El universo inestable de Gógol, en su Bicentenario

Algunos estudiosos de la literatura señalan la obra de Gógol como uno de los pocos precedentes, al margen de la tradición hebrea, de las historias de Kafka. Esas similitudes afectarían no tanto a la temática como a la atmósfera de los relatos, y en no menor medida a esa especie de realidad tambaleante e imprecisa, dispuesta a abrirse bajo los pies del protagonista en cualquier instante, y además sin previo aviso. Pero, en Kafka, a pesar de que el argumento pueda ser fantástico, el relato sigue siempre un desarrollo lógico. En cambio, en el caso de Gógol, todo es impredecible y también caótico. Gógol es quizás uno de los escritores que menos imitadores han tenido. Su estilo es tan personal y arriesgado –sólo cabría compararlo con un funambulista a punto de perder el equilibrio- que pocos han sopesado la posibilidad de aventurarse por esa vía.

Sus frases, tomadas por separado, carecen a veces de un mínimo asomo de estructura, de una unidad de sentido remotamente discernible, de un hilo conductor que no se enrede en giros tortuosos e imposibles. Por lo demás, si se analizan en frío, sólo dos juicios parecen plausibles: o son intrascendentes o son disparatadas. En cambio, tomadas en conjunto, acaban componiendo un mosaico sorprendente, un insospechado dibujo, aterrador y cómico, sombrío e inquietante, a pesar de la aparente jovialidad, de la risa que aletea en la superficie.

El capote

En ese sentido resulta paradigmático su relato El capote, probablemente su obra más perfecta y original. No es una hipérbole calificar esa breve composición como una de las cumbres del género. Durante decenios su interpretación y análisis ha ocupado a críticos, especialistas y escritores. De todos es conocida la frase apócrifamente atribuida a Dostoievski: “Todos venimos de El capote”. Si se para uno a analizar ese cuento acabará sumido en la mayor perplejidad y asombro. Después de una lectura, aunque somera, se llega a la conclusión de que es una obra maestra. El problema llega a la hora de analizar por qué. No por el argumento, de una sencillez pasmosa: un oscuro e insignificante funcionario, con un nombre tan ridículo como eufónico, Akaki Akákievich, blanco de todas las bromas en la oficina en la que trabaja, decide hacerse un abrigo nuevo, pues el viejo apenas le protege ya de los rigores del invierno petersburgués. Y esa prenda, de pronto, llena su vida de luz y sentido. La noche en que lo estrena acude a una fiesta en casa de un superior y, en el camino de vuelta, amparados en la oscuridad y la soledad de la noche, unos desalmados le roban. Incapaz de soportar ese duro golpe del destino (lo que da una idea de lo anodina y huera que es su vida), el desdichado funcionario enferma y muere. Hasta ahí la parte racional del relato, que, en lugar de concluir con la muerte del protagonista, se enriquece con una prolongación fantástica: después del entierro, el fantasma de Akaki Akákievich se aparece en las inmediaciones de un puente para resarcirse de la pérdida del capote arrebatándole el abrigo a un alto funcionario que le negó su protección y su amparo cuando acudió a solicitar su ayuda.

Tal es el argumento. Nada extraordinario. En cuanto al estilo, cabría destacar la sorprendente modernidad del discurso. Sus larguísimos párrafos –apenas hay puntos y aparte a lo largo de la narración- y sus sentencias enrevesadas, que se enroscan, se retuercen y se alargan hasta el infinito, parecen más afines a innovadoras técnicas narrativas del siglo XX. Como ya se ha dicho, casi todas las frases son de una intrascendencia y una vacuidad asombrosas. Se diría casi que Gógol nos está gastando una broma. Baste como ejemplo la disparatada disertación con que el autor, al comienzo del relato, explica a qué se debe el ridículo nombre del protagonista. Nos enteramos así de detalles irrelevantes (toda la obra, como casi siempre en Gógol, es una sucesión de detalles irrelevantes), sin ningún peso ni color por sí mismos, pero que, tomados en conjunto, perfilan y definen –mejor que cualquier honda reflexión o inciso lírico- la intrascendencia, superficialidad y escasa importancia de esa vida, la inanidad de ese destino. Y es eso lo que nos conmueve. Por medio de circunstancias anodinas y pormenores triviales, el autor ha conseguido, como un mago que de pronto se saca un conejo de la chistera, crear un cuadro trascendente, tembloroso en su humanidad, de una intensidad dramática fuera de lo común. Asombra que con esos mimbres Gógol haya logrado pintar una tragedia humana intemporal donde sólo se vislumbraba un chiste, una broma pesada. Y al lector no le queda más que preguntarse, como si acabara de asistir al truco inverosímil de un prestidigitador: “Dios mío, ¿cómo lo ha hecho?”.

