Echegaray: Encarnación y Efigie de su Tiempo

A nuestro hijo Rafael

Paso cuatro meses al año residiendo en Galicia
y los ocho restantes en Madrid, pensando en volver a ella.
José de Echegaray.

 

 

Al serle ofrecida la cartera de Hacienda, en julio de 1905, por su amigo Eugenio Montero Ríos, presidente del Gobierno y antiguo compañero de radicalismo, Echegaray se resistió “heroicamente” alegando su alejamiento de la política, su avanzada edad y sus ocupaciones como catedrático.  Pero acabó por ceder y el mismo día de su nombramiento, a la salida del entierro del exministro Urzaiz, declararía: “He aceptado el puesto como al que, andando por la calle, le cae encima el alero de un tejado… En estos momentos soy un muerto que viene a acompañar a otro.”

Nada particularmente destacable realizaría en sus cuatro meses y medio de mandato, pasando la temporada de verano, como de costumbre esos años, en su quinta de Cantoarea, en Marín, junto a Pontevedra donde, según las crónicas, “hacía vida infantil y regocijada, remaba en bote, jugaba a la pelota con sus nietos y recorría en bicicleta las carreteras.”  De regreso a Madrid  trata varias veces, infructuosamente, de dimitir su puesto de ministro, y llegó a rumorearse insistentemente su nombramiento como presidente del próximo Gobierno.

El veinte de noviembre sometía al Congreso el proyecto de presupuestos para 1906, básicamente similar a los anteriores de Villaverde y Cauna, decepcionando a aquellos que esperaban de la “vieja gloria” de la revolución de Septiembre alguna reforma presupuestaria en beneficio de las clases medias y populares.

Unos días más tarde las violencias del ejército en Barcelona contra las redacciones del semanario Cucut y del diario La Veu de Catalunya, acusados de realizar campaña contra el propio ejército y contra la unidad nacional, y la incapacidad del gobierno para castigar el desmán por no contar con el apoyo del monarca, provocó la consiguiente crisis y la dimisión ministerial, concluyéndose así la fugaz aparición de Echegaray en la escena política de este periodo.

Con nuevos bríos y en el declinar de su vida, todavía Echegaray desarrollaría una intensa y variada actividad. Hacia 1908  aparece, entre otros cargos y distinciones, como director de la Academia de Ciencias Exactas, y Presidente de la Real Sociedad Matemática de España.  Antes lo había sido del Ateneo y miembro de la Sociedad de Economía Política y de la Real Academia Española. También por esos años es miembro de la primera Junta de Ampliación de Estudios, de tanta importancia en la etapa institucionalista posterior a 1906, siendo principal impulsor, con otras personalidades como Ramón y Cajal, Joaquín Costa, Eduardo Vincenti y Gumersindo de Azcárate, en la concesión de becas de estudio en Ciencias y Matemáticas en Universidades europeas.

Pero el hecho más relevante de este periodo fue, sin duda, su nombramiento como catedrático de Física Matemática  de la Facultad de Ciencias en la Universidad Central, el cuatro de marzo de 1905, actividad docente interrumpida durante el periodo de cerca de cincuenta años y que ahora, redondeando el ciclo de su vida, volvía a ejercitar.  Y unos meses después, el primero de octubre, se le encomendaría la tarea de inaugurar solemnemente el Año Académico 1905-1906 en el paraninfo de la Universidad,  pronunciando un discurso con el tema: “Las matemáticas puras, la físico-matemática y la crítica de ambas ciencias.”

 

De su trabajo diario en la cátedra, desde la que apoyó la libertad científica de los jóvenes sin interferencias políticas (y que  prácticamente prolongaría hasta el momento de su muerte en 1916) recordaría Rey Pastor su dedicación, su rigor y su originalidad: Todos los cursos variaba de materia, siempre siguiendo al día el movimiento científico ¡un octogenario prestando vida y energías a la Universidad!  Hablando hace dos años con el profesor Levi-Civita (la primera autoridad de Italia en Física-matemática), nos decía: A pesar de no ser un investigador Echegaray da tal sello de originalidad a la exposición, sabe simplificar de tal modo los problemas, que yo recomiendo vivamente a mis alumnos el estudio de sus conferencias, y yo mismo aprendo mucho de ellas.

UN NIÑO PRODIGIO

Nace José  Echegaray y Eizaguirre el 19 de abril de 1832,  dia de Jueves Santo, en un Madrid que todavía vive los últimos destellos de la década ominosa, bajo el reinado de Fernando VII. Resuelto el pleito dinástico a favor de Isabel, con la regencia de María Cristina a partir del primero de octubre de ese mismo año da comienzo un breve periodo de transición hacia un régimen liberal que se establece definitivamente con la muerte de Fernando VII en septiembre de 1833.  Una severa epidemia de cólera, disturbios y matanzas de frailes en Madrid, amnistía para los liberales e iniciación de la guerra civil por los partidarios del pretendiente carlista, son datos significativos que jalonan el fondo histórico en la más temprana edad del dramaturgo madrileño.  Con el retorno de los “exaltados”,  1833, del exilio europeo, y su reingreso en la política española junto a los moderados del interior, el liberalismo, al igual que había ocurrido en el primer periodo constitucional, volvería a dividirse en dos corrientes, una liberal y otra conservadora, que durante todo el siglo XIX, y parte del XX, y en diferentes reencarnaciones, habrían de distribuirse el poder, formando el eje central del mecanismo público español, esbozándose en esta forma la nueva escena política española en la que Echegaray vendría a ser, en ese siglo y a principios del siguiente, personaje de singular relevancia.

La madre, Manuela Eizaguirre Chaler, era natural de Azcoitia, provincia de Guipúzcoa.  El padre, José Echegaray Lacosta, de Zaragoza, se había escapado de casa muy joven, para evitar el proyecto paterno de hacerle sacerdote, trasladándose a Madrid, donde se gana la vida como puede en busca de los necesarios medios de subsistencia, hasta conseguir, con grandes dificultades, realizar estudios superiores.

Al nacer José, los Echegaray habitaban un piso en la legendaria calle del Niño (llamada desde 1848, calle de Quevedo),  situada entre las de Cervantes y Lope de Vega, y en cuyo número 9 tuvo casa en propiedad, Quevedo. Al día siguiente de nacer,  era bautizado en la iglesia de San Sebastián, cuya parroquia correspondía a dicha calle, y donde también lo fueron otros dramaturgos ilustres: don Ramón de la Cruz, Tamayo y Baus, Moratín, donde se casó Larra; y donde se celebró el funeral y el entierro de Lope de Vega, entre otros escritores ilustres.

 

El padre en 1835 y previa oposición, es nombrado catedrático de Agricultura en Murcia, donde desempeñó también la cátedra de Griego en el Instituto y, como regente, la asignatura de Botánica.

En el mismo centro docente comienza José sus estudios de bachillerato, siendo buen estudiante en todo y excepcional para las matemáticas, capacidad que es pronto detectada y orientada por su profesor don Francisco Alix. Su rendimiento en las asignaturas de ciencias es, así mismo, excepcional.  Ya en los primeros años escolares comienza a interesarse, en forma práctica y teórica, por los fenómenos eléctricos, conocimientos que posteriormente ampliará y daría a conocer en numerosos artículos y ensayos de divulgación.  En el instituto estudia francés, e inicia un interés por la literatura francesa que perdurará siempre en él. Lee a Dumas, padre e hijo, así como toda novela francesa que cae en sus manos, y asiste por primera vez al teatro, presenciando algunas obras románticas, como El paje, El trovador y Don Fernando el Emplazado.

En sus Recuerdos, Echegaray evoca la figura del profesor de matemáticas, don Francisco Alix, que habiendo sido encargado por el Ayuntamiento de levantar el plano de la población, había tomado a Echegaray por auxiliar.  José, que contaba entonces catorce años, tenía la misión de ir a despertarle todas las mañanas a las tres y media para salir con los ayudantes y con material apropiado por las calles de la ciudad para dirigir visuales, medir ángulos y tomar distancias. Hasta la casa del maestro lo acompañaba un guardián y tan pronto como don Francisco respondía con una voz a los golpes de la puerta, Echegaray le autorizaba para irse y aprovechaba los veinte minutos que su maestro aún tardaba en bajar para dormir en la acera, apretujado en su abrigo, junto al escaloncito de la puerta.  Al evocar el suceso, Echegaray afirmaría:

Aquellos sueños sobre la acera de la plaza eran dulces y tranquilos como ningún otro sueño.  Jamás en ellos asaltóme pesadilla alguna, la del perro, por ejemplo, que era la correspondiente a los años que voy refiriendo.  En cambio, qué pena tan grande y que desesperación cuando el ruido de las llaves interiores y el carraspear de don Francisco me despertaban.

El trabajo por las calles de Murcia se prolongaba hasta las once de la mañana, hora en que Echegaray regresaba a casa a tomar el almuerzo preparado por la madre. Y el autor de los Recuerdos, concluye así la historia:

 

Mi niñez, mi insignificancia y las piedras de la plaza: Aquella sí que era la felicidad perdida para siempre.  Aun hoy mismo llamo a mí aquellos recuerdos con indecible ternura, y si viviese en Murcia y existiesen las plaza y la casa, posible es que no resistiera a la tentación de dormir un rato, en noche cerrada, contra la puerta cerrada y sobre el escalón de arista redondeada, que más blando me parecía que almohada de pluma.

Las primeras lecciones de historia de España las recibió con los últimos aldabonazos de la primera guerra carlista.  A la muerte de Fernando VII, en 1833, lo que en un principio parecía reducirse a discordia cortesana entre los defensores del trono de Isabel y los partidarios de Don Carlos –dos distintas versiones de la monarquía absoluta- se transformó, con la obligada alianza de la regente María Cristina con los liberales, en guerra entre españoles y entre los principios del liberalismo y la reacción.  Después de la victoria de Espartero en el Norte, en 1839, la última esperanza del carlismo, en ese primer periodo de la guerra, se centraba en la lucha de las bandas que habían surgido en Cataluña, Aragón y en la zona de Valencia.  Aunque Murcia no se hallaba en el centro de la guerra, hasta allí llegaron los ecos del combate y no faltaron ocasiones en que importantes facciones carlistas amenazaron la capital, pasando a formar parte de las más intensas experiencias vividas por el jovencísimo Echegaray, y más tarde recordadas por él en sus memorias.  En una ocasión en que la milicia salió al encuentro de una de las bandas:

siete jóvenes de las principales familias de Murcia, a caballo todos ellos, se adelantaron al grueso de la milicia y acometieron a las avanzadas de la facción.  Pero bien pronto se vieron envueltos por el enemigo; unos murieron en la refriega,  los restantes fueron fusilados en el acto…

Muy niño era yo; pero recuerdo haber visto pasar, en una función cívico-religiosa, el carro fúnebre, no sé si real o simbólico, de aquellas nobles víctimas de la idea liberal y de aquella guerra fratricida, cuyas cicatrices, abiertas una y otra vez, lleva sobre sus carnes nuestra pobre España.

En Murcia, como en cualquier otra ciudad española de provincias, un catedrático de Instituto, aunque no bien remunerado, era una persona que gozaba de respeto y de alta estima social.  Fue posiblemente esa posición la que permitió al profesor Echegaray introducirse en el círculo de relaciones del general Ros de Olano y no cabe duda de que el propio general, advertido de las capacidades del joven estudiante de bachillerato y de los proyectos del padre para con su hijo, estimuló  la elección de unos estudios superiores en la Escuela Especial de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos.

La relación de los Echegaray con Ros de Olano se iniciaría sobre 1843, cuando el general se trasladó a Murcia como Jefe Político (gobernador civil).  Tiempo después, afirmaría Echegaray: Muchas veces, acompañado de mi familia he recordado la protección, noble y cariñosa, que el general prestó a mi padre cuando aquel ocupó el Ministerio de Fomento.

Efectivamente, las dificultades económicas que entrañaba enviar a José a Madrid y asistir durante un periodo de cinco años a la Escuela de Caminos, fueron resueltas con la ayuda de Ros de Olano, quien, al ocupar el Ministerio de Fomento, Instrucción y Obras Públicas en 1847, consiguió el traslado del padre a Madrid con toda la familia, como profesor de Botánica de la Escuela de Veterinaria, un año después de la llegada de Echegaray para preparar el ingreso en la Escuela de Caminos.  Ya desde entonces, y a través de los años, mantendría Echegaray con Ros de Olano un fervoroso agradecimiento y lealtad, como lo hace constar en sus Recuerdos: Mi padre, y todos nosotros, debimos al general Ros de Olano un favor inmenso. Inmenso para nosotros. Quizás más para mí que para nadie, y, que tal vez, fue decisivo para mi porvenir.  Hasta es probable que la figura del general ejerciera una cierta fascinación  e influencia en la personalidad y en la ideología liberal del matemático y dramaturgo madrileño.  Como éste lo sería después, Ros de Olano había sido poeta, dramaturgo (en colaboración con Espronceda), liberal e individualista, fanático del progreso con orden, inspirado orador en el Congreso, y habría de tener una directa y principal intervención en la Revolución de Septiembre, viéndose en diversas ocasiones arrastrado por el azaroso periodo político que le correspondió vivir.  Evocando la actuación decisiva de Olano para el traslado de su padre, con toda la familia, a Madrid, concluye Echegaray: ¡Bien lo merecía mi padre, que en botánica y en agricultura fue una de las primeras eminencias de España! Pero en su larga carrera, sólo la noble y cariñosa amistad del general Ros de Olano supo hacerle justicia.

Así van transcurriendo los primeros años escolares, siempre obteniendo sobresaliente en todo, y el primer puesto de la clase.

Para preparar el ingreso en la Escuela de Caminos, llega Echegaray a Madrid en 1848, en pleno periodo de hegemonía del partido moderado.  Desde 1843, con la desaparición del poder de Espartero, caudillo espiritual del progresismo, la subida al trono de Isabel II y el regreso de Martínez de la Rosa, se había abierto un periodo moderado, imbuido por el espíritu del justo medio, que se había iniciado tras el último gabinete progresista de coalición presidido por Olózaga, con el gobierno de González Bravo.

Las primeras desamortizaciones civiles y eclesiásticas de 1834 y 1837, favoreciendo a aristócratas y burgueses, había aumentado el desamparo y la miseria de los campesinos, provocando su descontento. La fundación de la Guardia Civil, en 1844, configuraría el régimen en su objetivo de mantener el orden social establecido y la propiedad absoluta en el campo.

 

Ya en este periodo comienza a perfilarse la figura del cacique, institución que habría de adquirir singular importancia, años después, con la Restauración, como intermediaria entre la Administración y un pueblo marginado de la vida pública.  La economía fabril cristaliza la conciencia burguesa en las zonas industriales del país, especialmente en Cataluña, mientras el proletariado urbano se va dibujando, aun débilmente, en Barcelona y en algunos puntos aislados del resto del país, y empiezan a surgir esporádicamente y en la clandestinidad los primeros movimientos obreros.

 

Al llegar a Madrid, se instala en una pensión en la calle de la Ballesta, donde residirá hasta la llegada de sus padres. El primer año fue de intenso trabajo, algo perdido en su ciudad natal, de la que ya nada recordaba. Trascurre el curso preparatorio bajo la dirección de don Angel Riquelme, de quien recibía clases diariamente en su propia casa de la calle de Urosas, frente al teatro que llamaban del instituto.  Por la noche acudía al Ministerio de Obras Públicas, regido aquellos días por Ros de Olano, para escuchar las clases que allí dictaba Riquelme sobre Geometría Descriptiva.  Pocos amigos, modesta habitación, trabajo agobiante y escasa comida que compensa, según propia confesión, con las castañas que compra a una vendedora de la esquina al regresar del Ministerio.

 

Apasionado desde su niñez por la lectura, aunque ahora más exigente y selectivo: En literatura, Homero, Goethe, Balzac. En Matemáticas, Carl Gauss, Joseph-Louis Lagrange, Adrien-Marie Legendre. Y amistad, que habrá de perdurar en el tiempo,  con dos de sus condiscípulos: Leopoldo Brookman, con quien comparte una misma afición por el género dramático, asistiendo una vez por semana a los teatros madrileños. Y Gabriel Rodríguez, futuro secretario de la Escuela  profesor de Derecho Administrativo.

Entre 1849 y 1853 cursa clases regulares de la carrera en régimen de internado, residiendo en la misma Escuela.  Juan Morer, catedrático de Matemáticas Aplicadas, recuerda cuando le llamó para exponer un tema en el encerado:

La explicación fue tan clara y exacta y completa, que no hube de rectificar un solo concepto, sin añadir una palabra; no fue una explicación de un discípulo aventajado, sino la de un maestro que domina la materia.  Comprendí que aquel alumno no debía sujetarse a la misma disciplina que los demás de la clase y le indiqué textos, libros y Memorias de consulta donde pudiera ampliar sus conocimientos.

En junio de 1853 tienen lugar los exámenes de fin de carrera en la Escuela de Caminos, Canales y Puertos, José Echegaray, a los veinte años cumplidos, es el número uno, y el más joven de su promoción.

Echegaray ingresa en el escalafón del Cuerpo en calidad de ingeniero segundo.  Tras una semana de espera recibe su primera misión profesional: Destino, Distrito de Granada. Ciudad de residencia, Almería.

INGENIERO IN PARTIBUS

Una editorial de la Revista de Obras Públicas, en 1853, comenta que, aunque en España las obras públicas han recibido un desarrollo innegable, reconoce que la situación en que se encontraban las principales carreteras, las de Madrid a Cádiz, a Valencia, Santander y Francia, las hacía intransitables.  El editorial hace referencia también a la mala calidad de la construcción y la deficiente conservación, indicando que desde que una nueva carretera se abre al tráfico, comienza el periodo de su destrucción: “Los transportes pulverizan el firme, las aguas lo descomponen y todos los efectos se unen para anticipar su ruina.”  Tres años más tarde, en 1856, la misma revista vuelve a insistir en el estado deplorable de la red de carreteras españolas: “Casi todas nuestras carreteras se hallan en un estado completo de destrucción y por lo mismo no hay que pensar en conservarlas, sino en hacer en primer lugar grandes reparaciones, reconstruir muchos trozos para llevar después a cabo y sin interrupción alguna, los medios más oportunos para conservarlas, a fin de conseguir que los sacrificios que se hagan den el resultado apetecido.”

La primera experiencia profesional de Echegaray, aunque coincide cronológicamente con el inicio del periodo de relativo progreso en las obras públicas, se encuadra claramente en las realidades de la situación arriba descrita.  Echegaray fue destinado a Almería para “conservar las carreteras de la provincia” y como “encargado de las obras del puerto.” El descubrimiento del estado real de esas obras y el del verdadero contenido de su propio servicio personal le causaron una gran decepción que, posteriormente, revelaría en sus Recuerdos:

Era como ser ingeniero in partibus, porque en la provincia no había ninguna carretera construida ni en construcción.  Había una en proyecto, y del proyecto estaba encargado otro ingeniero, don Manuel Caravantes… En la provincia había una legua de carretera, partiendo de Almería y en dirección a Godor, si no recuerdo mal; la longitud puramente precisa para servir de paseo a la población.  De suerte que, después de haber estudiado cinco años en la Escuela de Caminos desde el cálculo diferencial e integral hasta ferrocarriles, después de traer la cabeza atestada de toda la ciencia ingenieril que se conocía, y haber estudiado todas las grandes obras del extranjero, iba a Almería encargado de conservar una legua de carretera, ni más ni menos.  El sueldo no era muy grande, nueve mil reales, tras doce años de estudios;  pero tampoco era grande el trabajo: Recorrer de cuando en cuando seis kilómetros de macadán.”

