Probablemente, la mayoría de los amigos y admiradores de José Antonio Durán no conocen que tuvo una breve experiencia pedagógica en Zaragoza. Supongo que les gustará conocerla y, por esa razón, me he permitido la libertad de narrarla. Es cierto que esa experiencia duró solo un par de meses, pero me parece muy relevante hacerla pública porque fue la única vez en que José Antonio trató de trabajar en el ámbito de la licenciatura que había cursado en la Universidad Complutense (Pedagogía).
El día uno de septiembre de 1970 (es decir, hace exactamente cincuenta años) tomé posesión del cargo de director del Colegio de Huérfanos del Magisterio de Zaragoza. Esa institución pertenecía a la Mutualidad Nacional del Magisterio, dependiente a su vez de la Secretaría General del Movimiento. Su objetivo era dar formación a todos los hijos e hijas de lo que entonces se denominaba “el magisterio nacional” que habían perdido al padre, a la madre, o a ambos cónyuges. Desde la escuela infantil (entonces, preescolar) hasta la finalización del bachillerato, esa institución funcionaba como un colegio normal y corriente, aunque con la particularidad de que los alumnos residían en el internado anexo al colegio y, sobre todo, con la peculiaridad de que en su interior vivía el profesorado y una comunidad de monjas. Al terminar el bachillerato, funcionaba como una típica residencia universitaria masculina y otra femenina (los jóvenes vivían en el internado y asistían a las clases en la universidad), cuyos responsables eran un preceptor y una preceptora.
Dada la dependencia de esa institución del sector más falangista del régimen franquista, tanto los contenidos curriculares como los métodos pedagógicos se atenían fielmente a los más ortodoxos cánones de la pedagogía del nacionalcatolicismo. Sin embargo, lo más genuino de ese centro es que convivían en su seno los docentes, los propios escolares y una comunidad de monjas, lo cual hacía que se pareciera a los clásicos manicomios en los que no se respetaban los derechos fundamentales de los enfermos mentales, representados simbólicamente en este caso por los niños, los adolescentes y los jóvenes. Antes de relatar lo que José Antonio y yo pretendimos hacer para humanizar y normalizar esa comunidad pedagógica (quizás sería más exacto decir comunidad terapéutica), permítanme que les explique cómo y por qué yo acepté el cargo de director y José Antonio el de subdirector y jefe de estudios.
En el mes de junio de 1970 me enteré de que la Mutualidad Nacional del Magisterio había convocado un concurso para nombrar al nuevo director de esa institución. El cargo me interesaba mucho, pero estaba convencido de que no tenía ningún sentido solicitarlo, ya que era prácticamente imposible que concedieran ese puesto de trabajo a un militante comunista que había estado encarcelado durante su etapa de estudiante universitario en Madrid. Consulté a mis superiores en el partido comunista y casi me obligaron a solicitar dicha plaza (no se olvide que era la etapa en que una de las consignas del Comité Central del P.C. consistía en introducir cuadros comunistas en las instituciones del estado). Sorprendentemente, en el mes de agosto me comunicaron que el cargo era para mí y el día primero de septiembre tomé posesión del mismo.
Cuando llevaba viviendo en el interior de ese centro una semana me di cuenta de que lo mejor era despedirme y marcharme, dado que no había que ser muy pesimista para darse cuenta de que modificar el tóxico ambiente que allí reinaba era una tarea titánica. Sin embargo, antes de tomar esa decisión, me puse en contacto con José Antonio (compañero de Facultad, de piso y de andanzas políticas durante nuestra época de estudiantes universitarios) y él me aconsejó que tirara para adelante. La única condición que le puse para aceptar su consejo es que él me acompañara en esa aventura, como subdirector y como jefe de estudios. Conociéndolo como yo lo conocía, me sorprendió muy gratamente que aceptara, dado que si fracasaba nuestro proyecto, como así ocurrió, los efectos eran menores para mí que para él, ya que yo estaba soltero y él estaba casado. Estoy completamente seguro, a pesar de que nunca hablamos de este tema, de que esa importante decisión de trasladarse a Zaragoza la tomó en equipo con Sara, su esposa.
Para intentar que su traslado a Zaragoza se llevara a cabo cuando tuviéramos alguna garantía de la viabilidad de nuestro proyecto, acordamos que yo me dedicara a observar todo lo que sucedía, a anotarlo en una especie de diario y con esos datos elaborar una propuesta global de transformación del centro para presentarla ante el jefe nacional de la Mutualidad. Para que los lectores comprendan lo poco que yo confiaba en que los dirigentes de esa mutualidad falangista aceptarían nuestro plan pedagógico, el día en que marché de Zaragoza a Madrid para entregarla en mano me llevé todos mis enseres personales, ya que imaginaba que no regresaría más. Curiosamente, aceptaron todo el proyecto sin cambiarle una sola coma. Obviamente, a partir de ese momento fue cuando propuse a José Antonio para el cargo de subdirector y de jefe de estudios, propuesta que igualmente fue aceptada. Pasadas las fiestas zaragozanas del Pilar, le busqué un piso en alquiler y en los primeros días de noviembre de 1970 Sara y José Antonio aterrizaron en Zaragoza. Por desgracia, este nuevo trabajo terminó el 28 de diciembre de 1970 (día de los santos inocentes), en que fuimos despedidos él y yo.
¿Cómo es posible que los gerifaltes falangistas de la Mutualidad Nacional del Magisterio aceptaran sin rechistar nuestro plan de transformación del centro y que a los dos meses nos echaran a la calle? A continuación se lo cuento a ustedes.
