Bicentenario de una paradoja.- El mariscal de campo Francisco Javier Juan Ramón María de la Peregrina Losada Pardo de Figueroa, señor de Pol, que mandaba la tercera División del Cuarto Ejército, bajo el mando general de Pedro Agustín Girón, marqués de las Amarillas y el supremo del Arthur Wellesley (inmediato duque de Wellington),tuvo que replegarse a sus posesiones atlánticas para curar las graves heridas que sufrió en la batalla de San Marcial (31-VIII-1813), en el tramo final de la Guerra Peninsular Ibérica contra los Ejércitos Napoleónicos. Pocos meses más tarde, el 4 de junio de 1814, sus compañeros en el alto mando del Cuarto Ejército, Pablo Morillo, Juan Díaz Porlier y Ramón Rufino Patiño, marqués de Belveder (pariente suyo), quedaban enterados de que Losada había recibido la real licencia para el casamiento con María Joaquina Miranda Sebastián, VI condesa de San Román, V marquesa de Santa María del Villar.
El novio y la novia habían nacido en la villa señorial y militar de Pontevedra en pleno paréntesis aristocrático (1734-1808). Como consecuencia de dos de las grandes bodas pontevedresas del siglo XVIII.
La primera gran boda directamente relacionada con este asunto la protagonizó el padre de Francisco Javier: José Gabriel Losada y Prado-Garza, mayorazgo nacido en el bello pazo de Tor (1744), en la ruta de Monforte a Saviñao. Personalidad ascendente, con enorme patrimonio familiar disperso por media Galicia, era señor de Pol. Casó en 1774 con la pontevedresa Ramona Baltasara Pardo de Figueroa y Valladares. Una joven de 24 años, nacida en la boa vila en 1750, cuando sus padres –los marqueses de Figueroa- comenzaron a preferir esta pequeña villa residencial de bellísimos alrededores al espléndido pazo familiar de Fefiñáns.
La segunda gran boda (de las muchas de ringo rango que se celebraron en ese tramo aristocrático), tuvo lugar veinte años más tarde, cuando casaron los padres de María Joaquina. En 1794.
Por el contrario de la anterior, ya presenta un toque marcadamente pre-romantico, porque el novio (el ilustrado y linajudo Joaquín Miranda Gayoso de Aldao, conde de San Román), que había nacido en 1756 en el entonces flamante palacio familiar pontevedrés (hoy desaparecido), tuvo que esperar a la muerte de sus padres para llevar al altar a una dama de buen linaje, pero sin títulos de nobleza: María del Pilar Sebastián Raón. Hermana –pienso- de un oficial de Infantería, compañero y amigo del nuevo mayorazgo.
Esa fue la primera razón de que Francisco Javier (nacido en Pontevedra, 23-X-1777 y bautizado el mismo día en San Bartolomé O Vello), el novio de la gran boda de 1814, tuviera 37 años, mientras la novia, sólo 17 (n. en Pontevedra, 1796). A pesar de lo cual, tenemos razones para suponer que el vínculo matrimonial de las dos familias se había pactado con anterioridad a las guerras napoleónicas, cuando el padre de la novia era uno de los militares españoles de mayor prestigio dentro del arma de Infantería, y el joven señor de Pol empezaba a significarse por su prometedora carrera militar. Tanto en el Ejército regular como en la milicia señorial de aquel entonces.
Sin embargo (he ahí la paradoja), la gran boda del “bizarro militar” pontevedrés y la joven pontevedresa no se celebró en la villa de Pontevedra. Tuvo lugar en Coruña. La gran beneficiaria de los gravísimos acontecimientos –francamente revolucionarios- que se sucedieron entre 1807 y 1814. Ciudad –Coruña- donde disfrutaban los señores de Pol de excelente posición social, una regidoría permanente y privilegiada residencia en el desaparecido (1930) palacio gótico del Parrote, mirando al mar.
Acontecimientos bélicos bicentenarios –en trance de cierre definitivo en este 2014– en los que el novio y el padre de la novia vivieron suertes muy distintas.
El final abrupto del ciclo aristocrático pontevedrés
(El cuartel de San Fernando)
Cuando la novia (María Joaquina) tenía 11 añitos (1807), su padre, el conde de San Román, mandaba el legendario Regimiento de Infantería de la Princesa.
Su formación, como la de sus tres hermanos varones, había sido la clásica de las linajudas familias aristocráticas pontevedresas de orientación militar.
Educados por el rigor de los jesuitas, en el magnífico Colegio de la Compañía, bajo la mirada atenta del P. José Francisco de Isla (muy vinculado personalmente a estos Gayoso de Aldao), curtieron militarmente desde niños bajo la disciplina de su propio padre, coronel en jefe a la sazón del Regimiento Provincial de milicias de Pontevedra.
Desde los años finales del siglo XVIII, este formidable Regimiento de la Princesa estaba radicado en el cuartel de San Fernando, en Pontevedra, y era –por motivos que ya les he contado a propósito de nuestros documentales- muy pontevedrés. En su oficialidad, además del conde de San Román, figuraban dos de sus tres hermanos, tios de María Joaquina.