Superficial y profundo

Así es el arte de Gógol, inexplicable, imprevisible, banal en la superficie, profundo en la imagen global que compone; una superposición de detalles que, tomados por separado, no comunican nada, pero que, al interaccionar unos sobre otros, se llenan de significado y relevancia. De ahí que no haya tenido continuadores. No sólo su estilo es inimitable; es que implica riesgos mortales que sólo él sabía esquivar, y no siempre. De no ser por ese giro imprevisto, por ese paso de manos que lo transforma todo de repente, la obra de Gógol caería de lleno en la inanidad, la incoherencia y el absurdo.

Gógol no es un autor para las antologías. Sería difícil elegir un monólogo, una apreciación o un paisaje –a no ser algún cuadro sombrío y desmedido de Almas muertas, tan recargado y excesivo como esos retratos de Arcimboldo- que pudiera servir como modelo de oratoria, de elegancia, de simetría, de pureza o de nada. Sus frases recuerdan más bien esos arbustos hirsutos, con ramas que crecen sin orden ni concierto, o esas manchas de maleza salvaje de los linderos y los despoblados. En ese sentido, en pocos autores se refleja de una manera tan plena su personalidad en la obra. Ese componente extraño, ese tono de extravío, ese discurso excéntrico y desconcertante cuadran a la perfección con las extravagancias y disparates que esmaltan y adornan la rocambolesca biografía del escritor.

Trampas, trucos, vodevil

Gogol e Ivanov

Su vida está poblada de malentendidos, de escenas de vodevil, de trampas y trucos, y también de una ocultación constante. Si un misterio nos parece Gógol a nosotros, más de ciento cincuenta años después de su muerte, no menos enigmático e incomprensible se les antojaba a sus contemporáneos: humilde y orgulloso, desconfiado y afable, vanidoso e inseguro, eterno viajero a ninguna parte, suspicaz y reservado, enfermo perpetuo, fugitivo sin motivo, siempre con las maletas a cuestas por media Europa, cargado de manuscritos y remedios para sus achaques, acosado por falsos temores y revelaciones inauditas, enfrascado en la interminable elaboración de la segunda parte de Almas muertas, en la que trabajaba con una tenacidad obsesiva y enfermiza, como si en lugar de ocuparse de una labor literaria hubiera caído sobre sus hombros uno de esos castigos reiterados y eternos de la mitología griega. Amigos apenas los tuvo. De Pushkin, que lo promovió al principio, le separaban demasiadas cosas, no sólo el origen –Pushkin, aristócrata de rancio abolengo, orgulloso de sus antepasados, uno de los cuales aparece en su obra de teatro Borís Godunov; Gógol, ucraniano sin nombre, no de cuna humilde, pero sin esos familiares de tronío-, sino también el carácter, la actitud ante la vida: Pushkin era un vividor, amante de las juergas, de las mujeres y del vino; Gógol, un hombre sobrio, apático, comedido y huraño. En cuanto a su sexualidad, todos son dudas y conjeturas. Hay quien sospecha que nunca conoció mujer.

Eslavófilo convencido y conservador por naturaleza, se ganó la inquina de ese círculo, que era el suyo, después del enorme escándalo que estalló tras el estreno de El inspector, una burla inmisericorde de la burocracia zarista y de la corrupción administrativa, de una audacia soberbia, que se abre con este epígrafe corrosivo: “No culpes al espejo si tienes el hocico torcido”.

Uno no acaba de entender cómo Gógol se sorprendió del efecto de la obra. Arguyó en su defensa que todos habían malinterpretado su intención, que no se le había pasado por la cabeza poner patas arriba los cimientos del Estado, que él era un acendrado defensor de la autocracia, de los usos y costumbres ancestrales de su patria. Pero nadie le creyó. Y ¿cómo podían creerle? ¿Acaso hay otra manera de entender esa obra que como una crítica furibunda, ribeteada de tintes grotescos, eso sí, de un estado de cosas escandaloso?

Asustado por las reacciones, no tanto del público en general como de las altas esferas (Gógol siempre fue un hombre miedoso y pusilánime), el escritor decidió abandonar su patria. Pero, cosa sorprendente, después de atacar de manera despiadada el régimen político imperante, se las ingenió para procurarse el patrocinio de la zarina, que hizo gestiones para que se le concediera una especie de beca o pensión. Gracias a ese sustento, Gógol pudo viajar por media Europa, establecerse por un tiempo en Roma –acaso su ciudad favorita-, y llevar una vida nómada y frugal, sin más compañía que sus manuscritos plagados de tachaduras.

