El regreso de Gregorio Pueyo (Zaratustra) a su «Cueva»

En la añorada revista de cultura El Fingidor que, dirigida por José Gutiérrez, editaba la Universidad de Granada, aún llegué a tiempo de que, antes de su triste desaparición, sus atractivas páginas de color ahuesado acogieran en sus números 27-28, correspondientes a los meses de enero-junio 2006, un muy breve artículo sobre el librero y editor aragonés afincado en Madrid, Gregorio Pueyo. Ese artículo, con la intención de darle una mayor divulgación, ahora bajo el título de Gregorio Pueyo (1860-1913): El viejo Zaratustra, fue reproducido en agosto de 2007 en “La Cueva de Zaratustra” a la que, una vez más, de nuevo en compañía de mi bisabuelo, regreso.

Agradezco a José Antonio Durán la oportunidad de hacerme, una vez más, un hueco en este prestigioso y activo blog, no apto para mentes adocenadas, que apuesta por el libre pensamiento, y adonde periódicamente acudo desde el tantas veces irrespirable mundo exterior para vivificar mis pulmones, para informar de la reciente salida de un libro al que he dedicado muchos años de investigación, Gregorio Pueyo (1860-1913), librero y editor, con prólogo de la profesora de la Universidad de Granada Amelina Correa Ramón y bajo los auspicios del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto de Estudios Madrileños. Puesto que los méritos de lo que voy a decir a continuación no me pertenecen, y puesto que detrás de cada autor está siempre en la generalidad de los casos y a su sombra la omnipresente figura del editor, quiero vestirme ahora con plumas ajenas y encomiar las características de esta edición, al cuidado de Ediciones Doce Calles, con unas palabras que tomo de una crítica literaria que hizo el escritor José Francés del libro de Luis Bello El Tributo a París (Madrid, M. Pérez Villavicencio, editor, 1907) en la que reflexiona sobre el embellecimiento del libro: “Un libro bien editado es champán [sic] en copa de cristal finísimo, mujer que sabe de perfumes, y de flores y de bellas ropas en el acto de la entrega, y es también artística arteria que, llenando y satisfaciendo plenamente los ojos del cuerpo, hace que los del espíritu encuentren bueno lo mediano y estupendo lo que no pase de estar bien”.

Con la pretensión de cubrir un vacío bibliográfico, he rescatado en él algunas de sus pautas: su biografía personal, pero -sobre todo- el conocimiento de su intensa labor profesional, de la que su amplio y variado catálogo es un manifiesto ejemplo (fueron casi ¡250! los libros por él editados, algunos de ellos muy novedosos, otros muy atrevidos). Se cuenta en este libro lo que se ha podido averiguar sobre sus difíciles comienzos y en el capítulo que he titulado precisamente “los comienzos”, doy a conocer los sucesivos emplazamientos madrileños de sus librerías de lance hasta establecerse, definitivamente, en el año 1899, en la dirección emblemática, la de la calle de Mesonero Romanos; en su librería del número 10 es donde, en palabras de Eduardo Zamacois, comenzó a tomar bríos de editor, apostando por un buen número de escritores, algunos de los cuales con el tiempo ganarían merecida fama: José María Carretero, más conocido posteriormente por su seudónimo de El Caballero Audaz, Fernando Fortún, muerto tempranamente, Germán  Gómez de la Mata, Rafael  López de Haro, Augusto Martínez Olmedilla, Fernando Mora, Miguel Pelayo, Luis de Oteyza, Antonio Porras Márquez, Felipe Sassone, Francisco Vera, etc. Al modernismo, que ha generado ingente bibliografía en todas sus manifestaciones, irá ya siempre unido, y en un primerísimo lugar, su nombre.

Sus características personales hicieron que se generara en torno a él un rico anecdotario y el genial Valle-Inclán, frecuentador de su tertulia, le inmortalizará ya para siempre con su prosopografía característica en el personaje del librero “Zaratustra” de su esperpento Luces de Bohemia (1924). No fue, sin embargo, este mote el único que Gregorio Pueyo tuvo a lo largo de su vida, aunque sí el más exitoso. Pero, volviendo al esperpento mencionado, recordemos que, ya en la escena primera, Don Latino de Hispalis le ha llevado al librero unos libros para empeñar de su inseparable compañero Max Estrella, por los que sólo ha recibido tres míseras pesetas. Max Estrella, trasunto del escritor Alejandro Sawa, al enterarse de esta cantidad irrisoria y no estando para nada conforme con ella, volverá en compañía de Don Latino a la librería, a “la cueva de Zaratustra”, para deshacer el trato, algo ya imposible, por las artimañas de Don Latino … y del librero. Esta pequeña estafa será el leitmotiv de la escena segunda, que no me canso de leer y releer y que comienza así: “ESCENA SEGUNDA. La cueva de Zaratustra en el Pretil de los Consejos. Rimeros de libros hacen escombro y cubren los paredones. Empapelan los cuatro vidrios de una puerta cuatro cromos espeluznantes de un novelón por entregas. En la cueva hacen tertulia el gato, el loro, el can y el librero. ZARATUSTRA, abichado y giboso -la cara de tocino rancio y la bufanda de verde serpiente-, promueve, con su caracterización de fantoche, una aguda y dolorosa disonancia muy emotiva y muy moderna. Encogido en el roto pelote de una silla enana, con los pies entrapados y cepones en la tarima del brasero, guarda la tienda. Un ratón saca el hocico intrigante por un agujero”.

