Estaba en el cuarto de baño, afeitándome y duchándome, cuando me llegó, desde el pasillo, el grito de Valerio preguntando si tenía algún plan para por la noche.
-‐¿¡Has dicho un plan!? ¡Anda que no hacía años que no escuchaba esa palabra, en este contexto! -‐le dije, asomando la cabeza por la puerta del baño, secándome el pelo. –Por lo menos, desde el bachillerato. ¿Y de qué va el plan?
-‐Que Mercedes ha enviado un correo en el que, además de mandarme un texto, que cuando salgas podrás leer; que ella y Silvia nos invitan a cenar hoy en su casa; y que también estarán David y Enrique.
-‐¡Una repetición de lo del otro día!
-‐Pues sí. Pero, si no quieres, no vamos. O voy sólo yo.
-‐No, no. Si a mí Mercedes y Silvia me cayeron muy bien.
-‐Entonces, las contesto que iremos. Y, cuando estés visible, ven a leer lo que me escriben.
-‐¿A mi no?
-‐Supongo que para los dos. Me lo mandan a mí por ser de quien tienen el correo. Y te dejo para que te vistas y contestarlas que iremos.
-‐¡A ver! ¡El texto que te han mandado! –le pedí, entrando en el salón, donde Valerio me esperaba, sentado en su butaca de cuero y con el portátil sobre una especie de mesita, apoyada sobre sus rodillas. -‐¿Las has contestado? ¿¡Y qué haces con tantos papeles por el suelo, si se puede saber!?
-‐Sí. Que iremos.
-‐¡De acuerdo! Pero de los papeles ¿qué? ¡Que no se puede dar un paso sin pisarlos!
-‐¡Anda que a exagerado no hay quien te gane! Pues que anoche, cuando ya te habías ido a la cama, estuve viendo una tertulia televisiva, en la que uno de los contertulios defendió que la de España no era una democracia avanzada.
-‐¡Ya empezamos! ¿Que tiene que ver eso con los papeles desparramados por el suelo? Aunque, como nos conocemos, en lo que me preparo el desayuno, los recoges, si no te importa, y luego me lo explicas. ¿Quieres que te haga algo?
-‐¡Si estaba esperando para desayunar contigo!
-‐Entonces hago café para dos y tostadas para ti. Y para mi lo de siempre: mi avena con arándanos, avellanas y nueces.
-‐Muy bien. Y yo, en cuanto haya recogido y ordenado los papeles que tanto te incomodan, te voy a ayudar a traer lo que hayas preparado.
-‐¡A ver! ¿Qué llevo?
-‐Lo que está en la bandeja. Y yo te sigo con mi avena.
-‐Pues en procesión –y ya sentados en la camilla del salón, le volví a preguntar por los papeles desparramados por el suelo y la tertulia televisiva de la noche anterior. -‐¡Porque ya me explicarás la relación!
-‐¿Te he hablado alguna vez de mi amigo, el traductor de chino?
-‐Creo que sí. A propósito de una traducción de Confucio. Pero no recuerdo su nombre.
-‐Marcelo.
-‐Ese. ¿Y qué?
-‐Que fue por quien supe de la existencia de una corriente, digamos filosófica, a la que se denomina, tal vez para vincularla con el pensamiento clásico griego, como la de los sofistas chinos.
-‐¡Valerio, que estamos desayunando y yo todavía medio dormido!
-‐¡Pues me callo!
-‐¿Por qué te vas a callar? ¡Ni lo sueñes! ¡ A por los sofistas chinos! Sólo que refiriéndolo para un completo ignorante, de modo que como si lo hicieses para un recién nacido.
-‐Sí, pero tú ya sabes hablar.
-‐¡Oye! ¡No te hagas el requetesabido con uno que no sabe nada! Ni de los chinos y menos aún de sus sofistas.
-‐¿Y qué quieres que te diga?
-‐¿No esperas que yo sepa lo que tú tienes que decirme? ¡Que, de saberlo, no te lo preguntaría! Sólo lo evidente. Lo de los papeles y qué pintan al respecto los llamados sofistas chinos; de cuya existencia acabo de enterarme; y que parece que ha sido por ellos por lo que estaban los papeles desparramados por el suelo.
