Hace 150 años: La muerte de Ruiz Pons

El demócrata internacionalista.- En la media noche del 16 de agosto de 2015 ha comenzado (aunque no lo parezca) el 150 Aniversario de la muerte de Eduardo Ruiz Pons.

Refugiado en la bella ciudad de O Porto (Portugal), reconvertida -con su activa presencia- en antigo baluarte da liberdade (calificación de la brillante y levantisca juventud portuguesa que se estaba formando en la Universidad de Coimbra, liderada a la sazón por Antero de Quental), las noticias de su extrema gravedad irreversible y la muerte, causaron sensación en España, Portugal e Italia. El impacto fue mayor en la juventud gallega y aragonesa, ganada por él para la causa de la democracia internacional; pero también para otros jóvenes más dispersos, formados en los espacios donde aquel profesor de gran presencia, dejó a su paso huella profunda y duradera.

Dada la creciente falta de curiosidad intelectual, potenciada por el abandono profesoral del siglo XIX (cuando  todo comienza), pocos sabrán a estas alturas de quien hablamos, y menos que pocos (si hay alguno) los que conozcan las circunstancias que precedieron y subsiguieron a la muerte del pionero luchador por la democracia internacional, la libertad de los pueblos y las libertades individuales de sus gentes. A cambio de nada, porque Ruiz Pons, que pudo tenerlo todo, apenas nada llegó a poseer, y lo poco que consiguió con su esfuerzo se lo arrebataron –como su salud- de la peor manera.

Una vida de cine
(El patrón polaco)

Hace 15 años Xosé Luis Méndez Ferrín, en un sabroso texto en el que amablemente nos recordaba, pedía a gritos una biografía novelada de tan formidable personaje. Nosotros creemos, bien por el contrario, que lo que se precisa es una buena biografía histórica. Entretanto, nuestro Taller de Ediciones y LA CUEVA DE ZARATUSTRA (que ya lo convirtieron en co-protagonista en distintas historias del mayor relieve) ha producido para los actos rememorativos en los que intervenga una de sus crónicas audiovisuales de la serie “Atlántica Memoria”. Con este título: Los primeros demócratas. El martirio de Eduardo Ruiz Pons. Un documental de 30 minutos, realizado por Jorge Durán, con versiones en gallego y español, cuyos derechos de emisión en lengua gallega ha adquirido la Televisión de Galicia (TVG)

Diremos –para empezar- que pocos ciudadanos de su tiempo y de después batallaron tanto y tan duro como él por la libertad de los demás. No sólo de los españoles, de los aragoneses o de los gallegos. Y esa particularidad es la primera que tendremos que resaltar en este país de las mil patrias, contradictorias entre sí, donde tanto abunda el patriotismo declamatorio. Síntoma claro de que el auténtico (que, como el amor, sólo se puede practicar en silencio) escasea o brilla por ausencia.

Nacido al final de la segunda década de su siglo (Coruña, 1819), trasplantado a  Padrón por la tragedia familiar de su padre (Ángel Ruiz Hermida, otro luchador indomable, militar liberal exaltado y carbonario), Eduardo se formó en la Casa Grande de sus parientes, los Hermida de Lestrove, para curtir después en Compostela. Aquí se fue convirtiendo en el hermano mayor de una generación (los hijos de los protagonistas de la Revolución Liberal Atlántica) que alcanzó singular relieve desde la juventud. Dentro y fuera de Galicia.

Amante –como todos ellos- del país natal y de todas las localidades donde transcurrió su compleja existencia, Eduardo fue acaso el más original y el de mayor fuste histórico.

Supo conciliar desde la niñez su lucha contra los poderes más poderosos, con la búsqueda de apoyos en los países afectados por los repartos territoriales que sucedieron a las guerras napoleónicas y al mismo proceso revolucionario liberal. Es por lo que pudo escribir en sus horas postreras estas frases autobiográficas, sentenciosas y reveladoras, cuando no sospechaba que la parca iba a visitarlo de inmediato y de manera fulminante (1865):

Publico en Portugal esta fantasía dramática de los cantos ilíricos como prueba de admiración a los legionarios polacos, en lucha permanente por su libertad y por la ajena. De ellos aprendí siendo niño que todas las naciones son hermanas y todas las libertades solidarias.

El profesor
(La revolución urbana de la Enseñanza media

La lucha desigual truncó la brillante carrera profesional y minó su salud, que parecía de hierro en la mocedad y resultó quebradiza hasta el extremo de convertirlo en un efímero. Tenía al morir 46 años, un historial de lucha plagado de huidas y destierros casi irresumibles. Comienza con 13 años asistiendo -con su familia- a los pedristas portugueses en la guerra civil contra los miguelistas; prosigue como miliciano contra las partidas carlistas que operaban en Galicia. Hijo de su padre, continuó confiando en la alta dirección militar progresista en la llamada “revolución gallega” de 1846. Abanderó entonces la milicia universitaria compostelana.

