El poeta Salvador García-Bodaño ha hecho algunas incursiones felices en la narrativa. Una de ellas, Os misterios de M. d’Allier (1992), es una delgada colección de relatos breves que no pretende demostrar nada. O al menos no trata de demostrar que lo pretende. Con la Compostela barroca como decorado y un narrador bien asentado en la tradición literaria, el autor de este capricho goyesco se aferra a la compasiva idea de que no vale la pena sentarse a escribir si no se tiene el deseo de agradar al lector. El conflicto, tan esencial en el género dramático, apenas aparece aquí por ningún lado.
Hay figuras típicas y personajes que resultan familiares por su parecido con tipos literarios consagrados desde antiguo. Hay un modo de narrar que parece fácil, pero no lo es. Ese ritmo entre andante y allegro no se improvisa así como así. Hay puertas que se abren y luego se cierran, dejándonos en la oscuridad. Las figuras del relato, casi sombras chinescas, desbordan el marco costumbrista, porque, aunque parezcan comunes, poseen rasgos tremendamente singulares. Aun así, sus impulsos podrían ser los de cualquiera de nosotros, personajes de los de carne y hueso. De ahí que no nos resulte difícil identificarnos con ellas. El héroe, en especial, tiene siempre un objetivo que nos permite sentirlo cercano. Su búsqueda podría ser la nuestra, a condición, claro está, de que aceptásemos renunciar a la búsqueda de los valores falsos que han sustituido en algún momento de nuestras vidas a los verdaderos valores que sostuvimos al principio, antes de que las cosas se torcieran. La rareza del personaje en cuestión, por extraña que pueda parecer, es aceptada por el resto de personajes con más facilidad de lo que suele suceder en la vida real. Es verdad que de otro modo la acción se atascaría y tendríamos que abrazar la idea de conflicto. El autor, más que reconstruir personajes tomados de la vida real, parece haberlos inventado. Después de soplar sobre ellos un hálito de vida, los ha soltado en el escenario que ha elegido y los deja hacer. Tal vez por eso pasen cosas curiosas. Un hombre busca a los últimos vástagos de un árbol genealógico que se remonta al siglo VIII. No importa que sea un enano. Ni que llegue a Galicia en dromedario. Ni que, al final de su estancia entre nosotros, ascienda al cielo como Elías, aunque sin carro de fuego. Por el modo en que el autor lo presenta, cuenta con nuestra simpatía, del mismo modo que cuenta con el cariño de la patrona de la pensión en que se aloja, esa mujer universal capaz de conceder todos sus favores al sujeto que a algunos de nosotros nos parecería el menos indicado. Cualquier otra posibilidad iría contra la regla del deleitar en seco, sin necesidad de que nadie se moje. Aventuras sí, pero sobre el papel y sin salirse del marco psicológico del coro de buenos paisanos y el tipo listo que viene de fuera y los seduce con el prestigio de su discurso, sus ideas y sus valores trasnochados pero inmarchitables. La mujer, entendida como un personaje facilitador, que apoya al héroe cueste lo que cueste, permitiéndole llegar a la meta y alcanzar su fin, es otra de las mixtificaciones más cuidadosamente planificadas en este tipo de literatura, muchas veces calificada de “realismo mágico”. Es realismo, porque parte de seres, situaciones y decorados reales, y también es “mágico”, porque lo que se narra es algo que en la vida que por convención llamamos “real” sólo sucede en los sueños o mediante la manipulación de los sentidos por parte de profesionales expertos. Grito contra la insoportable trivialidad de los telediarios, Los misterios de Monsieur Allier quiere concedernos un instante de reposo encantado: ¿por qué no aceptar que un hombre, un hombre francés por más señas, o tal vez precisamente por ello, puede subir al cielo una vez cumplida su misión en una ciudad llamada Santiago de Compostela que no intenta parecer real pero que siempre es reconocible?