Tampoco en lo concerniente a novedades técnicas, en un periodo tan propicio para la utilización de nuevos procedimientos, fue Echegaray afortunado.  El relato de su primera experiencia profesional sobre el terreno –el lanzamiento de escollera por un declive del puerto como medida previa a la realización del proyecto- es revelador:

En rigor, porque no quiero exagerar las cosas, también estaba encargado de las obras del puerto; pero como no existía ningún proyecto aprobado, lo único que por entonces y por algún tiempo se hizo fue ir arrojando escollera en una dirección determinada, que se suponía acomodada al proyecto que había de aprobarse.  De unas alturas inmediatas, tan inmediatas que puede decirse que estaban encima del espigón,  se sacaban bloques de la escollera, se colocaban a brazo y con palancas sobre una especie de carros o plataformas montadas sobre dos rodillos cada una, y unos cuantos peones tiraban de este carro a que daban el nombre de burro, hasta llegar a lo alto de un plano inclinado sobre terreno natural, pero sin carrilar ni cosa parecida. Este plano inclinado venía a estar sobre el espigón y en su misma línea.  En cuanto el burro estaba sobre el plano inclinado, se disparaba, no como burro, sino como demonio, y con su pedrusco encima bajaba con tremenda velocidad.  Lo que más me chocó fue el sistema de frenos que para moderar su marcha se empleaba.  Delante del burro y corriendo con él, iban unos cuantos trabajadores, tirando piedras en el camino por donde había de pasar el carretón; naturalmente, las trituraba, pero, al fin y al cabo, moderaba su velocidad.  Poco antes de llegar yo ocurrió una horrible desgracia: uno de los infelices trabajadores que iban tirando piedras a manera de víctimas sobre el ídolo monstruoso de caliza, tropezó, y el burro le planchó las dos piernas, que aquella vez sirvieron de freno eficacísimo.  Pues estos eran mis trabajos: recorrer una legua de carretera y ver bajar por el plano inclinado al burro, haciendo burradas con sus saltos y huidas correspondientes: sistema de transporte del que se hubieran avergonzado, no ya los egipcios, sino los hombres prehistóricos.

Los meses de estancia en Almería fueron “los más aburridos de su existencia.”.  Con la lancha del puerto, manejada por viejos marineros y él mismo dirigiendo el timón, pasea algunas veces por las costas próximas.  Lee mucho, alternando los textos de su especialidad (Recherches Arithmétiques, de Gauss, La teoría de los números, de Legendre, La Mecánica analítica, de Langrange), con la lectura de los Clásicos (Homero, Goethe, Balzac).  Acude a las representaciones de las contadas compañías que muy de tarde en tarde se asoman por el teatro de la ciudad, lo que sólo le sirve para exacerbar su nostalgia de la Corte, y por sus teatros.  Entre las escasas amistades sobresale la que inicia con José Monasterio, joven ingeniero de minas quien, años después, habría de morir asesinado en un motín minero.

Uno de los aspectos más reveladores de esta experiencia hubo de ser la de descubrir el verdadero carácter del Cuerpo de Ingenieros al que pertenecía y al que pensaba dedicar lo mejor de su vida y de su trayectoria profesional. Precisamente en sus años y hasta la Revolución de Septiembre habría de ser el Cuerpo objeto de ataques y censuras no sólo por su carácter “clasista y cerrado,” sino por absorber a un número excesivo de ingenieros, no proporcionado con la situación de las obras públicas directamente ejecutadas o dependientes del Estado y con la situación de pobreza del país.  Cada vez que se planteaba la necesidad de acortar el presupuesto en el Ministerio de Fomento se exigía desde la prensa o desde el Parlamento la reducción del Cuerpo, señalándose que las obras públicas en España, desde la explotación de minas hasta el tendido de la red ferroviaria, las realizaban mayormente ingenieros extranjeros a través de concesiones a compañías extranjeras.  Raymond Carr menciona, por ejemplo, la Real Compañía de Asturias, fundada en 1853 y financiada por un banco belga “con unos cuantos directores españoles para cubrir las apariencias.”

Respecto a la construcción de la red de ferrocarriles, desde el año 1855 hasta los últimos del reinado de Isabel II, fue realizada en sus principales líneas por capital extranjero, especialmente francés.  Como el mismo Raymond Carr ha indicado, “el capital de los Rothschild y de los Pereire centró en París el control del sistema ferroviario español, con oficinas de directores ficticios en Madrid,” y bajo estas circunstancias y para la realización de esas obras “España se vio invadida por jóvenes de la Ecole Polytechique y por ingenieros franceses.”

Para un joven de excepcional capacidad para las matemáticas y las ciencias físicas su futuro profesional se presentaba incierto y oscuro, y aun no cumplidos seis meses en Almería, decide declinar su próximo destino a Palencia y, recomendado por su consejero y amigo, Gabriel Rodríguez, aceptar un puesto como profesor de Trabajos Gráficos en la Escuela de Ingenieros, Canales y Puertos, en Madrid.

UN DESLUMBRANTE CURRICULUM

En 1854 regresa a Madrid y es nombrado profesor de Trabajos Gráficos, en la Escuela de Caminos, donde pronto descubren su inusual capacidad matemática y es encargado también del curso Matemáticas puras y aplicadas.

 

A los 25 años de edad, en 1857, para acrecentar un sueldo modesto que le resultará insuficiente al decidir crear una familia (contrae matrimonio con Ana Perfecta Estrada, de quien tendrá una niña al año siguiente y después un varón), abre una academia de preparación para el ingreso en la Escuela, que a los pocos meses, y por disposición ministerial debe cerrar por incompatibilidad entre la enseñanza pública y privada.

 

Estrechado por las necesidades crecientes de su familia, destruidas las esperanzas que había fundado en la enseñanza particular y espoleado por las posibilidades lucrativas que su carrera de ingeniero fuera del marco oficial no podía depararle, decide abandonar la Escuela y la docencia.

 

La Escuela entonces hizo un gran esfuerzo para retenerlo con una oferta que Echegaray no pudo declinar: los cursos de Estereotomía, Cálculo diferencial e integral, Mecánica Racional y Aplicada, Hidráulica y Física, además de simultanear ocasionalmente el ejercicio de la docencia en la Escuela de Ayudantes de Obras Públicas. Con todo lo cual obtenía un ascenso de sueldo a 18.000 reales al año, muy superior a los 9.000 iniciales como profesor de la Escuela.

 

Por si no hubiera sido suficiente, comisionado por la Escuela de Caminos o por la Dirección General de Obras Públicas, comienza a ser encargado de distintos proyectos y visitas en el extranjero; uno de tres meses para visitar la Exposición Universal de Londres.  Y el más importante, el realizado en el verano de 1860 con motivo de la ejecución del gran túnel de  Mont-Cenis, emprendido conjuntamente por los gobiernos de Francia y del antiguo reino de Piamonte, con el objeto de enlazar entre sí directa y rápidamente los ferrocarriles de ambos países que se hallaban separados por los Alpes.

 

El túnel debía atravesarlo en todo su espesor de doce kilómetros, quedando a más de 1.600 metros bajo la cresta de la montaña.  En tales condiciones la perforación del túnel por los procedimientos hasta aquella fecha conocidos y empleados, exigía entre 38 a 40 años de trabajo incesante y era, por tanto, indispensable adoptar un nuevo sistema de ejecución que redujese considerablemente aquel plazo.  Después de muchos estudios y experimentos los ingenieros italianos que dirigían las obras encontraron una solución, ideando para llevarlas a cabo máquinas, mecanismos y útiles completamente nuevos para ese periodo.  La magnitud de la obra y su novedad, y las grandes dificultades de su realización motivaron la visita de ingenieros y comisiones de muchos países, observaciones que, en cierto modo, anunciaban los albores del espionaje industrial.  En Madrid la Dirección de Obras Públicas disponía que Echegaray, acompañado de algunos alumnos de la Escuela visitara los trabajos del túnel y diera cuenta de su estado y marcha progresiva.  Según la relación de don José Morer, tiempo después director de la Escuela, Echegaray cumplió su misión en forma excepcional:

 

Echegaray en su Memoria describió por completo todos los aparatos y mecanismos, calculó su efecto útil, expresó la marcha que había de seguirse en los diversos periodos de trabajo y redujo a su justo valor las oposiciones que a la perforación del túnel y a la manera de realizarla se habían presentado… Tres años después desaparecía el secreto que guardaban los ingenieros italianos, y multitud de revistas técnicas publicaban cuantos datos y noticias podían desearse acerca del túnel y de los procedimientos de su ejecución.  Entonces quedaron completamente comprobados las previsiones y cálculos de Echegaray; las pequeñas diferencias que en ciertos detalles se observaban eran debidas a modificaciones que los mismos autores de la obra habían introducido posteriormente en vista de los resultados obtenidos en los primeros años de trabajo.

Paralelamente a su actividad docente, Echegaray comenzará a desarrollar sus múltiples  facetas como matemático, científico y economista.  En 1858, a los 26 años, publica su primer libro, Cálculo de Variaciones, al tiempo que comienza sus investigaciones y trabajos de orden científico que, con algunos intervalos, proseguiría toda su vida.  Como redactor de la Revista de Obras Públicas, publica sus primeros artículos sobre la luz, el calor, la electricidad y el magnetismo, reunidos poco después en el libro con el título Teorías Modernas de la Física, colaborando también con ensayos e informes similares en otras publicaciones, tales como la Revista Hispanoamericana y Anales de Química.

 

Hacia 1863, Echegaray, ingeniero, profesor, librecambista y aplaudido conferenciante en la Bolsa y en el Ateneo, altamente reputado por sus publicaciones de orden científico y propuesto para ingresar en la Academia de Ciencias, goza de un bien ganado respeto en los medios intelectuales de Madrid.  Sus dotes como profesor son unánimemente destacadas y, tiempo después, Ramón y Cajal declararía a este respecto, refiriéndose a sus conferencias en el Ateneo:

 

No menos relevantes y notorias son sus dotes de profesor y de conferenciante de altos vuelos.  Díganlo si no los discípulos que, llenos de fervor, han asistido a los varios cursos de álgebra superior profesados por el maestro en esta misma Escuela de Estudios Superiores.  Tan culto y escogido auditorio en el que figuraron aventajados ingenieros, se hacen lenguas de la profundidad de su análisis, de la elegancia y novedad de sus demostraciones, de la limpidez y amenidad de su estilo didáctico.

Respecto a la importancia y significación de la tarea científica llevada a cabo por Echegaray en estos años, y aun de la realizada mucho después, en el último periodo de su vida, un estudio de Rey Pastor revela la talla científica del ingeniero madrileño y lo sitúa en su verdadera dimensión:

 

Era tristísimo el estado de las ciencias exactas en España cuando Echegaray comenzó con inusitado brío su profesorado en la Escuela de Caminos.  Las lecciones que publicó en 1858 sobre Cálculo de las variaciones; sus problemas de geometría elemental y analítica (1865) donde sistematiza cuestiones dispersas, deduciéndolas por métodos generales de resolución, le dieron pronto fama de aventajado matemático y fue llamado a la Academia ese mismo año, leyendo en la recepción su famoso discurso acerca de la ciencia española.  Escrito en tiempos de inmensa agitación revolucionaria, fue este discurso demoledor un arma de combate; pero muchas de sus afirmaciones que entonces originaron airadas protestas, pueden hoy sostenerse con general asentimiento. Bien pronto comienza Echegaray su labor constructora.  En el mismo año 1866 publica su Introducción a la geometría superior y con ella importa España el sistema geométrico de Chasles, que por aquellos años gozaba de gran predicamento en Francia y que fue el punto de partida para la revolución geométrica operada más tarde en España por obra de Torroja… Estos trabajos fueron acogidos con éxito clamoroso, iniciando un resurgimiento científico que irradia de la Escuela de Caminos, y que tiene por foco a este hombre extraordinario, que en pocos años efectúa en España el tránsito de la Matemática y la Física del siglo XVIII a la de Glauss y Cauchy.  En ocasión no lejana lo hemos dicho: ‘Para la Matemática española, el siglo XIX comienza en 1865, y comienza con Echegaray.’

Surgió de nuevo en ese periodo la posibilidad de dejar la enseñanza y la Escuela de Caminos, y dedicarse como ingeniero a la actividad privada, al ser invitado por el marqués de Salamanca en varios proyectos, uno de ellos, la construcción de una vía que habría de cruzar de costa a costa el Canal de la Mancha, proyecto que alcanzó gran difusión en la prensa europea pero que no llegó a ser aprobado;  y el participar en la construcción de una parte de la red ferroviaria italiana.  Tentado estuvo Echegaray de aceptar la oferta y abandonar la Escuela, pero al fin declinó. Una decisión que resultó ser acertada, ya que la trayectoria de Salamanca iniciaba su declive en aquellos días, y cuyos negocios quebrarían en los años siguientes, habiendo de arrastrar en su caída a muchos técnicos que para él trabajaban. Habría, además, que tener en cuenta la creciente importancia de Echegaray en la vida pública madrileña de estos años, especialmente por su actividad y conferencias en la Bolsa y en el Ateneo, y el papel relevante que ya ocupaba en el frente librecambista, considerado como grupo de oposición y de potencial político futuro.  Consideraciones y factores estos no secundarios que Echegaray habría de sopesar cuidadosamente antes de decidirse a abandonar el país.

 

LIBRECAMBISMO VS. PROTECCIONISMO

En España la gran polémica entre librecambistas y proteccionistas se desarrolló durante todo el siglo XIX, adquiriendo mayor intensidad en el decenio anterior al derrocamiento de Isabel II,  en cuyo periodo el librecambismo, dirigido por hombres como Figuerola, Echegaray y Gabriel Rodríguez, desarrolló una intensa actividad política, hasta el punto de convertirse en un factor de primer orden en el advenimiento de la Revolución de Septiembre.

En términos generales, los librecambistas consideraban el proteccionismo, amparado en España por los aranceles más altos del mundo, como el deseo de la burguesía de enriquecerse a costa del consumidor, impidiendo cualquier posibilidad de expansión industrial y produciendo el estancamiento y el retraso de España.  Los proteccionistas, por su parte, esgrimían el retraso del desarrollo industrial y de este modo justificaban la necesidad de proteger la escasa industria nacional frente a los países extranjeros, exigiendo la intervención y control del Estado con la imposición de altos aranceles a los productos importados y la persecución y supresión del contrabando.  En los periodos de mayor recrudecimiento en la confrontación, ambas posiciones estuvieron defendidas siempre por los mismos grupos de intereses económicos.  De este modo, eran proteccionistas los fabricantes catalanes, para protegerse de la competencia de los tejidos ingleses;  los cerealistas castellanos, para eliminar la competencia de los trigos americanos y los propietarios de las minas asturianas, para protegerse de la hulla inglesa.  En todos estos casos, los productos extranjeros se ofrecían más baratos que los producidos en España.  Respecto a los librecambistas, lo eran en primer término los que, teniendo en el extranjero el mayor mercado para sus productos –por ejemplo, los exportadores de vino-, veíanse obligados bajo normas proteccionistas a sufrir medidas de reciprocidad.  Lo eran, en general, los comerciantes, interesados en vender más y más barato. Y, por razones obvias, el consumidor medio, no implicado en cuestiones competitivas.

Desde su regreso a Madrid en 1854, Echegaray se sitúa entre los dirigentes del círculo librecambista que, dirigido por Gabriel Rodríguez, su condiscípulo y amigo, y Secretario de la Escuela, combatía el proteccionismo en el Ateneo y en la Bolsa.  La influencia de Rodríguez fue decisiva en la formación y orientación  de Echegaray, fue siempre reconocida por éste:

Gabriel Rodríguez era un espíritu eminentemente práctico y batallador, y no se contentaba con lecturas, estudios y discusiones íntimas; quería salir, y salió a la lucha pública y ardiente, y me arrastró consigo, porque en mí su carácter resuelto y su talento ejercían y ejercieron siempre influencia decisiva.

En febrero de 1856, Gabriel Rodríguez y José Echegaray habían fundado El Economista, confeccionando entre ambos, prácticamente, la totalidad de los números aparecidos.  A pesar de su corta existencia –sólo dos años- El Economista, como portavoz del librecambismo, se convirtió en la revista más importante de su especialidad.  Aunque en un principio su objetivo era el problema arancelario en España y la continuación de la polémica con el proteccionismo, comenzó muy pronto a aplicar las doctrinas y teorías del librecambio a otros temas económicos y sociales.  En este sentido, El Economista combatía toda restricción a la libertad individual que no perjudicara al derecho de los demás y mantenía el principio de laissez-faire, como regla absoluta.

Por lo que se refiere a la industria teatral, El Economista se oponía a una anunciada protección estatal.  Esta oposición y las razones aducidas, adquieren un especial significado al situarlas en la perspectiva de Echegaray, futuro dramaturgo.  Mantenía El Economista que el teatro-espectáculo estaba sometido a las mismas leyes que los productos de las demás industrias;  que cuando el teatro no podía sostenerse libremente era por falta de afición, o riqueza, o porque el país no lo reclamaba; que la subvención era una injusticia, porque beneficiaba a acomodados  -que suelen ser los que van al teatro- pero perjudicaba a los pobres, puesto que, lógicamente, las subvenciones procederían del fondo general de contribuciones; y que la subvención tal vez vendría a mejorar la industria de los teatros protegidos, pero perjudicaría a los otros.  Afirmaba El Economista que el teatro era, en definitiva, una industria que en nada se diferencia de las otras, y concluía: Podrán sus productos satisfacer necesidades más elevadas, más morales que las demás industrias, pero no por eso dejan de estar sometidos a las mismas leyes generales de la economía social.  Los productos del teatro tienen utilidad, y satisfacen necesidades reales, puesto que hay quien cambie voluntariamente por ellos su dinero, y su valor lo fija la oferta y el pedido como el de todos los productos de la actividad y el trabajo del hombre.   Esta posición produjo reacciones y protesta, en especial por parte de La Iberia, el diario madrileño, que en varios artículos, defendió la necesidad de subvención, centrando su defensa en el antagonismo existente entre el teatro considerado como industria o como empresa comercial y la aspiración del teatro hacia la creación artística (en cierto modo opuesta a comercial por el editorialista).

 

ECHEGARAY Y LA POLEMICA DE LA CIENCIA ESPAÑOLA

Las  crisis políticas que habrían de conducir al destronamiento de Isabel II comienzan a sucederse a partir de 1864, año en que Prim, a quien las guerras civiles y los pronunciamientos habían hecho avanzar vertiginosamente en su carrera militar, se sitúa a la cabeza del partido progresista.  En ese mismo año el partido moderado vuelve al gobierno al igual que en 1848, para contener la revolución.  Al año siguiente la Universidad se pronuncia frente al Gobierno.

