Son muchos los periodistas, escritores y dramaturgos que a lo largo de esos años que abarcan lo que, con gran acierto, José-Carlos Mainer dio en llamar “La Edad de Plata” han dedicado gran parte de su obra, ya en prosa ya en verso, ya teatralizada ya sin teatralizar, a novelar la ciudad de Madrid. De entre los que fueron tildados de castizos, exploradores del alma popular, retratando con mayor o menor acierto el invento genial, aunque, según mi parecer, falsificado, de su tópica jerga, tan grata en programaciones de zarzuela, sus acciones y sus costumbres en su cotidiano vivir, acuden enseguida a la memoria los nombres del admirable pintor costumbrista de origen alicantino Carlos Arniches, con sainetes inolvidables que por ser de costumbres madrileñas homenajean a la ciudad, Antonio Casero y José López Silva con sus libros de poesías madrileñas, José y Angel Beato Guerra con sus Madrileñerías (Poesías madrileñas), Pedro de Répide, Emilio Carrere, Emiliano Ramírez Angel, Antonio Velasco Zazo, y tantos y tantísimos otros que sabían del encanto secreto del viejo Madrid y de los seres que por esa colmena pululaban.
En lo que se refiere a Fernando Mora, libre silueta objeto de este artículo, fue un ameno y selecto autor ampliamente conocido en su momento, aunque hoy en día sea un gran ignorado, calificado por Artemio Precioso como “el castizo madrileño, el simpático escritor”. Por cierto, Don Artemio contó que se encontró en una ocasión en el Casino de Biarritz con una mujer desconocida a la que, por su físico, confundió con una inglesa, pero que, finalmente, resultó ser española, con una voz de la Plaza de la Cebada, propia de un personaje de Fernando Mora. Cansinos-Asséns le calificó de “orondo y jovial”, y de él, que le conoció, tomo prestado este retrato: “… un hombre bajo, gordo, con una caraza redonda y colorada, cruzada por un ancho bigote negro, que usa capa y emplea en la conversación términos achulapados …”, que no se aparta mucho de la caricatura de Sirio que aparece en la cubierta posterior de algunos números de La Novela de Hoy y que es la aquí reproducida. El propio Mora, además, se preciaba de conocer un poco “el Madrid que limita al norte con la plaza del Progreso y al sur con el río Manzanares”.
El diario republicano El País, que difundiría como adelanto de publicaciones recientes un fragmento de su novela Los vecinos del héroe, le llama correligionario. De hecho, el 25 de julio de 1931 se anuncian como grandes en el semanario republicano de Zaragoza República varias de sus novelas, en concreto Los hijos de nadie, La necesidad de pecar, El otro barrio, Los cuervos manchan la nieve, Los hombres de presa, La Magdalena en el Colonial, con el siguiente reclamo: “Correligionarios: Estas rebeldes obras del no menos rebelde FERNANDO MORA, debéis adquirirlas para vuestras Bibliotecas”. Apenas pasado un mes, el 22 de agosto, este mismo semanario avisaba a sus lectores en primera plana que “dentro de breves días comenzaremos la publicación, en forma encuadernable, de una novela de nuestro Fernando Mora, que galantemente ha cedido sus derechos de autor y nos ha permitido que, como regalo a nuestros lectores, sea publicada. La obra se titula Los hijos de nadie”, rótulo tan obvio que hace innecesario colocar entre paréntesis “novela de un hospiciano” y que el propio escritor calificaría de “novela de dolor y miseria”.
Esa cesión de derechos a que acabo de hacer referencia es un ejemplo del desprendimiento de la que hizo gala a lo largo de su vida y ese aviso a los lectores se acompañaba de la siguiente revelación: A raíz de salir en 1919 su primera edición, “se le rindió un homenaje a su autor, ofreciéndole un banquete de más de quinientos comensales, donde se hallaba representado el “todo Madrid”. Escritores, poetas, escultores, abogados, médicos y obreros, todos quisieron testimoniar al gran escritor Fernando Mora su simpatía. El hoy Ministro de Estado y Jefe del Partido Radical, le envió una efusiva felicitación”.