Otra de las características de su vida digna de mención es que no tuvo nunca nada: ni casa o domicilio fijo ni bienes ni dinero. Cuando murió, obraban en su poder apenas unas monedas. Gógol, creador único, gloria de su patria, vivía de estipendios oficiales y de las contribuciones que pagaban religiosamente algunos hombres de letras convencidos de su genio, con la altruista intención de que pudiera dedicarse de lleno a la literatura.

A partir de esa escapada a Europa, que no era su primera huida intempestiva (ya había ensayado idéntica medida después del fracaso estrepitoso de su primera obra publicada, Hans Küchelgarten), el autor apenas visitó Rusia, y, cuando lo hizo, no se quedó más que breves temporadas. De ahí que en ese dilema que ha ocupado a la crítica posterior -¿es Gógol un autor realista o un inventor de fantasías?- los defensores de esa segunda opción, entre ellos Vladímir Nabokov, se hayan agarrado a ese dato de su biografía, no sin demasiado fundamento: a veces las cosas se ven con más claridad desde cierta distancia. En cualquier caso, el propio Gógol contribuyó a esa polémica cuando, en un prólogo escrito para la segunda edición de Almas muertas, se declaró poco competente en las cosas de su país y solicitó la ayuda del lector para sacarlo de su ignorancia. El texto, tan disparatado como peregrino, merece una breve cita: “Quienquiera que seas, lector, allí donde te encuentres, ocupes un cargo elevado o seas, por el contrario, de humilde condición, si ha permitido Dios que sepas leer y si mi libro ha caído entre tus manos, te ruego vengas en mi ayuda. […] Mi negligencia, mi precipitación y mi falta de experiencia me han hecho cometer tantos errores  y tantas equivocaciones que en cada página hay algo que podría corregirse. Te ruego, lector, que me corrijas. No desdeñes esta labor. Por muy culto que seas, y por muy alta que sea tu condición, por muy insignificante que encuentres mi libro y por muy fútil que te parezca el anotarlo y corregirlo, te suplico, sin embargo, que lo hagas. Y tú, lector poco instruido y de modesta condición, no te considero demasiado ignorante como para no poder enseñarme. […] Es imposible que no encuentres nada que decir sobre algún pasaje de mi libro con tal de que lo leas atentamente. […] Poco importan aquí elegancias de estilo y expresiones selectas; no se trata de estilo, sino de veracidad. Que no te preocupe, tampoco, censurarme, criticarme, señalarme el mal causado –en vez del bien a la vista- por tal o cual descripción desconsiderada o inexacta. […] No vendría mal, tampoco, que alguien que tuviese el don de la fantasía o de figurarse gente en distintas situaciones, la siguiese en sus diversas profesiones. Que esa persona estudiase con atención todos los personajes de mi libro. Quisiera que me indicara cómo actuarían en tal o cual circunstancia: lo que, según esas premisas, debería sucederle luego; en qué situación podría llegar a encontrarse; qué convendría añadir a mi narración. […] Dirijo mi ruego insistente a las personas que deseen comunicarme sus reflexiones. Les suplico que no piensen estar escribiendo a un hombre que les iguala en cultura, gustos, ideas y que sería capaz de comprender muchas cosas sin necesidad de explicaciones, sino que, por el contrario, crea encontrarse ante un individuo menos instruido que ellas o casi desprovisto de instrucción. Mejor sería imaginarse que, en mi lugar, hay un patán cuya vida entera ha transcurrido en medio del campo y a quien sería preciso explicar los menores detalles, hablarle de manera muy sencilla, temiendo a cada instante emplear una expresión fuera de su alcance. […] Si, por ventura, alguno de mis lectores tomase en consideración mi sincero ruego y algunas almas caritativas, entre ellos, quisieran atenerse a mis instrucciones, he aquí cómo pueden hacerme llegar sus observaciones. Después de haberlas metido en un sobre dirigido a mi nombre, harán el favor de introducirlo en un segundo sobre y enviarlo a su excelencia Piotr Aleksándrovich Pletniov, rector de la Universidad de San Petersburgo, o bien a Stepán Petróvich Shéviriov, profesor de la Universidad de Moscú, eligiendo de esas dos ciudades la que esté más cerca de su lugar de residencia. Agradezco, sinceramente, a los periodistas y literatos por sus reseñas que, a despecho de  exageración y de un entusiasmo muy humanos, me han servido de gran provecho moral e intelectual. Les ruego sigan favoreciéndome una y otra vez con sus observaciones. Les aseguro que sabré aceptar con agradecimiento sus consejos y admoniciones.”