 

La decisión de Narváez de poner a la venta parte del patrimonio real como un “respiro” para la Hacienda Pública, y quedando parte de dicho patrimonio como propiedad privada de la reina, produjo críticas hostiles, en especial el artículo de Castelar en La democracia, en el que interpretaba “el rasgo” de la reina no como un gesto desinteresado, pues no entregaba nada que fuese suyo, sino como una apropiación indebida de un veinticinco por ciento de los bienes que pertenecían a la Nación.  La destitución de Castelar de su cátedra, seguida de la del rector de la Universidad de Madrid, don Manuel Montalbán, que no aceptó la sanción universitaria, provocó una manifestación de estudiantes, cuya conciencia filosófica, política y social había madurado en los últimos años por la labor krausista de las cátedras.  El Gobierno hizo frente a este suceso cargando la caballería contra los manifestantes, en la Puerta del Sol, la noche ya históricamente conocida como la “de San Daniel”, dejando un saldo de muertos y heridos.  Estos hechos revistieron tal gravedad política que aceleraron sin duda el proceso que desembocaría en la situación revolucionaria que se originó en España en Septiembre de 1868.

 

Precisamente en esta atmósfera de represión y de temor impuesta en Madrid por el Gobierno, especialmente en los medios intelectuales y universitarios, hay que situar el discurso de Echegaray en la recepción pública como miembro de la Real Academia de Ciencias, el 15 de mayo de 1866, sobre el tema La Historia de las Matemáticas con aplicación en España.

 

Echegaray comenzó trazando con mucho detalle la historia de las ciencias matemáticas en el mundo, acentuando el espíritu científico y de tolerancia que regía en la España medieval, y la importancia de la aportación árabe y judía en el reinado de Alfonso X;   España fue entonces, pero no la España cristiana, el centro del saber de Europa: en las célebres escuelas de Córdoba, de Sevilla, de Murcia y de Toledo, se enseñaba toda la ciencia acumulada durante tantos y tantos siglos en Oriente.  Después de recordar ese glorioso pasado de nuestra historia científica, indicó que, sin embargo, al estudiar el desarrollo científico en España a partir del Renacimiento sólo silencio y soledad he de encontrar por mi camino, explicado por nuestro despotismo político y nuestra intolerancia religiosa, y contrastando el gran auge científico europeo con la ausencia de todo progreso científico en España.  Abro la biblioteca hispana de D. Nicolás Antonio, y en el índice de los últimos tomos, que comprenden del año 1500 a 1700 próximamente, tras muchas hojas llenas de títulos de libros teológicos y de místicas disertaciones sobre casos de conciencia, hallo al fin una página, una sola… de libros de cuentas  geometrías de sastres.

 

Aunque Echegaray en su discurso afirmaba que se reducía a consignar el hecho sin apuntar la causa, que causa externa ha existido, insiste a lo largo de toda su exposición en la intolerancia religiosa y el despotismo político como circunstancias determinantes de esa situación: Si comenzamos a contar desde el siglo XV, bien comprendéis que no es ésta, ni puede serlo en verdad, la historia de la ciencia en España, porque mal puede tener historia científica pueblo que no ha tenido ciencia. Justificando su densa y morosa exposición del progreso científico en Europa, añade que he tenido que referir la historia de las matemáticas allá, para probar que no las hay aquí; afirma después que la moderna ciencia matemática nada nos debe, no es nuestra, no hay en ella nombre alguno que labios castellanos puedan pronunciar sin esfuerzo, y advierte, entre sus conclusiones, que en España la razón, la facultad más noble del ser que piensa, languidece y decae, y con ello todo languidece y muere al fin.

 

A pesar de la gravedad de su crítica, el aspecto constructivo del discurso se expresaba al recabar de los españoles el conocimiento correcto y profundo de la naturaleza conflictiva de su historia como condición previa para una regeneración:

Los grandes hechos históricos encierran provechosa enseñanza, y lecciones hemos recibido en lo pasado, que, si hoy somos capaces de comprender, pueden servirnos grandemente para el porvenir.

El discurso, que iniciaba la Polémica de la Ciencia Española, resultó áspero y agresivo y produjo penosa impresión en los sectores oficiales y académicos.  Pero afianzó a Echegaray como intelectual entre los grupos demócratas, donde comenzó a adquirir una posición muy preponderante, afirmándose entre los jóvenes que exigían otra España, una España con progreso y con honra.

 

PENSAMIENTO POLITICO

Respecto a su decidida vocación individualista y científica, no cabe duda que Echegaray era un claro exponente del pensamiento filosófico de su siglo, del que en tantas ocasiones, y desde la perspectiva del siguiente, se enorgullecería de pertenecer y representar: La tendencia dominante en el siglo XIX que fue individualista ha dejado en la Historia un siglo prodigioso para todos los órdenes de la vida.  En la concepción del mundo de Echegaray, se puede rastrear una cierta participación pragmatista no sólo en cuanto a que el centro de sus preocupaciones era el hombre como ser obrante, sino más concretamente al considerar todo pensar humano condicionado por la utilidad y las necesidades prácticas, y al situar los conocimiento científicos en primer lugar como instrumentos para la posterior actividad.  Como ya se mencionó anteriormente, para la crítica más seria y responsable Echegaray habría de ser considerado el matemático español más importante del siglo XIX. Y es significativo a este respecto que un Comte, por ejemplo, al advertir la relevancia y progreso de las ciencias “positivas” en su época, considere a las matemáticas en primer orden entre todas ellas.  Otras ideas capitales del pensamiento filosófico de ese siglo, como la propia doctrina comtiana de la libertad, orden y progreso, o la aspiración de los filósofos ingleses a un equilibrio en la relación individuo-sociedad, la búsqueda de la felicidad para el mayor número posible de gentes, y el mejoramiento social a través de experimentos y procesos de carácter reformista, vendrían a formar parte, en estos años, de su credo ideológico. Su pensamiento político, configurado dentro del movimiento democrático moderado de los años sesenta, se expresaría en un puro radicalismo individualista de cuño burgués elaborado, teóricamente, en memorias y escritos posteriores:

 

El supremo ideal de nuestra democracia era la libertad individual y la iniciativa individual;  desde la libertad de conciencia y, por tanto, la libertad de cultos en su forma más absoluta, hasta la libertad de trabajo y la libertad de asociación, con todas las manifestaciones libres de todas las energías del individuo…  Eramos enemigos de todos los procedimientos preventivos que caracterizaron años antes al partido moderado y que son propios de los partidos conservadores en general.  Para nosotros, gobernar no era prevenir, sino mantener a  cada cual en la esfera de su derecho y restablecer el derecho perturbado… Considerábamos al Estado como una necesidad ineludible, pero nuestro ideal era reducir cada vez más estos límites, ensanchando en cambio, sin límite alguno, los de la actividad individual y los de asociación libre… Nosotros defendíamos la máxima asociación: pero cada asociación, para nosotros, en primer lugar, no era una cárcel en que se entraba por voluntad ajena, sino un recinto lleno de vida en que se penetraba por voluntad propia y del cual no se podía salir cuando se quisiera: ni más ni menos que en una sociedad anónima o se sale comprando o vendiendo acciones.  En esto diferenciábamos la asociación libre de la asociación que el Estado representa, que es fatal y necesaria, que está impuesta por fuerzas históricas y geográficas, por la tradición de siglos, por la raza, por el recuerdo, por amores y odios infinitos.

Aunque, incuestionablemente, su voz era la de la democracia individualista, al apuntar la europeización como una vía para sacar a España de su estancamiento económico, político y social, se situaba en la tradición de los ilustrados del siglo XVIII, y al sugerir en su ideario implicaciones morales y de regeneración nacional enlazaba, en cierta medida, con el pensamiento krausista de su generación:

Muchos éramos, y yo me cuento entre ellos, los que creíamos que con el librecambio, la libertad religiosa y todos los derechos individuales, y, en suma, con un individualismo tan absoluto como permitiera la realidad de la vida, España iba a despertar del sueño de muchos siglos, iba a levantarse regenerada y pujante, iba a progresar moral y materialmente, y por la riqueza material, la ciencia moderna, y una amplísima libertad en todas las esferas, iba a tomar el puesto de honor en el gran concierto de los pueblos de Europa.

ECHEGARAY EN LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE

La Revolución de Septiembre se produciría e impondría por la coalición de tres grupos políticos, el partido progresista, La Unión Liberal y el partido demócrata.  El primero, arrancando de las Cortes de Cádiz, y tomando nombres diferentes en su dolorosa peregrinación, llegaba a la Revolución de Septiembre con el nombre de partido progresista.  Predilecto de las masas populares, a lo largo de dos tercios de siglo sólo en excepcionales circunstancias había conseguido compartir el poder.  Profundo conocedor de su trayectoria histórica y de su papel en el periodo revolucionario, Echegaray lo recuerda así:

 

Era un partido histórico, que ese nombre se le puede dar, aunque su historia no pasase de setenta años; bien es cierto que sus prohombres, en arranques de entusiasmo, a veces sublimes, a veces infantiles, querían arrancar su historia, cuando menos, de los tiempos de Padilla, Bravo y Maldonado, y por eso se extasiaban ante el cuadro de Los Comuneros, de Gisbert, que consideraban casi como un cuadro de familia…

El partido progresista proclamaba el progreso, una amplia libertad, la descentralización, una monarquía como la de Inglaterra, la tolerancia religiosa, y, al mismo tiempo, la guerra contra el clericalismo, y, abarcándolo todo, la fórmula suprema: la voluntad nacional.  A todo esto se unía el anti dinastismo.  Pero el partido progresista aportaba a la Revolución de Septiembre, no sólo los prestigios de su historia, una simpatía popular como no la ha tenido ninguno de los partidos españoles, un espíritu noble y honrado, sino otras dos cosas importantísimas que no tenían ni el partido democrático ni el partido de la Unión Liberal.  El partido progresista traía masas populares, reclutadas en el pueblo y en la clase media; es decir: el ejército civil de todo gran partido, y perdóneseme la palabra, además, un jefe militar y un hombre de Estado, todo en una pieza: Juan Prim.

La Unión Liberal aportaba a la revolución su ejército y al duque de la Torre y, con ellos, la confianza de las fuerzas conservadoras del país, representando el ala moderada de la coalición de Septiembre.  Finalmente, el grupo demócrata, cuyas filas engrosó y dirigió Echegaray, era un partido joven, formado por intelectuales y por técnicos, que traían en su agenda política el programa de la Revolución de Septiembre y las líneas generales de la Constitución de 1869.  Entre sus líderes destacarían Segismundo Moret, Becerra, Rivero, Martos, Romero Girón, Gabriel Rodríguez y algunos krausistas, Francisco Canalejas entre ellos.  Sin embargo, carecía desde un principio de una base popular, como el propio Echegaray reconoció:

El partido democrático tenía ideas y tenía jefes que formaban un espléndido grupo, pero no tenía ejército. El ejército se lo habían llevado los federales.  El ejército se lo prestaron más  tarde los progresistas.  Quiero decir el ejército del partido, los soldados rasos de la democracia.  Se lo prestaron para formar, al fin, el partido radical.

A pesar de su clara posición democrática y librecambista, expresada en muchas ocasiones en escritos y en público, y de su actitud crítica frente a la situación de retraso científico de España, Echegaray no se había comprometido en ninguna acción política concreta de oposición a los gobiernos moderados en los últimos años de Isabel II:

Yo era, como he explicado otras veces, revolucionario, pero teórico; y en la práctica, un revolucionario pacífico, que jamás tomó parte activa en ninguna conspiración ni en ningún trastorno.  Amaba la revolución, porque amaba la democracia, en la región de las ideas, porque estaba profundamente convencido de que, en cuanto triunfasen en España la democracia y la revolución, el país forzosamente había de transformarse, o, por mejor decir, había de regenerarse… Yo no merecía ninguna recompensa, puesto que ningún sacrificio había hecho por la revolución.  Ni había conspirado, ni había sufrido persecución en la prensa, ni había acudido a las barricadas, ni había perdido mi cátedra por mis campañas políticas, que eran nulas;  ni había tenido que huir de España, ni había sido condenado a muerte como Sagasta, Zorrilla, Rivero, Martos, Castelar, Figuerola y otros tantos.  Abominando de todos aquellos gobiernos [los últimos de los moderados en el reinado de Isabel II] siempre había respetado la ley, había desempeñado a conciencia mis cátedras; y a lo más que me había lanzado era a pronunciar discursos librecambistas en la Bolsa, o discursos democráticos en el Ateneo.  En suma: yo era entonces un ciudadano pacífico que amaba la democracia, pero que jamás había expuesto por ella mi vida.  ¿La hubiera expuesto a ser necesario?  Me parece que sí; pero por entonces nadie puso a prueba mi heroísmo, aunque después de triunfar la Revolución pusieron mis jefes en mi hoja de servicios: Heroísmo democrático, se supone.

Lo cierto es que al producirse la situación de Septiembre –una revolución de inspiración y aspiración burguesas- Echegaray, por las circunstancias de su formación y capacidad profesionales, se perfila como un técnico insustituible o, por lo menos, como un técnico del que la revolución no podía fácilmente prescindir.  Recomendado por Laureano Figuerola, ministro de Hacienda en el gobierno provisional, y por Ruiz Zorrilla, ministro de Fomento, acepta Echegaray el nombramiento de director general de Obras Públicas, Agricultura, Industria y Comercio.  Desde entonces, y hasta el final del reinado de Amadeo de Saboya, la carrera política de Echegaray permanecerá vinculada a ambos líderes del progresismo y del radicalismo.  El nombramiento, aparte de posibilitar la realización de su programa reformista, suponía, evidentemente, un reconocimiento a sus méritos y un ascenso en la escala social:

Para mí, ser director de Obras Públicas en aquella época era un ideal, más que un ideal, porque jamás imaginé que pudiera llegar a serlo.  Había ciertas posiciones sociales que yo miré siempre desde lejos, y que siempre me parecieron inaccesibles.

Ser funcionario público le permitiría, además, aumentar sensiblemente sus ingresos, con un sueldo de unos 60.000 reales al año, casi el triple del percibido en los últimos años en la Escuela.

La Revolución de Septiembre conllevaba el triunfo de una política librecambista.  Los economistas del librecambio recibían el premio a una infatigable y sistemática tarea desde la oposición, en la Bolsa y en el Ateneo, y en las revistas especializadas, especialmente a partir de la década de los cincuenta.  Figuerola fue nombrado ministro de Hacienda;  López Gisbert pasó a la Dirección de Impuestos Indirectos; Echegaray a la de Obras Públicas y Gabriel Rodríguez a la Subsecretaría de Hacienda.  Con el arancel de 1869, o “ley de Figuerola”, se iniciaría un periodo librecambista que duraría, en términos generales, hasta 1891, estando configurado para llegar prácticamente a la casi gradual eliminación de los derechos de aduana a todo producto extranjero importado de España.

 

ECHEGARAY DIRECTOR GENERAL.

 

La vida intelectual de Madrid tras la proclamación del gobierno provisional se reanuda con inusitado brío.  El Ateneo renueva sus sesiones discutiendo sobre las formas de gobierno así como la Sociedad de Economía Política en cuyo seno hace oír su elocuente palabra el ilustre orador del liberalismo francés M. Pascal Duprat. Se proclama la libertad de imprenta y el derecho de asociación y reunión.  El uno de octubre tiene lugar la apertura solemne de la Universidad, presidida por Ruiz Zorrilla, ministro de Fomento.  Se comienza con el acto de catedráticos repuestos: Juan Manuel Montalbán, rector que dimitió cuando los sucesos de 1865, en ejemplo de entera dignidad; Julián Sanz del Río, nuevo decano de la Facultad de Filosofía y Letras y Fernando de Castro, nuevo rector.  Ruiz Zorrilla presentó a todos los profesores destituidos y los declaró repuestos en sus cargos.  En su discurso inaugural Fernando de Castro exponía el proyecto para una nueva universidad que dejaría de ser una oficina, o una nueva dependencia administrativa y política para ser una sociedad libre, centro de cultura y de educación científica.  En su aspiración por acercar la cultura a más amplios sectores de la sociedad, la Universidad de Madrid inauguraba el primer ciclo de conferencias dominicales, de febrero a mayo de 1869, sobre “la educación de la mujer,” cuyo principal objetivo era “enaltecer la condición de la mujer igualándola al hombre,” para lo cual se exigía la reforma de su educación, la necesidad de una instrucción y una cultura más extensas, y la preparación para determinadas profesiones.  Entre los conferenciantes figuraba José Echegaray, cuyo discurso versó sobre “La influencia del estudio de las Ciencias Físicas en la educación de la mujer.” De esta forma, la Universidad inició una intensa campaña de difusión cultural, dentro y fuera del recinto universitario, promoviendo también la creación de cátedras populares desempeñadas por universitarios, que fueron inauguradas en varios centros obreros y campesinos, al comienzo del curso académico, en los alrededores de Madrid.

 

En el proyecto de reforma para las Obras Públicas se concedía al Estado cierta función supervisora, pero se eliminaba el monopolio estatal, se alentaba la iniciativa individual, se disminuían y simplificaban los trámites y se afirmaba con gran amplitud un principio, el de la descentralización en materia de obras públicas para Ayuntamientos, Diputaciones, regiones y provincias.  La nota liberal fue vigorosa y la acogida extraordinaria por parte de las masas y de los dirigentes revolucionarios.  Las nuevas bases de Obras Públicas fueron aprobadas por decreto del 15 de noviembre de 1868, siendo reconocidas en toda su integridad por las Cortes Constituyentes de 1869 y convertidas en ley, aunque –también en su totalidad- serían anuladas más tarde, en el periodo de la Restauración.

También el Cuerpo de Ingenieros, desde comienzos de 1868 y en los meses subsiguientes a la Revolución de Septiembre, había recibido las críticas de diferentes sectores de la sociedad española por su carácter de monopolio y por la deficiencia de sus servicios, y hasta se llegó a abogar por su supresión.  En los periódicos se aducía el número excesivo de puestos, exigiendo la reducción administrativa e, incluso, en algún caso, la conveniencia de suprimir el Cuerpo de Ingenieros y Caminos, Canales y Puertos, dejando a sus individuos en libertad de dedicarse a servir a empresas particulares, y al gobierno en la libertad de no emplear más personas facultativas para las carreteras y otras obras, que las absolutamente indispensables.  El diario La Política indicaba ejemplos como el de una provincia con un solo “camino real,” y además, de segundo orden, y que para cuidar su reparación, sin haber ninguna otra en construcción, pagaba el Estado tres ingenieros y siete ayudantes, cuyos sueldos absorbían mucha mayor cantidad que la que exigía la conservación de la carretera.  En las Cortes, algunos senadores dejaban oír sus voces de disconformidad, alegando el carácter de monopolio del Cuerpo y el hecho de que buena parte de las obras públicas en España habían sido realizadas por ingenieros extranjeros, y en mayo de 1869, el diputado Sr. Maluquer proponía una reducción drástica del Cuerpo:

El Estado está pagando o sosteniendo un Cuerpo privilegiado, cuyos servicios no

corresponden en manera alguna a los sacrificios que hace la nación por este concepto.  Me refiero, señores Diputados, al Cuerpo de Ingenieros civiles, que, con todos sus accesorios, cuesta al Estado, si mis informes son exactos, diez y siete millones de reales, cuando con medidas descentralizadoras podía reducirse el presupuesto de gastos a cerca de la mitad de su importe.

Desde  1854 las teorías librecambistas y proteccionistas habían entrado en conflicto dentro del Cuerpo, donde los miembros, en su mayor parte, mantenían una posición proteccionista, mientras un pequeño grupo encabezado por Echegaray y Gabriel Rodríguez habían tratado de aplicar las doctrinas del librecambio al desarrollo de las obras públicas.  Ya, desde entonces, y con sistemática insistencia, La Revista de Obras Públicas trataba de salir al paso de los librecambistas, quienes exigían reformas radicales que incluían la reducción o incluso la abolición del Cuerpo.