Una de las primeras decisiones que tomamos consistió en quitar todas las barreras que impedían que los hermanos y las hermanas pudieran vivir juntos, al menos durante el día, cosa que hasta entonces estaba rigurosamente prohibida. Obviamente, para hacer realidad esa convivencia era absolutamente imprescindible que los niños y las niñas de un mismo curso asistieran a la misma aula y que dejara de existir un comedor para los niños y otro para las niñas. Sorprendentemente, esta decisión de introducir la coeducación fue aceptada sin mayores problemas por el alumnado, por el claustro, por los dos curas, por la comunidad de monjas y hasta por parte de los jefazos de la mutualidad.
La segunda decisión que tomamos fue obligar a comer en el comedor, a la vista de todos los escolares y residentes, y a ingerir el mismo menú a todas las personas que vivían en el centro y que tenían derecho a comer gratis. Esta medida tenía como objetivo demostrar a los estudiantes que no existían menús privilegiados para nadie y, de ese modo, acabar con las protestas seculares de los residentes universitarios, quienes se quejaban de que ese personal comía auténticos manjares en sus viviendas y que esa era la causa de que luego no hubiera dinero suficiente para que los escolares comieran dignamente. Es cierto que esta medida no cayó bien a las personas que a partir de ese momento tenían que bajar al comedor si querían comer gratis, pero al menos consiguió su objetivo: las protestas de los estudiantes por el tema de las comidas desaparecieron totalmente. No obstante, es necesario decir que les garantizamos que a partir del año siguiente habría una comisión encargada de gestionar el presupuesto del comedor, en la que los estudiantes estarían representados de manera paritaria. Por desgracia, esta comisión nunca pudo crearse, ya que el despido fulminante mío y de José Antonio se produjo antes de que finalizara el año 1970.
La tercera y trascendental decisión consistió en comunicar por escrito a los dos curas del colegio (uno para las niñas y otro para los niños) que a partir de entonces la asistencia diaria a la misa no sería obligatoria y que dejarían de participar en las juntas de evaluación para evitar posibles contaminaciones entre la información adquirida en el confesionario y las calificaciones académicas, o entre esa información privilegiada y las posibles expulsiones de adolescentes y de jóvenes universitarios, ya que entre la información recogida constaba que esa contaminación se venía produciendo de forma regular desde hacía bastantes años. En contra de lo que temíamos José Antonio y yo, esta decisión no produjo ningún revuelo ni ninguna protesta por parte de los escolares y residentes, por el claustro, por la comunidad de monjas, ni incluso por parte del órgano ejecutivo de la mutualidad. Sin embargo, fue la que motivó que fuéramos expulsados sin ningún tipo de expediente disciplinario, tal y como me confesó personalmente el gerente de la mutualidad. Me acuerdo perfectamente que, en su despacho, me dijo esta frase: “habéis cometido el gran error de enfrentaros con la iglesia”.
Yo no sabía (y, por supuesto, tampoco José Antonio) que uno de los dos curas era canónigo de la catedral de Zaragoza y que, por tanto, tenía una fluida comunicación con el entonces arzobispo de Zaragoza (monseñor Cantero Cuadrado). Tampoco sabíamos que monseñor Cantero Cuadrado confesaba de vez en cuando a la esposa del dictador Franco (hay quien decía que era su director espiritual). Aunque no disponíamos (ni ahora tampoco) de una información fidedigna, parece ser que el arzobispo consiguió que doña Carmen Polo (la esposa del caudillo) exigiera a la jefatura de la mutualidad nacional del magisterio que José Antonio y yo fuéramos fulminados sin remisión, cosa que ocurrió, como ya he dicho antes, el día 28 de diciembre de 1970.
Obviamente, los jefazos de la mutualidad se vieron obligados a justificar nuestra expulsión ante las familias de los colegiales (procedían de todos los rincones de España), ya que los escolares (desde preescolar hasta la universidad) habían manifestado, de manera unánime, a sus familiares que por primera vez, en esos pocos meses se habían sentido felices en el colegio. Como es lógico, en la carta que enviaron a las familias para explicarles la causa de nuestra expulsión no se mencionaban los motivos reales. La única justificación que les dieron es que dos comunistas (José Antonio y yo) se habían colado en la institución para inculcar a los alumnos los valores marxistas y para incitarles a que desmontaran la inmensa labor social que había hecho la mutualidad desde el año 1939 hasta el año 1970. Curiosamente, el argumento concreto que esgrimió el director gerente de la mutualidad para justificar ante las familias su autoritaria decisión fue la publicación de una revista cultural, elaborada por los propios escolares y coordinada por la jefatura de estudios. Afortunadamente, Sara (la esposa de José Antonio) ha rescatado aquel único y último número de la revista que podemos leer pinchando aquí y comprobar que poseía un elevado nivel cultural y que en la misma tuvieron cabida autores afectos y desafectos al régimen franquista, que estaban contemplados en los libros de texto de la época. Era tan disparatado que se basaran en el contenido de la revista para acusarnos de pervertidores de la infancia y de la adolescencia (especialmente, a José Antonio, ya que fue él quien la parió y la coordinó), que solo pudieron poner como ejemplo de esa perversión el hecho de que la revista se titulara “CAUCE”.
*Aunque el autor del artículo no lo cita, Sara ha considerado importante hacer constar que otra de las medidas que tomaron fue para que las personas a cargo del servicio de limpieza no fregaran los suelos de rodillas instaurando así el uso de la fregona.