tenía gran interés en firmar en este año 2013 alguna reseña sobre Gregorio Pueyo en algún medio publicitario aragonés que, al fin y al cabo, fue la tierra que le vio nacer y que en tan gran olvido le tiene. Gracias a la mediación de Javier Barreiro, al que desde aquí doy públicamente las gracias, y a la generosidad de Raúl Carlos Maícas, director de la revista cultural Turia que, desde la ciudad de Teruel y auspiciada por su Diputación provincial, celebra este año su treinta aniversario, todo un acontecimiento, pude, según el proverbio árabe, escribir despacio en carta urgente un artículo destinado a tal fin que titulé “Gregorio Pueyo (1860-1913), librero y editor. Una obligada semblanza”, que comprende las páginas 378-382 de su número 105-106, el último aparecido hasta la fecha, correspondiente a los meses marzo-mayo de 2013.
Gregorio Pueyo en la Biblioteca Nacional de España
La Biblioteca Nacional de España no se ha olvidado de recordarle y en las cuatro monumentales vitrinas de su Salón italiano, que por este nombre es conocido, de su sede del madrileño Paseo de Recoletos, están siendo expuestos desde el pasado 13 de marzo hasta mediados de este mes de abril y en una amplia selección algunos de los títulos más representativos de su heterogénea producción editorial. La razón de ser de esas vitrinas se justifica desde su propia página web con estas palabras:
Desde 2003 el Servicio de Información Bibliográfica utiliza cuatro vitrinas del vestíbulo de la Biblioteca para realizar exposiciones bibliográficas. Estas muestras son siempre pequeñas, habitualmente ligadas a la actualidad (centenarios, premios, fallecimientos …), y de rotación frecuente. Además, pretenden ser un homenaje a autores injustamente olvidados o no suficientemente reconocidos y propuestas de investigación o de lectura.
Según el clásico aforismo romano “dies certus an, incertus quando”, esas vitrinas mudarán próximamente de protagonista pero para cuando llegue ese momento la permanencia de su actual contenido estará, sin embargo, asegurada en el tiempo recurriendo a este enlace:.
De experiencias librescas y de coleccionismo
Ahora, cambiando el paso y dando otra vuelta de tuerca, una más aunque confío que no sea la última en este año tan especial, quiero compartir unas experiencias que tienen que ver con la bibliofilia, siempre con Gregorio Pueyo de fondo. En El mercado del libro antiguo en España visto por un bibliófilo, Francisco Mendoza Díaz-Maroto propuso en su día y así nos lo cuenta en su libro, que yo me atrevería a calificar de iniciático, un cuestionario sobre temas relacionados con la bibliofilia: “En abril de 2003, paralelamente a las enviadas a librerías anticuarias y casas de subastas, remití una encuesta a un puñado de bibliófilos de diversas regiones españolas …”. Una de las preguntas del cuestionario era la petición de anécdotas sobre el coleccionismo de libros antiguos. Sobre su experiencia de bibliófilo, un familiar directo mío, bajo el título “En casa del herrero …”, contestó puntualmente a esa encuesta, que cumplimentó de una manera que yo no habría sabido mejorar y que, con su permiso, reproduzco ahora en su totalidad:
El bisabuelo de mi mujer fue Gregorio Pueyo, editor y librero madrileño de principios del siglo XX. Es un personaje curioso, poco conocido y peor estudiado, del que únicamente nos ha llegado el esperpéntico retrato realizado por Valle-Inclán (es el Zaratustra de Luces de bohemia). Sin embargo, fue un importante editor que dio a conocer muchos poetas modernistas de la época, en ediciones cortas que hoy son muy valoradas y buscadas. Desde hace tiempo colaboro con uno de sus bisnietos y cuñado mío que está recopilando datos para escribir un estudio en profundidad de su vida y de su obra. Lo curioso y lo paradójico del caso es que a ninguno de sus actuales descendientes les ha llegado por herencia ni un solo libro o documento de este antepasado suyo (como tantos negocios familiares, también esta editorial y librería cerró sus puertas hace ya bastantes años). Por lo tanto, sólo con paciencia, suerte y a base de talonario (o de Visa, que es lo mismo), podemos ir reconstruyendo poco a poco su fondo editorial. Y más divertido aún: No pocas veces, al identificarnos en alguna librería especializada, después de realizada la compra, el vendedor realiza algún comentario suponiendo con admiración la importante biblioteca modernista que poseemos. ¡Si supiera! …
Respuesta tan válida y sincera fue, sin embargo, extractada en el libro mencionado:
Los descendientes del editor y librero Gregorio Pueyo no han heredado ni uno solo de sus libros, y tienen que ir reconstruyendo su fondo editorial a base de paciencia, suerte y dinero.
Aún entendiendo el porqué de esta concisión, acaso por limitaciones de espacio, razones editoriales al fin y al cabo, creo sinceramente que lo reproducido en el libro de Díaz-Maroto no hacía justicia al original, perdiendo parte de su posible gracia.