 

Como era previsible, la aprobación de las Bases Generales para la nueva legislación de Obras Públicas en 1868, entraba en conflicto con el sistema de monopolio y protección vigente en el Cuerpo, tal como algunas publicaciones pronto se adelantaron en apuntar.  Dos años antes, en 1866, por Real Orden de 19 de agosto, y para aminorar una situación evidentemente privilegiada, se había declarado cerrado el Cuerpo de Ingenieros con el personal de que en aquella fecha constaba y con el que llegase a ingresar en el mismo de los alumnos que se hallaban entonces cursando en la Escuela.  La elaboración de la nueva reforma llevó a Echegaray más tiempo que las anteriores, y sería finalmente aprobada por decreto de 12 de agosto de 1871.  Entre las diversas medidas adoptadas era la fundamental la reducción del Cuerpo de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos a la mitad de sus miembros, pasando los suprimidos a ocupar otros puestos en departamentos ministeriales, o a trabajar como ingenieros libres, permaneciendo nominalmente en el Cuerpo en situación de reserva o como supernumerarios.  El decreto que, obviamente, fue mal recibido en el seno del Cuerpo, sería también derogado en tiempos de la Restauración.

 

Estas y otras reformas fueron realizadas en el Ministerio de Fomento por el impulso de Echegaray.  Vicens Vives ha señalado, con palabras claras y precisas, la importancia de esta joven generación de economistas y la significación de sus reformas en el panorama del 68:

 

Mucho de utópico y de doctrinario encerraron las medidas de un Figuerola o de un Echegaray, pero en el fondo respondían a la exigencia de la nación.  Había que abrir las compuertas del exterior y oxigenar el enrarecido ambiente de proteccionismo y especulación a ultranza. Por esta causa, y también debido al signo favorable de la coyuntura internacional, el cielo de la Revolución del 68 (1866-76), se nos muestra decididamente propicio a la economía española.  Y ello a pesar de las perturbaciones coloniales, militares, sociales y políticas de la época.

En  la Dirección General de Obras Públicas, Agricultura, Industria y Comercio, que en realidad constituía en sí misma casi un ministerio, las jornadas de Echegaray fueron de quince y dieciséis horas durante muchos meses.  El trabajo era inmenso y sólo en el negociado de carreteras encontró Echegaray al llegar dos mil expedientes sin resolver.  A los pocos días de la proclamación del gobierno provisional, la prensa madrileña  destacaba las medidas adoptadas en la reorganización del Ministerio de Fomento, donde solamente en dos de sus dependencias se haría una economía de 876.000 reales por presupuesto, quedando reducidos el número de empleados, a partir de la clase oficial, de ciento cinco a setenta y uno.  El propio Echegaray reconoció que una parte de su tiempo lo había ocupado firmando cesantías, credenciales y nombramientos designados por Ruiz Zorrilla:

Eran dos horas diarias: trabajo material como el de picapedrero; sólo que yo picaba con la pluma en carne humana: ‘cesante, cesante, cesante; nombrado, nombrado, nombrado.’ ¡Qué cosa tan triste y tan prosaica! Pero así lo exigía la justicia distributiva de los partidos políticos. Ayer, por ti; mañana, por mí; mañana por el diablo.  Hoy te mato yo a ti; mañana me matas tú a mí, como dice el héroe cómico de García Gutiérrez.  Tantas firmas eché, que me sucedió una cosa muy extraña, un fenómeno fisiológico, nervioso, psíquico, o lo que fuere: perdí la firma; mejor dicho, perdí la rúbrica.  Ni más, ni menos: como el personaje fantástico de Hoffman perdió la sombra, y otro personaje de no sé quién perdió el reflejo.  Al rubricar una cesantía, me detuve un momento, porque sentí un calambre.  Quise seguir después: imposible.  No acerté con la rúbrica, la había perdido para siempre.  Hoy tengo otra distinta.

La tragedia del “cesante,” figura familiar de este periodo, víctima de los constantes cambios políticos, es evocada por Echegaray en sus Recuerdos.  También merecería la atención de Galdós en sus novelas, especialmente Miau, donde el protagonista, Villamil, pone fin a su vida.

 

EL DISCURSO DE LA TRENZA DEL QUEMADERO

 

1869 ha sido considerado como el año más activo, y productivo, de la historia constitucional y parlamentaria española.  Y Echegaray ha sido situado en un puesto de honor, junto a los Martos, Castelar, Olózaga, Rivero, Cánovas, Pi y Margall, entre aquellos oradores que por la sabiduría de sus ideas y por la excelencia de sus discursos, situaron las Cortes del 69 entre las más brillantes y avanzadas de la España moderna.

Las Cortes Constituyentes comenzaron a reunirse el 11 de febrero y, a pesar de las discrepancias existentes entre los partidos de la coalición de Septiembre, y de la transacción de los grupos revolucionarios para alcanzar una fórmula política aceptable por todos, tanto unionistas como progresistas y demócratas acabarían aceptando como suya la Constitución del 69.

 

La gran batalla política se desarrollaría alrededor de tres grandes problemas, la forma de gobierno, los derechos individuales (incluido el sufragio universal) y la cuestión religiosa.  Respecto al primero, las tres fuerzas políticas de la coalición estuvieron conformes en proclamar la forma monárquica.  Los diputados de la Unión Liberal, que constituían mayoría, eran monárquicos por convencimiento y tradición.  El partido progresista lo era también, aunque anti dinástico.  Su objetivo, en este sentido, era consignar la monarquía en el Código fundamental pero excluyendo la Casa destronada.  Respecto a su propio partido, el demócrata, expresaría Echegaray:

 

El grupo democrático era monárquico también, pero sin entusiasmo, sin fe muy viva, por cálculo más bien que por sentimientos; en suma, por oportunismo.  Este grupo es el que entonces inventó la célebre fórmula de que la forma de gobierno es accidental, y de que se puede cambiar de forma de gobierno según las circunstancias.

La oposición la formaban los diputados republicanos, un grupo muy minoritario todavía en esos días, que aspiraba a establecer la república española, pero una república de tipo federal.

Uno de los temas de más trascendencia en las Constituyentes fue el de los derechos individuales.  ¿Hasta qué punto es libre el ser humano como ser humano o constituido en sociedad? ¿Hasta dónde llegan sus derechos? ¿Dónde le cierra el paso el derecho de la colectividad? Respecto a estos puntos los tres partidos no estaban de acuerdo en soluciones concretas.  Mientras los prohombres de la Unión Liberal no los aceptaban, al menos en todo su absolutismo democrático, el partido progresista los contemplaba tan sólo como el resultado de una evolución, un término al que se llega, pero al que podía no llegarse.

 

La discusión de los derechos individuales produciría un intenso debate, especialmente en cuanto a la libertad religiosa y al sufragio universal, en el que Cánovas, que asumía el liderazgo de una minoría conservadora, mostró su oposición, advirtiendo que establecer el sufragio universal era entregar en el futuro al socialismo la gobernación del Estado.

 

Los demócratas, muy individualistas, no dejaban de reconocer y aun de aceptar ese riesgo, y, sin embargo, el sufragio universal constituía una parte fundamental de su credo, como claramente puntualiza Echegaray en sus memorias: Consecuentes con estos principios [los de la democracia e individualismo], nosotros, que éramos en la región de las ideas enemigos del socialismo, fuimos los primeros en defender las huelgas y la Internacional en sesiones memorables y de gran trascendencia política.

En este punto tan fundamental y tan intensamente debatido por las Cortes del 69, los demócratas triunfaron finalmente e impusieron en su mayor parte su programa de entonces, bajo el título de los derechos individuales de la Constitución.

La cuestión religiosa ocasionó discusiones apasionadas en la Cámara al ser presentados los artículos 20 y 21, sobre la libertad de cultos, del proyecto de Constitución.  La libertad de cultos no había sido reconocida ni en la Constitución del 37, ni en la del 45, ni en la del 54, aunque en ésta se condenaba la intolerancia, garantizando que a ningún español se le perseguiría por sus opiniones religiosas.  Pero en la Constitución del 69, la libertad de cultos se planteaba como uno de los principios básicos de los hombres de la Revolución de Septiembre. Así, en una de las sesiones de las Cortes, el diputado Sr. Garrido se permitía declarar: Desde la Revolución de Septiembre la cuestión religiosa no es ya una cuestión religiosa, no es ya una cuestión teórica, no es ya una cuestión de ciencia; es ya un hecho consumado, cuya sanción por medio de una ley se espera de nosotros, los legisladores del país.  Echegaray, que había decidido, de común acuerdo con Ruiz Zorrilla, hablar por primera vez en las Constituyentes para participar en los debates sobre la libertad de cultos, esperó un momento propicio, que se presentaría el mismo día, 4 de mayo, con ocasión de la respuesta que dio a los argumentos aducidos por el carlista Díaz Caneja en defensa de la unidad católica, afirmando que la Iglesia nunca había perseguido a nadie.  En su intervención, Echegaray aduciría los hechos de la Inquisición, refiriéndose, con ejemplos prácticos a un hallazgo reciente:

Prescindamos de la palabra Iglesia; sustituyámosla por otra palabra.  ¿Puede sostener S.S. que el poder teocrático nunca ha perseguido a las personas?  Pues si sostiene que el poder teocrático nunca ha perseguido a las personas, marche por la calle Ancha de San Bernardo, salga al campo, tome a la derecha y allí, cerca de la estatua de Daoíz y Velarde, verá el Quemadero de la Cruz.  ¿Sabéis lo que es el Quemadero de la Cruz?

El Quemadero se encontraba en las afueras de la Calle Ancha de San Bernardo, cerca del Hospital, en el sitio conocido por la Cruz del Quemadero.  Al hacerse unos desmontes para alinear la Ronda hasta la que fue puerta de Bilbao, aparecieron grandes fajas negras horizontales, irregulares, teniendo algunas de  ellas  hasta 150 pies de longitud.  Y Echegaray, con sentido de la oportunidad, presentó en las cortes el hallazgo como el archivo geológico de las piras de la Inquisición.  El discurso fue acogido con entusiasmo y tuvo gran resonancia nacional y europea, siendo traducido a varios idiomas. Varios periódicos alemanes y en particular Freic Press le dedicaron su atención y sus más encendidos elogios.

 

La acogida dispensada por los miembros de la Cámara fue también unánimemente favorable.  Castelar, a quien correspondía hablar después, daba a Echegaray el “espaldarazo”: Señores  Diputados, triste, muy triste, es mi posición en este momento, desventajosa, muy desventajosa: yo no puedo hablar bajo el peso del magnífico discurso que acaba de oír la Cámara, y que coloca a su autor entre los primeros oradores de nuestra patria.  Días después, el 12 de mayo, los republicanos organizaron una manifestación popular en la misma Cruz del Quemadero, verificándose un acto de protestas contra la intolerancia religiosa en medio de una gran concurrencia de clases populares que rodeaba una tribuna levantada por los oradores.

 

A pesar de su apariencia de improvisación, Echegaray había intervenido en las Cortes con un discurso de muy calculados efectos.  Unos días antes, y en la peña del Café Suizo a la que asiduamente concurría, había oído contar la historia al ingeniero José Morer, encargado de las obras de la distribución de aguas de Lozoya.  Allí, en las excavaciones realizadas en el denominado Quemadero habían encontrado: Una trenza, de mujer indudablemente, quemada en gran parte, y unos hierros oxidados, que no sé si serían grillos o mordazas, o qué instrumento brutal y maldito.  El discurso ya lo tenía preparado, pero engarzó con la historia de la trenza y los hierros adivinando que serían de gran efecto.

Su discurso fue, en todo caso, uno de los grandes acontecimientos dentro de la asombrosa actividad oratoria de las Cortes de 1869, hasta el punto de proyectar “ministrable” la figura del orador.  Efectivamente, así fue.  Unos días después, Echegaray sería nombrado ministro de Fomento.  Cuando posteriormente alguien pusiera en duda la autenticidad de aquel hallazgo en relación con su pretendido origen inquisitorial, Echegaray respondería:

El sitio de la excavación ¿era realmente el quemadero?  La trenza, ¿era trenza de mujer que agoniza  entre llamas? Los hierros ¿eran realmente pedazos de cadena, de mordaza o de grillos?  ¿Qué me importaba o que me importa de todo eso, si eran símbolos fieles y trágicos de un fanatismo y de una barbarie que ha existido?  ¿Es que, como han dicho algunos, tan imbéciles como fanáticos, con los cerebros ahumados por el tufo de las hogueras inquisitoriales, aquella excavación no se hizo en el Quemadero de la Cruz?  Aunque, así fuera, yo pregunto: ¿No hubo quemaderos en España?  Pues variad el nombre, variad el sitio; pero el crimen, para nuestra vergüenza y nuestro remordimiento, siempre quedará en lo pasado, y siempre humeará en la Historia.

En los días siguientes y en sucesivas reuniones se discutieron y se aprobaron diversas leyes y se procedió finalmente a votar la Constitución de 1869, de carácter avanzado, que fue promulgada el 6 de junio, constando de 11 capítulos y de 112 artículos. La Constitución afirmaba la soberanía nacional, de la que emanarían todos los poderes; expresaba que el poder legislativo sólo reside en las Cortes y consagraba plenamente la libertad de cultos.  Una vez promulgada, y derogada, Echegaray la caracterizó así: Fue como un pacto para todos los partidos: La aspiración de sus autores era que fuese una legalidad común, y que cerrase para siempre el camino al pronunciamiento y a la revolución.

ECHEGARAY, MINISTRO

A partir de la promulgación de la Constitución del 69, las divisiones e intereses de los tres partidos coaligados comenzaron a exteriorizarse en forma de frecuentes crisis ministeriales.  La primera tuvo lugar como consecuencia de la escisión ocurrida entre el general Serrano, presidente del Gobierno y el ministro de Hacienda Figuerola, produciéndose el consiguiente cambio de gabinete, presidido por Prim.  Nueva crisis de gobierno origina otro cambio ministerial el 13 de julio de 1869, en el que aparece Echegaray como ministro de Fomento, mientras su anterior titular, Ruiz Zorrilla, pasaba a Gracia y Justicia.

 

En este primer periodo como ministro de Fomento, Echegaray concluiría la realización práctica de la emancipación religiosa de la ciencia y la enseñanza que iniciara Ruiz Zorrilla.  Dentro de este programa reformador figuró asimismo la supresión del Catecismo de las escuelas públicas, proyecto presentado por Echegaray y que intentó llevar a la práctica, sin éxito, en varias ocasiones.

Hacia 1869, Echegaray es invitado a ingresar en la sociedad masónica, invitación que, según propia confesión, rechazó.  La logia masónica, que en España había existido desde principios del XVIII, se había expandido y vigorizado con el triunfo de las ideas liberales y democráticas de la Revolución de Septiembre, donde adquiriría notable influencia en todas las esferas públicas y, en especial, en la política.  El ser masón era encontrar apoyo en todas partes, porque en todas partes y en todas las esferas contaban con hermanos de gran poder.  Pero Echegaray se negaría rotundamente a serlo, alegando: No son para mí las sociedades secretas; mis actos han de ser públicos: el misterio y la sombra me son repulsivos por naturaleza.  En la Historia hay épocas en que el misterio y la sombra se imponen; pero esas épocas pasaron: en la vida democrática moderna todo debe hacerse a la luz del día.

Constituido el nuevo Ministerio bajo la presidencia de Prim y con el duque de la Torre como regente, se emprendía la búsqueda de un nuevo monarca.  Aparte de los conflictos internos entre los partidos de la coalición, el Gobierno tenía que combatir por una parte a las bandas carlistas y por otro lado, a las agitaciones de las fracciones republicanas federales, que se veían favorecidas en su organización y crecimiento por la tardanza en la elección del rey.  Tras laboriosas y complicadas negociaciones internacionales, en las que se barajaron las candidaturas de Espartero, del duque de Montpensier, cuñado de Isabel II, el príncipe Leopoldo de Hohenzollern, don Fernando de Portugal y don Amadeo de Saboya, duque de Aosta, fue elegido don Amadeo rey de España, quien en la votación del 16 de noviembre de 1870 obtuvo 191 votos de 311 votantes, con la protesta de Isabel II y el pretendiente don Carlos y el descontento general de la aristocracia española.  Pero poco más tarde, el 27 de diciembre, el general Prim, presidente del Gobierno, era mortalmente herido en la calle del Turco, en pleno centro de Madrid.  Reunido urgentemente el Consejo de Ministros, se encargó a Echegaray, Topete y Beranger  (miembros de la Comisión de las Constituyentes)  trasladarse a Italia para ofrecer la corona a don Amadeo y acompañarle en su viaje a España.

 

El recorrido hasta Cartagena, donde debían embarcar, se convirtió en un interminable viaje de propaganda política cuya responsabilidad recayó, en gran medida, en Echegaray, para atraer adeptos al nuevo monarca y tranquilizar a los españoles por el asesinato de Prim:

El general Beranger, que jamás había alardeado de orador, echó sobre mí la faena oratoria, y yo tuve que pronunciar un discurso en cada una de las estaciones en que nos deteníamos; discursos destinados a los comités radicales, a los alcaldes y Ayuntamientos, a toda clase de autoridades y al público en masa que, entre gritos, vivas a la libertad y mueras a los asesinos [de Prim], asaltaban materialmente el tren… Los temas eran siempre los mismos; restar importancia a las heridas de Prim, que iban a Cartagena a recibir a Amadeo y pedir a todos que salgan a recibir a Amadeo al regreso, que representaba el triunfo de la Revolución y de la libertad.

Aquella actitud y aquellos discursos del joven Echegaray contrastan, irónicamente, con su actitud posterior, cuando los evoca mucho más tarde, con la perspectiva de sus setenta y siete años:

 

Y hoy, sin embargo, vuelvo la vista a aquellos tiempos, me veo de pie en la plataforma del salón o en el andén mismo, de levita y con la cabeza descubierta, perorando a más y mejor, y sonrío, y se me ocurre esta idea: ¿Cómo era yo tan imprudente, que no usaba en momentos tales un gabán de pieles como el de tiempos posteriores?  Y vuelvo a sonreír y vuelvo a pensar: la democracia individualista de entonces, hoy también necesitaría gabán de pieles.  En aquellos tiempos le bastaba el fuego de su entusiasmo, que no podrían templar todos los mantos de nieve que se extendían a perder vista por las llanuras de la Mancha.

El mismo día que el rey y la Comisión salían para España, un 30 de diciembre, fallecía Prim en Madrid.  Tres días después, tras la fría acogida dispensada al monarca en Madrid y la evidencia de la incertidumbre de aquella hora política de España, subía al trono Amadeo de Saboya, duque de Aosta, elegido rey por las Cortes para que, sin violar ni restringir las libertades promulgadas por la Constitución del 69, se sobrepusiera a los partidos y dominara y armonizara las distintas facciones de la Revolución de Septiembre.  El propio Echegaray, en colaboración con Juan Valera, sería el encargado de redactar el discurso de don Amadeo en la Jura de la Constitución.