Es imposible no percibir un matiz enfermizo, un algo de desvarío en esa excesiva humildad, en ese escarnio público al que se somete por propia iniciativa. Por otro lado, también resuena el eco demoníaco de un orgullo desmedido: ¿Tan grande era la importancia que concedía a su obra que pretendía que el país entero colaborase en la corrección y mejora de las páginas de su libro? ¿Tan inconcebiblemente elevada se le antojaba su misión?

Pero lo más sorprendente de esta desconcertante declaración es que el autor  está pidiendo a los lectores que le escriban su libro (“si alguien que tuviese el don de la fantasía…”): ¿No se trata, después de todo, de una conmovedora confesión de impotencia? ¿Hasta que punto Gógol se sentía incapaz de completar la segunda parte del libro cuando se vio obligado a recurrir a semejante arbitrio? Por debajo de esas líneas se trasparentan las indecibles angustias de un hombre acorralado por incertidumbres de todo tipo, descreído de su propio talento, que siente que el edificio de su vida entera –la creación literaria- se ha venido abajo y lo arrastra al abismo de manera irremediable. Probablemente había llegado ya al colmo de las tachaduras, se había devanado el cerebro en vano, había sopesado cientos de variantes, había buscado en lo más hondo de su corazón ese manantial puro de la inspiración y lo había encontrado completamente seco. Y corroído por las dudas –de orden estilístico, moral y metafísico-, había recurrido a esa última y desesperada estratagema para escapar de ese horrible vacío. Y, en última instancia, de la muerte. En esas pocas líneas se intuye ya la desesperación irrenunciable de un hombre condenado.     

Toda la obra de Gógol es rusa. A diferencia, por ejemplo, de Turguénev que en algunas de sus composiciones pintó las ciudades europeas en las que pasó temporadas más o menos largas, los relatos y novelas de Gógol tienen siempre un trasfondo ruso –o ucraniano-, con excepción de Roma y un breve fragmento titulado Las veladas de la villa, y su sabor y color son plenamente rusos. Si reflejan o no adecuadamente la realidad sigue siendo tema de discusión, como ya se ha dicho. Desde la distancia, en Roma o en Viena, en alguna localidad alemana o francesa, Gógol sueña con ciudades rusas de provincias, con modestos y chupados funcionarios, con las calles fantasmagóricas de San Petersburgo por las que se pasea una nariz, con un carruaje que recorre incansable las carreteras polvorientas de la estepa inabarcable. Y sus reflexiones se centran en Rusia, en su papel histórico, que él intuía y deseaba grande y señero, en su dorado futuro, heredero de un pasado no menos glorioso. En ese sentido, se ha vuelto célebre la arrobada meditación que cierra la primera parte de Almas muertas: “Y tú, Rusia, ¿no vuelas también como una troica ardorosa que nadie podría adelantar? ¡Pasas con estruendo, en medio de una nube de polvo, dejando todo detrás de ti! El espectador se detiene, confundido por el prodigio divino. ¿Será acaso el rayo caído del cielo? ¿Qué significa esta carrera desenfrenada que inspira espanto? ¿Qué fuerza desconocida tienen dentro estos caballos que el mundo no ha visto nunca? ¡Oh, corceles, sublimes corceles! ¿Qué remolinos agitan vuestras crines? Se diría que vuestro cuerpo estremecido se hace todo oídos, al oír sobre sus cabezas el canto familiar; arqueáis al unísono vuestros pechos de cobre y, tocando apenas suavemente la tierra con vuestras pezuñas, ya sois tan sólo una línea tendida que hiende el aire. Así vuela Rusia bajo la inspiración divina…

¿Adónde vas? Contesta. No hay respuesta. La campanilla suena melodiosamente. El aire se turba, se agita y se hace viento. Todo lo que se encuentra en la tierra queda atrás y, con mirada de envidia, las otras naciones se apartan para abrirle paso”.

Gógol trabajaba con el único fin de dejar una obra perdurable. No le preocupaba nada más. No tenía familia ni obligaciones ni ataduras. Además, no le importaba el dinero ni las prebendas ni las distinciones. Sólo su obra, las tachaduras, las enmiendas, la necesidad de corregir, tanto como la de crear, el anhelo del arte verdadero, de la obra que queda, no de la composición circunstancia, fácil presa del tiempo.

