En España todo el año es Carnaval

Alegoría del Carnaval (Primera República, Madrid, 1873)Cada año, por estas fechas, LA CUEVA DE ZARATUSTRA gusta de saludar a Don Carnal con alguna aportación, marca de la casa.

Santiago Lamas (O Antroido; Carnaval, Carnaval) y Rafael Chacón (Entre don Carnal y doña Cuaresma) nos han regalado textos dignos de conocer y releer. Otro tanto sucede con nuestros Clásicos, recuperados en el Blog de Ultratumba. Alfredo Vicenti y Nicolás Tenorio dejaron allí, para gozo de la globosfera, sus testimonios visuales de dos manifestaciones muy distintas del riquísimo carnaval no urbano de Galicia: la confrontación colorista de las máscaras de Oca y los generales del alto Ulla, entre 1870 y 1874, y la impecable descripción del antroido de Viana do Bolo, tal como se celebraba hace un siglo, 1900-1906. Textos ineludibles. Contribuciones para la eternidad.

En 2009, realizamos la primera incursión en el Carnaval urbano. Valiéndonos de la crónica periodística, escrita a vuela pluma por una de las estrellas más destacadas de la llamada cuerda granadina, la visión de Pedro Antonio de Alarcón nos permite este año confrontarla con la adjunta síntesis alegórica del Carnaval madrileño de veinte años más tarde (1873).

Grabada en madera la Alegoría por Marcelo París, sobre diseño de Juan Comba, forma parte de un número memorable de la extraordinaria Ilustración Española y Americana de Abelardo de Carlos. En él nos encontramos, junto al Carnaval de aquel año, imágenes del gran acontecimiento político del año: ¡la proclamación en España de la Primera República!

 

La Primera República. Sátira de «La Flaca»

 

Vamos a aproximarnos, pues, en LA CUEVA a una cuestión inédita. Cómo se celebró en la España urbana y no urbana ese Carnaval irrepetible.

 

Carlistas y Federales

(El Carnaval de la Primera República)

En 1873 el ciclo carnavalesco fue a coincidir, por dramática casualidad, con la proclamación de la soñada (por sus partidarios, la mayoría de los demócratas de entonces) República española (11 de febrero, martes). Esto es: comenzaba una de las fases históricas más trágicas de la dramática historia de España. Y fue irrepetible el Carnaval porque, tras abrasar a cuatro presidentes ¡en apenas 10 meses!, la República ya no pudo repetir la experiencia. Acabó de la peor de las maneras. Como carnavalada esperpéntica. Con dos guerras civiles, antitéticas y simultáneas. La carlista y la cantonal de los ultrafederales…

Merece saberse, si es que no se sabe, que el advenimiento de aquella República fue aún más pacífico y democrático (en punto a formalidad) que en la Segunda. Nadie lo esperaba. Se decidió en Cortes. Con los votos de los diputados presentes. Pero, como en toda representación formal, faltaban en el Parlamento otras Españas reales, disconformes con semejante formalidad. ¡Lo de siempre!

Aquella España, tan distinta de la de hoy, tampoco estaba (como los españolitos de ahora) para echar cohetes. El carlismo armado había vuelto a las andadas y la tercera guerra civil entraba en período de apogeo en sus áreas históricas. Con la bestial lujuria de sangre y atrocidad a que siempre fuimos aficionados (razón de peso, por cierto, para no divorciar jamás lo acontecido entonces con lo de después o con lo de ahora mismo, que es la única virtualidad de la historia, frente a las historietas dirigidas desde el poder, contra los demás)

Aunque faltaban dos semanas para los tres días centrales del Carnaval, el primer Gobierno republicano de la Historia de España hubo de comenzar su mandato extremando las recomendaciones de control de calle. Y hay que decir que, incluso los monárquicos de Amadeo de Saboya, que acababan de ser descalabrados, reconocieron entonces que tenían que apoyar esa medida de prudencia, dado que unos y otros, se la estaban jugando en los campos de batalla y en las luchas locales contra las partidas guerrilleras del carlismo armado.

 

Una revolución poco carnavalera

El Carnaval se consolidó en las calles de la España urbana al mismo tiempo que la Revolución Liberal. La única Revolución que, aún hoy, merece escribirse así. Con mayúscula.

La de Septiembre de 1868, como tantas otras anteriores y posteriores, hasta nuestros días, fueron revoluciones menores. Con minúscula. Pequeños o grandes ajustes y reajustes de aquella Revolución. Y así resultó, por lo que de el sabemos, el Carnaval de los años revolucionarios.

Los septembrinos, en conjunto, aportaron pocas novedades a la historia de esta fiesta. Las libertades públicas aumentaron (eso sí que es cierto), pero también aumentó la desconfianza hacia las caretas, los disfraces y las comparsas carnavaleras.