En los combates del ideal, escribió en una ocasión Joaquín Dicenta, el que cae durante la pelea es tan grande como el que triunfa”. Frente a otros que, contemporizadores y resignados a las nuevas circunstancias, corrieron mejor suerte, los ideales políticos de Fernando Mora, luego volveré siquiera brevemente sobre ello, le llevarían a ser vilmente asesinado en Zaragoza el 24 de noviembre de 1936, pocos meses después de comenzada la Guerra Civil. Para él, según afirmó públicamente en una conferencia dada en el Circulo Radical de Zaragoza, “la política es una novia a la que quiero santamente, y la República el régimen que condensa todos mis anhelos, todas mis ilusiones”.
Fernando Mora, escritor hoy en día no sólo desconocido sino también extraviado de ese listado de escritores coetáneos suyos que se dedicaron a novelar la ciudad de Madrid, es padre de un buen número de novelas largas pero también de una abundante cantidad de novelas cortas (se reproduce aquí la cubierta de La adúltera sin saberlo (1924), de llamativo rótulo) de esas que durante muchos años empapelaron los quioscos y puestos callejeros y que tienen, hablando en términos generales, un marcado matiz realista costumbrista, a cuya escuela pertenece, ocupando un honroso lugar, gozando de la estimación literaria de los lectores. Dicho en palabras de Javier Barreiro, “fue el escritor madrileñista por antonomasia de las décadas segunda y tercera de nuestro agonizante siglo” y el propio Mora declaró en alguna ocasión “su entusiasmo por las costumbres de lo que hemos dado en llamar bajo pueblo”. Muchas veces en decorados de marginalidad social, pródigos en trasiegos emocionales, da buena cuenta en esas novelas de historias truculentas en las que tanto protagonismo cobran las prostitutas, musas del arroyo en las que no son infrecuentes las sevicias a ellas infligidas por chulos, seres canallas e inmisericordes, de gestos indolentes, los niños incluseros y las madres solteras, los abortos clandestinos, los trabajadores sin trabajo, los sátiros, los hampones y golfos de todo pelaje (no sin razón, se avisaba a los viajeros recién llegados a la Villa y Corte que tuvieran cuidado con los rateros y mucho ojo con los “apaches”), las cuerdas de presos y las galeras de las que salen gran número de licenciados con su título bajo el brazo expedido por el Ministerio de Gracia y Justicia, como acertadamente observó Fernando Mora, sin obviar que, en otras novelas, es el caso de La Peliculera y así lo advierte en su prólogo su autor, quiso hacer un libro alegre y divertido, abundante en personajes que son más conocidos por sus motes, alusivos a andanzas, profesiones, topónimos o comportamientos, que por sus nombres verdaderos.
De entre su variada producción literaria, hay espacio para algunas tragicomedias, es el caso de La noche de Juan José (1915) y hasta he visto en una ocasión que escribe, al alimón, una obra dramática, Pablo Pascual, con Marín Sancho, Antonio J. Díaz, Amadeo Antón, Salvador Goñi, Emilio Viamonte, Bonifacio García Menéndez, José Buil Rotellar, Andrés Cobo y “?”. Este invento no era, en absoluto, nuevo (la novela del escritor portugués Eça de Queiroz El misterio de la carretera de Sintra, fue escrita mediante esta fórmula con Ramalho Ortigão, compañero de ese grupo informal que se dio en llamar “Vencidos da Vida”, pero también me viene a la cabeza el “cadavre exquis”, juego de los surrealistas franceses que consistía en construir varias personas, con diferentes temperamentos y estilo, de manera colectiva, siguiendo un riguroso y coordinado turno, frases pero también dibujos de manera secuencial hasta llegar al sorprendente resultado final, siempre un cadáver y siempre exquisito). El caso es que Fernando Mora sería el telonero, el encargado de iniciar las sucesivas entregas que se sucedieron desde el 12 de noviembre de 1932, fecha de la primera, hasta el 3 de julio de 1933, en que se publicó la última. Efectivamente, Mora cedió el primer testigo a Marín Sancho con estas palabras: “Envío. El amigo Marín Sancho, que no se atreverá a negarse, es quien, en el número próximo, continuará esta extraña, caprichosa y un tanto dislocada comedia”. Marín Sancho pasaría el testigo a Antonio J. Díaz, al que advertía: “… Ya sé que le dejo la cosa un poco difícil, pero peor intención tuvo el amigo Fernando Mora, que me echó el telón”.