Licenciado en Derecho, convencido de que la democratización del pequeño mundo era tarea de larga duración y de la juventud, orientó su vida hacia la enseñanza, participando -desde el primer momento- en una de las revoluciones urbanas más transformadoras de la Historia europea contemporánea: la que metió en la vida local de las ciudades los primeros Institutos Provinciales de Enseñanza Media y las Escuelas Normales (de Maestros, primero; de Maestras, años más tarde).

En su caso, para ampliar esa influencia sobre la juventud estudiantil, obrera y jornalera, tras pasar por los primeros institutos provinciales que existieron en las ciudades de Pontevedra y Orense (1845-1846), opositó con éxito a la cátedra de Historia natural de los nacientes Institutos Universitarios, anexos a las Universidades (1848-1849), razón de su paso por las ciudades universitarias de Valladolid, Oviedo y Zaragoza. Siempre como predicador laico de una “asignatura” extra escolar sin precedente: la Democracia Internacional. Luchando, en definitiva, por el sueño utópico de sus padres: lograr la universalidad del sufragio y un régimen generalizado de libertad de opinión, asociación, conciencia y cultos. Unas utopías que ya parecían realizables entonces y que –como tantas otras- nunca llegaría a disfrutar.

El abogado de La Castellarense
(Su último pronunciamiento militar)

Es detalle biográfico muy importante para entender el último tramo de su vida que Eduardo, además de la cátedra, desde su primera huida forzosa por Portugal tras la derrota en la acción armada gallega del 46, se convirtió en abogado del Colegio de Madrid y de La Castellarense. Una empresa minero-salinera familiar que creó su padre tras perder las manos en acción de guerra defensiva contra los ejércitos del absolutismo fernandino, reforzados por los del rey de Francia (1823). Especializada en el “arrastre de sales”, al servicio de la Real Hacienda, operaba a través de los puertos portugueses, enlazando Castellar de la Frontera (Campo de Gibraltar-Cádiz) con los alfolíes de Pontevedra (centro de distribución de máxima importancia en Galicia) y Padrón (dependiente de la boa vila pontevedresa en ese aspecto).

Además de los negocios de su padre, Eduardo fue secretario o director de los institutos por los que fue pasando. Su fama como organizador lo convirtió, a poco de su instalación en Zaragoza (1853-1854), en la figura de mayor relieve del Partido Demócrata de Aragón, sin perder por ello el engarce gallego con las alas más avanzadas del progresismo coruñés, focalizadas en la casa-santuario-liberal-progresista de Juana de Vega. Como enlace de La Generala, fue uno de los principales conspiradores esparteristas en el fallido pronunciamiento zaragozano del brigadier Juan José Hore (febrero, 1854), cuya trama fraguó en su casa. Tras la huida a Francia, abandonó (ya para siempre) su fe juvenil en los pronunciamientos militares y en los gobiernos subsiguientes de los espadones clásicos.

Diputado electo por su provincia coruñesa en las elecciones de 1854, la fama de Ruiz Pons comenzó a trascender fronteras gallegas y aragonesas en aquellas Cortes. Valiéndose de punzante oratoria y de una voz poderosa “de bajo profundo”, tuvo enorme protagonismo. En parte, para su propia desgracia.

La reina Isabel II, tras buscar con ahínco su amistad (pese a haber sido uno de los 21 que votaron a cara descubierta su destrono en noviembre del 54) hizo cuanto estuvo en su mano por destruirlo. Lo logrará por sus pasos, cuando –tras el fracaso del bienio progresista (1854-1856)- Ruiz Pons (que tenía excelente información sobre las turbiedades y chanchullos del pacto Espartero-O’Donnell) inició la radicalización miliciana definitiva, convirtiendo Zaragoza en el último bastión armado del progresismo democrático español.

Contra el separatismo
(Las reunificaciones histórico-geográficas)

Como Mazzini, desde aquel entonces (1856), sólo confiaría en una insurrección transnacional generalizada, basada en la organización secreta en chozas carbonarias de los jóvenes (estudiantes) demócratas más dispuestos a compartir su acción con paisanos armados (milicianos) y jornaleros (de jornal: obreros del campo o de las ciudades). Fue  pionero de la organización obrera y agraria y –en Cortes- uno de los antiforistas más madrugadores.

El joven poeta insurreccional compostelano Aurelio Aguirre (1833-1858), protagonista indiscutible del legendario banquete de Conxo, sintetizó el ruizponsismo en este llamamiento propio:

¡Pueblos de Europa, pueblos de la tierra…
no hay más que una nación y un soberano!

Desconfiado del reaccionarismo y el separatismo que anida en los partidarios exclusivos de las pequeñas patrias, Ruiz Pons luchó hasta su muerte por la reunificación histórico-geográfica de las mismas, superando las fronteras que las monarquías, los estados y las oligarquías locales habían ido construyendo al compás de mezquinos intereses, para aplazar la democratización real del pequeño mundo.