Si en las líneas anteriores me he entretenido en contar lo que contado queda, valga la redundancia, se debe a que, ciertamente, indagar sobre la labor editorial de Gregorio Pueyo me condujo desde un principio y de manera irremediable a buscar y querer poseer toda su producción editorial. Legitimidad no me falta y me atengo a la clásica definición del derecho de propiedad que establece el artículo 348 de nuestro vigente Código civil: “La propiedad es el derecho de gozar y disponer de una cosa, sin más limitaciones que las establecidas por las leyes”. Sin quererlo, me he convertido en un humilde, en un muy humilde bibliófilo que por cualquier vía, siempre dentro de los márgenes de la ley, lo que excluye el hurto y, por supuesto, también el robo, intenta capturar las piezas que se me pongan a tiro. Mi propósito, lo he comprobado en más de una ocasión y a lo largo de estos años, no ha sido baldío en algunos lances venatorios. En otros, por el contrario, ha sido vano el empeño porque hay algunos volúmenes que, por su precio y características, no me ha sido posible comprar y, por su rareza, imposible encontrar.
Hay quien hace acopio de libros sobre Sherlock Holmes, pastiches incluidos, o ediciones de Alicia en el País de las Maravillas o de “Crisolines”, los volúmenes extra de la Colección Crisol, invención del editor Manuel Aguilar, que yo mismo colecciono, cuyos deliciosos tomitos sirven para recordarnos todos los años no sólo la inflación reinante y vigente sino también que hemos sobrevivido al anterior, y cuyo número 0, Amor e historia en el libro, vio la luz en la Navidad de 1946 e incluía al alimón dos títulos: Filobiblión. Muy hermoso tratado sobre el amor a los libros, de Ricardo de Bury(Siglo XIV), y Negro sobre blanco. Una historia de la escritura y el libro para chicos y grandes,deM. Ilin(Siglo XX). Luego vendría, antes del 01, el número 00. El Museo Cervantino existente en la localidad toledana de El Toboso conserva y custodia cientos de ediciones, algunas en lenguas inimaginables a nuestro oído occidental, de la inmortal obra cervantina Don Quijote de La Mancha pero con toda seguridad habrá en este enorme planeta en el que habitamos algún bibliófilo o algún bibliómano, ¿acaso un acaudalado yanqui?, que aún posea más. Como aquél que, en busca de piezas de cerámica a punto de extinguirse, recorre los alfares yo, que también colecciono “Pueyos”, ando a la husma en las librerías de viejo, sean virtuales o no, con la pretensión de conseguir ejemplares que lleven su marbete y así poder recuperar ese rico patrimonio a conservar porque, como escribe Amelina Correa en el prólogo del libro citado al comienzo,
Paradójicamente, los descendientes de aquel que vivió entre libros y que hizo de éstos en buena medida su razón de ser, no han heredado con el paso del tiempo ninguno de sus incontables volúmenes, que parecen haberse perdido y dispersado sin destino cierto. Tan sólo se han conservado unas pocas fotos, algún objeto personal y algún aislado resto del que debió de ser riquísimo epistolario con intelectuales y escritores contemporáneos.
El gran esfuerzo realizado en poco tiempo por la Librería de Pueyo merece aplauso”, se podía leer en un número del año 1907 de El Cuento Semanal, y Emiliano Ramírez Angel decía al referirse a él, a Gregorio Pueyo, que “como en la vieja fábula, mientras las cigarras cantan, él, hormiga editorial, hace acopio para días venideros”. Si bien doy la cifra de casi doscientos cincuenta libros, calcular con exactitud los libros que editó y en los que de una u otra manera intervino esta abeja diligente que fue Pueyo es tarea imposible y ciencia inexacta. La razón es que Pueyo compaginó las labores de venta y edición con los de distribución de libros editados por sus propios autores. Augusto Martínez Olmedilla, uno de los autores de su casa, pone en boca del propio editor, caricaturizado bajo el nombre de “Redruello”, estas palabras: “Puede usted hacer el libro por su cuenta, y yo lo laboraré como si fuera mío: eso hacen muchos”. No era inusual que un escritor se editara su propia obra, ocupándose personalmente de su publicación, recurriendo únicamente al impresor para la materialización física del libro y al librero para su venta y distribución. Rubén Darío opinaba para este tipo de circunstancias que “aquí el editor no quiere hacer obras, sino ser contratista de obras hechas” y en su visita a Madrid en calidad de corresponsal del diario argentino La Nación, en su crónica datada el 14 de julio de 1899, escribe premonitoriamente: “Los editores quieren firmas reputadas, nombres hechos, quieren la seguridad de la venta, la salida del producto. Los jóvenes […] no son recibidos y, cuando publican uno que otro trabajo, lo hacen por cuenta propia”. No hay que olvidar que Valle-Inclán se ocupaba personalmente de todos los avatares que rodeaban la publicación de sus libros y lo mismo cabe de decir de Juan Ramón Jiménez, tan exigente y meticuloso, quien así lo hizo mientras pudo. ¿Y qué decir de Galdós y de su “episódica” empresa?