El ánsia de ver mundo (Pintorescas andanzas de un monaguillo patriota), otro de sus títulos, publicado en 1921, bien puede ser considerado como un libro de iniciación en la estela de los libros de aventuras protagonizados por menores de edad. El protagonista, en un arranque de furor patriótico y amor a la bandera, se escapa de Madrid a Melilla, adonde nunca llegará, para combatir a los moros, que están diezmando a los soldados españoles. Siempre viajando de polizón y sin apenas recursos, su periplo le lleva, unas veces sólo otras en compañía, ya en tren, ya en barco, a un buen número de ciudades: Córdoba, Sevilla, Cádiz, donde erróneamente embarcará hasta Vigo y no a Melilla, y Santiago de Compostela. Desde La Coruña emprenderá el regreso a la Villa y Corte, retornará a lo cotidiano, reencontrándose con su madre, callejera vendedora de periódicos, y su hermana. La obra sería laureada con el Premio Marquesa de Villafuerte. Unos años antes el escritor Ciro Bayo en su Lazarillo Español: Guía de vagos en tierras de España por un peregrino industrioso (1911) nos había contado admirablemente su viaje a pie y sin dinero de Madrid a Barcelona pero pasando por varias ciudades andaluzas, donde nos reafirma en la idea de que para el viajero la distancia más corta entre dos puntos nunca es la línea recta.
El Banco Español del Río de la Plata, actual sede del actual Instituto Cervantes, es el marco elegido por nuestro autor para situar en él la acción de su novela Los hombres de presa, feroz crítica, con memorable venganza incluida en su final, de los “tiburones financieros”.
Párrafo tras párrafo, se podría continuar extractando los argumentos de su prolífica obra narrativa pero no quiero abusar de la paciencia del lector. Añadir, sin embargo, que Fernando Mora escribió también, en colaboración con Adolfo Sánchez Carrère, una humorada sainetesca en un acto y cinco cuadros, con música de los maestros Manuel Quislant y Modesto Romero, que fue estrenada en el madrileño Teatro Martín el 24 de noviembre de 1914. El quinqué de Petronilo, que ese era su título, se imprimió y se puso a la venta al poco tiempo y hay anuncios en la prensa de comienzos de 1915 que así nos lo indican, incidiendo en lo aplaudidísimo que fue su estreno. Favorable era también la crítica de ABC que, además, informaba de “la descortesía con que una parte del público acoge casi siempre los estrenos escénicos […] En el teatro Martín, donde se estrenó una humorada en cinco cuadros, bajo el título de El quinqué de Petronilo, se registraron también las consabidas manifestaciones de … inquietud […] abriéndose paréntesis en la representación y convirtiéndose la sala de aquel coliseo en un tendido de plaza de toros. Los dimes y diretes, aporreo de tarima, denuestos, imprecaciones y gritos destemplados, que constituyeron el sexto cuadro de la humorada -y no el menos interesante, por cierto- terminaron con una intervención de la autoridad, que se llevó a la calle a los ruidosos comentaristas” (ABC, Madrid, 26 noviembre 1914).
Fernando Mora y Gregorio Pueyo, su primer editor
El nombre de Fernando Mora me era desconocido hasta que hace ya algunos años comencé la investigación, culminada con éxito y recientemente publicada, sobre el librero y editor de los modernistas, el aragonés afincado en Madrid Gregorio Pueyo, que al publicar sus primeros libros había enriquecido, sin duda, su “Biblioteca Hispano-Americana”, de amplio contenido, y que, con frecuencia, y es el caso de los libros que nos van a ocupar a continuación, incluían en su cubierta posterior el exlibris de la casa editora, obra de Juan Gris.
En años sucesivos, fueron publicados por Pueyo los siguientes libros: En 1909, su primera obra, la novela Venus Rebelde (De las “Memorias de Conchita Pinares”); en 1910 Nieve. Cuentos naturalistas, con prólogo de Alberto Insúa; Los vecinos del héroe, su tercer libro, fue publicado en 1911 y, por último, en 1912, El patio de Monipodio. Novela de costumbres madrileñas. Publicó también con Pueyo unos juicios crítico-literarios en unos raros folletos, a los que, por su muy escaso número de hojas, no me atrevo a calificar de libros. El primero llevaba por título Manuel Valcárcel, Julián Martín de Salazar y sus obras (Opiniones de un lector ), titulándose el segundo Rafael López de Haro y sus obras (Opiniones de un lector). Incluían en su cubierta posterior el antedicho exlibris de Juan Gris.