No sólo batalló por la unificación de Polonia, partida en tres… Estaba naciendo al mismo tiempo el militante por la reunificación de España y Portugal (su soñada Unión Ibérica). Unión lograda (con las armas, si preciso fuera) al modo de la Italia de Mazzini o Garibaldi. Más en general, aspiraba a la unificación de las tres penínsulas del Sur de Europa. Con mayor lejanía, contemplaba el ensueño de la unificación global de la Joven Europa Democrática del porvenir.

El demócrata unificador de las pequeñas en las grandes patrias era partidario, sin embargo, de la drástica descentralización interior del poder y de la vitalización de las entidades territoriales antiguas (que él tenía por naturales) En ese sentido, reconociendo la importancia excepcional de la Revolución Liberal Atlántica, por la que tanto había luchado y sufrido su familia, denostaba la centralización provincial y estatal española. Frente al anti-compostelanismo de muchos de sus seguidores (caso de Aurelio Aguirre o de la propia Rosalía de Castro) defendió en Cortes la singularidad de Santiago de Compostela y la conveniencia de reconocerle un status especial, dentro y fuera de Galicia.

El encono gubernamental
(La detención y el escandaloso proceso)

La persecución gubernamental se enconó en enero de 1857, cuando dejó Zaragoza en días lectivos (parece que con el visto bueno del rector) para realizar gestiones particulares en Madrid como abogado y heredero de distintos negocios de su padre. Todo iba bien hasta que se hizo notar su presencia en una reunión del Partido Demócrata, y cuando se hicieron patentes sus conexiones con los insurreccionales de provincias, radicados en Madrid tras el fracaso del bienio progresista (1854-1856) y la derrota de la resistencia armada subsiguiente.

El vicio pertinaz del profesorismo alboreaba. Al mezclar el habitual absentismo de esta clase de funcionarios públicos, con los negocios particulares y la acción política (de corte insurreccional, en su caso), Ruiz Pons pagó antes y más caro que la mayoría lo que aún hoy es vicio  generalizado en la vida pública española. El rector y los decanos decidieron suspenderlo tres meses de empleo y sueldo, y el gobernador lo desterró a Mallorca con el pago adicional de los guardias civiles que lo custodiaron.

Sólo era el primer aviso, sin embargo…

En 1860, según un recuento oficioso, Eduardo Ruiz Pons (debido a su brillante labor en la cátedra –jamás cuestionada por sus adversarios– y a su actividad extraacadémica, partidaria y clandestina) se había convertido en una de las personalidades públicas más reconocidas de Zaragoza. Isabel II, que visitó la ciudad en octubre de ese año, al echarlo en falta en la ceremonia del besamanos, se quejó al rector de la Universidad y al Gobernador civil. Su disculpa (indisposición) no resultó creíble. A nadie extrañó, pues, que el punto más dramático de la persecución entrara en vísperas.

Se confirmó, en efecto, pocos meses más tarde, en 1861, cuando el insurgente distribuyó por vía clandestina una publicación política con falso pie de imprenta, dirigida a los “Hermanos demócratas de La Iberia” con la denuncia explícita de esparteristas, resellados, unionistas y puritanos que abusaron –les decía- “de vuestra victoria, de vuestra sangre y de vuestro sufrimiento”. Incluía esta dura declaración:

He aquí el lábaro de redención que os ha de salvar de la tiranía, de la pobreza y de la opresión que por más de tres siglos os han impuesto la presuntuosa nobleza, los falsos apóstoles del Crucificado, los insolentes Austríacos, los corrompidos Borbones, y hasta la clase media emancipada a costa de vuestra sangre.

Tomado a la letra, el grueso de su contenido era el programa que el  Partido Democrático Español no se atrevió a difundir en Madrid; pero ese final, firmado con sus iniciales (E.R.P), dirigido a La Iberia, lo convertía bandera legionaria de una soñada Internacional Demócrata por la Unión Ibérica y en  banderín de enganche de la Legión Ibérica, española y portuguesa. Un cuerpo de voluntarios de cuya alta dirección española formaba parte como coronel de milicias, en línea de combate con la veterana Legión Polaca del poeta Mickievich, la Giovine Italia de Mazzini, al servicio de la acción armada de los casacas rojas de Garibaldi.

La difusión del documento impreso en distintas localidades españolas  (Padrón entre ellas) le costó la cárcel, el proceso político más escandaloso de la época, y –sin que se conozcan precedentes- la suspensión irreversible como profesor de una cátedra vitalicia, lograda por oposición y que él defendía en horas lectivas cumpliendo las leyes y con reconocida brillantez. En palabras de Demetrio Castro Alfín (que sigue con meticulosidad las distintas fases de este asunto en Los males de la imprenta, 1998), estamos ante “el ejemplo más escandaloso del proceder del gobierno en este campo: persecución contra una violación de la ley de imprenta en publicación no periódica conducida con insólita arbitrariedad”.

La huida hacia delante
(Entre España, Italia y Portugal)

En 1855, cuando era diputado, empezó a ser recibido allí donde fuera (sobre todo en Galicia, a donde acudía los veranos) con serenatas, poemas y manifestaciones entusiastas por los círculos de seguidores juveniles de dos generaciones. Desde 1861, cuando la persecución se hizo más sañuda, las suscripciones por su causa saltaron a las primeras planas de los periódicos demócratas.