En febrero de 1807 (debido a su prestigio, pero de manera imprevista) se convirtió en el primero de los Regimientos españoles que recibió -a través del capitán general de Galicia, Francisco Taranco– la orden secreta de salida inmediata con dirección a Coruña, pertrechados para un largo viaje. Desde allí, con el restante contingente militar gallego, partió hacia Hamburgo (Alemania) el 28 de marzo, para confluir con la flor y nata del Ejército regular español en una importante misión napoleónica de control de fronteras en los Mares del Norte de Europa, bajo el mando de otro personaje excepcional de nuestra Atlántica Memoria audiovisual: Pedro Caro Sureda, marqués de La Romana. Y esa orden secreta, fue la razón del aplazamiento sine die de la boda y de la paradoja a la que nos referíamos.
El conde de San Román no tardará mucho en convertirse en lugarteniente del mismísimo marqués de La Romana y –como “comandante general interino”, por el viaje de aquél a Londres- en protagonista de una de las acciones más espectaculares de la Historia de todas-las-guerras: el abandono de la misión napoleónica aludida y el retorno de los Mares del Norte en buques británicos, para luchar contra la ocupación napoleónica de España y Portugal.
Sus dos hermanos pudieron hacerlo, pero San Román, como tantos otros integrantes de La Princesa, nunca pudo volver a Pontevedra, porque -tras caer herido de muerte en la sanguinaria batalla de Espinosa de los Monteros- vivió un calvario inenarrable hasta morir en el pueblo de Suco, en cuya iglesia fue enterrado (noviembre, 1808).
Mientras tanto, quien estaba llamado a ser su yerno, superviviente de las cruentas batallas de Medina Rioseco y Espinosa de los Monteros, como alto mando del Ejército del Reino de Galicia, incorporado al llamado Ejército de la Izquierda, volvía a convertirse (1808-1809) en lo que ya había sido con anterioridad en el Ejército español de ocupación del Norte de Portugal (1807-1808).
Enlace privilegiado de la rama político-militar de su señorial familia (los Pardo de Figueroa, los Caamaño y Pardo, etc…, con destacada presencia en el Ejército Regular, en la Marina, en la Milicia y en la Orden Militar de Malta), se convirtió ahora (1808-1809) en enlace directo del marqués de La Romana, cuando éste –retornado de Londres- tuvo que hacerse cargo de los restos del diezmado Ejército de la Izquierda, para dirigir –desde la frontera con Portugal- la furiosa resistencia atlántica (gallega, zamorana, leonesa y portuguesa) de 1809.
La progresión del señor de Pol en ese período (1807-1809) es espectacular.
En junio de 1808, con 31 años, es brigadier. En abril de 1809, por ascenso firmado por La Romana, mariscal. Como colaborador privilegiado del marqués (y por sus relaciones familiares) pasa a Asturias como segundo Comandante General. En 1811, manda una División del Sexto Ejército.
Tras sobrevivir al propio La Romana (m. en Portugal, 1811), el señor de Pol continuó jugando papeles militares de relieve en el Ejército gallego, español y luso-británico, bajo el alto mando unitario del duque de Wellington (desde 1812), hasta el final definitivo de las guerras napoleónicas en suelo peninsular, como queda dicho. Pasó a ser, pues, una de las grandes figuras militares de la contienda. Razón de su ascenso a teniente general, pocos meses después de la boda. El 30 de mayo de 1815.
De no haberse producido esa circunstancia excepcional de las guerras napoleónicas, la ceremonia del casamiento con la hija del difunto conde de San Román se hubiera celebrado (en el momento que las familias hubieran considerado más oportuno) en la villa señorial y militar de Pontevedra. Como tantas otras grandes bodas de máximo ringo rango del aludido tramo aristocrático.
En 1814, sin embargo, todo había cambiado. En realidad, la boa vila pontevedresa perdió en solo quince meses (febrero, 1807/mayo, 1808) su condición de villa militar de primer orden, hasta quedar rigurosamente desguarnecida.
Dada su circunstancia, al producirse la ocupación napoleónica y josefina del Reino de Galicia (1809), ni siquiera estaba en uso lo que había sido una de las claves explicativas de su prestigio aristocrático: el enorme cuartel de San Fernando, sito en las inmediaciones de nuestra casa-taller pontevedrés (2014), extramuros entonces de la pequeña villa, pero en privilegiado espacio. Incomparable a cualquiera otro de Galicia, según el cualitativo parecer de Fray Martín Sarmiento, refrendado por el primero de los historiadores locales pontevedreses, Claudio González Zúñiga.
La eterna confusión
(Paisanos y paisanos armados-milicianos)
Pues bien: a pesar de los ríos de tinta que van gastados en los relatos de la mal llamada Guerra de la Independencia, nadie parecía haber reparado en esa circunstancia fundamental en la que nosotros venimos insistiendo desde hace seis años.
Fue en ese trecho (2007-2013: el de la gran crisis que padecemos en todos los órdenes, no sólo en el plano económico) cuando los de siempre se dispusieron a disfrutar en exclusiva de los fastos del Bicentenario, sacando un mar de aportaciones repetitivas (libros, catálogos, películas, conferencias, exposiciones, fiestas lugareñas y carnavaladas), costosísimas, que –al menos a quien esto escribe- le han servido de poco o nada, abundando aún más en la bicentenaria confusión.