Bibliofilia “pueyesca”
Todo lo relacionado con el libro es tema que envicia y nunca acaba y así, retomando el asunto de mi coleccionismo de “Pueyos”, guardo celosamente, aunque confieso que en un mueble cuya puerta no tiene tres cerrojos ni sus correspondientes llaves, guardo, decía, algunas decenas de ellos, auténticos fetiches. Pese a las burlas que pueda recibir del exterior, me considero, en este sentido, un bibliófilo auténtico que tiene en un pequeño espacio de su biblioteca la mayor densidad mundial por metro cuadrado (¿…?) de aquellos. Ya lo advertía Anatole France:
Muchos se burlan de los bibliófilos, y tal vez, después de todo, éstos se prestan a la burla: es el caso de todos los enamorados. Pero más bien sería menester envidiarlos, porque han exhornado [sic] su vida con una larga y apacible voluptuosidad.
Obviando las compras fallidas, su adquisición ha causado en ocasiones, las menos, un tolerable esfuerzo económico. Contribuyó a su incremento de precio el encontrarse muchos de ellos intonsos. No sucedió lo mismo con aquellos ejemplares dignos de lástima, por ajados y rotos, intocables, que a nada que uno les manipule se resquebrajan, como ocurrió con El resplandor de la hoguera, de Valle-Inclán, perteneciente a la serie de “La Guerra Carlista”.
De la bonaerense “Librería de Antaño” retornó desde Argentina a España en 2009 Baladas (1908) del segedano muerto en el exilio venezolano Luis de Oteyza que a nuestra Biblioteca Nacional, que tiene “casi todos los libros”, le falta. Están también ausentes de ella otros títulos que obran en mi poder, estos: la pieza teatral Sueño de una mañana de primavera (1909), de Gabriel D´Annunzio; Pequeñas cuestiones palpitantes (1910), del guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, maestro de cronistas y consumado duelista; las novelas Historia de un escéptico. El triunfo (1909), de Alberto Insúa, en la edición de Pueyo (las hay también del mismo año por la Librería de Victoriano Suárez y por la de Fernando Fé), Pepe Luis (ni amor ni gloria) (1910), sobre renegados del sacerdocio, de Enrique Calonge, que utilizó en ocasiones el seudónimo de “Postal Hito”, con sugestiva ilustración de cubierta de Francisco Cabanzón, y Hieles. Narraciones triviales (1910), del polémico y tantas veces temerario Luis Antón del Olmet. Por último, formando parte de la “Biblioteca Teosófica”, Deuda fatal (1910), una joya de la literatura teosófica, de Lionel Dalsace, seudónimo utilizado por la escritora francesa Aimée Blech que el gran bohemio que fue Pedro Barrantes confundió con un hombre, libro que fue traducido también, entre otros idiomas, al esperanto con el título Fatala Ŝuldo, y los dos tomos de El Hipnotismo Prodigioso (1911), de Aymerich, seudónimo del pontevedrés Alfredo Rodríguez de Aldao. Algunos de ellos llevan en su cubierta posterior el logotipo de Pueyo, diseñado por Juan Gris en su primera época, antes de marchar a París.
Poseo ejemplares con dedicatoria manuscrita: Evocaciones (1908) y Lira Galante (1909), ambos del poeta murciano Miguel Pelayo; Teresilla (1907), de la también escritora murciana Ángeles Vicente; El patio de Monipodio (1912), de Fernando Mora, castizo escritor que moriría asesinado en 1936 en Zaragoza por sus ideales republicanos, cuyos libros abundan en el catálogo de la Librería de Pueyo, su primer editor. En un ejemplar de La jornada, de José Ortiz de Pinedo, leo esta dedicatoria manuscrita: “Para el ilustre director de Nuevo Mundo D. Francisco Verdugo, con el mucho afecto de su amigo J. Ortiz de Pinedo”.
De todas las curiosidades que podría contar en relación a los 66 ejemplares que atesoro y que he ido adquiriendo a lo largo de los últimos años, quiero resaltar aquella relacionada con la compra de La Corte de los Poetas, novedosa antología de poesía modernista preparada por Emilio Carrere y casi imposible de encontrar en su edición original, de 1906 y con cubierta de Demetrio Monteserín, que adquirí por sólo 30 euros en el año 2005, y por el que hoy, según constato, se piden ¡casi mil euros! De este libro hizo la editorial sevillana “Renacimiento” en 2009 una reedición facsimilar, con un ensayo preliminar a cargo de Marta Palenque.
Pero he de terminar. Honrar a los padres y en esta ocasión al abuelo de mi madre y a los maestros no es un acto innoble. Mi amigo José Antonio Durán me dijo con su acostumbrada sabiduría que “los centenarios duran un año, lo de la eternidad viene después” y es cierto que hay cosas que no se pueden dejar para mañana porque cuando se quieren abordar ha pasado su tiempo y, además, no quiero que suceda lo que a esos héroes de esas novelas de aventuras acontece que, arrostrando la llamada nietzscheana a “vivir peligrosamente”, al regresar a sus casas, tras haber pasado por increíbles aventuras y parajes peligrosos, que a la postre se revelarán como una adquisición de madurez, descubren con sorpresa que casi nadie se había percatado de su ausencia …