Bien por el contrario, ni siquiera en las horas más escandalosas de la persecución política, el corporativismo profesoril y el profesorismo político mostró la más mínima sensibilidad hacia las penalidades por las que Ruiz Pons estaba pasando. Ni siquiera lo hizo ni lo hará el pequeño fragmento del profesorado universitario que se manifestó en favor de su amigo y abogado defensor, Emilio Castelar (otro demócrata de cátedra) cuando se vio en parecido trance (1865, en vísperas de la muerte de Ruiz Pons)…

Fue entonces cuando –al quebrar por primera vez su salud de forma preocupante- el prisionero (defendido por los más ilustres abogados del Partido Demócrata, que eran recibidos en Zaragoza en olor de multitudes) se dio cuenta de su soledad, al quedar patente que era la Reina en persona y el Gobierno de sus espadones (O’Donnell y Narváez) quien instrumentaba la Justicia, sentenciándolo. Sólo le quedaba el recurso de la huida, si quería continuar su lucha desigual contra el  estado de cosas…

Comenzó así su huida definitiva y la denuncia pública constante y en distintas lenguas de la Censura informativa, la violación del Correo y la arbitrariedad politizada de la Justicia en la valle-inclanesca Corte de los Milagros.

Al ser uno de los máximos impulsores españoles de la Legión Ibérica, Ruiz Pons fue acogido con alborozo por la cúpula de los garibaldinos. Tras pasar algo más de seis meses en Italia (1862-1863), tramó con el propio Garibaldi la acción insurreccional que lo llevaría a Portugal (1863-1865).

El proscripto –en viaje clandestino- aprovechó la conexión ferroviaria recién inaugurada desde Badajoz a Lisboa (30-V-1863) para reunirse en la capital portuguesa con los enlaces allí radicados; pero continuó viaje hasta Oporto, la gran ciudad portuaria, que él había contribuido a convertir –con 13 años- en baluarte da liberdade. Cuando, con su familia y los liberales gallegos del litoral, ayudaron a los correligionarios portugueses a sobrellevar el legendario cerco do Porto (1832), aprovisionándolos desde el puerto de Vigo.

Ahora (1863), 31 años más tarde (y con 44 de edad), el hijo de su padre fue bien acogido por los supervivientes de aquella acción histórica, vitalizada –en el caso de su familia- por la empresa minero-salinera de la que Eduardo era abogado y cuyo transporte a través de los puertos lusos hasta Pontevedra y Padrón recordará el lector. Razón, por cierto, de que convirtiera Oporto en su ciudad residencial.

La recíproca de la Legión Ibérica
(El modelo italiano en hispano-portugués)

La trama ibérica era de alcance y no puede ni debe divorciarse de la vieja historia del cerco de 1832 ni de los acontecimientos españoles del llamado sexenio democrático (1868-1874).

Se trataba, en realidad, de aprovechar el casamiento regio, celebrado pocos meses antes (6 de octubre de 1862), por el que entraron en alianza las Casas reales de Bragança  y de Saboya.

Luis I de Bragança (1838-1889), rey de Portugal, el novio, O Popular, era nieto de don Pedro, emperador del Brasil, hijo a su vez de la difunta María da Gloria (la reina María II), por quien combatieron los liberales portugueses (los pedristas), con apoyo de los exiliados liberales españoles. Tras el asalto a Oporto, fueron cercados por los miguelistas (mucho más que un equivalente de nuestros carlistas).

Treinta años más tarde (1862) casaba Luis I con la princesa María Pía (1847-1911), que era hija de Víctor Manuel II, el rey de una Italia aún sin unificar, debido a la cuestión de Roma. Esto es: a la resistencia del Papa –apoyado militarmente por Francia- a perder su poderío temporal. Una resistencia en la que también estaban por entonces los gobernantes y muchos católicos españoles (no sólo los carlistas).

Hermana María Pía de Amadeo de Saboya (1845-1890), el futuro rey de España (1871-1873), estamos asistiendo (ocho años antes de que se consumara una solución monárquica parecida) al primer intento serio de derribo de Isabel II de Borbón (consumado en septiembre, 1868). Dos efemérides –el derribo y el reinado- que Ruiz Pons preparó pero que –como tantas otras-  nunca llegaría a contemplar.

Era, por otra parte y si bien se observa, la recíproca de la Legión Ibérica.

Con apoyo de Garibaldi (que anunciaba su visita a España y Portugal) se buscaba el destrono de Isabel II y de los Borbónes, y el establecimiento de una monarquía democrática que acelerase la meta soñada de la Unión Ibérica.

Marcos Argüelles, demócrata español y corresponsal en Oporto de La Discusión, albergó a Ruiz Pons en su casa, sita en “rúa da Corticeira (correspondente coa freguesía da Sé de Porto”, según me cuenta mi querida amiga Ana Filgueiras), pero su presencia desbordó de inmediato la ciudad portuaria haciéndose notar en Lisboa y en Madrid.