El drama entero de su vida se concentra en Almas muertas, que coincide en el tiempo con sus arrebatos místicos, las dudas sobre la moralidad de su arte y su preocupación por el diablo. También, probablemente, con la pérdida de la inspiración. De pronto es como si no fuera capaz de distinguir la luz de la sombra, la fealdad de la belleza, el bien del mal. ¿A quién había servido con su obra, a Dios o al demonio? Ya no lo sabía. De nada estaba seguro. Lo que le preocupaba en la segunda parte de Almas muertas no era tanto su valor literario, la calidad del estilo, la búsqueda del epíteto alado, la verosimilitud e interés del asunto, sino el carácter moral, o al menos didáctico, de la composición. Oscuros personajes eclesiásticos cobran entonces protagonismo en su vida. La fe del escritor en su vocación  se tambalea. Sumido en un estado espiritual sombrío y melancólico, aterrorizado por los posibles contenidos pecaminosos de las tramas que inventa y los personajes a los que da vida, es fácil presa de admoniciones y reprimendas, que no hacen más que exacerbar su terror y afianzar su inseguridad, tan incomprensible como conmovedora. Llegado a ese punto, a sus enfermedades imaginarias y misteriosas –Gógol es uno de los grandes hipocondríacos de la literatura- se suman sus obsesiones religiosas, sus temores de haber equivocado el camino. Se impone ayunos, castigos, penitencias. Renuncia a todo. Hace cuanto le piden. Pero, cuando le instan a que abandone la literatura, Gógol se siente perdido. Sin la literatura no es nada. Él sólo vive para escribir. Si no tiene valor su obra, ¿cuál puede tener su vida? Y se siente perdido. Le cercan la locura y la desesperanza. Apenas se alimenta ni sale de casa. Y acaba tomando una decisión drástica, que no admite vuelta atrás: quemar la segunda parte de Almas muertas, el manuscrito en que ha estado trabajando con dedicación incansable durante años. La escena, por conocida, no deja de ser escalofriante: La noche del 11 al 12 de febrero de 1852 Gógol despertó a su criado y le pidió que encendiera el fuego. Luego le mandó en busca de un portafolios. Cuando el muchacho regresó, Gógol sacó un atadijo de cuadernos y lo arrojó a las llamas. El criado trató de disuadirlo, pero Gógol le respondió que se callara y le dijo que lo mejor que podía hacer era rezar. Al cabo de un rato se dio cuenta de que sólo se habían quemado los bordes de los folios. Entonces liberó la cinta que unía los cuadernos y los dispuso sabiamente sobre las ávidas llamas, que apenas tardaron unos instantes en reducirlos a cenizas. Gógol contempló la escena en silencio. Cuando la última hoja acabo de consumirse, estalló en sollozos. A continuación se retiró a su habitación.

A partir de ese momento simplemente se dejó morir. Se negó a ingerir alimentos, apenas se levantaba de la cama y a los ruegos y preguntas de sus angustiados amigos y de los sorprendidos médicos, sólo respondía: “Estoy bien. Dejadme en paz”. Tal vez esperaba una intervención directa de Dios, porque, en una ocasión en que un amigo le suplicó de rodillas que comiera algo, contestó: “Si conviene a Dios que viva, viviré”. Gógol abandonó por completo su cuidado personal: no se lavaba, no se afeitaba, no se peinaba, iba siempre con ropas de cama. El 20 de febrero de 1852 los médicos, alarmados por el galopante deterioro del enfermo, celebraron un consejo en el que decidieron prescindir de la voluntad del paciente y cuidarlo como si tuviera las facultades mentales perturbadas. Lo de cuidarlo es un eufemismo. En realidad, se iniciaron entonces una serie de torturas y tormentos que parecen más propias de una novela de terror. Nabokov ha descrito la escena con maestría: baños de agua caliente con aspersión de agua helada sobre la cabeza, cataplasmas en las piernas, lonchas calientes de pan en el cuerpo desnudo y media docena de sanguijuelas pegadas en la nariz que resbalaban por las mejillas y se introducían en la boca sin que el escritor pudiera hacer nada, porque tenía las manos atadas. Sus últimas palabras, ya puro delirio, fueron: “¡Una escala, pronto, una escala!”. Gógol murió el 21 de febrero de 1852 (4 de marzo según el calendario nuevo), a eso de las ocho de la mañana. Sólo tenía cuarenta y tres años. En su lápida se grabó una cita apócrifa del Libro de Jeremías que él mismo había elegido: “Me reiré de mis palabras amargas”.