En algunas de las novelas citadas, el autor, en esa su primera época, tiende a adscribirse al género erótico o sicalíptico, como se decía entonces, y, llegado el caso, no escamotea asuntos escabrosos para la moral imperante (se llegaron a crear, entre otras ligas de moralidad, una “Liga contra la Pornografía”, una “Asociación de padres de familia” o una “Junta de damas” para combatir ese “infeccioso erotismo” que alguien llegó a calificar de “baja estofa”, corruptor de gran parte de la producción novelesca). El peruano Felipe Sassone llegó a recomendar a los censores de la pornografía el uso de los Saltratos Rodell. Recurro de nuevo al ingenio de Artemio Precioso, quien exclamaba: “[…] En cuanto a las autoridades, resulta curioso que jamás se les haya ocurrido recoger un vestido del escaparate de una tienda, o unas medias, o un corsé, a pretexto de la moral, y en cambio no se vacila en recoger un libro porque en la portada hay una señora que enseña unas medias y va vestida con uno de los trajes que figuran en los escaparates y que las mujeres lucen por la calle. Mientras el editor no tenga las mismas garantías que tiene un modisto o un vendedor de ropa interior, creo que será idiota arriesgar un dinero en empresas editoriales”.
Su novela Venus rebelde, adscrita claramente a la pauta naturalista, con gráficas descripciones escrupulosamente minuciosas, la dedica su autor a Emilio Zola: “Deslumbrado por la estela de amor y verdad que dejó tu paso en el mundo, sin más títulos que disculpen mi atrevimiento que la fe en tus predicciones y el amor a los hijos de tu humano pensar, me atrevo, ¡oh, gran sincero!, a depositar al pie de tu inmortal memoria el ramo de flores humildes que forman las hojas de este pobre libro”. Un crítico auguraba que serían muchas las ediciones que tendría este libro que, sin embargo, no pasaría de esta primera.
A raíz de la publicación de Nieve, se pudo leer el 5 de julio de 1910, tanto en La Correspondencia de España como en España Nueva, este anuncio: “NIEVE es el libro más fresco de la temporada. Fernando Mora, que ya hizo un gentil debut con la erótica “Venus rebelde”, sostiene en este nuevo libro su brava y pícara personalidad. Las personas timoratas no deben leerlo” (sigue a continuación la dirección madrileña de la Librería de Pueyo, su editor). En “Nieve”, cuento que da título a Nieve, con el que principia, refleja de manera inmejorable los trucos y artimañas de los bohemios, remedos en la Edad de Plata de aquellos pícaros de la Edad de Oro que están en la mente de todos. Pedro Barrantes, ilustre miembro de esa cofradía, al hacer una breve reseña de este libro en El País (Madrid, 15 junio 1910) apuntaba: “Venus rebelde, que por lo gentil, por lo viciosa y levantisca, recuerdo siempre con entusiasmo, -yo, queridos lectores, no soy gentil, ni levantisco, pero soy vicioso-, irá siempre en mi memoria unida a algunas de las narraciones del libro de Nieve”.
En otra de sus obras, Los vecinos del héroe, su motivo central o leitmotiv será el adulterio, que se repite en El otro barrio, que hace alusión al Cementerio del Este, donde se desarrolla fundamentalmente toda su acción, trágico final incluido.