Los servicios de espionaje tenían buena información de los insurgentes españoles radicados en Lisboa desde años atrás. Ahora el Gobierno español supo por informes consulares que Ruiz Pons –nada más llegar- había trasladado a Oporto la alta dirección de la insurgencia. Era, según la expresión consular, “la persona más considerada” de la nutrida colonia española radicada en Portugal.

A casa de los Argüelles comenzaron a llegar sus jóvenes enlaces para ir ejecutando por sus pasos el plan de lucha insurreccional. El primero en visitarlo fue su lugarteniente aragonés, Juan Pablo Soler (1837-1872); lo hizo, igualmente, el catalán Manuel Torné Salas, enviado por el cartagenero Fernando Garrido (1821-1883), que coordinaba la acción exterior y el tráfico de armas. Tras recoger credenciales, direcciones y contactos que le proporcionó Eduardo en Oporto, se fue al encuentro con Garrido en Barcelona. El ruizponsista compostelano Leonardo Sánchez Deus (1835-1872), estrechamente ligado a Ruiz Pons desde 1855 y en su fase italiana,  acompañó a Garibaldi en su viaje a Londres (marzo, 1864), pero quedó en Gibraltar, viajando con posterioridad a Oporto (¿con La Castellarense?), donde permaneció una larga temporada, con breve escapada gallega…

La estancia en Oporto de Romualdo de la Fuente llegó a mover especulaciones periodísticas, como si tratara de montar con Ruiz Pons un teatro o una compañía itinerante. Desde noviembre de 1863 Eduardo y Romualdo se convirtieron en los principales animadores de la página española de O Nacional, el portavoz demócrata de la ciudad.

Ya por entonces algunos miembros del Gobierno español estaban convencidos de que el proyecto insurreccional, diseñado en la primavera del 63, no era un sueño imposible. Buscaba “destruir lo existente”, acabando en España con la Monarquía borbona. Pensaban, igualmente, que Portugal se había convertido en un centro de formación revolucionaria, si bien en Zaragoza, León, Barcelona, Gerona y Valencia, había otros focos similares. La prensa demócrata, por su parte, seguía insistiendo en que tampoco era despreciable el ruizponsismo gallego, pontevedrés, orensano y coruñés, que contaba en Compostela –tras la muerte de Aurelio Aguirre (1858)- con otro poeta civil aguirrista y ruizponsista muy activo: Manuel Ángel Corzo (1842-1871), la pluma más beligerante de La Joven Galicia.

Como venía sucediendo desde la etapa italiana con su presencia en los periódicos florentinos y genoveses (L’Unitá Italiana, La Nuova Italia o Il Dovere), El Nacional de Oporto fue dando a conocer en su página española las “cartas” de  Ruiz Pons, difundidas en España de manera clandestina, con la denuncia constante del Estado liberal isabelino, comparado con el de Luis I de Portugal y con democracias a las que se tenía por modélicas en Europa, caso de Suiza.  Ecos de esas campañas pudieron leerse también en La Nueva Europa, La Unión Bretona

En esas estaba cuando al mediodía del 9 de agosto de 1865 sufrió la congestión cerebral que lo dejó sin habla, con la parte izquierda del cuerpo paralizada y sin ninguna esperanza de recuperación.

El ensueño de la Unión Ibérica
(Las movilizaciones estudiantiles y el Ejército)

En febrero de 1860 (tres años antes de su llegada), una comparsa de Carnaval de la ciudad de Oporto trataba la cuestión de la Unión Ibérica con gracia no exenta de recelos, propios del histórico nacionalismo portugués. La Correspondencia de España, popular diario madrileño, partidario del statu quo, tradujo de este modo el cantar de la comparsa:

Es la ibérica unión/ la mejor de las uniones/ porque de entre las naciones/ elimina una nación.

Esta excelente observación/ para España es bien real/ pues le da provecho igual/ al provecho que gozó/ cuando otro tiempo chupó/ la sangre de Portugal”.

Cuando comenzó a saberse en España que Ruiz Pons se había establecido en Oporto, El Pensamiento Español (julio, 1863) dio la voz de alarma al Gobierno, pensando que era un emplazamiento ideal para sus planes insurreccionales. Mejor que Italia. Lo razonaba así: a seis horas de Lisboa, donde hay línea férrea de conexión con Badajoz, el conspirador tiene expeditas las relaciones con todos sus enlaces.