Resumamos pues, a propósito de Pontevedra, nuestro estado de la cuestión atendiendo al caso pontevedrés, tan representativo del contexto atlántico, gallego, español y portugués, con Francia y Gran Bretaña al fondo.
Con su prestigioso regimiento regular de Infantería instalado en los Mares del Norte de Europa y con el último reemplazo del Regimiento Provincial de Milicias de Pontevedra desplazado a Ferrol (mayo, 1808), la villa pontevedresa y su extenso ámbito provincial sólo contaba para su defensa (a partir de ese momento) con una fuerza de reserva de miles de hombres, dispuesta para estos casos durante ¡¡¡siete décadas!!!: los licenciados de este último regimiento señorial y miliciano, controlado por la nobleza.
Esparcidos y dispersos por su extensa provincia marítima y terrestre (sólo en parte coincidente con la provincia actual), la Junta Suprema del Reino de Galicia, recelosa ante la actitud que podría adoptar el paisanaje y esa nobleza, no se atrevió a movilizarlos, favoreciendo así la ocupación y el escandaloso paseo militar de los poderosos Ejércitos de ocupación de Ney (del rey José Bonaparte –ojo-, plagado de españoles) y Soult (puro napoleónico), como le recriminó –sobrada de razón militar y política– la Junta Central.
Si los de siempre hubieran tenido en cuenta lo anterior, entenderían cómo fueron esos miles de paisanos licenciados de las milicias señoriales, dispersos, pero con sobrado armamento a mano y formados para su uso en tales casos extremos, a lo largo de ocho años de servicio militar discontinuo (¡entre 1734 y 1807!), cumplido todo desde sus propias casas, los que estaban llamados a ser protagonistas de la furiosa resistencia armada de 1809.
No eran paisanos sin más, ni cazadores; eran milicianos.
Se evitaría así, con tal reconocimiento, volver a caer en la romanticada patriotera del pueblo armado guerrillero y otras zarandajas, no por repetidas menos falsas.
Así lo hicieron, en efecto, los aludidos, cuando les llegó la orden de movilización general, firmada por quien (además de talento militar), tenía suficiente prestigio para ello: el mismísimo marqués de La Romana.
Desde entonces, con las credenciales y las órdenes de movilización firmadas por La Romana, llevadas en mano por sus emisarios, se restableció en Galicia una situación que ya se había vivido en el Norte de Portugal a partir de junio de 1808, tras una trama similar -urdida con la nobleza y con las milicias portuguesas- que dirigió otro militar pontevedrés: Baltasar Pardo de Figueroa, conde de Maceda, primo carnal del novio de 1814, y uno de sus enlaces privilegiados en aquella madrugadora movilización de la milicia armada.
Detalles, por cierto, que desconocen los de siempre; pero que ya advirtieron -con el consiguiente terror- los soldaditos franceses que (habiendo sufrido la degollina portuguesa del verano de 1808) volvieron a vivir la misma degollina; pero ahora en tierra gallega, en la fase más cruda del invierno de 1809, según fueron reflejando en sus memorias bicentenarias.
Fue así, de esa manera tan directa, cómo oficiales originarios de la nobleza, formados –en la mayoría de los casos- en el Batallón (señorial) de Literarios y en esas milicias provinciales (milicias que -muchos de ellos, empezando por Cachamuiña- habían integrado y mandado en otro tiempo) pasaron a dirigir militarmente la contraofensiva armada, bajo la alta dirección del marqués y de sus hombres más próximos, caso de Joaquín Moscoso (Reflexiones sobre la Guerra de España e Instrucción para la guerra de partidas de paisanos y correncias del 5º Ejército de la izquierda sobre León en Nv-1808, por el primer ayudante del general, marqués de La Romana, La Coruña, 1811).. Y esa fue la clave del éxito de la aterradora reacción gallega (que –esta vez sí- maravilló a la Junta Central, que no tardaría en reconocerlo por escrito).
Uno de esos mandos, con activísima función de enlace con su familia militar o militarizada entre Galicia y Portugal desde 1807, era el novio de la boda de 1814: Francisco Javier Losada, el señor de Pol, coronel en jefe del Regimiento Provincial de Milicias de Compostela, agregado al Regimiento “Voluntarios de la Corona” que mandaba Joaquín Blake, desplazado a Oporto desde el primer momento de la ocupación hispano-francesa, bajo el mando del capitán general, Francisco Taranco.
Historias todas que les fui contando –en forma narrativa o audiovisual- a lo largo de estos años, y de las que los lectores de LA CUEVA DE ZARATUSTRA han tenido cumplido detalle e invitación expresa a nuestros actos en abierto, para todos los públicos.
El tránsito hacia la Pontevedra burguesa
(Los funcionarios militares pontevedreses)
Pontevedra, en definitiva, ya no era nada en el plano militar a partir de mayo de 1808, pero había dado a las guerras napoleónicas dos figuras legendarias (el conde de San Román, padre de la novia, y Baltasar Pardo de Figueroa, conde de Maceda, primo del novio, fallecidos en el campo de batalla). Había dado, igualmente, buena parte de los mandos que dirigieron la furiosa resistencia galaico-portuguesa, tramada e iniciada en Oporto (junio, 1808) con la acción directa y personal del conde de Maceda, e intermediada por ese testigo directo que operó a cara descubierta entre Coruña y Compostela (desde finales de mayo de 1808): el superviviente, señor de Pol.