 

El breve reinado de don Amadeo se vería agitado por toda clase de conflictos de orden político y social, con nuevos brotes de levantamiento carlista y con el incremento del movimiento federalista y separatista.  La desunión de partidos se agudizó mientras sucedían varios gobiernos presididos por Serrano, Sagasta y Ruiz Zorrilla.  La carrera política de Echegaray durante el reinado de Amadeo fluctuaría precisamente con la rivalidad existente entre Sagasta y Ruiz Zorrilla, del lado del cual aparecerá siempre vinculado.  Con la pugna por controlar el Gobierno, el mismo partido progresisa acabaría dividiéndose en dos grupos, uno encabezado por Sagasta y otro que se escinde del partido (con hombres como Martos, Zorrilla y Montero Ríos), al que Echegaray se vincularía políticamente.  El grupo escindido, bajo la denominación inicial de “cimbrios” y posteriormente, de “radicales,” trataría en los meses siguientes de formar un nuevo gabinete.  La forma en que se desarrollaba la lucha política no era precisamente ejemplar.  Sagasta produjo un gran escándalo al poner al servicio de las candidaturas progresistas dos millones de reales de las cajas del Ministerio.  Ruiz Zorrilla, por su parte, realizó el milagro de que sólo aparecieran en las Cortes siete candidatos de la oposición.

 

En febrero del 72, al encargar don Amadeo formar gobierno a Ruiz Zorrilla, se constituye el grupo de oposición integrado por unionistas y los progresistas templados de Sagasta, presentando la candidatura de éste, quien fue elegido presidente del Consejo. Ruiz Zorrilla se vio forzado a presentar la dimisión y Echegaray, como parte de su grupo, a seguir recluido en la ministerial sala de espera.  A partir de entonces, la agitación política y social, la crisis de gobierno, la reanudación violenta de los brotes carlistas, configurarán un sombrío panorama en la realidad nacional.  El movimiento federal, mientras tanto, se extendía en provincias y sus líderes, especialmente Pi y Margall, denunciaban la situación y el incumplimiento de los objetivos de la Revolución de Septiembre:

España tiene hoy, como todos los tiempos, hambre y sed de justicia y los privilegios abundan.  De todas las iglesias, sólo la católica vive a expensas del Estado.

La obligación de defender la patria con las armas en la mano, merced a las redenciones, pesa exclusivamente sobre los hijos del pueblo.  Clases ricas y opulentas dejan de contribuir a las cargas públicas en proporción a su fortuna.  Hay categorías de tribunales y diversidad de procedimientos para las diversas categorías de empleados.  El poder ejecutivo es patrimonio de una familia.  Tenemos todavía esclavos en las colonias.

En mayo se recrudecía la insurrección carlista y se producía una nueva crisis ministerial, formándose nuevo gabinete presidido por Serrano (26 de mayo del 72).  Días después, el 13 de junio, la negativa de don Amadeo a autorizar a los consejeros de la Corona la presentación de un proyecto de ley suspendiendo las garantías constitucionales en consideración a la agitación por la que atravesaba el país, produce una nueva crisis ministerial.  El 14 de junio se forma nuevo gabinete, radical, presidido por Ruiz Zorrilla, con Martos, Montero Ríos, Gasset y Artime, Beranger, y Echegaray como ministro de Fomento.  Y unos meses después, el 20 de diciembre, un nuevo reajuste del Gobierno con motivo de otra división ministerial, trasladó a Echegaray de Fomento a ministro de Hacienda, en el que habría de ser el último gobierno de Amadeo ya que, unas semanas después, se produciría su abdicación.  Causa inmediata de la resolución extrema del rey fue la famosa cuestión artillera.  Don Amadeo, contra la posición de su gobierno, opinaba que debía atenderse a unas antiguas reclamaciones de los jefes y oficiales de artillería, pero el Gobierno provocó una votación favorable en las Cámaras, obteniendo la aprobación para ordenar la disolución del Cuerpo.  En la mañana del 11 de febrero de 1873 se producía la abdicación del rey y unas horas más después, previa votación en el Congreso de Diputados, se proclamaba la República.

 

El verdadero origen de su abdicación, sin embargo, procedía de cierto tiempo atrás y, especialmente, de la situación creada en junio de 1872, con la retirada de los conservadores y la permanencia de los gobiernos de Ruiz Zorrilla, lo que representaba una situación radical pura, quedando la monarquía a merced de un partido sin sentimiento monárquico natural.

 

Ruiz Zorrilla, personalmente, era fiel a la dinastía, pero sus aliados demócratas, especialmente Echegaray, Martos y Montero Ríos, estaban dispuestos a presentar su propia fórmula de república democrática y unitaria, empujándola hasta el poder y derrocando previamente a Amadeo.

 

Algunos datos significativos recogidos en la prensa española de esos años, permiten esbozar la importancia decisiva de los radicales en la caída de Amadeo y, en especial, la del propio Echegaray.

 

Al volver al Gobierno como ministro de Fomento en junio de 1872, La Iberia, de Madrid, mostraba su desconfianza por aquellos demócratas que habían considerado la monarquía como algo circunstancial, anunciaba el negro porvenir que se presentaba a la libertad del país bajo la funesta administración de los Martos y Echegaray, citaba frases pronunciadas por éste, en las que podía interpretarse una intencionalidad antimonárquica: Cuestión monárquica: El rey es el tribuno del pueblo (Echegaray); Los republicanos son nuestros hermanos (Echegaray); Cuestión dinástica: No se ha oreado todavía el palacio de Oriente (Echegaray).  Días después La Prensa, otro diario de Madrid, en una nota sobre otro posible reajuste ministerial, denunciaba solapadamente a Echegaray por actividades anti-monárquicas: En la combinación ministerial que se llevará a cabo muy en breve, parece indudable que será sacrificado el Sr. Echegaray, quien cediendo a las sugestiones de algunos cofrades de cimbrería [partido radical], forma tal insistencia en cumplir la palabra empeñada a los republicanos de dar en tierra con lo que está más alto [subrayado en el original] que los Sres Zorrilla y Ruiz Gómez consideran un peligro su permanencia en el gabinete.  Tiempo después, ya en pleno periodo de la Restauración, El motín, periódico político satírico, evocaba gráficamente la decisiva participación de Echegaray, Martos y Montero Ríos, ministros en el último gobierno de Amadeo de Saboya, en la abdicación del monarca y en el cambio de situación de la república.

 

La evidencia de las actividades de los ministros radicales para destronar a Amadeo parece confirmada por Nicolás María Rivero, uno de los prohombres del radicalismo quien, una vez proclamada la república, sostendría que los radicales, comprendiendo la imposibilidad de sostener la monarquía de don Amadeo, habían preparado muy de antemano la proclamación de la república.

REPÚBLICA UNITARIA VS. REPÚBLICA FEDERAL
23 DE ABRIL DE 1873: EL PRIMER ASALTO A LAS  CORTES

Tras el entusiasmo inicial de los trágalas y las bandas de música, tras el ondear de las banderolas y el desfile de las mojigangas, pronto se reveló, por la batalla empeñada entre republicanos federalistas y unitarios (radicales) y por la intensificación de los desórdenes sociales, las serias dificultades que entrañaba el cambio político.  Unos de los periódicos satíricos más leídos de este período planteaba una cuestión inquietante y fundamental: “La reforma de gobierno ha cambiado, la revolución (no sangrienta) se ha hecho, pero ¿será eso suficiente? ¿Ha cambiado, también, el modo de ser intrínseco del país y de los españoles?

El problema más candente, planteado desde un principio, era el de la constitución de una República unitaria o una República federal.  Pi y Margall y los otros ministros federalistas recibían la República, en cierto modo, de manos de los monárquicos, especialmente de los radicales, y monárquica era la Cámara que los había elevado al poder.  Pero los líderes radicales, y en especial Echegaray, ministro de Hacienda en el nuevo gobierno, se mostrarían absolutamente partidarios de una República unitaria democrática.  Echegaray explicaría así la posición de los radicales y su repulsa del federalismo: Los republicanos querían salir por la República federal, y a los demás la federal nos horrorizaba; era la destrucción de la unidad de la patria, era un retroceso insensato.  De la federación se pasa a la unidad; de la federación de las grandes unidades, a otra unidad más alta: esta era, en nuestro concepto, la marcha de la civilización.  Sin que estas grandes unidades destruyeran la variedad; que la variedad más rica y más espléndida está en dos cosas: primero, en una más amplia libertad para el individuo; segundo, en una amplísima asociación, pero asociación libre.  Lo contrario es retroceder a la Edad Media.

El hecho es que, desde la proclamación de la República, comenzó en España una creciente agitación social.  En muchos casos, situaciones de injusticia, viejas pasiones y odios locales promovieron violencias, especialmente en Andalucía, donde algunas fincas fueron incendiadas y sus dueños ejecutados. En algunas localidades se constituyeron “Juntas Revolucionarias” que, como primera medida, destituían a los Ayuntamientos.  En Málaga, el 12 de febrero,  un tumulto popular sustituía al Ayuntamiento, la Diputación y el gobernador militar por una de esas Juntas.

En el Norte, mientras tanto, reanudada la guerra civil, la situación favorecía las operaciones carlista  y el Gobierno radical-republicano presidido por Figueras, al objeto de sufragar gastos de guerra, efectuaba la venta de las minas de Río Tinto, por un evidente bajo precio, a una compañía británica.

Para el 23 de febrero los radicales prepararon un complot con el fin de imponer una situación republicana unitaria basada en la conciliación de los grupos de Sagasta y de Ruiz Zorrilla, bajo la presidencia del general Serrano.  Pero Martos, artífice de la conspiración, fue descubierto a tiempo, hubo de confesarlo todo y se comprometió a proponer a las Cortes, ese mismo día, un Ministerio homogéneo republicano.  El 25 de febrero quedaba constituído el nuevo Gobierno, también presidido por Figueras.  En los siguientes días se agravaría la lucha entre los republicanos, que controlaban el Gobierno y la Asamblea, presidida por Cristino Martos, que, a finales de marzo dejaba de funcionar, formándose en su lugar una Comisión Permanente, presidida por el propio Martos con potestad para asesorar y fiscalizar los actos del Gobierno y convocar de nuevo la disuelta Asamblea si circunstancias extraordinarias lo demandasen.  El anuncio por parte del poder ejecutivo de la próxima apertura de los comicios para la elección de unas Cortes Constituyentes, intensificó la actividad de los radicales contra el Gobierno y contra la situación federalista.  El 1 de abril comienza a publicarse en Madrid el diario La República Democrática, dirigido por Echegaray, cuyos editoriales exigen al Gobierno adoptar medidas severísimas contra las perturbaciones federalistas en provincias y aplazar la convocatoria de las Constituyentes.   En su editorial del 14 de abril, bajo el título   “¿Quién triunfará?”  Echegaray planteaba inquietantes preguntas:

Realmente, ¿quién manda hoy en España?  Las órdenes del poder central no tienen más alcance que abastecer a los lectores de La Gaceta, ni se obedecen ni se acatan: aquí una diputación provincial asume facultades legislativas y disuelve el ejército, nacional hasta entonces; allí, otras provincias siguen su ejemplo y deliberan sobre la constitución de un Estado federal; donde esto no sucede, turbas armadas sustituyen su voluntad a la ley; y en el resto del país bien puede don Carlos de Borbón y del Este considerarse rey y señor natural.

Los radicales trataron de impedir las elecciones para las Constituyentes y resucitar la vieja Asamblea, efectuando en abril cinco sesiones de la Comisión Permanente.  La última de ellas comenzó a celebrarse en las Cortes a primeras horas de la tarde del 23 de abril, con asistencia de algunos ministros.  Inauguró la sesión Echegaray, anunciando algunas preguntas al Gobierno para que se conociera el estado general del país: Estando próxima la reunión de una Cámara en que han de presentarse los más grandes problemas, es indispensable que las elecciones se verifiquen en condiciones de completa legalidad, para que aquella sea la verdadera representación del país.  La situación es gravísima, por la perturbación que reina en todas partes y por carecer de medios de Gobierno para restablecer la tranquilidad.   Intervino entonces Salmerón, ministro de Justicia, para negar que la situación fuera tan grave, achacando las causas del malestar a la insurrección carlista y a los atentados contra la propiedad en Extremadura, que tienen por origen los abusos cometidos al aplicar la ley de la desamortización y en general la conmoción profunda es inevitable cuando se produce un cambio político tan profundo como el que aquí se ha operado.  Intervino después Nicolás María Rivero para insistir en el aplazamiento de las elecciones constituyentes hasta que la nación recobrara su normalidad, e  insistir asimismo en la necesidad de convocar la Asamblea, a lo que respondió Castelar que las circunstancias no eran extraordinarias, por lo que no había motivo para que la Asamblea fuera convocada, añadiendo además que no había peligro de separatismo en España, ya que todos los republicanos federales estaban conformes con la unidad de la patria.  Hizo entonces su aparición el ministro de Guerra, interrumpiendo al orador para anunciar que, por orden del alcalde primero de Madrid, los nueve batallones de voluntarios de la antigua milicia amadeísta (de tendencia radical) se habían insurreccionado contra el poder ejecutivo, habían ocupado el bulevar Serrano y la Plaza de Toros, mandados por el general Letona, quien, a su vez, recibía órdenes del duque de la Torre. Inmediatamente se dispusieron fuerzas de infantería, caballería y artillería del ejército para atacar a los insurrectos, efectuándose choques en la Plaza de Toros y en diversos lugares de Madrid, ocasionándose un número no precisado de muertos y heridos.  Pidió entonces Castelar a la Comisión que suspendiese sus deliberaciones por doce horas, sosteniendo entonces Echegaray que la Comisión debía declararse en comisión permanente. Rivero apoyó la moción de Echegaray, concediendo que la Comisión no deliberaría hasta que regresara el Gobierno a las Cortes, lo que finalmente se aprobó.  Esta negativa de la Comisión a suspender sus sesiones fue interpretada por el pueblo madrileño como prueba de su complicidad en la insurrección.  Rápidamente se propagó por los barrios la noticia de que la Comisión, de acuerdo con un grupo de generales, iba a proclamar la restauración de la monarquía y grupos de gente armada, en su mayoría adictos al federalismo, comenzaron a llegar al palacio de las Cortes al anochecer.  La situación iba siendo cada vez más crítica, no sólo para los miembros de la Permanente, sino para los otros diputados y amigos de éstos, y hasta para los mismos empleados del edificio. Después de varios intentos de abandonarlo, a media noche, y con protección militar, diputados, empleados y miembros de la Comisión empezaron a desalojarlo.

Sin embargo, a las dos de la mañana algunos permanecían todavía en el Congreso, entre ellos Echegaray y Sardoal, “que eran blanco de las iras más enconadas”.  Noticioso el Gobierno de la situación, acordó que Castelar y Salmerón acudieran personalmente en ayuda de aquellos hombres cuya vida peligraba. Cuando llegaron, los pasillos y el salón de sesiones ya habían sido invadidos. Castelar buscó a Echegaray, que se hallaba refugiado en la biblioteca, y lo condujo hasta la calle. Por la calle Floridablanca emprendieron precipitada carrera acosados por la multitud, a la que Castelar hubo de afrontar, en defensa de Echegaray, en varias ocasiones. Al fin pudieron llegar hasta el casino de Madrid, en la calle de Sevilla, donde penetraron y, a través de un tejado, refugiarse en la casa inmediata, un prostíbulo, en la que Echegaray permaneció escondido varios días. La gravedad de aquel suceso se refleja fielmente en una carta que, desde ese refugio, escribió a Castelar:

Querido Castelar. No le he escrito a usted antes porque no tenía persona que le llevase la carta, y temía que pudiera perderse entre tantas otras como llegarán al Ministerio. No le diré nada de lo que siento por usted, porque no bastan las palabras, aunque tuviera su elocuencia para expresarlo. Me ha salvado usted la vida, y me ha salvado usted con peligro inminente de la suya; estuvo usted admirable: ya se lo dije a usted entonces mismo, porque casi pensaba más en usted que en las gentes que nos rodeaban. Era su amigo de usted y su admirador, desde la madrugada del 24, crea usted que soy su hermano. Sean cuales fueran las vicisitudes políticas del porvenir, será usted para mí objeto sagrado y podrá usted siempre disponer de mi vida, que, al fin, es disponer de lo suyo. ¿Salvará usted la República? Crea usted que lo deseo tanto como lo dudo.

Le abraza a usted de corazón,

Echegaray

Por decreto del 24 de abril el presidente del Gobierno, Pi y Margall, resolvía la disolución de la Comisión Permanente. Entre los varios “considerandos” del decreto, destacaban el de ser “elemento de perturbación y desorden”, “obstáculo para la marcha del gobierno de la República, contra la cual estaba en maquinación continua,” y “provocadora del conflicto de ayer, aun prescindiendo de la parte directa que en él tomaran algunos individuos.”

En las semanas siguientes los radicales, especialmente los miembros de la Comisión, y los que de algún modo aparecieron vinculados a los sucesos del 23 de abril, comenzaron a abandonar España.  El general Letona, Martos, Figuerola y Rivero viajaban a Portugal y Francia. Respecto a Echegaray, el asalto al Parlamento, la amenaza y la persecución de los manifestantes, las peripecias de su huida y, finalmente, la acusación de estar vinculado al fracasado intento de insurrección, le produciría una incierta y desasosegante situación que se prolongó unos días, hasta su llegada, como desterrado, a París.

Mientras tanto a Pi y Margall, quien en su breve gobierno de un mes tuvo que pedir poderes dictatoriales a las Cortes para hacer frente a las sublevaciones cantonales de Cádiz, Málaga, Sevilla, Granada, Murcia, Cartagena, Valencia y Alcoy, le sucedería don Nicolás Salmerón, quien ocupó la presidencia desde el 18 de julio hasta el 7 de septiembre. Salmerón, para restablecer el control del Gobierno central, salvar la dignidad de las Cortes y la unidad de España, recurrió a los generales, especialmente a Pavía, que aplastaría la revuelta cantonalista en quince días. Pero al tratar a los cantonalistas como criminales comunes, fue atacado en las Cortes por la izquierda federal y dimitió también (6 de septiembre del 73). A Salmerón le sucedería Castelar, quien una vez en el poder se movería a la derecha, pareciendo renunciar a su pasado federal, y desde el 20 de septiembre al 2 de enero gobernó dictatorialmente, por decreto. Pero muy combatido en las Cortes por el ala izquierda de los republicanos y por Salmerón, quienes lo acusaban de haberse olvidado de la revolución y de la democracia, se vio obligado a dimitir.

En la madrugada del 3 de enero de 1874, mientras se procedía a la votación de un nuevo presidente del Poder Ejecutivo, el general Pavía, junto a sus oficiales, retomando el pensamiento del liberalismo militar del XIX, y asumiendo la representación de la “voluntad nacional”, decidió “salvar” a la sociedad y a la patria de un Gobierno federalista, disolviendo la Asamblea Constituyente. El diario Pueblo, cuyo director, García Ruiz, era el nuevo ministro de Gobernación, explicaba al día siguiente el aspecto “democrático” del hecho: “el golpe de la madrugada del 3 de enero de 1874 va exclusivamente contra la República federal.  El triunfo es de la República unitaria, porque, entiéndalo bien todos los buenos españoles: Aquí ya no cabe más solución que la República unitaria, y esta es la que proclaman los que han disuelto la Asamblea federal.” En realidad las intenciones de Serrano de atajar el progreso de la República federal no habían sido secretas para nadie, y ya un año antes, en enero de 1873, en los periódicos satíricos habían aparecido gracias y chascarrillos de esta índole: “Se dice que Serrano va a renunciar a títulos, honores y jerarquía. ¿Será verdad? ¿Querrá quedar en libertad de obrar?