La Discusión, por su parte, que entendió la intencionalidad de la denuncia, se preguntaba qué había de malo en la circunstancia de que un proscripto se aproximara lo más posible a la tierra de sus padres. Variaba, pues, la dirección, aludiendo de paso a la conexión gallega…

A los pocos meses de esa estancia de Ruiz Pons en Oporto, La Iberia (el diario más difundido del progresismo español, de nombre significativo) corregía el argumento satírico de la comparsa, sabedor de que los jóvenes universitarios de Coimbra –a consecuencia de la militarización de A Rolinada (abril-mayo, 1864)- se habían autodesterrado como protesta, viajando a la ciudad portuaria, reconvirtiéndola en antigo baluarte da liberdade y en uno de los ortos de la Unión Ibérica:

Cuando lleguemos a su término, España tendrá una frontera menos y muchas libertades más. Portugal contará con 17 millones más de compatriotas para defender sus derechos internacionales. Y desde la desembocadura del Tajo hasta la cresta de los Pirineos resonará el grito del siglo XIX: Libertad, Igualdad, Fraternidad para españoles y portugueses” (La Iberia, Madrid, “La Unión Ibérica”/, 24-V-1864):

De todos modos, como veremos de inmediato, las noticias que se difundieron de la congestión y la muerte de Eduardo nos ayudan a entender la precariedad de las comunicaciones (ferroviarias, postales o telegráficas) entre España y Portugal, y las dificultades reales de la Unión.

Los dos Estados ibéricos mantenían las formas, los consulados y los embajadores respectivos; pero vivían de espaldas entre sí. Ni siquiera habían definido sus fronteras en aquel entonces…

La Unión Ibérica, vista desde la acción de los Gobiernos de ambas Monarquías, parecía inalcanzable, pero en La Iberia creían (además de Ruiz Pons, sus enlaces y los jóvenes seguidores españoles) sus más que posibles lectores de la página española y de O Nacional. Me refiero a los citados integrantes de la prestigiosa y combativa mocedad universitaria de Coimbra, autodesterrada en Oporto: la de los Alberto Sampaio (1841-1908), Antero de Quental (1842-1891), Eça de Queiroz (1845-1900), etc., cuyos padres estuvieron –en muchos casos- cercados en Oporto (1832).

Eran muy jóvenes; pero tenían la edad de los ruizponsistas españoles, caso del compostelano Manuel Ángel Corzo o del aragonés, Eusebio Blasco (1844-1903).

A Rolinada sólo fue uno de los capítulos más resonantes del movimiento estudiantil que el Gobierno portugués quiso ahogar manu militari, como ya sucediera mucho antes en el legendario Banquete de Conxo (Compostela, 1856).

Tratando de Ruiz Pons y de los demócratas, españoles y lusos, no parece razonable divorciarlo de la agitación que se estaba iniciando en institutos y universidades españolas (1864) y que iba a estallar un año más tarde de A Rolinada portuguesa. Cuando una serenata de los universitarios de Madrid (de solidaridad y protesta), acabó manu militari en la sangrienta noche de San Daniel (10 de abril, 1865), contribuyendo a la desintegración gradual de la Corte de los Milagros.

Por si había dudas, perfectamente informado de los acontecimientos madrileños, Eduardo dio a la imprenta en Oporto su traducción del italiano de La fraternidad de los pueblos libres o sea la resurrección de Marco Cralievic. Fantasía dramática de Francisco Dall’Ongaro. Con dedicatoria a Juan Pablo Soler “y a la siempre Heroica Zaragoza, como patria adoptiva”, se vendía a 100 reis en Portugal y por 24 cuartos en España. Todo a beneficio de las víctimas de la trágica Noche madrileña de San Daniel.

Era Ruiz Pons en estado puro, con esta presentación autobiográfica:

No soy poeta, ni tengo tal pretensión. Realicé esta imperfecta traducción hace un año, a instancia de un amigo, que se proponía adornarla con la música correspondiente. Es, pues, tan sólo el solaz de un proscripto y una deferencia amistosa. Escrita sin ánimo de darla a la prensa, la publico ahora movido por el deseo de prestar algún alivio a los heridos y a las familias de las víctimas del 10 de abril del presente año, víctimas debidas a la tiranía del ministerio Narváez-González Bravo, al que también yo debo la prohibición arbitraria de volver a mi cara patria”.

“Genio y figura hasta la sepultura”
(Las noticias de la congestión y la muerte)

En 1865, en efecto, los nombres de Emilio Castelar (origen del conflicto universitario de Madrid) y Eduardo Ruiz Pons, separados de sus cátedras, prestigiaron y reactualizaron las respectivas causas, pero con resultado harto distinto, al mantener el Gobierno español la inquina contra el iberista animador de la incisiva  página española de O Nacional.

La congestión se produjo el 9 de agosto. En ese momento, como consecuencia de la amnistía concedida por el Gobierno a Castelar, tanto en las discusiones de Cortes como en determinados periódicos españoles (además de recordar el parentesco de la causa de éste con la de Ruiz Pons) se exigía idéntico tratamiento para el catedrático de Zaragoza. Otra prensa, sin embargo, advertía del peligro de que acogerse a la amnistía podía ser una encerrona más, para atraparlo y devolverlo al presidio.

De ahí el impacto que produjo la primera noticia.