Ya no era nada Pontevedra en el plano militar, es cierto; pero sí que lo era en el recuerdo de cuántos tomaron parte en tan graves acontecimientos militares y revolucionarios, porque habían nacido en Pontevedra o habían residido en ella. Y en ella casaron con damas pontevedresas, de las que nacieron sus hijos y sus descendientes (que, en muchos casos, vivieron en la villa –con su servidumbre- las vicisitudes de la ocupación y los peligros del espionaje y la asistencia a los milicianos)…
Por haber vivido todo eso en primer plano hasta el final de sus días, es por lo que la historia del señor de Pol, de su casamiento y de su descendencia, explica mejor que todos los fárragos repetitivos, pintoresquismos y costosísimas romanticadas a que me he referido) el arranque de nuestra propia historia social contemporánea.
Sin embargo, a pesar de su importancia y del valor explicativo de su historial, los relatos biográficos centrados en la personalidad de Francisco Javier Losada se limitan, fundamentalmente, a dos diccionarios españoles muy recientes y a algunos pasajes dispersos firmados por beneméritos investigadores gallegos ya desaparecidos, como el lejano Félix Estrada Catoyra (que incluyó una informada nota del militar en su Historia de los Ejércitos Gallegos, 1916) o nuestro inolvidable amigo Antonio Meijide Pardo.
De los tratamientos recientes, el benemérito diccionario que ha publicado nuestro admirado Alberto Gil Novales con sus colaboradores y el tan costoso y cuestionado –pero ineludible- de la Real Academia de la Historia.
Pasa que Gil Novales, en esta ocasión, se hizo un lío monumental, confundiendo al suegro con el yerno, en tres entradas diferentes: “Señor de Pol”, “Francisco Javier Losada de Pol” y “conde de San Román”. El Diccionario biográfico de la RAH, por su parte, ha tenido el acierto de resumir, como en otras muchas voces, escuetamente, lo que consta en los historiales militares, como si los militares y los altos funcionarios españoles sólo fueran eso (funcionarios asépticos, sin otras influencias), por lo que su utilidad queda harto limitada…
Lo que nosotros tratamos de evidenciar es que ese casamiento de dos pontevedreses, celebrado en Coruña en 1814, por el relieve que alcanzaron sus dos protagonistas, ayuda a entender procesos civiles posteriores de enorme relevancia histórica, dado el papel que los altos funcionarios (militares, en este caso) y sus damas estaban llamados a jugar en el tránsito de la Iberia señorial a la burguesa. La que fue naciendo por sus pasos en la compleja Revolución Liberal con aquella (terrible) convulsión armada.
Entre esos procesos, que tuvieron mucho de palatinos, se encuentra –como es lógico- la “sorprendente” conversión de la Boa Vila pontevedresa en ciudad y en capital de su propia provincia, lo que (aunque lo desconozcan –aún hoy– quienes se las gastan de historiadores, generales, locales o militares) ya lo había sido en el plano militar en su fase aristocrática, como consecuencia de la profunda transformación (social y territorial) que introdujo en la nobleza lugareña de la antigua Corona de Castilla la reforma de las viejas milicias, con la emergencia de los reformados Regimientos Provinciales de milicias. Cuando Pontevedra –que ya no era nada, tampoco en ese aspecto- contó con uno de los primeros que se formaron en la nueva España borbona. En el lejano 1734, razón de su espacioso cuartel de San Fernando, alzado al unísono de la reforma.
Estamos, pues, haciendo Historia –así, con mayúscula- al recuperar (merced al esfuerzo de una investigación exigente) la memoria de un proceso olvidado de intenso valor explicativo, que nadie antes que nosotros estudió con detalle, y cuya consecuencia –el nacimiento de la actual provincia pontevedresa- llama la atención por su originalidad.
Volvamos, pues, a la particularidad explicativa de ese casamiento del que se cumple el bicentenario este año, 2014.
La fuerza de los números
(El poder de los recuerdos)
En 1846, el ya citado Claudio González Zúñiga (Pontevedra, 1784-1857), que era médico-militar y que fue uno de los muchos atlánticos gallegos que se vieron envueltos en los acontecimientos madrileños de 1808, publicó la primera historia local gallega digna de tal nombre.
En esa curiosa Historia de Pontevedra metió como anexo, sin otro comentario, esta peculiaridad de la aún flamante ciudad natal: la serie de Nombres de los hijos de Pontevedra que sirvieron en la guerra de la independencia. En cabeza de esa larga lista figura don Francisco Javier Losada, señor de Pol, que aún vivía, con tratamiento de excelentísimo, grado de teniente general y empleo de inspector de milicias. Era –ni más ni menos- el militar de mayor relieve de la serie y (acaso) de los nacidos en Galicia a esa altura (1846).