Pero la producción literaria de Fernando Mora fue mucho más amplia, es obvio, incluyendo no sólo pequeñas novelas pasionales en esas colecciones literarias (“La Novela de Hoy”, por ejemplo, que presumía de no dar refritos y publicar exclusivamente originales inéditos ni atreverse a publicar narraciones publicadas ya en América, tenía contratada la exclusiva con algunos escritores y, entre ellos, figuraba Fernando Mora), de frecuencia semanal o quincenal, tan en boga en el primer tercio del siglo pasado sino también artículos y cuentos cortos en la prensa diaria y semanal. Se encuentran artículos suyos en el semanario republicano independiente República, del que era redactor. República, desde Zaragoza, afirmaba ser el “portavoz de las izquierdas aragonesas”. Otro diario republicano en el que colaboraba era España Nueva, publicación clerófoba, alérgica al hisopo, al agua bendita y al olor a incienso, donde publicó, entre otras noticias, “Los luchadores. Un caso más”, dramático llamamiento en el que reclama la atención sobre la figura de Benigno Pallol, cronista de El Liberal, que está pasando hambre pues ha caído enfermo y el escaso dinero que recibe por sus colaboraciones es tan parco y mísero que no le alcanza para solventar las mínimas necesidades vitales. Este suelto, publicado el 2 de agosto de 1916 en ese diario de la noche, que dirigía Rodrigo Soriano (represaliado durante la Dictadura de Primo de Rivera, sería confinado, al igual que le sucediera a Unamuno, en Fuerteventura), es un claro ejemplo del gran corazón de nuestro autor, conmovedor, aún leído en la distancia de los años transcurridos y, por poner el alma en un puño y la piel de gallina, no me resisto a transcribir estos párrafos finales: “… ¿Abandonaremos al compañero caído? No. Acudiremos todos a consolarle y favorecerle. No hemos de ser menos que los toreros, ni de más duro corazón que los comediantes. Pero debemos acudir muy aprisa, muy aprisa; el mal que ha entrado en el hogar del compañero Pallol es de los que no admiten espera. Se llama Hambre y sólo con Generosidad se le vence”. No ha de extrañar este llamamiento de Fernando Mora. En esa España de primeros del siglo pasado había personas que aún morían de hambre y no eran infrecuentes noticias de este tenor relacionadas, aunque no exclusivamente, con artistas de la pluma y del pincel.
Mencionar también la iniciativa que lanzó Fernando Mora en el diario local La Voz de Aragón, que recoge el semanario República (Zaragoza, 25 julio 1931), según la cual “se conduele Mora de que al hacer las nuevas emisiones de timbres postales se haya omitido la inclusión del León de Graus y pide, no que el Gobierno rectifique su olvido, sino que su Patria chica, Aragón, haga una tirada importante de estos sellos que lleven la efigie del inolvidable Maestro y que toda carta que salga de esta tierra vaya valorada con este sello supletorio para proclamar por doquier que esta tierra no puede olvidar al políglota honra no sólo de Aragón, sino de España”.
Tras sus invisibles huellas
Enrique Avilés Arroyo es el autor de la introducción y notas de un libro, es cierto que breve y antológico, La guapa de Cabestreros y otros relatos (1987), que son La plaza de la Cebada y ¡Viva el cieno!, en donde da a conocer datos sobre la desconocida vida, personalidad y obra de nuestro autor y de donde tomo nota de algunas de sus colaboraciones en diversos diarios: “No sintiéndose atraído por la profesión mercantil y sí por la Literatura, empezó a colaborar en varios periódicos: La Región, de Santander; La Voz y El Radical, de Madrid; La Voz de Aragón y El Diario de Aragón, de Zaragoza”. Colabora también en otros diarios y revistas, como La Esfera, La Semana Ilustrada, El Mundo, España Nueva, La Tribuna, El Liberal, Vida Económica e, incluso, en la “festiva” La Hoja de Parra y en la “cómico-satírica” Muchas Gracias, que se anunciaba como la “más pulcramente picaresca de España” y cuya redacción, siempre según su publicidad, contaba con “las mejores plumas y los muebles pagados al contado”. En los años postreros de su vida su firma se encuentra en los semanarios El Radical y República, ambos de Zaragoza. He conseguido catalogar una muy larga centena de artículos, convencido de que fueron muchos más los que vieron la luz.