Nada se supo de la congestión cerebral hasta que el diagnóstico de muerte se convirtió en fatal e irreversible. Sin duda por ello tardó once días en darse a conocer en Madrid. La noticia fue difundida por la prensa madrileña del Partido Demócrata (La Discusión la dio el 20 de agosto; El Pueblo, un día más tarde). Este último, además de la desesperada comunicación de Marcos Argüelles, ponía el primer comentario:

El general O’Donnell es el enemigo más encarnizado  que tiene la democracia; él se ha ensañado cruelmente con nuestros mejores amigos y correligionarios; él, si la justicia humana llega un día a ser una verdad en este país, responderá, no lo dudamos, de tantos males como ha causado a la democracia”.

La confirmación de la muerte de Eduardo llegó seis días más tarde de haberse producido (16 de agosto). La Discusión la dio el 22 con una esquela de primera plana en la que pudo leerse:

DON EDUARDO RUIZ PONS

Catedrático de Historia natural de la Universidad de Zaragoza y ex-diputado constituyente, emigrado últimamente a Portugal para librarse de la pena de DOCE años de presidio a que fue condenado en definitiva por la publicación de un escrito político, después de haber sido absuelto por dos tribunales diferentes que no satisficieron los humanitarios sentimientos de don Leopoldo O’Donnell, ha fallecido en la ciudad de Oporto el día 16 del actual.

Eduardo Ruíz Pons ha muerto: ¡Viva la democracia!

A pesar de la proximidad geográfica y la frontera común, en Galicia las dos noticias se retrasaron todavía más, al llegar de rebote y por la prensa de Madrid.

Los demócratas de Pontevedra (Constantino Armesto y Antonio Valenzuela eran amigos personales y colaboradores de Eduardo desde la mocedad) se enteraron de la primera noticia por La Discusión y expresaron su consternación el 24, quince días más tarde. Progreso añadía este comento:

Sentiríamos profundamente la pérdida de una persona, que además de sus brillantes cualidades, ha sido catedrático en el Instituto de esta capital”.

Tres días más tarde, al confirmarse su muerte, añadían:

Con el alma traspasada de dolor anunciamos a nuestros lectores la triste nueva… Era uno de los más esclarecidos hijos de Galicia; uno de los ilustres defensores de la más santa de las ideas.

La muerte de hombre tan querido deja un vacío inmenso que nadie podrá llenar.

Consagrado desde su tierna edad a la defensa de los principios democráticos, su vida de siete años acá, venía siendo un continuado martirio y una serie de no interrumpidas tribulaciones, que siempre sobrellevó con calma.

Su memoria vivirá eternamente grabada en nuestro corazón. La tierra le sea leve”.

La restante prensa madrileña de distintas tendencias, se mostraba desconcertada en más o en menos, porque la persecución y el martirio del difunto, al saber de su muerte, se convertía en incomprensible. Probaba, además, la razón de su causa. El Regenerador, recortado por El Pueblo, escribía, aludiendo al sinnúmero de conspiradores de toda laya que en Madrid viajaban en coche oficial:

No comprendemos cómo se ha perseguido a este desgraciado señor, cuando todos los días se están paseando en coche por las calles de Madrid los redactores de El Murciélago y los autores de ciertas Claves y ciertos Misterios y Meditemos.

Cuando la justicia no es universal, no es justicia.

Cuando una misma acción se premia en unos y se castiga en otros, el castigo no es más que abominable venganza.

“La distancia es el olvido”
(El hallazgo de la tumba en Prado do Repouso)

Las noticias de actos funerales, con cálidos recuerdos y valoraciones positivas acerca del difunto, se sucedieron desde entonces por doquier y en distintas lenguas.

Como era de prever ese desenlace (antes o después), el cuerpo fue preparado para viajar a España, sin que el especialista que intervino en la preparación quisiera cobrar por su tarea, como homenaje al ilustre muerto.

Hasta que se produjera el previsible traslado, fue enterrado provisionalmente a pocos pasos de la casa mortuoria. En el cementerio de bello y oportuno nombre: O Prado do Repouso.

Me cuenta Ana Filgueiras (que se tomó el impagable interés de investigarlo) que era entonces un camposanto muy reciente, inaugurado en 1839, en el que Marcos Valcárcel se vio obligado a comprar un pequeño espacio a ras de suelo para enterrar en él a su hija Carolina, fallecida en 1854.

Algún periódico español llegó a insinuar que Eduardo Ruiz Pons había muerto en la miseria. No parece cierto. Vivió con los Argüelles y a su nivel, acaso modestamente, en un barrio periférico, con excelentes vistas sobre el Duero; pero mantuvo hasta el final su imagen pública con enorme dignidad.

Fallecido su padre, el abogado de los negocios familiares recibió apoyo de los suyos, radicados de tiempo atrás en Compostela. Distaban mucho de estar “en mala posición”, a pesar de la trágica muerte de su cuñado, el médico Pablo Fernández Taboada, asesinado en 1855 por un compañero miliciano al que mandaba como superior y en acto de servicio. Debido a ello, el Congreso concedió a su hermana, Matilde Ruiz Pons, una pensión vitalicia que a algunos periódicos pareció exagerada.  Con la hermana viuda y sus dos hijos, vivía su madre.

Sabemos por indicios posteriores que la familia (acaso desplazada a Oporto) recibió escritos y pertenencias del difunto. Entre ellas, la sortija ceremonial que le servía de sello.