Gregorio Pueyo fue, se ha repetido hasta la saciedad, uno de los pioneros del negocio editorial español del fin de siglo. Trabajador infatigable, había venido a Madrid desde su Panticosa natal, en el Pirineo oscense, con una mano delante y otra detrás, como vulgarmente se dice. No se conocen sus primeras ocupaciones en la Villa y Corte pero sí que, en un momento determinado, vende folletos pornográficos por los cafés de la época. Este duro oficio de tirar del bolsillo de los parroquianos y ofrecerles su delicada mercancía le debió proporcionar magros, aunque suficientes, ingresos para poder establecerse por su cuenta y hacer frente a los gastos de un alquiler. Sobre la literatura ambulante, llamada de “colportage” por los franceses y de cordel por nosotros, escribió Emilio Poblet Díez que “encerrada en un lienzo atado por las cuatro puntas recorría […] todos los cafés madrileños en busca de los aficionados al Arte de echar las cartas, Oráculo de Napoleón, Libro de los sueños, Bertoldo, etc., etc., y que debía producir lo suyo, puesto que todos sus expendedores acababan por establecerse con librerías serias, más o menos bien surtidas y atendidas […] El viejo Pueyo, como Iravedra también, dejó la venta ambulante y puso su chiscón en la calle de Mesonero Romanos”. Sirva de dato curioso, desconocido hasta ahora y sintomático de su escasez de recursos que, con anterioridad a la celebración de su matrimonio, Gregorio Pueyo expone en instancia escrita de su puño y letra y dirigida al Excmo. Sr. Vicario Eclesiástico de Madrid que “tiene concertado matrimonio con Antonia Giral Galino y careciendo de recursos para poder verificarlo a gastos enteros suplica se digne mandar se le despache a mitad de gastos …”.

A su librería de la calle Mesonero Romanos llevaron su guirigay los jóvenes escritores, esos “melenudos modernistas”, que querían hacerse un hueco en el mundo de las letras y, entre ellos, no escaseaban los auténticos bohemios, individualistas rabiosos, con comportamientos que les hacían olvidarse de los cuidados prosaicos del vivir. Recordemos estas palabras de Alphonse Daudet en el clásico Cartas desde mi molino: “¿De modo que te ofrecen un empleo de cronista en un gran diario parisiense y tienes la desfachatez de rehusarlo? … ¡Pero contémplate un poco, desdichado! Mira ese pantalón deshilachado y remendado, esos zapatos en estado lastimoso, ese demacrado semblante que va pregonando el hambre. Y no obstante, ¡he ahí adónde te ha conducido la pasión de las bellas rimas! ¡He ahí de qué te han valido diez años de leales servicios como paje en las huestes del maese Apolo! … ¿No te da vergüenza?”. Pongo imagen a estas palabras viendo el admirable cuadro titulado “el poeta pobre”, nada que ver con los burgueses representados en “el ratón de biblioteca” o “el aficionado a los cactus”, todos ellos del pintor romántico alemán Carl Spitzweg (1808-1885), en el que se representa a un poeta tumbado en su camastro en una buhardilla tan chica que, llegado el caso, no sería posible medir los metros cuadrados de su superficie y en el que sólo hay sitio para el chubesqui, una cuerda entre pared y pared, de la que cuelga una enorme revista (¿puesta a secar o para evitar que la roan los ratones …?), un perchero ¡y una mesilla y un atril fabricados con libros! y que, ante el temible casero, se debía inocular con todo seguridad, siguiendo a José Jackson Veyán, el “suero anti-rábico-pagano”. Todo recuerda, es verdad, a la buhardilla más famosa de la bohemia, la que aparece en Escenas de la vida bohemia, de Henry Murger. Y es que el oficio de poeta fue en todos los tiempos un menguado oficio.

Pero retomando el hilo de lo que venía diciendo, también frecuentaron su librería los “golfemios”, ¡por sus actos les conoceréis!, auténticos hampones literarios, técnicos en el arte de sablear, que sin poseer esa genialidad, vivían, con alguna dosis de ingenio, de la desvergüenza y del engaño y que acostumbraban olvidarse de las sabias consejas, esas que decían: ¡No tengas cuentas de libros, guarda mejor libros de cuentas! 

Se completa el volumen con unas fotografías familiares, pocas, lamentablemente, de un gran valor sentimental y ya histórico, las únicas que han llegado hasta el día de hoy, y una cuidada selección de ilustraciones, en color y en blanco y negro, la mayoría inéditas o escasamente reproducidas en los manuales sobre la historia de la edición en España, que introducen al lector en la enorme riqueza de la “Edad de Plata”. 

Muy pronto, en 2013, se cumplirá el primer centenario de su fallecimiento y del que, como tímida señal de revitalización, muy poco a poco, gracias a la valentía de algunos editores, y dentro de colecciones cuyo nombre no lleva a engaño, “Biblioteca de Rescate” o “Biblioteca de Libros Olvidados”, se van reeditando, tras varios años de ser inasequibles, obras de algunos de los autores de su catálogo.

En el caso de Gregorio Pueyo no ha aparecido ningún baúl como ese de Fernando Pessoa lleno de gente, de heterónimos quiero decir, o como el que conservó durante más de cuarenta años en un pueblo perdido de la serranía de Gredos la compañera de Rubén Darío, Francisca Sánchez, repleto de documentos rubenianos … Sin embargo, es el paso del tiempo el que pondrá a Gregorio Pueyo en el lugar que le corresponde y confío y espero que este libro, que debería servir para divulgar la figura de mi ilustre antepasado, contribuya a ello.