En un momento determinado, siguiendo sus invisibles huellas, me propuse averiguar algo más sobre este autor del que, en un principio, equivocadamente, pensaba que no había publicación alguna que se centrara en su persona y obra literaria y, prueba de mi error, ahí está el mentado libro de Avilés Arroyo. Sucedió entonces que paseando un día por el hoy multirracial barrio de Lavapiés, por lo que en tiempos pasados eran conocidos como los barrios bajos, de la Plaza del Progreso, actual Plaza de Tirso de Molina, para abajo, cuyos tejados siguen escondiendo un filón de historias, tras ver la desapercibida e inusual placa de cerámica de la calle del Salitre, 34 (recuerda esta placa la hazaña del calesero Baltasar Bachero, cuyo nombre tomó la calle durante muchos años, de 1929 a 1967, en que el Ayuntamiento franquista de Arias Navarro retomaría su denominación anterior, por “culpa” de la afiliación sindical de Bachero a la UGT en unos tiempos en que, no está de más el recordarlo, era legal, quien unos metros más abajo, frente a la iglesia de San Lorenzo, salvó, dando a la postre la suya, la vida de una treintena de niños, según un testigo presencial, que jugaban y que a punto estuvieron de ser arrollados por un carro cuya mula se había desbocado), acerté a pasar por una finca, la numerada con el número 5, de la calle San Pedro Mártir, que hace esquina con la calle de la Cabeza, adornada desde el año 1981, según pude comprobar, con vistosos murales de azulejos, obra de la artista Lola Gil, que recordaban que allí había vivido durante unos meses de los años 1897 y 1898 el pintor Pablo Picasso. De otra parte, una placa indicaba que en esa misma finca había nacido el popular actor José Isbert. Nada indicaba, sin embargo, que también ese edificio tan colorista estaba relacionado con el escritor que estamos recordando. Una muy breve carta al director de El Pais, entonces aún sin acento, publicada el 23 de septiembre de 1981, que paso a reproducir, contenía un dato aclaratorio importante sobre su desconocida biografía. La firmaba un pariente suyo, don Enrique Salazar Mora: “En el número de hoy 17 de septiembre de este diario leo el artículo de Pedro Montoliú relativo al homenaje a Picasso con la colocación de azulejos en la casa que vivió, en la calle de San Pedro Mártir. A la lista de las personas que vivieron en la misma desearía señalar que, asimismo, en su piso tercero izquierda vivió largos años, en compañía de su madre y hermana, el que fue escritor costumbrista y murió asesinado en Zaragoza por sus ideales republicanos Fernando Mora. En el segundo tomo de Madrid, de Espasa Calpe, don Mariano Sánchez de Palacios, entre los nombres de Emilio Carrere, Diego San José, etcétera, lo cita. La doble vertiente de su madrileñismo y sus sanos ideales bien merecen incluirlo entre los personajes que honraron esa castiza vivienda, donde aun siguen viviendo descendientes de este escritor. Con ello sólo pretendo poner un granito de arena en la información, sin mayor trascendencia”.
Vendrían luego los libros de Pascale Micaux de Vomécourt, Le populisme madrilène à travers sept nouvelles de Fernando Mora (1993), y en 2008 el muy interesante trabajo de Cecilio Alonso, “Sobre la categoría canónica de raros y olvidados” (Dirección URL), en donde reivindica la figura del irredento Mora, poniendo al descubierto “las aberraciones que enmascaran el olvido de estas circunstancias (detalles de su crimen) en memorialistas que -como Sainz de Robles- tergiversaron con fantasías falaces, oscuras circunstancias biográficas que su memoria extraviada no podía alumbrar porque nunca existieron” .
Además de ser masón, su filiación política se correspondía con el Partido Republicano Radical, teniendo amistad personal con Diego Martínez Barrios.
Del libro La guapa de Cabestreros y otros relatos, con introducción y notas de Enrique Avilés Arroyo, tomo el siguiente dato biográfico, de entre los muchos que aporta: “Fernando Mora Martínez nació en Madrid, no en la calle de Valencia, como le gustaba decir eufemísticamente al propio autor, sino en el Puente de Vallecas, en las casas de La Presilla, “a la sombra de la Plaza de Toros”, el 15 de junio de 1878”. Obra en mi poder un ejemplar de la novela El patio de Monipodio (1912) que contiene en la anteportada la siguiente dedicatoria manuscrita, con indicación del que, entonces, era su domicilio: “Querido Alejandro ¿recuerda estos tiempos? ¿si? Pues en recuerdo de ellos y con el afecto más sincero, le envío la novela del Puente de Vallecas, que yo llamo El Patio de Monipodio, por lo que verá si leyere. Un abrazo”. Viene a continuación su firma y rúbrica y el ofrecimiento de la casa con la abreviatura de cortesía s/c, como entonces era costumbre, Juanelo, 17. 2º. Otra dirección madrileña relacionada con su biografía personal sería la de la calle de Santa Isabel, donde vivió en su juventud.
Fernando Mora, fruto de dos matrimonios, tuvo varias hijas. Residió a lo largo de su vida en muchas ciudades españolas: en Santander, en 1924; también en Tarragona, donde situó su novela La mujer que se sintió águila, y en Zaragoza a partir de 1929 hasta la fecha de su fallecimiento.