En la misma serie y sin salirnos de esta historia, figura también su suegro, don Joaquín Miranda Gayoso de Aldao, conde de San Román, brigadier, con sus hermanos (don Pedro y don José, teniente coronel y brigadier, respectivamente) y hasta figura el ayudante de campo del señor de Pol, también pontevedrés (don Lope Baquero Malvar-Pinto)…
A González Zúñiga, pues, como a nosotros (y a nuestro amigo X. Fortes Bouzán, 1993, que también la reproduce sin comentarios), esa lista le parecía uno de los rasgos más resonantes y extraordinarios de su flamante ciudad natal.
Merece una lectura en profundidad, porque aún hoy (2014) impresiona, sobre todo si se completa la utilísima información con algunas otras precisiones de contexto.
Bien leída, advertimos que el historiador sólo anotó los nombres propios de los militares que alcanzaron a tener grado de oficial en las guerras peninsulares anti-napoleónicas. Faltan, además, los suboficiales y la tropa, tanto del Ejército regular como de la Milicia armada. Guarda silencio, al mismo tiempo (pero por otros motivos) de los mal llamados afrancesados, como si los josefinos (bonapartistas o no) no fueran pontevedreses ni españoles.
Pues bien: incluso en ese parcial recuento, hay algunos olvidos inexplicables, consecuencia acaso del apresuramiento con que elaboró la lista, fiando tan sólo en su excelente memoria (y en sus prejuicios).
Sin salir de la historia que les vengo contando voy a anotar tres olvidos inexplicables, pero reveladores, por el relieve histórico de los personajes:
1.- El ya citado Baltasar Pardo de Figueroa, conde de Maceda, marqués de Figueroa, etc., primo del novio, capital en el alzamiento de Oporto y el Norte de Portugal a partir de su acción directa de junio de 1808, muerto en la batalla de Medina de Rioseco, donde existe un monumento conmemorativo, y a quien nosotros hemos dedicado una de nuestras crónicas audiovisuales.
2.- Manuel Miranda Gayoso de Aldao, el hermano marino del conde de San Román, formado –como sus hermanos, ya citados- en el Colegio de la Compañía y en el Regimiento Provincial de Milicias de Pontevedra. Protagonista –con la rama asturiana de su familia- del madrugador alzamiento anti-napoleónico de Asturias, conexo con el gallego, tal como figura en todas las historias, empezando por la monumental del conde de Toreno, publicada hace 180 años, por lo que alcanzará grado de teniente general de los Reales Ejércitos. Lo que nos advierte –al paso- de otra formidable laguna de esa lista. Faltan todos los marinos nacidos en Pontevedra (¡!).
3.- José Pimentel Lemos de Montenegro, que estaba llamado a ser –además de VI marqués de Bóveda de Limia– cuñado del novio y de la novia de la boda de 1814, al casar con la que parece haber sido la única hermana de ésta, la pintora María Josefa Miranda Sebastián. Y lo que aún hace más escamante ese olvido: militar de máximo nivel, separado del Ejército regular isabelino en 1833, pero incorporado al de Carlos María Isidro de Borbón en la primera guerra carlista; en los intentos arzobispales de alzar Galicia contra los citados isabelinos (1835), y el segundo en el mando en la escandalosa expedición del general Gómez (cuando cruzó media España, entrando en Compostela, donde fue recibido como un héroe, 1836, según relata el pontevedrés José Millán, 1920, en sus magníficos apuntes biográficos). Muerto en acción de guerra en 1838.
¿Faltarán, pues, además de los “afrancesados”, los “carlistas”, enemigos políticos irreconciliables con el liberal moderado e isabelino, González Zúñiga?. Parece evidente…
Pues bien: a pesar de lo que presuponen estas llamativas ausencias (sin salir de nuestra historia central), el historiador anotó ¡¡78 nombres!!.
Una densidad de militares por habitante difícil de igualar, si se recuerda que la oficialidad de entonces aún lucía don, al proceder de las más diversas escalas de la nobleza (linajuda o/y titulada, aunque fuera con títulos adquiridos en el mercadeo), y que la Pontevedra de entonces -entre esa nobleza y el estado llano de intramuros y de los arrabales- no pasaba de los 5.000 habitantes mal contados.
¿Se imaginan lo que sería hoy visualmente una villa con tal volumen de oficiales uniformados, junto con la tropa regular, sus familias, servidumbre y los milicianos de reemplazo, con semejante población? ¡Pues así de militar –con todas las consecuencias conexas- era aquella Pontevedra señorial del siglo XVIII y comienzos del XIX!. De ahí su originalidad y la importancia de esta historia.
Pontevedreses en la La Corte de María Cristina
(Entre Fernando VII e Isabel II)
El mismo día del casamiento, el señor de Pol pasó a ser conde consorte de San Román y marqués consorte de Santa María del Villar. Uno de los motivos de las confusiones de los diccionarios aludidos.
Como Napoleón Bonaparte (tras la derrota de Waterloo y su destierro isleño), revivió durante los llamados “cien días”, Francisco Javier –recién casado- tuvo que ponerse a las órdenes de Enrique O’Donnell en el cuadro de mando del Ejército de Observación de Navarra y Guipúzcoa, retornando a aquella frontera.
A pesar de su ascenso a teniente general, se mantuvo allí hasta septiembre de 1815. Retornó después a Galicia, donde nace José Losada Miranda, el primero de sus hijos, en 1817. Tenía 40 años; Joaquina, 21.
