El Rastro, mi gran museo de los recuerdos

José Antonio Durán
José Antonio Durán (Tonio) en las Tetas vallecanas, con la gran ciudad al fondo

Memorias de Tonio.- Hace 25 años (1988) cerramos para siempre un capítulo inolvidable de nuestras vidas. Tras haber vivido con intensidad la primera infancia de nuestros hijos en pequeños pueblos de Galicia, la Manchuela y la Comunidad de Madrid (Rianxo, Cenicientos, Ledaña, Morata de Tajuña), pasamos a residir con continuidad en la casa que promovimos un grupo de amigos de los años universitarios (con poquitos duros que echarnos al bolsillo) a finales de los sesenta, creando “El Arca”, una singular experiencia cooperativa. En Moratalaz. Un barrio alto y aireado de la periferia de Madrid, hoy céntrico, lleno de parques, con algo más de 110.000 habitantes y excelentes vistas de la gran ciudad contaminada; con nocturnos y diurnos dignos de saborear desde las terrazas de nuestras casas o desde las tetas de sus alrededores.

Entonces todo esto no existía. Sólo visitábamos el barrio de después, de manera esporádica y en la camioneta de servicio, algunos progres de la época, al ser amigos de los amigos del famoso cura Gamo (que casó, por cierto, en su iglesia parroquial de Moratalaz, a más de uno)… Y fue así cómo este provinciano del mundo pudo añadir a su complejidad –más bien errante- de los años anteriores, el sendentarismo imperfecto que nos permite gozar ahora de forma estacional del otoño luminoso y el invierno (frio, seco, velazqueño) de Madrid o Morata de Tajuña, y de la humedad galaica del resto del año. Cuando nuestros marcos existenciales pasan a ser la comarca y la ensenada de Rianxo y meu Pontevedra, la Bella Helenes.

Fue en aquel entonces (1988), cuando Tonio –con 47 mayos sucesivos a sus espaldas- comenzó a frecuentar con regularidad el Rastro y la Cuesta de Moyano.

Hoy por hoy (febrero, 2013), no concibo mis domingos madrileños sin ese encantador recorrido dominical, al que llego de manera invariable hacia las 09,15 (aunque nieve o hiele), haciendo el primer alto –con café, churros (o porras), y la conversa que venga cuento-, bajo la mirada intemporal de la estatua de Cascorro.

Gozos de viejo observador participante
(El señor de las notitas)

El Rastro de Madrid
El Rastro de Madrid

Voy al Rastro –pueden creerme mis lectores- con la misma puntualidad y el mismo rigor a que me someto en otros comportamientos profesionales. Soy para la gente del Rastro un objeto más, pintoresco o singular (“el señor de las notitas”), porque -armado de papel, lápiz y sacapuntas- anoto de manera telegráfica cuanto me sorprende. El primer apunte de una parte sustancial del dietario y de mi diario personal del último cuarto de siglo.

Es así que, paso a paso, domingo tras domingo, el Rastro madrileño, además de fuente de conversa, noticia e ilustración de cuanto pasa en la gran ciudad, ha venido a ser un aditamento fundamental de mis historias e investigaciones de toda la vida.

La mirada curiosa atiza, sobre todo, la memoria de esas pequeñas cosas, los tipos, los objetos, los libros… que parecían olvidadas para siempre, razón de que esa antiquísima feria permanente del viejo Madrid se haya convertido en el más formidable museo abierto hacia mis propios recuerdos.

Desde hoy, aprovechando LA CUEVA DE ZARATUSTRA, voy a ir compartiendo con mis lectores algunos de esos recuerdos y observaciones, uniendo al relato autobiográfico la instantánea fotográfica y la anécdota erudita, sacando punta a los cambios –tan rotundos- que todos los de mi tiempo hemos ido viviendo como la vida misma, desde que tuvimos uso de razón. Recuerdos tan aparatosos y difíciles de contar a nuestros hijos (y nietos) que –por veces- le parecen latosa facundia de los que tenemos esta edad, como si fueran consecuencia de la más pura fantasía. Entrañables recuerdos, sin embargo, para los que hemos vivido a la par de esos objetos humildes, tirados sobre las calles o metidos en las leoneras del Rastro, experiencias inolvidables.

Vayamos pues a una de las últimas novedades del Rastro, con imágenes de este mes de febrero de 2013.