Según contó otro destacadísimo integrante de la extraordinaria cuerda granadina, el aporte más llamativo del llamado (con evidente desmesura) “sexenio democrático” (1868-1874) fue la difusión de cancán.  Uno de los bailes más sensuales e irreverentes del siglo. José de Castro y Serrano (n. en Granada, 1829), extraordinario analista de la vida cotidiana española, dotado de brillante pluma, describió el acontecimiento en estos términos:

Una de las noches del verano de 1870, madama Tostée, artista dramático-lírico-coreográfica de los teatros de París, electrizó a la sociedad más culta de la corte de España, no con los encantos de su vis cómica, ni con las bellas modulaciones de su garganta musical, sino con ciertos esperezos libidinosos de sus bien configuradas caderas, a los cuales se da hoy el nombre de alto can-can entre las gentes peritas del gran mundo.

El escándalo de Madrid se reprodujo en Barcelona, donde la Tostée, multada por el alcalde, pero aclamada por las cuestaciones, los llenos y los aplausos de sus entusiastas, llegó al desnudo integral en una de sus representaciones más provocadoras…

 

La estudiantina de Pradilla

Con el éxito de la madama, las contorsiones del cancán y el recelo de las nuevas autoridades republicanas, tuvo que luchar el carnaval urbano de Madrid en la primera República. Y lo hizo, según relato de Eusebio Martínez de Velasco, cronista y redactor-jefe de la Ilustración Española y Americana, aliándose con las estudiantinas. Esto es: con unas comparsas de tunantes que, en la Villa y Corte, tenían muy poco que ver con los libros, los estudios y los manteos estudiantiles:

Son o no estudiantes, y aún puede asegurarse que ellos en su gran mayoría, o no han pisado las aulas de los colegios universitarios, o ahorcaron hace tiempo sus libros y carrera; pero estudiantinas se llamaban antaño aquellos grupos de truhanes que salían de las Universidades de Salamanca o Alcalá de Henares, acompañados de guitarras, flautas y la necesaria pandereta, y mal cubiertos con un desgrarrado manteo y un sucio tricornio, para correr la tuna por algunas ciudades de España, y estudiantinas se siguen llamando ogaño esas comparsas que en los alegres días del carnaval vienen a ser una reminiscencia, aunque corregida y aumentada, de aquellas otras.

“De veinte en fondo”, la comparsa madrileña comenzaba con los postulantes, encargados de vocear, armar baile y recoger la moneda de los alegres transeúntes. Se dejaban éstos contagiar facilmente de su alegría y, sobre todo, de la que venía a ser la pieza clave del éxito de la comparsa: la banda. Una orquesta, más o menos afinada,  que lo mismo daba la marcha del Fausto que el violento himno de Riego (entonces oficial), música de baile o el cancán de la Tostée. Así pues, los antiguos bailes de tranca de Capellanes tuvieron que competir con esta trashumante fiesta callejera. Incansable y sin horario definido, porque la estudiantina actuaba día y noche, deambulando de calle en calle. Desde el domingo de Carnaval hasta la madrugada del jueves, tras el inevitable entierro de la sardina del Miércoles de Ceniza. Descansaba después, para disolverse tras el concierto del Domingo de Piñata.

De aquella carnavalada itinerante -más que olvidable- nos queda el recuerdo gráfico que acompaña a este texto. Un grabado en madera de Enrique Laporta sobre dibujo de un joven de gran talento: Francisco Pradilla. Uno de los grandes pintores españoles de entresiglos. Aragonés y gallego consorte. Autor de una galiciana pictórica de enorme importancia.

 

 

 

El carnaval compostelano

En Madrid la cosa fue así o poco más, y tampoco hay mucho que contar  de otras ciudades principales del resto de España, según nuestros conocimientos.

Debe decirse, además, que en las pequeñas ciudades universitarias de provincias, ni siquiera hubo lo que hubo en Madrid.

Las estudiantinas estaban sufriendo una transformación revolucionaria muy distinta, amparándose en las nuevas libertades. La que conté con detalle, a propósito de Compostela, en mi libro Historia e Lenda dos Muruais. Do folletín posromántico ó andel modernista.

En esas ciudades universitarias, en efecto, por el contrario de Madrid, las estudiantinas continuaban siendo especialidad casi exclusiva de estudiantes o graduados de hornadas recientes. Por tanto, al proceder éstos de las aldeas, pueblos y ciudades del área que cubrían las distintas universidades, vacacionaban en Carnaval, dejando “triste y sola” (como en el bello cantar de los tunantes compostelanos) la población indígena. Aún siendo compostelano, ese fue también el caso de Alfredo Vicenti (“el poeta de la tuna” de su ciudad, republicano y federal, como su inseparable Andrés Muruais, pontevedrés, “El Diablo” de la misma). La razón por cierto de que, siendo Vicenti flamante licenciado en Medicina, al aprovechar las vacaciones para ejercer de médico rural en período de prácticas, se hubiera dado de bruces con las máscaras de la Ulla de ese año, legándonos -con su prosa brillante- el maravilloso documento de La Cueva.