En 1820, siendo gobernador militar de Santiago de Compostela (la ciudad donde había mandado con anterioridad –de manera sucesiva- sus dos regimientos provinciales de milicias), se enfrentó -con estos regimientos y “algunos soldados viejos”- al pronunciamiento armado liberal, siendo privado –por muchos de sus antiguos compañeros de francesada– de todos los honores.
Así lo hizo, en efecto, la nueva Junta revolucionaria de Galicia, si bien el Consejo de Estado se los restituyó el 17 de febrero de 1821, normalizando su situación dentro del mismo Trienio Liberal (1820-1823).
La vida palatina de esta familia pontevedresa comienza en ese final, cuando su amigo Pablo Morillo confía a su “prudencia” y “buen juicio” la normalización de la provincia de Orense y su frontera con Portugal. Es entonces cuando el conde consorte de San Román va recibiendo distintos nombramientos de máximo nivel y honores sintomáticos: la presidencia de la Junta consultiva del Ministerio de la Guerra, el cargo de inspector general de milicias provinciales y el empleo de comandante general de la Guardia Real (todo en 1823).
Con posterioridad recibe las grandes cruces de San Fernando (1824), Carlos III (1829) e Isabel la Católica (1833), en la transición de Fernando VII a la regencia de María Cristina. Fue, además, desde junio de 1829 hasta 1836, en las horas más inciertas de la guerra civil y la Revolución Liberal, inspector general de Infantería.
Uno que siendo español no cobra del presupuesto rescata en su libro Los ministros en España un curioso relato en el que se culpa a la pésima gestión palatina de San Román de la conjura que condujo a los sucesos de la Granja de San Ildefonso. Se opuso entonces a que la tropa cantara himnos liberales clásicos; pero fuera de reglamento (tomo III, 140 y ss.).
En septiembre de 1836, en plena guerra civil, tras la escandalosa expedición del general carlista Gómez (junio), donde iba su cuñado, y tras el exitoso motín de los sargentos de la Granja (12 y 13 de agosto), se publicó en Cádiz un folleto muy bien armado y digno de leer, de clara inspiración liberal (mendizabalista, pienso): La milicia por dentro, y los militares de los partidos.
Empieza con este resumen, muy ajustado a la realidad dramática de aquella España de entonces:
Pocas Naciones se han hallado en circunstancias tan críticas, como las que en el día se encuentra la España. Devorada por una guerra civil, a la que se ha dejado tomar un carácter extraordinario de ferocidad y de violencia; minada en todas partes por el partido carlista; dividido el liberal en diferentes secciones que se miran con desconfianza; muchas provincias aniquiladas con los estragos y devastaciones de la guerra; el erario exhausto; una deuda enorme y un déficit de más de 700 millones para cubrir los gastos corrientes, tales son las dificultades con las que debe luchar y tiene que vencer el Gobierno.
San Román –al ser, como se ha visto, una de las máximas autoridades militares de la España liberal isabelina– aparece directamente aludido en otro pasaje del informado documento. Se le sitúa, correctamente, en la primera de las tres facciones del generalato que operaban dentro Partido Liberal. Para entendernos, pero siguiendo al pie de la letra su información: los moderados, los exaltados y los americanos.
Durísimo se muestra el autor anónimo con todos ellos; pero importa observar que, en el caso de nuestro personaje, sus compañeros de viaje son moderados de máximo nivel, caso del general Castaños (duque de Bailén) y su sobrino, Pedro Agustín Girón (marqués de las Amarillas y duque de Ahumada), admiradores y panegiristas de su suegro, el difunto conde de San Román, desde su paso por Pontevedra y Galicia de 1800 (Ed. de Berazaluze, Recuerdos de Amarillas, 1978-1981, los tres tomos).
Éste es el tratamiento que merece el conde de San Román en La milicia por dentro, y los militares de los partidos(1836):
Aprobador del movimiento insurreccional que se preparaba en la Coruña en 1820 y su enemigo declarado después que vio que no se contó con él para nada. Es un egoísta sin convicción alguna política. Indiferentemente es liberal, servil, constitucional o absolutista; hace la corte a Fernando, a Carlos, y a la Reina Gobernadora; transige y aparenta inclinación a todos los partidos, y todos le serían iguales con tal que le dejaran la Inspección de Milicias y el mando de la Guardia Provincial. Como hombre de guerra, es cero.
Hay que decir que como consecuencia de los sucesos de aquel año, cesó en los cargos que ostentaba y a los que el texto se refiere; pero pronto volvió a ellos, y nunca cesará su influencia militar ni palaciega (“general distinguido por sus servicios, muy apreciado de S. M. y digno de toda consideración”, escribe Pedro Agustín Girón). Por lo demás, el lector de esta crónica tiene información suficiente para matizar algún aspecto del documento, empezando por la competencia propiamente militar, demostrada -al menos- en las guerras napoleónicas (recibió “cruces de distinción” en las acciones de Villafranca, Tamames, Medina del Campo y San Marcial), si bien puede ser cierto que su talento fuera mayor como intermediario (en las misiones –fundamentales en la guerra- de información, coordinación y espionaje) que como estratega o gobernante. En cualquier caso, sabiendo lo que el lector conoce, entenderá también cómo la feroz guerra civil que se estaba librando por entonces tenía cuarteadas las familias, entre liberales y carlistas. Combatiéndose entre sí con la misma ferocidad que habían empleado otrora, como aliados, contra los ejércitos napoleónicos y contra los josefinos (un Ejército del rey José Bonaparte plagado de españoles, como es lógico)
Volvamos, pues, a lo que llegamos a saber de nuestros personajes centrales tras el casamiento de 1814, mirándolos ahora a través de sus damas consortes.