De acuerdo con la familia, el Partido Demócrata de Orense, tras recordar el brillante paso del difunto por el Instituto orensano y su acción ciudadana, hizo la primera proposición de traslado al cementerio compostelano, donde yacía su padre. Sugería a La Discusión que los costos, sin duda elevados, se cubrieran con una suscripción…

Incluso su madre llegó a escribir a Castelar para que agradeciera en su nombre a los demócratas españoles las múltiples muestras funerales de respeto y condolencia; pero el dolor no pasó de ahí y los acontecimientos políticos de 1866, cuando comenzó a fraguar la revolución de septiembre del 68 con el pacto de progresistas, demócratas y unionistas (la Unión Liberal era el partido liderado por su perseguidor más tenaz, el espadón O’Donnell) enfrió los ánimos. ¡La política! Y así se produjo la paradoja de que tampoco en las horas de triunfo de una causa por la que tanto había batallado, se consumó el traslado.

Hay que esperar a octubre de 1868 –con Isabel de Borbón en el destierro- para encontrar en la prensa extremeña, la reveladora propuesta de traslado al cementerio ¡de Badajoz!. La ciudad por donde había accedido Ruiz Pons a Lisboa, camino de Oporto, tramando la acción insurreccional.

Sabemos por El Herculino que en los meses subsiguientes demócratas coruñeses viajaron a Oporto para visitar su tumba y acaso para gestionar el traslado. Allí puede leerse un poema del demócrata republicano Ramón Pérez Costales alusivo a su visita. La ilustración que lo acompaña parece indicar que se trataba de erigir en el cementerio coruñés un panteón monumental.

Incluso los demócratas compostelanos apoyaron la idea del traslado a la ciudad natal; pero el proyecto, si llegó a haberlo, no pasó del diseño…

En la primavera de 1869, sus amigos Estanislao Figueras y Emilio Castelar metieron en Cortes una moción para que los funcionarios que intervinieron en los escandalosos procesos de 1861-1862 fueran juzgados por su comportamiento; pero los intentos de reactivar esta cuestión no obtuvieron el menor éxito parlamentario en los años subsiguientes. Tampoco la primera República (1873) logró que se moviera este asunto, a pesar de las presidencias de los citados Figueras y Castelar.

Fue en el intermedio cuando sus sobrinos, Ernesto y Carmen, hijos de Pedro y Matilde, adoptaron el Ruiz-Pons como segundo apellido, y cuando el primero de ellos –estudiante a la sazón en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Madrid- preparó la edición de Poesías, cartas y documentos de mi malogrado tío don Eduardo Ruiz Pons (1871). Muy citado -como si fuera un libro- en las notas biográficas, nunca llegó a publicarse.

Su madre, Dolores Pons Sequeiros, falleció en esos meses republicanos, sin observar avance alguno, pese a los nuevos intentos oficiales de trasladar a Madrid los restos de los dos insurreccionales españoles difuntos de mayor relieve: Ruiz Pons y su amigo y colaborador en toda suerte de conspiraciones, el riojano Sixto Cámara (1824-1859).

El 7 de noviembre de 1873 Castelar y su ministro Maisonnave firmaron un decreto de la República para que se efectuara ese traslado a Madrid, dada la indiscutible contribución de ambos al establecimiento de la democracia en España; pero el régimen no tuvo vida para ejecutarlo…

En Galicia aún hubo un intento tardío (1878) de combinar los homenajes a los ejecutados en Carral por los sucesos del 46 con Ruiz Pons. Se olvidó pronto.

Fue Padrón, en ese contexto, quien mantuvo con dignidad y contra viento y marea su nombre en una pequeña calle muy céntrica de la villa, manteniéndolo hasta nuestros días (septiembre, 2015). En la revisión de callejeros de la Segunda República (1931), el nombre de Ruiz Pons volvió a salir a colación en distintos lugares, no sólo en Galicia o Aragón. Nos consta –con la ayuda de internet- una calle de Tarifa (Cádiz) y otra en Buñol (Valencia). Poca cosa, pero reveladora…

La tumba de Oporto, que iba a ser provisional, fue definitiva; pero el olvido le afectó también. Hasta hace pocos años nadie sabía dónde estaba enterrado. Tuvo que ser la curiosidad, la devoción por el personaje y el interés puesto por Ana Filgueiras en descubrir su emplazamiento, lo que nos permitió contar lo que les he contado del Prado do Repouso, y con sus propias imágenes, tomadas en 2010, cuando me informó del hallazgo.

Tras visitar atentamente todos los cementerios de la gran ciudad portuguesa, Ana descubrió su tumba, pese a que el Eduardo Ruiz Pons aparece en medio de la familia Argüelles con sus dos apellidos confundidos. Y allí permanece cuando remato esta evocación, en septiembre de 2015.

Por si fuera poco lo que el difunto sufrió en vida por nuestras libertades de hoy, hay que añadir estos 150 años de destierro simbólico adicional, cargados de elocuencia.