¿Le dio tiempo a cabalgar desde la aldea de Castrotión a Compostela el único Miércoles de Ceniza de aquella República del 73? Maliciamos que no. Como maestro del mejor periodismo español de su tiempo, lo hubiera contado alguna vez; pero es bastante probable que llegara a leer la noticia en la enigmática nota del que sería pronto su periódico: la Gacetilla de Santiago.

En Santiago, pues, privado de estudiantes y estudiantinas, el Carnaval urbano se reducía desde varias décadas atrás a los bailes de las sociedades y a los paseos del Miércoles de Ceniza. Así eran, en efecto, hace 150 años.

En ese día, salvo que lo impidieran las circunstancias climatológicas más adversas, era ineludible caminar hasta Conxo. Una exhibición muy comedida, propia de la ciudad arzobispal. Con lucimiento de damas, damiselas, caballeros y tunantes; pero todos a pelo, como se dice. Sin máscaras, afeites picantes ni disfraces de ninguna clase.

Algo debió pasar en el intermedio y en los años revolucionarios, sin embargo, porque la jerarquía eclesiástica, dominadora  absoluta de la ciudad y sus costumbres, con el cardenal García Cuesta en plena actividad, tuvo que hacer vista gorda, consintiendo una única procesión carnavalesca: el entierro de la sardina. Y es a ese punto a dónde quería llegar, porque en el año republicano de 1873, en noche infernal (de perros, como se dice) esa procesión fue muy enigmática en Compostela.

Miércoles de Ceniza en Compostela
(El final de la Carnavalada)

Partiendo de la Alameda, el extraño cortejo (poco nutrido, pero ruidoso) se dirigió hacia la calle de la Enseñanza. La Gacetilla lo describe de este modo:

“Rompía la marcha un coro de chiquillos, con hachas de viento, campanillas y un gran farol, siguiéndole un cartel a modo de estandarte donde se leía lo siguiente:

Todo bajo mi poder
Estaba ayer todavía
Sólo miro en mi agonía
Lo que he sido y lo que soy.
Y al mirarme sin destino
Dije medio consolado
¡cuánto dinero he chupado
Lo que va de ayer a hoy…!”

El final de la Carnavalada, que era el título de la comparsa, representaba, pues, la España, la Galicia y la Compostela política, insaciable, corrupta, de siempre; pero ¿en qué versión?

Continuemos observando el conjunto con la descripción fenomenológica del periódico compostelano.

Montado sobre andas, iba después “un figurón de cuerpo entero, vestido de oscuro. Representaba al natural una persona de baja estatura con sombrero de copa, bastón con borlas y un papel grande a la espalda en el que en grandes números iba estampada la cantidad 60.000”.

    

Las andas descansaban sobre los hombros de cuatro enmascarados. Cerraba el cortejo una comparsa de encapotados con “hachas de viento” que entonaban versos, por el estilo de los anteriores, leídos (a modo de letanías) de otro cartelón. Pitos, calderos, almireces, su único instrumental, los típicos de las cencerradas gallegas, y de buena parte de los carnavales rurales.

De pronto, el cortejo se detuvo ante una casa de la mentada calle de la Enseñanza. Justo la residencia de una personalidad política, de gran relieve provincial, descalabrada por el advenimiento de la República. Ese alto en el camino, el parecido del fantoche con el señor de la casa y la eclosión de la algarabía, convirtieron en explícita y durísisima la representación del latrocinio de 60.000 pesetas de entonces. ¡Una fortuna, porque la peseta acababa de nacer!

La Gacetilla, que no era política y sobrevivía malamente, con cierto toque liberal, en la Compostela levítica, mantuvo prudente silencio sobre el  nombre de la personalidad aludida y sobre el sentido de la comparsa; pero la cosa parece clara.

* * *

El final de la Carnavalada era, en realidad, una acción de propaganda y lucha guerrillera del poderoso carlismo compostelano, denunciando la corrupción monárquica de los saboyanos, representados localmente por aquel personaje.

Como los republicanos participaban de las mismas denuncias y como tampoco tenían fuerza de choque para descalabrarla, faltos como estaban de la milicia estudiantil, las nuevas autoridades hicieron vista gorda, a pesar del estado de guerra, asociándose al nuevo capítulo de la vieja carnavalada política de esta España donde ya es muy viejo el dicho de que “todo el año es Carnaval” (Larra, 1833)