En la Revolución Liberal Ibérica
(Cristinos, Isabelinos y Carlistas)
La condesa de San Román (María Joaquina) y su hermana (María Josefa, pintora, marquesa consorte de Bóveda de Limia), tuvieron relación directa con la Corte desde muy pronto.
Dada su instalación en Madrid, esta última fue dama y colaboradora de la infanta María Francisca de Bragança, la esposa portuguesa del eterno pretendiente de la Corona de España, Carlos María Isidro. Su evolución personal y la de su esposo (caballero de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo, 1816) hacia el miguelismo portugués y el carlismo español, ya era previsible en 1819.
La progresión cortesana de los San Román es más tardía. Se hace patente –lo hemos visto- tras el fracaso del Trienio Liberal (1820-1823). Coincide, pues, con la escalada cortesana de otras familias pontevedresas de enorme relieve político, militar e histórico, que habían actuado estrechamente coordinados con todas las ramas familiares del señor de Pol en la francesada, caso elocuente de los Vázquez Ballesteros y los López-Ballesteros o de los Armero. Esto es: los militares y civiles que –como decíamos del señor de Pol- van a defender contra viento y marea la causa de Pontevedra en la nueva estructura provincial del Estado Español, con todo el peso de su influencia…
Para los realistas (que fueron evolucionando hacia el miguelismo y el carlismo) estos pontevedreses se habían convertido –desde muy pronto- en una especie de caballos de Troya al servicio –sobre todo- de la cuarta esposa del rey, Fernando VII: María Cristina de Borbón. La alianza de Palacio que va a convertir en “legal” la Revolución Liberal española, tras el triunfo de la portuguesa (María da Gloria-María II de Portugal).
Los condes de San Román vivieron, en efecto, esa espectacular progresión de los cristinos.
Francisco Javier (1830) se convirtió en gentilhombre de Cámara con ejercicio en esa fase, mientras María Joaquina no tarda en formar parte de la Junta de Damas (15-VI-1833). Desde ese momento, el matrimonio pontevedrés quedó bajo la mirada atenta y el espionaje de sus contrarios, los miguelistas y los carlistas, que (en algún caso, que conoce el lector) formaban parte de su propia familia.
El conde consorte de San Román, en su misión más continuada (inspector general de milicias) fue el encargado de consumar, por sus pasos, un proceso largo y complejo, pero irreversible: el que lleva a los Regimientos provinciales de milicias a la integración en el Ejército regular, desnaturalizándolos por completo, dado que -como milicias señoriales, en el sentido dieciochesco- se habían convertido en un anacronismo desde las Cortes de Cádiz (1810).
Poco antes de que San Román se convierta en inspector general de milicias (27-XII-1823) se habían dado las “Instrucciones generales” para “purificarlas”, privándolas de todo aquello que el proceso bélico y revolucionario había ido generando en el último cuarto de siglo: “gente irreligiosa, masones, revolucionarios y partidarios de Riego, antiguos voluntarios de la Milicia Nacional y desafectos al régimen absolutista”. Razón de que fueran naciendo nuevas formas contradictorias que van a mantener -enfrentado entre sí- al movimiento miliciano (milicias nacionales, partidas realistas, milicias urbanas, etc) durante décadas. El Fénix de la Libertad recogía una información sobre su cese en la Inspección de Milicias en los primeros días de 1834, siendo sustituido por el general Palafox; pero no hemos logrado corroborarla..
En un personaje como San Román, curtido en las labores de espionaje y mediación entre contrarios, hubiera sido maravilloso dar con algo así como sus memorias.
No serían publicables en su tiempo, ni mucho tiempo después, pero nos darían pistas sorprendentes de la durísima época que le tocó vivir.
Al no existir esas memorias, tendremos que conformarnos –entre lo que conocemos- con algunos testimonios privilegiados de su evidente ambigüedad, tan parciales –pero tan orientadoras- como el documento liberal mendizabalista que acabamos de considerar.
El testimonio de José Arias Teijeiro adquiere, en este punto, extraordinaria importancia para nuestra crónica.
Pontevedrés como San Román, pero nacido mucho más tarde (1799), está más próximo a la edad de la condesa de San Román y de su hermana, la marquesa consorte de Bóveda de Limia.
Desde su instalación en Madrid (1824) no sacaba ojo de encima de estos paisanos suyos, tan influyentes en la Villa y en la Corte, de los que fue recabando información que pasó a sus diarios (1828-1831), en los que casi todos salen malparados.