Y así fue. En este período se intensificó la insurrección de las fuerzas carlistas, que tomaron Bilbao. Las tropas del Gobierno, dirigidas por el propio general Serrano, tras 127 días de asedio, conseguían recuperar la plaza. Pero del triunfo obtenido por el ejército surgió otra gran crisis política. Mientras los radicales apuntaban como último recurso la renovación del Gabinete con un Ministerio de “conciliación”, el general Zabala, y con él Sagasta, Balaguer y Candau, exigían un Ministerio “homogéneo y conservador.” Serrano, al regresar triunfante de su campaña del Norte, encontraba en Madrid separados a los radicales y constitucionales, renacidos los antiguos odios por las dificultades y ambiciones del poder. El duque de la Torre figuraba al fin a la cabeza del partido constitucional o conservador, y los conservadores vencieron. El 12 de mayo quedó constituido un Ministerio con el general Serrano en la presidencia del Poder Ejecutivo y el general Zabala en la del Consejo de Ministros. La nueva situación permitía abiertamente el acceso al poder al partido alfonsino, ya que dirigentes del constitucionalismo –partido muerto a la caída de Amadeo y revitalizado por el gubernamentalismo de Castelar- al fracasar la monarquía democrática, habían públicamente declarado su inclinación por el príncipe Alfonso. Desde la adversidad del exilio, Cánovas ya había impuesto su propia convicción de que la Restauración de Alfonso XII habría de sobrevenir como un gran cuerpo de opinión pública, como un sentimiento civil y monárquico organizado. Pero los jóvenes oficiales, vencedores de los carlistas en las campañas del Norte, pensaban que la Restauración era una posibilidad inmediata que no debía ser relegada. De acuerdo con este criterio, el pronunciamiento Alfonsino de Martínez Campos, en Sagunto, el 29 de diciembre de 1874, abría para España, sin más dilaciones, el largo camino de la Restauración.

Tras el golpe de Pavía del 3 de enero de 1874, el general Serrano formaba un gobierno de concentración con republicanos unitarios.  En medio de una grave situación financiera, Echegaray, recién llegado de su exilio en París, es requerido de nuevo para asumir la cartera de Hacienda.  La situación del Banco de España, sin capacidad de crédito en el exterior, ni recursos en el interior, era insostenible. En un tiempo record de tres meses a partir de su nombramiento, Echegaray ponía fin a la pluralidad de emisión de moneda, concesión del monopolio al Banco de España, como banco emisor, con su figuración actual y carácter de banco nacional.  Días después de la aprobación del decreto, 19 de marzo, Echegaray renunciaba a su cargo.
 

 
 

EL TEATRO DE ECHEGARAY EN LA RESTAURACION

Los historiadores de la Restauración han coincidido en afirmar que para los españoles de ese periodo la política era un “gran teatro” y las incidencias y sucesos políticos, como la peripecia de un drama.  Un concepto teatral dominaba todos los aspectos de la vida política, especialmente la parlamentaria.

Ante tan inusitado fenómeno, se comprende que en la escena del teatro oficial (es un decir, el teatro protegido o tolerado por el régimen restaurador) fuera el melodrama el género llamado a competir y alternar  (sería como pasar de Herodes a Pilatos) dignamente con tan formidable rival.

El melodrama, enmarcado en España en la tradición de Don Alvaro y  de Don Juan Tenorio, se configuró como arte histriónico, individualista, de gratificación lúdica y de escapismo.  Sus asuntos eran siempre los mismos: el amor conflictivo, la honra, la violencia; y sus desenlaces propendían a la destrucción: espadas que matan, suicidios, fatalidades, “ajustes de cuentas”, tremendismo pseudo-romántico, en definitiva.

Así, mientras Cánovas y Sagasta daban otra vuelta de llave a las libertades políticas de la sociedad española, empresarios como Ramón Guerrero y Felipe Ducazcal, autores como Echegaray y sus epígonos, actores y actrices como Calvo y Vico, como Mendoza y la Guerrero, vendían el producto que se les demandaba: un teatro de entretenimiento y de evasión (histrionismo antes que arte; comercio antes que comunión; espectáculo antes que literatura), pensado para el consumo, desconectado de toda realidad coetánea, con acato y servidumbre a los gustos del público.

Para Echegaray el advenimiento de la Restauración habría de suponer un clima muy adverso dentro de su propia esfera profesional, hasta decidir abandonarla.

Aunque su paso por el teatro, en plena madurez, no puede explicarse como el tardío despertar de una vocación, no cabe duda que, después de experimentar los riesgos y contingencias que entrañaba la vida política del país, la dramaturgia se presentaba como una ocupación menos arriesgada  más estable,  y tras los altibajos, zozobras y peligros de su experiencia política, la posibilidad del teatro se le presentaba ahora como un juego incruento  (aunque con el transcurso del tiempo percibiera que también poseía sus propias leyes devoradoras e implacables), sugería algo de hilillos que se mueven, de rompecabezas que se compone y se descompone a placer; y Echegaray, habituado por la política a este ejercicio, podría aplicarlo a su nueva actividad con mayor seguridad personal y con mejores perspectivas de éxito.  A lo largo del siglo XIX, el melodrama había perfeccionado sus técnicas y aumentaba sus recursos, para cumplir el objetivo de evasión  entretenimiento de las masas.  En Italia triunfaba Giacometti; en Inglaterra, Mackinson; en Francia, Scribe,Sardou, Bouchardy.  El público del melodrama, que se estremecía con las escenas lacrimosas, los lances truculentos, con los sacrificios y sufrimientos de los buenos, cada vez más numeroso acudía a los teatros enriqueciéndo a los autores.

 

LA CONSAGRACION DEL MELODRAMA: ECHEGARAY Y DUCAZCAL

Empresario del Teatro Español en la Restauración, Felipe Ducazcal se convertiría en demiurgo y artífice de los éxitos de Echegaray como dramaturgo. Hijo de un impresor, Ducazcal había trabajado de muchacho junto a su padre, imprimiendo en Madrid, durante los años prerrevolucionarios, hojas clandestinas a favor de los progresistas.  El joven Ducazcal comenzaba su aprendizaje como activista político en la Revolución de Septiembre, cuando en el día 29 del histórico mes, frente a la muchedumbre congregada en la Puerta del Sol, pegaba en la fachada del ministerio de Gobernación un gran pasquín con un letrero rojo que decía: “¡Cayó para siempre la raza espuria de los Borbones!” Desde entonces comenzó a ejercer gran influencia entre las clases populares de Madrid, organizándolas en manifestaciones, primero a favor de los revolucionarios del 68, después de Amadeo y finalmente de la República. A la caída de ésta, comenzó  sus actividades como empresario, pasando a ser un hombre clave en la historia del teatro en la Restauración.  Su interés por el mundo del teatro se había iniciado en su juventud, como jefe de la “claque” del Teatro Real, con lo que comenzó a obtener grandes beneficios económicos.  En distintos periodos de su vida fue empresario de los Jardines del Buen Retiro, de los Campos Elíseos, del teatro de la Zarzuela, del Felipe, Recoletos, Variedades, Español y Novedades.  La gerencia en el Español coincide con el apogeo de Echegaray y con su muerte, acaecida en 1891, se iniciaría el declive del dramaturgo.  Poseía Ducazcal la capacidad para crear, en los momentos difíciles la apariencia de triunfo, o para potenciarlos cuando eran verdaderos, organizando a la salida del teatro “manifestaciones ruidosas, en torno del coche que conducía al autor célebre, camino de su casa, a la luz de las antorchas, atronado por vítores frenéticos.”

Ducazcal representaba la aparición, a nivel español, de los gérmenes de un planteamiento del arte escénico como actividad industrial y como mercancía de consumo, manipulado por un agente comercial, en detrimento muchas veces de la creación artística y cuyo bajo control acabarían claudicando muchos artistas, especialmente en el teatro.

El joven Echegaray habría podido aprender a imitar los elementos básicos de los melodramas de Scribe y Bouchardy (en sus diversos viajes a París, a partir de los años cincuenta) que posteriormente aplicaría en su trabajo como autor.

En París ya había nacido el teatro como industria que proporcionaba pingϋes beneficios a autores y empresarios, especialmente Scribe que, durante treinta años había sido el dramaturgo favorito de los franceses, llegando a estrenar en ese periodo alrededor de cuatrocientas obras.

Joseph Bouchardy, en sus obras de múltiples intrigas, ocurrían muchos sucesos en breve tiempo y el autor tenía la habilidad de no dejar un instante de distraer la atención del espectador para impedirle reflexionar en lo que había visto.  Gaspardo le pecheur, Le sonneur de Saint-Paul, Les enfants trouvés, Les orphelines d’Anvers, entre otros títulos, triunfaban en París en los años cincuenta, en las salas del Boulevard du Temple, conocido también como el “Boulevard del crimen.” Los melodramas eran servidos por actores excelentes como Frederick Lemaitre y Marie Corval.

En cuanto a Scribe, como máximo exponente del teatro de la burguesía de su tiempo, halló la técnica precisa para alcanzar el éxito, logrando fundar (según refiere Alardyce Nicoll en su Historia del teatro mundial) algo así como una fábrica de dramas, en la que los argumentos eran encontrados, inventados o pagados y convertidos, como salchichas, en comestibles por los que el público estaba ansioso de gastar su dinero.  Sus obras, ricas en recursos, variadas en acción y deliberadamente elaboradas en sus efectos, eran la expresión general de la filosofía mecanicista aplicada al teatro, con el empleo de su famosa fórmula: “La pieza comienza con una clara presentación de fondo… Conocidos esto hechos por un público, todo lo que el autor tiene que hacer es empezar a tirar de los hilos de sus títeres; éstos entran y salen, y la intriga resultante retiene la tensión hasta el punto de que casi nos hace olvidar que son muñecos sin vida propia.”

La fórmula de Scribe podría usarse, casi literalmente, como referencia a las técnicas de Echegaray, quien, en un célebre soneto, las definía con sinceridad, distancia y humor:

Escojo una pasión, tomo una idea,
Un problema, un carácter… y lo infundo
Cual densa dinamita, en lo profundo
De un personaje que mi mente crea.
La trama, al personaje le rodea
De unos cuantos muñecos que en el mundo
O se revuelcan en el cieno inmundo
O se calientan a la luz febea.
La mecha enciendo. El fuego se prepara,
El cartucho revienta sin remedio
Y el astro principal es quien lo paga.
Aunque a veces también en este asedio,
Que al arte pongo y al instinto halaga,
¡me coge la explosión de medio a medio!

Juan Mañé y Flaque, personalidad destacada del periodismo catalán, fue uno de los escasos comentaristas que ya en 1895 acertó a vislumbrar el teatro de Echegaray como continuador del género de Scribe y Bouchardy, y a explicar la significación respecto a la sociedad de su tiempo:

 

Echegaray es el hado que determina fatalmente los actos de la vida de sus personajes, sin que haya fuerza humana ni fuerza divina que logre sustraerlos a su influencia.  Pues bien, esas creaciones de su fantasía, reñidas con la realidad, entusiasman a un público que se considera realista, positivista, enemigo de ficciones. Y este público no es un público ignorante y primitivo de las tardes de los domingos, no es el eterno niño a quien entusiasmaba Bouchardy, padre literario de Echegaray, sino el público civilizado y culto, el público que lee diarios y revistas, y hasta el público que frecuenta las aulas: en una palabra, el público que se las echa de desilusionado y positivista y pregona las excelencias de la literatura realista.  Los personajes de Echegaray descienden en línea recta de aquellos que, esparcidos en los libros de caballerías, volvieron loco a Don Quijote.  Para que la semejanza sea más completa, unos y otros vienen a desfacer entuertos, con la sola diferencia de que aquéllos trataban de desfacerlos a cuchillada limpia, a usanza de su tiempo, y éstos con emplastos de retórica, a estilo de los nuestros.

Pero ni Echegaray era Scribe o Bouchardy ni la sociedad española del XIX la francesa del mismo siglo.  El contraste entre ambas se daba a muy evidentes desniveles que podrían resumirse por la falta de afianzamiento en España de una burguesía con conciencia de clase.  Así, el teatro de Echegaray encarnaría en muchos aspectos el espíritu de la Restauración, y la propia actividad teatral “entre bastidores” encontraría sus principios de conducta en los que regían la política de la época.  La fórmula sería adornada por la ampulosidad, la forma retórica de la oratoria parlamentaria o de la ateneísta.  El control del medio se realizaría a través de un sutil caciquismo de guante blanco.  El concepto de teatro como empresa, a falta de una desarrollada clase burguesa, tendría que adaptarse a los gustos de un público formado en su mayor parte por la aristocracia y por las clases medias y a las peculiaridades de la sociedad española de fin de siglo.

 

EL TEATRO DE ECHEGARAY

Heredero de López de Ayala y de Tamayo y Baus, que le superan en valores literarios y calidad poética, Echegaray consiguió una más amplia y numerosa audiencia que ambos juntos, y su teatro fue más apreciado que el de cualquier otro autor de su época.

 

La popularidad de algunas de sus obras rebasó las fronteras, traducidas y puestas en escena en diversas ciudades europeas, Londres, Roma, París, Berlín…

 

En sus obras los diálogos en verso eran construidos para ser recitados en escena, siendo de una gran eficacia lírica, apoyados por la fuerza expresiva de la situación y de la circunstancia heroica.  Estos versos que, como todos los de los dramas de cuño romántico, se diluyen cuando se estudian reflexivamente, cumplen a la perfección su cometido de impresionar y sorprender al espectador medio.  En su carácter de huidizos residía la categoría de su éxito (como sucedía con muchos discursos parlamentarios).  Pero, con la lectura, se descubren los trucos.

 

Echegaray cree, exageradamente, en el actor, y la primacía que le concedía contribuyó a sus éxitos dramáticos.  Admiraba la labor del artista y sabía sacar partido de los divos (Ricardo Calvo, María Guerrero, Fernando Díaz de Mendoza, Antonio Vico…).   Sus obras se centran en la creación de grandes personajes protagonistas que, a veces, dan título a sus obras (Mariana, El hijo de Don Juan, El hombre negro, La esposa del vengador, El bandido Lisandro, Haroldo el Normando…), a costa de la utilización de una diversidad de personajes secundarios de escaso relieve dramático.

 

Teatralmente, el objetivo era estimular y potenciar la ilusión en el público a través de una experta escenotecnia, aplicando sus conocimientos matemáticos en la invención de artificios y ardides.  Pionero en el uso elaborado de recursos y efectos especiales, entre ellos el uso controlado de la dinamita.

 

Desde su primer estreno, El libro talonario (1874), en el Teatro Apolo de Madrid, escribió y llevó a escena sesenta y siete  melodramas, los primeros teñidos de melancolía postromántica, y los del segundo periodo, con temas sociales del realismo en boga y marcada influencia de Ibsen.  Entre sus más logradas sobresalen El gran galeoto (1881); Mancha que limpia (1895); El hijo de Don Juan (1892); O locura o santidad (1877); En el seno de la muerte (1879); O locura o santidad (1877), en la que la honestidad es tratada como locura o idiotez.

 

Conflicto entre dos deberes, presentada por la compañía en diciembre de 1882, y protagonizada por Rafael Calvo, es una obra que permite explorar la función y la relación del autor, actor, empresario y público en el teatro de Echegaray.  Así era su asunto: El joven abogado Raimundo tiene un protector, don Joaquín, de cuya hija está enamorado y por la que es correspondido.  Raimundo piensa que el protector no verá con buenos ojos esta relación, pues mientras que la muchacha es muy rica, él no tiene otra propiedad que la de su profesión, que ahora comienza, su trabajo.  Cuando ya ha decidido salir para América, don Joaquín, al corriente de todo, acepta la boda.  La felicidad parece descender sobre las dos familias, pero, de pronto, se plantea el conflicto: la hija de don Joaquín, tiene una antigua amiga de colegio, cuyo padre fue asesinado por un desconocido que le robó un millón al producirse el hecho. Las pruebas del crimen son unas cartas cerradas que ella entrega al abogado, el cual se encargará del caso y, si lo hubiere, del proceso.  Pero el asesino resulta ser, nada menos, que don Joaquín, es decir, el padre de su prometida  Así se plantea la tesis de la obra, el conflicto entre dos deberes, entre la gratitud, que le instiga a destruir los documentos que se le han entregado y que acusan a su protector, y la conciencia y el honor de su profesión, que le imponen la obligación de esclarecer el crimen por medio de las cartas.  Cuando, bien avanzado el tercer acto, la madeja está más enredada, el autor lo resuelve con un duelo y con un difunto a breve plazo: el protector de Raimundo se levanta la tapa de los sesos para facilitar el desenlace y la felicidad de los novios.  En Conflicto entre dos deberes, Echegaray vuelve a hacer acopio de sus procedimientos habituales.  Se trata de cálculos logarítmicos, de hacer todas las combinaciones posibles con los datos fundamentales utilizados en la confección de la obra, para obtener de su auditorio la respuesta emotiva y palpitante.  Que lo consiguió plenamente no queda lugar a dudas, como lo muestra la crítica de la noche del estreno:

A la conclusión del segundo acto el éxito estaba ya decidido, y de una manera tan franca, tan general y tan tumultuosa como no hay memoria en las tablas.  No recordamos, en efecto, una interrupción de escena como la que ocurrió anoche cuando Raimundo se decide y dispone a quemar las cartas, vencido por el corazón y ahogada su conciencia.  Una de esas frases que abundan en la lírica de Echegaray, enardeció, entusiasmó al público; y no quiso éste que continuase la representación sin que se presentase el autor para saludarle entre aclamaciones.  Rafael Calvo cedió al fin con disculpable ademán de desatención para con el público, ciertamente, y Echegaray apareció en las tablas magníficamente abrumado por una ovación indescriptible.

Respecto a las grandes manifestaciones populares que, promovidas por Felipe Ducazcal, se organizaban a la salida del teatro, la noche del estreno, el crítico de El Liberal concluía su crónica de esta forma:

A la una y media, cuando nos retiramos hacia la redacción, vimos hacia la calle del Arenal un clamoreo inmenso, que se extendía por las calles vecinas entre oleadas musicales.  Se oían “vivas”, algo como un movimiento popular y revolucionario.  Acudimos presurosos, y vimos un cortejo numeroso de hombres con teas chisporroteadoras; y en medio de este peligroso círculo de fuego, un coche de alquiler, que avanzaba lentamente, dejando adivinar por la majestad del paso, la majestad del genio que indignamente contenía  Delante de las teas una charanga entonaba piezas nada alusivas al acontecimiento.  Nosotros oímos un “quadrille” célebre: ¡Viva Echegaray! ¡Viva don Rafael Calvo! ¡Viva el gran autor contemporáneo!  Era el personal del teatro Español que acompañaba al genio y ponía en conmoción a Madrid.  Algunos transeúntes –gente iliterata- creyeron que era el viático. Las teas y los ecos de aquel cancan triunfal se perdieron en dirección al barrio de Pozas.  Dicen que Echegaray se asomó a la ventanilla del coche, y que dijo modestamente:

-¡Señores, un cadáver de referencia y dos muertos casi vistos no merecen tanto!