Gógol dejó una obra poco copiosa e irregular. Sus primeros cuentos, Las veladas de Dikanka, ambientados en su Ucrania natal, guardan pocas similitudes con su obra posterior, mucho más compleja y rica en significados, aunque en esa colección se incluye un relato que prefigura ya el desarrollo de su obra posterior: Iván Fiódorovich Shponka y su tía, en el que aparecen las ambigüedades, el ronroneo cómico con trasfondo trágico, las alusiones y las medias palabras, el equilibrio inestable entre divagación y trascendencia que se convertirán en el sello irrenunciable de sus mejores composiciones. En Mírgorod puede encontrar el lector otra obra maestra, compendio de todas las virtudes del arte de Gógol: una historia disparatada e irrelevante que acaba llenándose de dramatismo y adquiriendo una dimensión y una hondura sobrecogedoras, Por qué discutieron Iván Ivánovich e Iván Nikíforovich. En los llamados Cuentos de San Petersburgo, que originalmente no se publicaron con ese título, destaca, además de El capote, ya citado, La nariz, un autentico tour de force estilístico y argumental, ejemplo sublime del Gógol más burlón y desinhibido. Aunque en esa obra Gógol lleva a sus últimas consecuencias su vena grotesca, cabe decir que todo es exagerado y está deformado como por un cristal cóncavo o convexo, que devuelve unas imágenes desconcertantes y contrahechas. En Almas muertas, por ejemplo, aparecen dos lectores extraños. El criado Petrusha, que lee cuanto cae en sus manos por el mero hecho de leer: no le importa el contenido, la trama, el sentido, sólo el proceso mismo de la lectura. Y el terrateniente Manílov, que lleva leyendo el mismo libro diez años seguidos y aún no ha pasado de la página catorce. Imposible encontrar en la obra de Gógol un lector normal, un cochero normal, un posadero normal, un carruaje normal, una habitación normal, una tetera normal. Todo está deformado, sometido a una suerte de filtro que desbarata y descoloca los diferentes elementos que componen la realidad concreta. Las imágenes de Gógol son tambaleantes y están siempre en equilibrio inestable. Sólo él consigue mantenerlas en pie. A cualquier otro se le habrían roto en la mitad de la frase.

De Almas muertas, obra analizada y diseccionada hasta la saciedad, poco queda por decir. Su argumento sombrío, en no menor medida que el propio título, tiene algo de demoníaco y oscuro, un componente inquietante y turbio que afecta tanto a la trama como a los propios protagonistas. Se diría que Chíchikov no es una criatura de este mundo. ¿Quién es en realidad ese hombre, “ni guapo ni feo, ni grueso ni enjuto, ni joven ni viejo” que deambula por el inmenso imperio ruso comprando actas de siervos muertos? Por lo demás, en Almas muertas hasta la composición resulta sorprendente. Lo normal, en una novela, es poner en antecedentes al lector en los primeros capítulos, bien desgranando una biografía del protagonista o mediante una sucinta exposición de conjunto, o acaso por medio de un personaje secundario, que se pierde en remembranzas en el curso de una reunión. Gógol, en cambio, reserva la biografía de Chíchikov para el último capítulo de la novela. Él mismo se da cuenta de lo inaudito de su procedimiento y, a modo de disculpa, ofrece la siguiente explicación al lector: “El autor se felicita de esta circunstancia, lo confiesa, pues esto le dará ocasión de hablar de su héroe. Hasta ahora, como ha visto el lector, se lo han impedido Nozdriov, los bailes, las damas, los chismorreos y los mil detalles que parecen insignificantes una vez consignados en un libro, pero a los que en el mundo se da mucha importancia”.

A grandes rasgos, podría decirse que el argumento de Almas muertas y El inspector es el mismo: la llegada de un personaje con ínfulas de gran señor o funcionario importante a una ciudad de provincias, el prestigio de que goza entre los prebostes y los propietarios adinerados mientras dura la impostura, y el desprestigio y la necesidad de la fuga cuando se revela la verdadera identidad del desconocido. De algún modo, se podría extraer conclusiones más angustiosas, contemplar toda la trama como una espeluznante alegoría de la naturaleza humana, de la índole de cada uno de nosotros: se raspa la superficie, salta la cáscara y queda el engaño desnudo del hombre, su insignificancia y su miseria. Todo ha sido apariencia, vanidad, ocultación. Dentro no hay nada, sólo vacío y orfandad. La mentira y el engaño, la vulgaridad y el polvo vestido con oropeles, adornos y galas. Envuelto en esas sombras y brillos falsos el hombre va pasando los días, soñando con “ese alimento lleno de amargura que lleva por nombre mañana”. En esa vacuidad de las vidas, en esa existencia desnortada y vana, en esas actividades y diversiones intrascendentes se oculta el verdadero drama de esos seres mediocres, que en última instancia son todos los seres, como se pone de manifiesto cuando llega la muerte. Imposible no preguntarse para qué han vivido esos hombres anodinos, qué razón o sinrazón han tenido sus días, para qué han respirado, en qué han ocupado su escueto tiempo. Así, en el capítulo X de Almas muertas, cuando muere el fiscal, sus amigos y camaradas se dan cuenta por primera vez de que “tenía un alma”.