-‐Te lo explico en dos palabras.
-‐¡Como si son cien! Pero ya.
-‐Que, cuando oí que la democracia española no era una democracia avanzada, me vino a la memoria lo que, concretamente, había leído en uno de esos sofistas chinos.
-‐Pues ya me lo estas contando. Porque, cuando los tales sofistas, ¡ni democracia habría en China! De no ser que Pekín fuese entonces como la Atenas de Pericles.
-‐¡Mira tú! Acaso si. Pero ahora, y a estas horas, como dirías tú, no voy ponerme a hablar sobre las academias confucianas.
-‐Mas vale que no. De modo que a lo nuestro.
-‐¿Es que no lo adivinas?
-‐¿Pero tú qué te has creído? ¿Que lo adivine, dices? Pues por mucho que tu Heráclito afirmase o escribiese que se encuentra lo que no se busca, este menda ni buscándolo.
¡Conque ya te estás explicando!
-‐Que en uno de los estudios que Marcelo me había prestado sobre los sofistas chinos, me encontré con ¡ya verás qué tipo!
-‐Tampoco será para tanto, puesto que lo has recordado mientras estabas viendo una tertulia televisiva, donde no suelen participar, salvo en contadas ocasiones, contertulios que se interesen ni por los sofistas chinos ni por los de ningún otro sitio.
-‐Pero es que no fue por los participantes. Como te puedes imaginar. Quienes, como dice tu amigo Tomás, se pasan el día en la calle, de tertulia en tertulia, radiofónicas o televisadas, y con poco o ningún tiempo para leer y pensar; cuando, por lo demás, todo lo tienen bien sabido. Si no por lo que dijo uno de ellos.
-‐¿Y a qué esperas para repetirlo?
-‐¡Si ya te lo he dicho! Que la de España no era una democracia avanzada. Y quien lo decía se quedaba tan fresco.
-‐Como me quedaré yo de un momento a otro si no me explicas cómo se condimenta eso.
-‐¿A qué te refieres?
-‐¿¡A que me voy a referir!? A lo de no ser la de España una democracia avanzada y cómo se vincula con los sofistas chinos; y me imagino que también con los papeles por el suelo ¿Que a qué se debía?
-‐A mi mente perturbada y calenturienta.
-‐¡Pues estamos apañados! Conque más vale que me pases el texto que han enviado nuestras amigas, para que vayamos ambos igualmente preparados.
-‐¿Te ha asustado lo de mi mente perturbada?
-‐¿Que quieres que te diga? Como asustarme, pues no. Entre otros motivos, porque te aseguro que me tienes totalmente despistado. Así que o te explicas o me pasas el texto que te han enviado nuestras amigas y cambiamos de tercio.
¡No, no! ¡Te lo explico, te lo explico! Que, como te he indicado, al oír que la de España no era una democracia avanzada, me vino a la memoria lo que había leído, hacía tiempo, en uno de los ensayos que me había pasado Marcelo sobre los sofistas chinos. Mas no recordaba exactamente en cuál de mis carpetas los había archivado. Así que las tuve que ir mirando, una a una, hasta que di con lo que buscaba.
-‐Te vengo diciendo que o pones algo de orden en esas carpetas o llegará un día que no puedas encontrar nada.
-‐Ya lo se. Pero ¡qué quieres que haga! O ordeno las carpetas o sigo con mis temas. Las dos cosas a la vez, imposible.
-‐Bueno, bueno. Tú sabrás. Pero a lo que estábamos. Que fuiste tirando al suelo los ensayos que no eran y por lo que tuve que ir dando saltitos para no pisarlos.
-‐¡Exactamente!
-‐Pues, tras ese rodeo, vamos con el que por fin encontraste, puesto que sabías lo que buscabas.
-‐Afortunadamente sí, por lo impresionado que me dejó cuando lo leí la primera vez y tantas como lo repetí.
-‐En tal caso, ya me lo estás exponiendo. ¿De cuándo dices que eran esos sofistas y cómo se llamaba del que me vas a informar?
-‐El maestro Kung-‐sun Lung, que floreció entre el 284 y el 259. ¿Te vale?