La presencia de Echegaray, durante un cuarto de siglo, como amo y señor de la escena española y sus triunfos apoteósicos, alcanzaron su punto culminante con el estreno de El Gran Galeoto presentado el 19 de marzo de 1881, en el Teatro Español de Madrid, siendo empresario Ducazcal. Trátase del amor “platónico” de un joven poeta (Ernesto) por una mujer casada (Teodora), intencionalmente malentendido por la sociedad, y el venenoso y trágico efecto que tiene en su marido, un hombre de mediana edad.

 

Al éxito inmenso del estreno contribuyeron motivos extra teatrales.  Desde 1874, y dentro del marco político de la Restauración, Echegaray, ministro con Prim, con Amadeo y al comienzo de la Primera República, se había mantenido alejado de los gobiernos y la monarquía restaurada, representando todavía, especialmente para las jóvenes generaciones, el símbolo y el espíritu liberal de la Revolución de Septiembre.  Los estrenos de los primeros dramas revestían un cierto carácter de politización, y es así como pueden entenderse que fueran en su mayoría estudiantes de la Universidad de Madrid los componentes de la gran manifestación a raíz del estreno, y que para ellos Echegaray pudiera ser, en cierto modo, bandería de algazara y de demostración popular.  El Gran Galeoto representaba, además, un criterio contrario a la norma tradicional católica en su desenlace (circunstancias lamentables y deplorables equívocos determinan que el amor fraternal entre Teodora y Ernesto se convierta en pasión ilícita; Ernesto, en las palabras finales, hace del adulterio una apoteosis wagneriana, “cargando” a la maledicencia pública la causa determinista que explica el paso de su afecto por Teodora a pasión).  El melodrama pareció como la obra de la oposición demócrata y progresista.  Algunos periódicos atacaron el desenlace como afrenta a la moral, escarnio de la religión y forma teatral de la filosofía materialista, echando de menos “el soplo vivificante de la moral cristiana” y “lamentando que el desenlace estuviera fuera de la realidad moral.” Para otros, Echegaray, con su nuevo drama, venía, limpiamente, “a proclamar la fuerza incontrastable del mal.” El estreno de El Gran Galeoto supondría el momento decisivo en la irresistible ascensión de Echegaray como dramaturgo y la consagración  del melodrama  en la escena española.

 

Estrenada en 1881 en el Teatro Español de Madrid, fue puesta en escena en los principales teatros europeos, y ya en el siglo XX, presentada en el Garrick Theater de Broadway en 1908, con el mismo título The World and His Wife; llevada al cine con el mismo por la Paramount en 1920; y un “remake” por la MGM, con el título Lovers, siete años después.

 

ORATORIA, POLITICA, TEATRO

En realidad, el teatro en la Restauración era una pequeña farsa contenida dentro de otra inmensa.  En este aspecto, es muy significativo descubrir todo lo que en la sociedad española de este periodo del siglo XIX había de “representación,” en la vida política y, especialmente, en la intensa actividad parlamentaria, de la que el propio Echegaray llegó a afirmar:

Eran espectáculos grandiosos, que rebosaban vida, que dibujaban un gran drama social y político, a la manera de los dramas de Shakespeare.  No como una tragedia clásica de grandes líneas majestuosas, en que todo es noble: los personajes, las acciones, los accidentes, las catástrofes.  No; lo grande y lo pequeño se resolvían en aquel drama palpitante…; lo sublime y lo grotesco, rayos de luz y salpicaduras de barro, lo que despierta la admiración y la domina, lo que arranca la carcajada o el ademán grotesco.

Juan Valera ya había observado que, entre todas las artes, la oratoria y la dramaturgia “son las dos que ponen en la más estrecha comunión el alma del artista con el alma del pueblo.” Y Azorín, preocupado por el mismo tema, analizaría las semejanzas entre el arte del orador y el del actor, sobre las que haría sutiles reflexiones.  Mantenía Azorín que el orador, a la vista y en contacto con el público, va modelando y plasmando su discurso según secreto sentir de los oyentes; y aunque el discurso haya sido previamente organizado y meditado, el público, en el curso de la oración, “habrá ido marcándole con su actitud, las modificaciones de tono, de matiz, de inflexiones de voz, de transigencia o de hostilidad, en que el orador no pensó jamás.” Relacionando estas técnicas oratorias con las del trabajo del actor, advertía Azorín:

¿Cuál es el arte del actor?  Todas las palabras que ha de pronunciar están trazadas de antemano; no queda a disposición del artista de la escena más que el gesto, la entonación, el ademán, los movimientos.  Y ese campo, que parece reducido, es extensísimo.  Dentro de él puede el actor plasmar, modelar, amasar la materia de la obra, del mismo modo que el orador su discurso.  Y de idéntico modo el actor, sobre la escena, necesita, ansía, pide, busca la colaboración del público.  Tal pasaje difícil de la obra que está representando podrá ante la actitud del público, ser interpretado de otro modo, en el gesto, en los movimientos.  Y tales palabras, que podrían, ante otro auditorio, ser dichas de un modo rotundo, terminante, enérgico, han de ser pronunciadas ahora de una manera rápida, insinuante, como al descuido… Las modificaciones en la interpretación de una obra –sin tocar para nada el texto- pueden ser variadas.

La oratoria parlamentaria comportaba una técnica, un estudio, unas determinadas formas de “actuación” previamente ensayada por el orador.  Castelar usaba en sus discursos profusión de flores retóricas y en el transcurso de ellos su voz se iba robusteciendo hasta alcanzar “efectos de sonoridad maravillosos que concluían por hechizar y electrizar al auditorio más refractario.”  En su experiencia parlamentaria, a Echegaray le fascinó este aspecto de teatralidad en la intervención de los oradores, que, sin duda, aprovechó para la elaboración de sus célebres “efectismos.” De la actuación de Ríos Rosas en las Cortes, ofrece Echegaray esta valiosa referencia que remite, inequívocamente, al tiempo de recursos expresivos en sus primeros dramas, del periodo de Calvo y Vico:

Ríos Rosas era un gran tribuno;  pero era, sobre todo, un orador de combate.  El necesitaba la lucha, el ataque, el golpe devuelto, la espada que choca con la espada, la chispa que salta al golpe violento de los hierros.  En suma, Ríos Rosas era un admirable batallador parlamentario.  Sus frases quedaban siempre esculpidas.  Cuando se levantaba y apoyaba las manos en el banco de delante y empezaba a oscilar su cuerpo, como el del león, que se prepara para dar el salto; y entre párrafo y párrafo respiraba fuerte, con respiración que unas veces era el ronquido andaluz de la Serranía, y otras veces era semejaba el rugido de la fiera; y de este modo interrumpía a trozos el discurso para dar paseos a lo largo del banco, los diputados se iban retirando poco a poco, haciéndole espacio, y al fin se quedaba solo rugiendo, perorando con voz poderosa, y cuando era preciso, lanzando un latín de Tácito, que la mayor parte de los oyentes no entendía, pero que a todos aterraba.

En realidad, un concepto teatral dominaba en todos los aspectos la vida política, y no sólo en el Parlamento.  Los historiadores han percibido este concepto de la política como “representación”, especialmente en el periodo de la Restauración, al que Vicens Vives denominó “parodia democrática” y a la vida democrática, “grandilocuente comedia.”  En la Restauración, al eliminarse en el proceso político del país la presencia y la acción popular, la mayoría de la sociedad había quedado reducida a una posición pasiva e inoperante frente al acontecer político que ante ella se desarrollaba.  En este sentido, la relación de sociedad con escena política, se presentaba en cierto modo muy similar a la de audiencia con representación teatral.  Lo que explica que para el gran público, tendieran a difuminarse los límites entre espectáculo y política, invistiéndose ésta de un carácter de representación de gran guiñol. Los medios informativos, principalmente los periódicos, ofrecían a sus lectores los hechos políticos enmarcados en el gran retablo nacional: “La comedia de la semana”, “La última suerte, por Cánovas”, “Drama en un acto”, “La función del Real”, “La hostería de la Paz”, “La corrida política”, “Teatro de la Nación”, “Castelar, Sagasta y Cánovas practicando esgrima y haciendo turno”, “Teatro político”, “Entre bambalinas”, “Entre bastidores”, “Estreno del drama Los Conservadores”, forman una breve muestra de la constante serie de referencias periodísticas que interpretaban el hecho político como espectáculo dramático, circense o taurino.  Política y teatro respondían, por consiguiente, a un mismo concepto de espectáculo, cuya previa confección y manipulación del éxito tenía, a veces, un mismo origen.  Felipe Ducazcal organizaba el éxito  -o impedía el fracaso-, de la entrada de don Amadeo en Madrid y de los triunfos de Echegaray en la escena, quien, en definitiva, no hizo, como dramaturgo, sino adaptarse al artificio político manipulado por Cánovas y por Sagasta y por el caciquismo de ese periodo histórico de España.

EL PREMIO NOBEL DE ECHEGARAY

El 8 de diciembre de 1904, ABC publicaba un telegrama de Estocolmo, recibido por el Ministerio de Estado, notificando que el premio de literatura d la fundación Nobel en ese año había sido repartido entre el insigne dramaturgo español don José Echegaray y el gran poeta de la Provenza, Federico Mistral. El premio se otorgaba con la participación de todas las academias literarias del mundo.  Echegaray había sido propuesto para él en los últimos años.  Al distribuirse el premio “entre los gloriosos representantes de dos literaturas hermanas, tendíanse nuevos vínculos de afecto entre ambos pueblos.”

 

La noticia  sorprendió a todos, hasta a los más adictos.  El teatro de Echegaray, muy atacado por la crítica e incluso protestado por sectores del público en la década anterior, había desaparecido prácticamente de la escena española.  Echegaray había sido propuesto para el Nobel en 1903, pero fue desplazado por el poeta parnasiano Prudhome, tras haber circulado el rumor, e incluso haberse publicado, que el laureado era Echegaray, como indicaba el diario El Globo al dar la noticia de su concesión.

 

De entre todos los hechos que marcaron un hito en la vida de Echegaray, la concesión del premio Nobel es quizá  el que siempre se ha presentado como más misterioso e indescifrable y ante el cual, hasta nuestros días, la crítica ha mantenido una actitud de reserva o de perplejidad. Y, sin embargo, el hecho merece una explicación que hoy puede ser al menos esbozada.

 

El 25 de febrero de 1905, El Diario Universal de Madrid afirmaba en su artículo editorial que de la Real Academia Española de la Lengua había salido “toda esa algarabía echegarayesca, más vieja y más compleja de lo que parece.” La Academia de la Lengua había recibido en 1902 la primera invitación para que presentase un candidato al premio Nobel, premiado con más de cien mil pesetas.  Después de expresarse la improbabilidad de que ese premio fuera a para a España, se propuso a Echegaray, quien aceptó. En 1903 ocurrió algo parecido, pero “después de hecha la propuesta, la Academia supo confidencialmente que los suecos habían decidido dar el premio a Echegaray… Surgieron entonces dos candidaturas para el premio, que eran, en verdad, las que estaban en la conciencia de los académicos que manejan la casa; una, la de Menéndez Pelayo, que simboliza la erudición española –según los tales académicos-; otra, la de Pérez Galdós, que simboliza toda nuestra novela y nuestro teatro moderno.”  A la confidencia de Suecia se respondió con otra española:  “Se confesó que la designación había sido hecha un poco de ligero; que la opinión de la Academia estaba, no dividida, sino tripartida,” y “la confidencia acababa aconsejando que si los suecos tenían un extranjero a mano a quien premiar, que no sentirían la menor contrariedad por ello.”  La noticia oficiosa de que Echegaray había sido premiado ya circulaba en los periódicos extranjeros.  Pero le fue al fin concedido a Prudhome.  Al año siguiente, sin embargo, el jurado, obrando más por su cuenta, fiado más en sus propias fuentes, ratificó su anterior acuerdo, “volviendo a caer en Madrid la bomba, esta vez oficial, de habérsele otorgado a Echegaray el premio Nobel de Literatura.”  El detallado relato no fue posteriormente desmentido ni por Echegaray ni por la Academia de la Lengua como corporación, ni por cualquiera de sus miembros, lo que otorga a la versión periodística un razonable margen de autenticidad.

 

Conocidos estos antecedentes resulta comprensible la forma secreta en que Echegaray, tras recibir en su domicilio la carta de Suecia con la comunicación del premio, efectuó la aceptación:

No necesito decirles a ustedes que acepté, y además, contesté en el acto.  Lo que no hice fue decírselo a mi familia. ¡Qué sé yo! Era una alegría tan grande, que la decepción en el caso de que sobreviniera habría de ser espantosa… Tracé mi contestación, que ya lo supondrán ustedes, llena de sincero agradecimiento para la Academia sueca, y yo mismo quise ir a echar la carta al correo.  Así lo hice.  Nunca lo hubiera hecho.  Llovía y venteaba.  No encontrando coche hube de irme andando hasta la calle Carretas.  Excuso decirles a ustedes cómo me pondría.  Yo comprendí en aquellos horribles momentos que me acatarraba más de la cuenta.  Pero lo que acabó de arruinarme fue aquella terrible espera ante la ventanilla de los certificados.  ¡Media hora allí, en aquel zaguán húmedo por cuyas puertas se colaba el aire que era una bendición!  El caso es que al llegar a casa me encontraba presa de un catarro descomunal tan grande, que hube de meterme en la cama tiritando de frío.

Por otra parte, tal como descubriera Azorín en sus lecturas de la prensa italiana, la concesión a Echegaray del Nobel de 1904 fue, en cierto modo, un inesperado golpe de fortuna a favor del dramaturgo español, ya que en un principio había sido destinado a Mistral y a Carducci.  Pero al averiguar algunos miembros de la Comisión que Carducci era autor del Himno a Satán, poema proscrito por el Cristianismo, en el que se ensalzaba a Satán como dominador del mundo y la belleza, se opusieron a que el poeta fuera galardonado, siendo sustituido a última hora por Echegaray.  Gómez Baquero, comentando socarronamente el descubrimiento de Azorín, observaría que el diablo, sin duda versado en historia contemporánea, se sonreiría maliciosamente recordando que si Carducci escribió el Himno A Satán, Echegaray había pronunciado el discurso de La trenza del quemadero, saliéndose así, en definitiva, con la suya.

 

La revista Gente Vieja, entre cuyos colaboradores figuraban Alcalá Galiano, Segismundo Moret y Pérez Galdós, fue la primera en proponer un homenaje a Echegaray con motivo de la concesión del premio Nobel.  La idea fue recogida por la Asociación  de Escritores y Artistas de Madrid, que trató de darle un carácter nacional, creyendo representar, tácitamente, las aspiraciones y los deseos de la intelectualidad española, lo que provocó la inmediata reacción de los que, considerándose intelectuales, no estaban conformes con tal homenaje. Esta nota de discrepancia la inició Azorín, casi a título personal, en una serie de artículos publicados en enero y febrero de 1905, en el diario España.

 

El primer motivo usado por Azorín para impugnar el homenaje, era el discurso pronunciado por Echegaray en el Senado, a raíz de “el desastre,” a favor del Banco de España.  Echegaray, en un elocuente discurso, frente a ciertos ataques exteriores al Gobierno y al Parlamento, sostuvo que el Banco, en su presente configuración, era necesario para la economía nacional, y centró su defensa en la idea de que el funcionamiento del Banco era excelente dentro del espíritu del sistema.  En su virulenta respuesta, Azorín centraba su más seria acusación en el alto porcentaje de beneficios del Banco (del veinticuatro al veintiséis por ciento sobre el capital nominal), que Echegaray había justificado como una especie de premio al riesgo y al espíritu emprendedor de las empresas y los inversionistas, indicando:

 

El Banco es un gran elemento, una gran máquina de paz; pero es también un gran elemento que ha demostrado el temple como máquina de guerra; y si me lo permitiérais, compararía el Banco de España con un arado que fecunda la tierra y que hace producir todos los elementos necesarios para la vida, pero que en momentos críticos puede ser también el cañón de guerra que sostenga la vida y la honra de la Nación.  El Banco es ahora, debe ser ahora, señores Senadores, el arado que trabaja, el que fecunda las relaciones comerciales, porque esto es la paz, es la vida, es el porvenir, es lo único que hace grande a la humanidad.

Respecto a su teatro, y siempre en relación con el proyectado homenaje, para Azorín significaba el lirismo, la exageración, la exaltación de la personalidad y el estado de espíritu que llevó a España hacia el desastre.  En su conjunto, Azorín planteaba la cuestión en términos de regeneración, de relevo generacional;  hablaba de una España vieja anterior a 1898, y de una España nueva posterior a esa fecha y exigía a los “viejos” la retirada para permitir el correspondiente relevo.

 

Los artículos de Azorín produjeron una extraordinaria conmoción en los ambientes literarios de Madrid y apasionadas polémicas.  Una de las primeras revistas serias en pronunciarse fue la España moderna, que a través de un detenido y mesurado análisis de Gómez Baquero, trataba de apuntar el alcance de la actitud del autor de La voluntad: “El voto en contra de Azorín se sale de la literatura.  Es un voto político o sociológico, si se quiere, más que literario.  Pero plantea, echa sobre el tapete de la actualidad una porción de cuestiones interesantes: la disputa de los viejos y los jóvenes, el tema arrinconado de la regeneración española, la psicología de nuestro desastre colonial en relación con la dramaturgia de Echegaray.”

 

En efecto, las palabras de Azorín habían encontrado una intensa acogida en los medios intelectuales y la iniciativa de honrar a Echegaray tropezó, desde los primeros instantes, con la impaciencia de los jóvenes.  En el Ateneo, en los saloncillos, en las reuniones de escritores y periodistas, comenzaba a haber enemigos del homenaje, produciéndose pronto la redacción de una protesta colectiva.

 

El texto breve, pero claramente hostil, a pesar de la ideología moderada de muchos firmantes, decía: “Parte de la prensa inicia la idea de un homenaje a Don José Echegaray, y se abroga la representación de toda la intelectualidad española.  Nosotros, con derecho a ser comprendidos en ella, sin discutir ahora la personalidad literaria de Don José Echegaray, hacemos constar que nuestros ideales artísticos son otros y nuestras admiraciones muy distintas.”  El grupo de firmantes era de cincuenta, entre simbolistas, modernistas, noventayochistas y la mayoría de la crítica teatral de Madrid, y entre las firmas se encontraban las de Rubén Darío, Unamuno, Maeztu, Antonio Machado, Jacinto Grau, Ramón del Valle Inclán, Pío Baroja y, naturalmente, la del propio Azorín.

La redacción y publicación de la protesta originó ataques violentos y personales contra varios de los firmantes en algunos diarios de Madrid, en los que se descubría, particularmente, una fobia muy acentuada contra los movimientos modernistas.  Pero, sobre todo, favorecieron e impulsaron el homenaje mismo, ya que por razón de desagravio se le concedió mayores proporciones que las que en un principio habían sido proyectadas, adquiriendo el Ateneo la responsabilidad oficial de su organización.