Tiempo y Hora
(Fin del ciclo del reloj de pulsera)

Os Rosales. Dibujo de Pepe Conde Corbal
Os Rosales. Dibujo de Pepe Conde Corbal

Mi primer reloj de pulsera no era mío. Era de mi primo Francisco, albañil de profesión y el segundo gaiteiro de Os Rosales, el legendario grupo de música tradicional gallega que creó José Romero, cuya apasionante historia (de enorme éxito) publiqué en el magazine de La Voz de Galicia(1982) y recogí en el cuarto volumen de Crónicas (1986). El mismo grupo que animó, años más tarde (con sus cánticos y aturuxos) otra figura revolucionaria de la fiesta galaica: Maruja, la primera mujer animadora de los tradicionales grupos de gaitas, tras su casamiento con José Romero.

Tenía entonces poco más de nueve años y pasaba parte del verano de buen estudiante (para cambiar los incontaminados aires de Pontevedra) en casa de mi abuelo Francisco, donde nació mi madre. En su aldea de Asadelos, en la parroquia labradora de Santa María de Asados (Rianxo). A 20 pasos de la casa de los Romero, donde estaba el pequeño espacio dedicado al ensayo del grupo. Yo asistía con mucha regularidad a esos ensayos del formidable conjunto, que ya gozaba de nombradía comarcana, y hasta me levantaba tempranito los días festivos de la parroquia para acompañarlos en sus alboradas, participando del generoso convite con roscón y golosinas diversas que le ofrecían las casas.

Francisco, en esos días de fiesta y ocupación,  me dejaba lucir su reloj de pulsera, y yo era feliz mostrando en mi muñeca izquierda aquella novedad que aún lucían muy pocos mortales a comienzos de los años cincuenta. De manera gratuita, para hacerlo notar, daba la hora de continuo a todo el mundo, haciendo el ridículo, porque a muy pocos amigos de Asados le interesaban las horas del día por entonces. De aquella, la aldea tenía su viejo reloj comunitario en la gran campana parroquial de la iglesia, y su eterno reloj del tiempo de labranza en el nacer el día y en el apagagarse en la noche, jornada tras jornada.

Desde la niñez, en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, el prestigio que daba ese poder saber la hora, minuto a minuto, a través del reloj de pulsera, fue a más. Y su reinado en las muñecas de los ciudadanos del mundo acabó por democratizarse hasta el infinito, formando parte de las escasas propiedades de los más humildes, como compañero invariable de nuestras vidas.

El reloj de pulsera desbancó para siempre al no menos prestigioso, pero más antiguo y selectivo, reloj de pecho de nuestros abuelos más lejanos. El que ofrecían (con la vestimenta) los fotógrafos ambulantes a los lugareños, para que lo lucieran –como si fuera propio- en los retratos de encargo que se mandaban a los hermanos y a los hijos de América. Con la cadenita de sus ropajes dominicales o ceremoniales. Normalidad –volviendo al de pulsera- que clasificó a la población según las marcas y los distintos precios de las relojerías.

Yo aún luzco hoy un reloj de pulsera común, como a los de mi clase corresponde; pero no lo llevaré –estoy seguro- por mucho tiempo. Los móviles, al dar la hora y estar en todas partes, están acabando a gran velocidad con este aditamento. Y el Rastro (como museo de la memoria, convertido hoy en un lamento, por lo que pasa y lo que nos pasa) los acoge ahora, como acogió antes a tantos otros objetos de esta clase, en el declinar de sus ciclos respectivos.

RelojesEl mercado madrileño, en la arrancada crítica de 2013,  aparece inundado de relojes de pulsera, tan cargados de recuerdos como el mío, en la más variopinta de las exposiciones. Como formidable museo abierto de antigüedades, también lo es de objetos en rápido desuso. El Rastro viene a ser, en definitiva, para los anotadores de esta clase de cambios precipitados, el primer indicador de que la era del reloj de pulsera –como objeto de uso común para medir las horas- ha pasado. Que ya nunca volverá a ser lo que fue, ni a decirnos la hora como antaño.

Y no sólo los relojes de pulsera se van o se han ido, según el vaticinio incontrovertible del Rastro. Los relojes despertadores han desaparecido también de nuestras casas, afectados por la generalización del móvil. Dentro de poco, de la era de los relojes sólo quedará -por su poder evocador y decorativo- algún modelo antiguo de reloj de pared. De los incontables que –si están interesados en ello- pueden comprar en el Rastro.

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