Se conocen las razones por las que dedicó su vida a la escritura, al ser expuestas y razonadas por él mismo en un artículo titulado “Intoxicación literaria. Lo que piensa mi “Fígaro” y los consejos que le doy”, publicado en la colección de novela corta Los Contemporáneos (Madrid, núm. 422, 26 enero 1917). Dirigiéndose a su barbero le dice en un momento determinado: “… ¿Qué por qué escribo yo, entonces? Pues porque desoí los consejos desinteresados de un buen hombre que me apreciaba tanto como te aprecio y sobre todo porque ya metido en esa batalla de odios, me avergüenza el huir … ¡Oh si no fuera por eso! Si no fuera por eso, ten por cierto que, como el místico, huiría del mundanal ruido y escondería mi persona en lo alto de la sierra. Allí anidan las águilas; aquí se arrastran las víboras y los sapejos. ¡Y da un asco …!”.
Fernando Mora se presentó al Concurso de cuentos, iniciativa de El Libro Popular, cuyas bases se dieron a conocer en 1912. Los miembros del Jurado (Joaquín Dicenta, Manuel Linares Rivas y Ramón Pérez de Ayala) le envían una carta al Sr. D. Francisco Gómez Hidalgo, a la sazón director de la publicación, en la que dan cuenta de la resolución del concurso. Informaciones y datos sobre este concurso así como el contenido íntegro de esa carta se pueden consultar en el libro de la profesora Amelina Correa Ramón, que publicó en su día un libro monográfico sobre El Libro Popular. Me interesa resaltar que, al margen de los trabajos ganadores, los miembros del Jurado afirmaban que “nos ha parecido también que revelan brillantes cualidades literarias y que, por tanto, son dignos de elogio y publicación los trabajos que llevan los rótulos siguientes …”. Entre ellos se mencionaba El misterio de la Encarna.
Años más tarde, Fernando Mora llegaría a formar parte de algún Jurado, en concreto en el Concurso abierto por la Sociedad Cultural Deportiva. Los miembros del Jurado calificador que le acompañaban eran los también escritores José Francés y J. Ortiz de Pinedo.
Alrededor de 1915, se vio envuelto, a causa de un pleito literario, en una demanda judicial, de la que finalmente sería absuelto. La querella había sido presentada por supuesto delito de usurpación literaria por don Ricardo García Prieto. La noticia fue recogida por España Nueva (Madrid, 19 enero 1916), que recogió el principal considerando en que se fundaba el acuerdo absolutorio. El diario, que casualmente recogía en ese mismo número y en página diferente la fotografía de Mora, con motivo del gran éxito obtenido por su libro El misterio de la Encarna, se congratulaba de la solución dada al asunto y felicitaba al escritor “que no precisa beber en fuentes ajenas, ya que en toda su obra palpita un realismo que sólo viviéndole puede expresarse”. Rafael Cansinos-Asséns da cuenta también en sus memorias de esta causa: “La conversación en los círculos literarios versa hoy sobre la demanda judicial que Ricardo García Prieto, el viejo escritor republicano con ribetes de libelista y una historia de pendenciero, que lo ha hecho mal mirado y temido, acaba de presentar contra Fernando Mora, el autor de El Hotel de la Moncloa, que según él es un plagio de una obra suya de teatro titulada Lo primero es vivir”.
Resistiendo al olvido
A la espera de completar su amplia bibliografía, en la que trabajo actualmente, dejé el camino que me he trazado por esta vereda y quise volver, ahora que se conmemora la efeméride del nacimiento hace ciento treinta y cuatro años de Fernando Mora, sobre la figura de este observador profundo, quien escribía, según sus propias palabras, “porque gozaba” y por el que siento especial predilección, acaso, y entre otras muchas razones, porque pronunció frases con las que es muy difícil no estar de acuerdo, como esta que, antes de finalizar, no quiero dejar de transcribir: “Cuando dos hombres honrados discuten, nunca se llega a las manos; las ideas en sus cerebros no son armas, son, quieren ser, luces que alumbren la ofuscación del contrario”, o esta otra: “lo único serio de la vida es reír”. Acaso, también, porque me ha gustado desde siempre dar mis buenos paseos por Madrid, la ciudad en la que, como a él le sucedió, nací, y a la que dedicó parte muy destacada de su producción. Sirva esta evocación de modesta contribución y sincero homenaje a su culta persona, de vastos conocimientos, cercenados impunemente a la fuerza, con violencia extrema, la que conduce a la muerte.