Por Arias Teijeiro sabemos que entre Fernando VII y San Román (gentilhombre de cámara, insisto, y jefe de la Guardia Real) llegó a haber cierta camaradería; pero, tras la aparente normalidad de trato, el rey se mostraba molesto porque sus mandos (milicias) no le demostraban todo el ceremonial que consideraba obligatorio. En algún momento, valiéndose de esa confianza, San Román debió pincharlo en lo que se refería a la falta de sucesión a la Corona, diciéndole que observara su ejemplo: debido a la guerra, había tenido que casar tarde, pero tenía hijos desde los 40 años.
Sería por ello que, cuando la reina María Cristina quedó embarazada de la que sería a su debido tiempo Isabel II, Fernando dijo a San Román: “Ya no puedes presumir de paternidad. Tu rey va a tener descendencia”.
Mientras tanto, como la reina llevaba muy mal su embarazo, quedando escuálida por falta de apetito, Arias Teijeiro cuenta que los San Román satisfacían sus reales antojos, surtiéndola de lechugas, coles, escabeches de ostras y otros productos y manjares de sus numerosas casas de campo y de junto al mar, tan apreciados en la Corte. Pero es cierto, que por más que lo observaba, los Diarios no lograron apuntar ninguna irregularidad ni ninguna simpatía especial por la Revolución Liberal, ni siquiera en su forma más moderada, por el contrario de lo que anota de Luis López Ballesteros o de sus convecinos pontevedreses, el hacendista Manuel Silvestre Armero y su hijo militar, Luis Armero Miralles (Armerillo).
Prócer del Reino, senador por Lugo y Pontevedra…
(Muerte del enigma)
Así pues, como ya por aquel entonces se le reprochaba esa manera (demasiado ambigua) de comportarse, San Román –según la misma fuente- recordó en un manifiesto que esparcieron por Madrid los cotillas que frecuentaban el Café Lorenzini, que había sido liberal de los de antes de la Constitución de Cádiz y que (aunque pareciera otras cosas) nunca había dejado de serlo.
Arias Teijeiro afirma que el tal manifiesto causó risa; pero no tardó en confirmarse al estallar la guerra civil, en la hora de las definiciones inequívocas. Cuando, a pesar de la evolución de su cuñado y de la hermana de su mujer, situados ya en Portugal desde ese momento, 1833, Francisco Javier ejerció, primero de cristino; después, de isabelino
Ya lucía, al tomar la clara decisión, los títulos heredados de los Pardo de Figueroa (1831) y era –como conde de Maceda- Grande de España de Primera Clase.
Tras firmarse el Estatuto Real formó parte del estamento de próceres (1834).
Cuando un cañonazo isabelino destrozó la cabeza de su cuñado (1838), Francisco Javier representaba en el Senado a la provincia de Lugo (1837-1838). Así pues, como he anotado, aunque tuvo problemas con los exaltados de Mendizábal en 1836, tras el motín de la Granja, su caída en desgracia fue instantánea; pero suficiente.
En 1840 no dudó en apoyar el alzamiento del general Espartero, cuando el golpe exaltado puso a la reina Cristina camino del destierro.
Fue entonces, al final del trienio esparterista, cuando Pontevedra, flamante ciudad, capital de provincia, le pagó los servicios prestados, haciéndolo senador (10-XII-1843), tal como consta en la rica documentación del excelente Archivo del Senado (aunque lo desconozcan los autores de los dos tomos –tan útiles, por lo demás- de Parlamentarios de Galicia, donde sí constan sus descendientes…) Al morir era senador vitalicio.
Escribí poco más arriba que, al morir su prima, la pontevedresa Ramona Escolástica Pardo de Figueroa, Francisco Javier dejó de tener títulos por consorte (1831). El antiguo señor de Pol heredó todos los de sus familias pontevedresas: fue, pues, conde de Maceda y San Román, marqués de Figueroa y Santa María del Villar, Grande de España de Primera Clase, etc. etc, etc. Títulos que pasaron a sus hijos. Y resulta harto elocuente que tanto éstos como sus primos (hijos de carlistas) acabaron siendo isabelinos.
Murió San Román como una de las personalidades más impenetrables, curiosas e influyentes de la Galicia de Madrid, en esta Villa y Corte, el 9 de enero de 1847. Con 70 años. Benefactores de Santa Rita de Casia, su viuda continuó viviendo en la calle del Nuncio de Madrid hasta su fallecimiento, en 1855.
Por su parte, el enorme palacio pontevedrés de los condes de San Román, abandonado por sus familiares, pasó a ser símbolo de la “revolución legal” isabelina. Por ella, las familias de la nueva sociedad burguesa (mayormente los altos funcionarios, militares y civiles) pasaron -como si nada- a ocupar las residencias de la antigua sociedad señorial y militar aristocrática. Según me cuenta Ángeles Tilve (con fundamento), en una de las alas principales del Palacio (la que daba a los Soportales y a la Calle de los Comercios) residió -al radicarse en Pontevedra- la familia Méndez Nuñez, antes de alquilar al marqués de Valladares la legendaria Casa del Arco (J. A. Durán, Historia e lenda dos Muruais). En su otra ala principal, la que daba a la Plaza de Teucro, se domicilió alguna imprenta de la flamante ciudad, capital de provincia,donde se tiraron sus primeros periódicos, y fue –durante cierto tiempo- sede de una de las instituciones más representativas de la nueva sociedad burguesa: el Liceo Artístico y Recreativo.