-‐¿¡Por qué me tiene que valer!? Es así y basta. ¿Y no encaja con lo que Jaspers llamó “épocas axiales”?
-‐¡Ni lo sé, ni me importa! A mí esas correspondencias, cogidas por los pelos, no me dicen nada, salvo que algunos, a falta de dioses, necesitan de una mano invisible guiando los acontecimientos de aquí y de allá.
-‐Bueno, bueno. No te enfades y cuenta lo que sepas de ese maestro: kung no sé qué.
-‐Kung-‐sun Lung. Autor del tratado sobre el caballo blanco.
-‐¿¡Qué me dices!? ¡Qué sofistas más raros! ¡Tratantes de caballos! ¡Y no porque fueran la medida de todas las cosas!
-‐¡Para el carro! ¡Que bastantes disgustos se llevaba el buen hombre por enseñar lo de que un caballo blanco no es un caballo!
-‐Y bien merecidos. ¡Que yo no me dejaría engatusar por un tipo que enseñaba esas cosas!
-‐¡Mira tú! Eres como quienes se le acercaban, atraídos por su fama, para ser sus discípulos. Que, antes que nada, pretendían que abandonara lo de que un caballo blanco no era un caballo.
-‐Pues claro. Aunque me parece una grosería decírselo a la cara. Con no ir, bastaba.
-‐¿Y perdernos su estupenda respuesta?
-‐Que lo debió ser mucho para que hayas puesto esa cara de satisfacción. De modo que ya me lo estás diciendo.
-‐Que la mayoría de los que se le acercaban para convertirse en sus discípulos ponían como condición que abandonara lo de que un caballo blanco no es un caballo.
-‐Y claro, ¡los mandaba a la mierda!
-‐¡Un sofista, además chino, mandando a la mierda; y más aún a posibles discípulos! ¿En qué país vives?
-‐No sabría qué decirte, tal como están las cosas. ¡Todos queriendo salir pitando! Pero Kung-‐sun, ¿cómo reaccionaba? Porque un sofista, a quien le planteaban lo mismo todos los que se le acercaban con ánimo de convertirse en sus discípulos, tendría preparada una respuesta –le dije.
-‐¡Y tanto! ¿Te la digo?
-‐No hace falta. Te la digo yo.
-‐¿¡Que me la dices tú!? ¿¡Es que la sabías y te has estado haciendo el panolis para ver cómo te lo contaba!?
-‐No. Pero me la imagino.
-‐¿¡Cómo que te la imaginas!?
-‐Porque pedirle a alguien que te de clases de algo por lo que era famoso, pero añadiendo que sin enseñarle aquello por lo que lo era; el tal tendría que estar muy necesitado de las cuatro perras que le fuesen a pagar para aceptarlo. Y se acabaron los sofistas chinos.
-‐¿¡Pero es que no quieres saber exactamente lo que les contestaba!?
-‐¡Ah! ¿Que no me los has dicho? ¿Y a qué esperas?
-‐A que te calles. ¿Que cómo es que querían ser discípulos suyos cuando, quienes fuesen, se presentaban sabiendo más que él?
-‐Muy bien dicho. Y se acabó.
-‐Todavía no. ¿O tampoco quieres saber por qué me vino a la memoria esa historia debido a lo que había dicho uno de los contertulios: que la de España no era una democracia avanzada?
-‐¡Pues claro que quiero!
-‐Pues vamos a ello. Primero, lo de que el caballo blanco no es un caballo.
-‐Y por lo mismo, una democracia moderna no es una democracia –añadí yo.
-‐¡Que listo! ¿O es que lo sabías?
-‐¡Cómo voy a saberlo!
-‐Sí. Realmente…¿Pero no habrá sido de chiripa?
-‐No. Por paralelismos. Y no me preguntes más, que me vas a poner en un aprieto.
-‐Si te estaba felicitando. Pues por lo mismo que un caballo blanco excluye a los caballos de otros colores. La democracia moderna excluye igualmente a todas las otras democracias: la popular, la orgánica , la liberal, la socialista.
-‐Para, para. Que ya lo entiendo. Que lo que quieren es imponer la suya. Y ahora ¿me dejas leer el texto que te han enviado Mercedes y Silvia?