Por último, dentro de su obra dramática, destacar El inspector, con su magnífica movilidad y su sátira implacable, y una pequeña pieza llena de colorido, aunque casi intraducible, que lleva por título Los jugadores de cartas.      

La prosa de Gógol, esa nueva forma de la magia y de la fantasía, es uno de los regalos más fastuoso y reconocibles de la literatura. Nadie ha vuelto a escribir así. El detalle minucioso, la indeterminación y los circunloquios son sus rasgos más característicos. A Gógol, por ejemplo, no le basta con decir que una mujer lleva cofia. A continuación añade que la cofia tiene cintas. Por si eso fuera poco, nos informa que las cintas están teñidas. Y, para redondear el cuadro, concluye que, para teñirlas, se ha empleado un procedimiento casero. A veces parece como si Gógol perdiera el hilo. Es una peculiaridad inconfundible de su estilo. Después de miles de vueltas y revueltas, de giros y torsiones, la frase acaba desembocando en una comparación o una metáfora que deja al lector boquiabierto. Valga como ejemplo de esa prosa impredecible el siguiente párrafo del capítulo V de Almas muertas: “Al acercarse a la escalinata entrevió, casi al mismo tiempo, dos cabezas asomadas a una ventana: una cara de mujer con gorro estrecho y largo como un pepino, y la otra, de hombre, de rostro ancho como una calabaza de Moldavia, una de esas cucurbitáceas con las que se construyen en Rusia las balalaicas, instrumentos de cuerda ligeros, alegría y orgullo de los donjuanes de veinte años, que suelen rasguearlas dulcemente, acompañando sus sones con un montón de miradas y silbidos dirigidos a las chicas guapas de pechos blancos, siempre dispuestas a escucharlos”. De dos caras asomadas a una ventana, hemos pasado a una calabaza, después a una balalaica y por último a una serenata… En medio de esa hirsuta y lujuriante vegetación aparecen de pronto efusiones líricas que no tienen relación con la obra. Son como ventanas desde las que Gógol lanza sus comentarios y juicios sobre el paso del tiempo o la banalidad de las acciones humanas o sobre el tedio de la vida. En ese marco de seres grotescos, en esa cumbre de la vacuidad y la necedad, esas breves y compactas digresiones poéticas producen un efecto tan estruendoso como una explosión repentina en un paisaje desierto. Tal vez el mejor ejemplo de ese recurso estilístico sean los párrafos que abren el capítulo VI de Almas muertas, en los que el autor nos habla de “los lejanos tiempos de la juventud, de la época aquella de mi infancia, perdida para siempre”, y a continuación pasa a reflexionar sobre la pérdida de la curiosidad, sobre el tedio que se va apoderando de los hombres con el transcurso de los años: “Ahora llego con la misma indiferencia a todas las fincas desconocidas. Contemplo tristemente su descorazonadora vulgaridad. Nada me alegra. Todo lo que antaño habría sentido ante el menor cambio de fisonomía, ante una explosión de risa o ante un chorro de palabras, fluye ante mi vista. Mis labios inmóviles guardan un silencio impasible. ¿Qué fue de mi juventud? ¿Qué fue de mi candor?…”. En ese mismo capítulo VI, un poco más adelante, el escritor se lanza de pronto a una meditación sombría sobre la vejez: “El joven impetuoso de hoy retrocedería de horror a la vista del viejo que podrá ser un día. Cuando al salir de los años encantadores de la juventud toméis el camino difícil de la madurez, llevad como viático esos primeros impulsos de humanidad. Si no, no volveréis a encontrarlos jamás. La vejez acecha, la vejez implacable, que no deja recoger de nuevo lo que una vez se abandonó. La tumba es más piadosa. En ella puede leerse: “Aquí yace un hombre”, pero ¡es imposible descifrar nada en los rasgos sombríos y helados de la vejez inhumana!”. 