 

 

El primer acto del homenaje se verificó el sábado, 18 de marzo, en el Senado, cuyas tribunas y escaños se hallaban atestadas de público, con asistencia del rey, acompañado de la alta servidumbre palatina, del gobierno en pleno, de las autoridades provinciales y municipales y del Cuerpo Diplomático.  Alfonso XIII entregó al dramaturgo las insignias y el diploma del Nobel, cuyo texto explicaba la concesión del premio: “A José Echegaray en consideración a su rica e ingeniosa producción dramática, la cual ha reanimado de una manera independiente y original las grandes tradiciones y las glorias antiguas del drama español.” La manifestación del domingo 19 fue un espectáculo “deslumbrante y grandioso.”  Todas las clases sociales, todas las Corporaciones y representaciones “de cuanto significa fuerza y vida en España,” acudieron a rendir tributo de admiración y de respeto a Echegaray.  La manifestación recorrió las calles de Bailén, Mayor, Puerta del Sol, Alcalá y Recoletos.  Los balcones de las casas aparecieron con colgaduras y llenos de personas que vitoreaban al paso del autor. En la escalinata del palacio de Bibliotecas y Museos se dispuso en un estrado, donde se situó Echegaray.  Una Comisión militar le hizo entrega de las insignias de la gran cruz del Mérito Militar, colocándole la banda. Comenzó después un lento desfile de los manifestantes ante el homenajeado y, finalmente, Canalejas, en nombre de todos, dirigió su discurso a Echegaray, que fue rematado por estruendosos aplausos.  Echegaray, profundamente conmovido y con temblorosa voz, se dirigió al pueblo agradeciendo el homenaje y pidiendo a todos su esfuerzo para crear una nueva España. Por la noche se celebró la velada en el Ateneo, presidida también por el rey.

 

EL HOMENAJE EN PONTEVEDRA

Entre los numerosos homenajes previamente tributados a Echegaray, se había destacado por las proporciones que revistió y por lo que en cierto modo suponía de “ensayo general” para el de 1905, el celebrado tres años antes en Pontevedra, donde Echegaray solía pasar los veranos, en su casa de Marín, próxima a la de Montero Ríos quien, al parecer, le habría facilitado el solar para construirla.  Los actos comenzaron la noche del 25 de julio de 1902 en el, hoy desparecido, Teatro Circo de los Jardines de Vincenti, donde la Compañía Guerrero Mendoza, recién regresada de su gira por América, ponía en escena Malas herencias.  Las crónicas de la época (recogidas por Florencio Landín en  De mi viejo carnet) reflejaron así el acontecimiento:

¡Qué hermoso estaba el teatro, decorado con flores y guirnaldas, que son el mejor  tributo de los genios!  Rebosante de emoción, la inmensa concurrencia se apretujaba en las localidades aplaudiendo incesantemente a María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, que llegaban con su arte a las mayores excelsitudes, y que a la terminación de cada acto, salían al palco escénico con Echegaray, cogidos de las manos.

De todos los puntos del teatro, surgían tiradas interminables de flores y palomas.  Sobre la cabeza nevada de Echegaray y las de sus gloriosos intérpretes, caían, desde las alturas del telar, verdaderos torrentes de hojas de laurel.  Cuando el escenario estaba materialmente cubierto de flores, le fue ofrecida a María Guerrero una desbordante canastilla de rosas y claveles de la marquesa de Riestra, en nombre de las señoras de Pontevedra.

Desfilaron entonces los Ayuntamientos en pleno de Pontevedra y Marín, y el alcalde de Marín le hizo entrega del documento por el que se le informaba que la Corporación había acordado dar su nombre a una de las calles de la villa. Después desfilaron las Comisiones: Sociedad Económica de Amigos del País, Cámara de Comercio, Prensa local y Sociedad de Escritores y Artistas, Sociedad Arqueológica, Sociedad de Socorros Mutuos, Sociedad Protectora del Obrero, Sociedad Recreo de Artesanos, Liceo Gimnasio y Liceo Casino…

A la salida del teatro formóse una gigantesca manifestación para acompañar hasta el tranvía de Marín a Echegaray, entre más de doscientas antorchas que daban al acto fulgor de apoteosis.  Músicas, cohetes de colores y aclamaciones rompían el silencio de aquella noche memorable.

Eran las tres de la madrugada.  El pueblo estaba en la calle y se extendió por la desaparecida estación de tranvía y carretera de Marín, aclamando al gran maestro de la dramática española hasta que el convoy se perdió llevándose a su hotelito al coloso rendido por la emoción y por la gloria.

 
 

LANCES DE HONOR

En declaraciones recogidas por el Diario Universal (18/3/1905) sobre la legitimidad del duelo, Echegaray se había mostrado intransigente, apoyándolo sin reservas:

Sea cual fuere la edad que tenga un hombre, si ha sido ofendido, no se le puede negar el derecho a llevar a su adversario al terreno, aunque este se escude en la edad de su contendiente, procurando en lo posible igualar las condiciones.  Un viejo de setenta años y un joven de veinticinco, no es materialmente imposible que se batan a pistola.  Y en el caso de que el hombre de mucha edad sea el ofensor –exceptuando cuando sea un anciano caduco y débil como una mujer o un niño- tampoco puede quedar en absoluto impune.

El mismo era un consumado esgrimista y siendo ministro, en tiempos de la Revolución de Septiembre, tomaba lecciones de esgrima del maestro francés llamado el Zuavo, en una sala de la calle del Baño, siendo Echegaray considerado como uno de los tiradores difíciles y como esgrimador terrible.  Sus asaltos estremecían y la pasión que en ellos mostraba era tan solo comparable al ruido que los acompañaba.  Por otra parte, este comportamiento nada tiene de sorprendente o excepcional en esa época y, especialmente, en el ambiente turbulento de Madrid durante la Revolución de Septiembre, donde los duelos eran bastante comunes, siendo sus protagonistas generalmente políticos, periodistas y militares.  Tan frecuentes eran, afirma  Antonio Espina, que dentro del grupo de periodistas incluso llegó a constituirse en Madrid, en los años sesenta, un Tribunal de la Prensa, con carácter permanente, para tratar de solucionar pacíficamente los conflictos que entre ellos surgieran.

 

A los veintitrés años, en el Teatro Real, donde estaba abonado a una butaca de platea, tuvo su primer lance. Una noche, en plena representación, un desconocido le dijo que su entrada correspondía a la butaca ocupada por Echegaray, y le exigió que la desocupara.  El señor se había equivocado y aunque concluyó pidiéndole excusas, Echegaray, antes del mediodía siguiente, le enviaba sus padrinos a su domicilio exigiéndole una satisfacción, la de volver esa misma noche al Real, buscarle y delante de todos darle explicaciones categóricas completas o batirse en duelo.  El contrincante aceptó dar la satisfacción que Echegaray había demandado.

 

Respecto a su relación con la esposa, en sus Recuerdos nada en claro revela Echegaray de su figura.  El autor lo evita conscientemente, y las escasísimas alusiones son absolutamente circunstanciales.  En realidad Echegaray escondió celosamente cualquier aspecto de su vida privada.  Constan algunos datos: Se llamaba Ana Perfecta Estrada, natural de Oviedo y de “familia distinguida.”  De ella tuvo Echegaray dos hijos, Ana, muerta antes que sus propios padres pero habiéndoles dejado nietos, y Manuel, que permaneció soltero.

Durante los años en la Escuela de Caminos, la esposa le acompaña a todos los viajes, hasta a los más estrictamente científicos.  Años después, sin embargo, sería muy notoria la sistemática ausencia de Ana Perfecta en las veladas nocturnas del Teatro Español.  Una declaración de Echegaray en los últimos años de su vida tenuemente ilumina aspectos de la relación entre los dos:

Ella, la viejecita, me acompaña, me lee, me distrae, y no vayan ustedes a figurarse… muchas veces pienso que este amor de ancianidad, tan apacible, es el más alegre y el más intenso de los amores.

El joven Ramón Valle (el del periodo de Pontevedra) sentía, en apariencia al menos, una profunda admiración por Echegaray, como se revela, por ejemplo, en la segunda de sus Cartas galicianas, publicadas en El Globo en 1891, donde, sin reservas, elogiaba la personalidad y la obra del dramaturgo madrileño a quien con frecuencia visitaba en la finca de Marín, cerca de Pontevedra, donde Echegaray pasaba los veranos con su familia.  Valle quedó por entonces fascinado con la belleza de la esposa del dramaturgo.  Impresión que no dudó en reflejar en uno de sus primeros artículos de este periodo:

Antes que de Echegaray quiero hablar de la mujer más hermosa que en mi vida  he visto, señora que lleva el apellido monumental del gran hombre:  Muéveme a ello no solamente respeto galante, sino la razón de haber sido la dama, la primera que atrajo mis miradas y  atención casi devota y extática: imagínese el lector una mujer que es la cuna del donaire, hecha de nácar, de marfil, de azahar y de rosas con un rostro encantador, ni blanco ni moreno, orlado de cabellos negros, finos y copiosos, y animado por unos ojos también negros que así se ríen como lloran y parecen abiertos de par en par sobre el alma.

Posteriormente, sin embargo, sobre todo a partir de la concesión del premio Nobel y del homenaje nacional, nacería e iría en aumento la acritud y la dureza de Valle contra Echegaray, sobrepasando las objeciones estéticas e ideológicas, para alcanzar el tono, algunas veces, de un ofensivo y mordaz ataque personal, como la referida por Ramón Gómez de la Serna y otros comentaristas, sobre una de las tertulias en el saloncillo del Teatro Español, en la que Valle sugirió infidelidades de la esposa.  Hallándose por allí el hijo de Echegaray, le increpó: “No siga, que está usted hablando de mi padre.”  A lo que Valle Inclán, sin inmutarse, respondió: “¿Está usted seguro, joven?”

 

Si es verdad que Echegaray había prometido dispensar su protección al joven escritor, y que Valle Inclán, al llegar a Madrid, intentó frecuentar la casa del dramaturgo para hacer realidad la promesa, no hay duda que, a la vista de las relaciones posteriores, la acogida fue negativa.  La explicación de Valle, unos meses después, de emprender su primer viaje a México “como final de unos amores desgraciados”, coincide con el comienzo de un gradual alejamiento entre ambos escritores, y de la iniciación de hostilidades contra Echegaray por parte del autor de las Sonatas.

 

En realidad, Ramón Valle no había de ser el único en rendir su homenaje y admiración a Ana Perfecta Estrada.  Ya en 1879, Francisco Cañamaque, al comentar un discurso de Echegaray en el Parlamento, complementaría su información añadiendo: “Tiene una de las mujeres más hermosas que se pasean por Madrid.” Comentarios que, por cierto, contrastan violentamente con los dedicados al propio dramaturgo: “Flaco, muy flaco; casi con joroba; demacrado; metidos los ojos donde nadie los ve aunque hieren con la luz que despiden; de piernas de alambre; de cabeza calva  poco artística; de elegancia en el vestir bastante disimulada, Echegaray carece de buena figura.”

 

 

VARIABLES DE FORTUNA

Si tomamos Echegaray el hombre muchos años atrás, desde su nacimiento, y asistimos al desarrollo de lo que fue su vida y formación, resulta asombroso advertir la multitud de ocupaciones y cargos y la incansable actividad de su mente y espíritu dentro de la sociedad española de entonces.  Que su vocación eran las matemáticas parece fuera de toda duda, así como también supuso un duro golpe la experiencia de su primer destino en Almería  para las ilusiones que siempre había abrigado  como ingeniero.

Echegaray, después, en su posición de dirigente librecambista, aprovechando la coyuntura que la España inmediatamente anterior a Septiembre del 68 le deparaba, joven, fogoso e idealista, se lanza a la palestra de la tribuna pública a defender el credo de la nueva clase liberal-burguesa a mediados del XIX, dificultosamente, trataba de abrirse paso en España.  Viendo en la persistencia del pasado los males actuales de su país y con el ánimo seguro de cambiarlo, a sus ideas y proyectos reformistas dedicó en esos años toda su atención.

 

Incorporado al Gobierno de la Revolución al triunfar ésta, pronto advierte que el juego de la política no es incruento y que cualquier resolución adoptada para –supuestamente- mejorar las instituciones, podría perjudicar a hombres que eran completamente ajenos al juego de intereses políticos.  ¿Sería éste el motivo por el que Echegaray, tras firmar innumerables cesantías llegó un día, al firmar una más, a perder inexplicablemente la rúbrica?

 

Después de los vaivenes de su partido, durante aquellos intensos seis años de vida pública, Echegaray, como miembro de la Comisión Permanente durante la Primera República, concentrándose en él la furia popular, vería seriamente amenazada su vida.  En realidad, la Revolución de Septiembre había evolucionado hacia unos derroteros, con el impulso de la agitación popular de los federales, que él ya no podía abarcar ni aceptar ideológicamente.

Pero, sin embargo, fue en ese periodo político inaugurado con la Revolución de Septiembre, donde estuvieron depositados sus ideales, sus creencias y sus mejores realizaciones.  Hasta un atento observador de las virtudes y defectos de su teatro como lo había sido C. Bernard Shaw, repararía en la importancia capital de la etapa política en la trayectoria del dramaturgo madrileño:

Echegaray is, apart from his capacity as a dramatic poet, an exceptionally able man, who, after a distinguished university career, turned from the academic to the political life; attained Cabinet rank, with its Spanish inconveniences of proscription and flight at the next revolution; and in 1874, being then forty-two years of age, and in exile in Paris, took to writing plays.

Efectivamente, desde París, en el exilio, decidió hacer balance de su vida: La revolución se paraliza y la Restauración se impone.  La política, si bien le había otorgado un poder y un prestigio extraordinarios durante cierto tiempo, le dejó posteriormente inhabilitado para reincorporarse a su carrera de ingeniero-profesor.  Echegaray se encuentra en el aire.  Y con la solución del teatro intentará dar a conocer una faceta más, inédita hasta entonces, de su asombrosa versatilidad. La Restauración, una España con la que tuvo que contemporizar, aunque no estuviera de acuerdo, le dejó en libertad de expresarse teatral e inocuamente.  Aprovecha, pues, este pequeño resquicio y se dedica a vender al público lo que el público le pide, un teatro de entretenimiento y evasión, pensado para el consumo, en acato y servidumbre a sus gustos, con un desusado sentido comercial de la industria del espectáculo.  Es así como se convierte en el dramaturgo de la Restauración, y como su imagen, configurada por este quehacer y por el Nobel de Literatura, llegaría hasta hoy como símbolo y muestra de una España que, primero los noventayochistas y después parte de la crítica literaria, rechazaron.

 

En el teatro brilló Echegaray, en realidad, porque encarnaba una época: fue el dramaturgo de la Restauración.  Y mientras Cánovas y Sagasta daban otra vuelta de llave a las libertades políticas de la sociedad española, los melodramas de Echegaray satisfacían los gustos del público y sus ansias de participación.

 

No pudo dejar de sorprender, en un principio, que el respetable matemático y exministro de la Revolución de Septiembre reapareciera en la vida pública como autor de comedias, circunstancia que Felipe Ducazcal supo aprovechar y explotar, convirtiendo cada estreno en un éxito apoteósico.  Por otra parte, no cabe duda de que, por lo menos hasta el estreno de El gran Galeoto, en 1881, influiría en el crecimiento de su reputación literaria su significación política como símbolo del espíritu liberal republicano y demócrata de la España de 1869 y el hecho de haberse mantenido políticamente alejado de los gobiernos de la Restauración y de palacio.

 

Pero llegó el 98, y mientras la España oficial volvía a utilizarlo como figura símbolo, con motivo de la concesión del Nobel, y le ofrecía un homenaje nacional, los nuevos jóvenes “airados” de esa hora crucial de la historia de España, descargaron en él, resueltamente, y tal vez con exceso, toda su indignación.  Más tarde el paso de los años suavizaría o modificaría actitudes y perspectivas, hasta el punto que Azorín, el más ofendido en 1905 entre todos los noventayochistas, situaría el teatro echegariano en una nueva dimensión:

Echegaray –sea cual sea el verdadero significado de su obra- ha representado para la masa, y en los efectos prácticos de su dramaturgia, la pasión, el ímpetu, la agresividad y el enardecimiento; el teatro de Echegaray ha sido un grito pasional y una sacudida violenta.

En la respuesta de Castelar al discurso de Echegaray el día de su recepción en la Academia de la Lengua, habló de los “distintos” Echegaray a través de sus hechos y sus obras, de la variedad de términos y factores y de la común genialidad y sustancia, y afirmó: Lo más extraño de este único ejemplar psíquico para el fisiólogo de almas, está en la circunstancia de haber juntado dentro de sí con una ciencia abstracta como las matemáticas puras, donde le proclaman maestros cuantos le conocen y frecuentan, aquel género literario, más próximo a la vida real, más animado por las humanas pasiones, más vivido, que es el teatro. Aunque Castelar en su discurso acentuaba con razón la extraordinaria condición de este español, en su reconocida pluralidad de orador y economista, de ingeniero y político, de matemático y dramaturgo, destacaba especialmente estas dos últimas ocupaciones que, significativamente, respondían a muy distinto contenido de su vida.  Refiriéndose a su truncada carrera como matemático, Echegaray había, sin ninguna reserva, confesado: La curación de todas mis tristezas, el remedio de todos mis aburrimientos, el centro de todas mis ilusiones intelectuales, por decirlo de este modo, ha sido siempre el estudio de las matemáticas.  Palabras que claramente se complementan con las que también pronunció respecto a su actividad teatral con motivo del relato de un viaje, recogidas en sus Recuerdos:

Si yo fuera literato profesional, y no literato tardío, puesto que empecé con cuarenta años; y de ocasión, tal vez que no eran estas ni mis aficiones, ni la literatura formaba parte de mis estudios y de mi carrera como profesor e ingeniero, de otro modo describiría yo mi viaje.

Su labor como matemático, sin embargo, puede conceptuarse de excepcional, dentro del reducido medio científico español de su tiempo, como revelan las palabras de Rey Pastor al hacer acopio y resumen de la historia de las matemáticas en España:

Fuéronse ya todos aquellos hombres que en el campo de las ciencias y de sus aplicaciones organizaron a España como nación; los que de nada hubieron de crearlo todo.  Para juzgar su obra, no tomemos a Europa como término de comparación; pensemos más bien en el estado de España antes de ellos y después de ellos.  No debemos engreírnos demasiado por el progreso realizado posteriormente. 

En cuanto a la cultura matemática, evidentemente ha existido este progreso pero no tenemos derecho al orgullo, mientras subsistan estas tres afirmaciones:  Echegaray importó antes del año sesenta los Cálculos de Duhamel, y con ellos seguimos.  Echegaray trajo las obras de Serret, Salmon, Jordan,etc, y de ellas no hemos pasado. Echegaray explicó públicamente la teoría de Galois y la teoría moderna de las funciones elípticas y abelianas, y de las ecuaciones diferenciales, y a ellas no hemos llegado todavía.  Vea el lector cómo Echegaray, aun siendo juzgado por una generación posterior a él en medio siglo, no necesita de exageraciones piadosas para que resalte su altísima significación en la Historia de la cultura española.

El homenaje nacional de 1905 serviría para deformar, o por lo menos reducir, la personalidad de Echegaray, que ha permanecido en el tiempo como el dramaturgo de la Restauración.  Y, si bien se mira, no deja de ser una ironía que, quien pudo haber sido un gran científico español, alcanzara como poeta el máximo galardón.  Llegados al momento final de nuestro trabajo, no parece aventurado afirmar que Echegaray fue, probablemente, autor dramático porque no se le permitió expresarse cumplidamente en otros campos.  La litografía de Alfonso XIII haciéndole entrega de la insignia y el diploma del Nobel debe interpretarse no tanto como una claudicación de Echegaray a los Borbones sino como un reconocimiento de la Corona ante un talento científico español, perdido para siempre.  Tal vez, en este sentido, el homenaje nacional pretendía ser, aun sin proponérselo quienes lo llevaron a cabo, un desagravio y una reparación.