En Gógol todo es indeterminación, incertidumbre. Un vaho de niebla parece cubrir las personas y los objetos, difuminando sus contornos, privándolos en cierto modo de identidad. Ya nos hemos referido a la extraña fisonomía de Chíchikov (ni alto ni bajo, ni joven ni viejo, ni gordo ni flaco). Otro ejemplo de esa imprecisión neblinosa es el terrateniente Pliushkin, una especie de ser inclasificable. El propio Chíchikov se pregunta durante un rato a qué sexo pertenecerá. Primero se dirige al personaje como si fuera una mujer, pero más tarde cambia de opinión porque “una mujer no se afeita, y esa especie de híbrido usa la navaja”. En cuanto al atuendo, la misma bruma, la misma incertidumbre. Nos dice Gógol que lleva al cuello “un objeto indefinido. Quizá una media, un chal, una pechera, pero en ningún caso una corbata”.

Otro de los ingredientes típicos de la prosa de Gógol es la exageración, siempre puesta al servicio de su enorme talento para las escenas cómicas, para las descripciones grotescas, para las deformaciones más extremas. Ahí está, por ejemplo, la figura de Pliushkin, avaro recalcitrante, que va recogiendo cualquier objeto que encuentra, por insignificante que sea: una pluma de ave, un trozo de cristal, un pedazo de tela… Cuando recibe la visita de Chíchikov y se entera de su atractiva propuesta, decide agasajarle con un poco de té y con un pedazo de bollo que le ha llevado su hija quién sabe si semanas o meses antes. Éstas son las instrucciones que da al mozo: “El trozo está un poco mohoso. Que lo raspen por encima con un cuchillo, pero que no tiren las migajas, que se las echen a las gallinas”. Luego se dispone a servirle a Chíchikov una copa. A saber los años que llevará almacenada la garrafa que saca. Procede de los tiempos de su difunta esposa y, como confiesa el propio Pliushkin, “ni siquiera le ponía tapón”. El líquido se ha cubierto de polvo e inmundicias, pero Pliushkin se ha encargado de darle apariencia de licor: “Había una gran cantidad de bichitos dentro, pero ya los he quitado. Ahora ya está otra vez clarito”. Cuando Gógol se decide a cantar las delicias del sueño, nos dice que “es el don de los felices mortales que ignoran las pulgas, las hemorroides y el exceso de inteligencia”. En el capítulo VIII de Almas muertas Chíchikov y Manílov se encuentran por la calle y se besan. Gógol nos informa de que “el beso duró cinco minutos largos y fue tan violento que durante todo el día les dolieron las encías”. En el capítulo IV se menciona un espejo “que refleja cuatro ojos en vez de dos y una torta en vez del rostro”. Y un poco más adelante se nos dice que Nozdriov se bebió diecisiete botellas en la cena. 

Tal vez el efecto que nos causan sus mejores obras lo describió el propio escritor mejor que nadie en el Capítulo III de Almas muertas: “¿Por qué en momentos de alegre despreocupación sentimos que la tristeza nos invade sigilosamente? La risa se hiela en nuestros labios. Nuestra cara se pone seria y de pronto nos vemos distintos de nuestros compañeros”. O en el magnífico final de Por qué discutieron Iván Ivánovich e Iván Nikíforovich: “Tras emitir un suspiro aún más profundo, me despedí a toda prisa, pues un asunto importante me obligaba a continuar el viaje, y me monté en el coche. Los escuálidos jamelgos, conocidos en Mírgorod con el nombre de caballos de posta, se pusieron en marcha, produciendo un ruido desagradable cuando sus cascos se hundían en la masa gris del barro. La lluvia caía a chorros sobre el judío sentado en el pescante, que se cubría con una estera. La humedad me traspasaba los huesos. La deprimente barrera y su garita, en la que un inválido remendaba su uniforme gris, pasaron lentamente ante mis ojos. De nuevo se sucedieron los campos, en unos puntos labrados y negros, en otros cubiertos de hierba. Las chovas y los cuervos empapados, la monótona lluvia, el cielo lloroso y encapotado. ¡Qué triste es este mundo, señores!”.  

Gógol supo reflejar la grandeza y pequeñez de cada hombre, la tragedia que se esconde detrás de cualquier existencia, incluso de la más anodina e insignificante, y en eso reside gran parte de su gloria. También en su habilidad para convencernos de que todas las aspiraciones y todos los sueños al cabo vienen a ser lo mismo, y de que todo es importante de alguna manera, lo brillante y lo opaco, lo fastuoso y lo ínfimo. A través de sus personajes risibles, desamparados, solos e insignificantes, Gógol traza algunos rasgos de ese mapa que, nos guste o no, define el secreto sublime y mísero de cada uno de nosotros.