Hace 50 años: LA IMPLOSIÓN DEL S.E.U.

Memorias de Tonio.- Pasaron 50 años (1965-2015). ¡Qué barbaridad! A pesar de su importancia, la implosión del Sindicato Español Universitario (SEU), que fue único y obligatorio, es una de las historias peor contadas del franquismo tardío. ¡Y ya es decir, porque a la mitología de las dos Repúblicas y del exilio de la última, ha venido a sumarse –desde hace algunos años- lo más incomprensible: la mitología del antifranquismo. Uno de los fracasos más monumentales de la historia política contemporánea, como su propio nombre indica.

Tonio vivió aquel proceso de liquidación y derribo desde sus inicios. En dos observatorios privilegiados, pero diferentes: la Universidad de Santiago y la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense de Madrid, que aún era Central y Única. Y vivió esa historia no como un mero observador sino como lo que se llama en ciencias sociales un observador participante muy activo. Con acceso directo a los que parecían ser –como él- agentes internos de un derribo, que no fue tal, sino una implosión. Una voladura que estaba cantada.

Voy a contarles mi memoria de esa experiencia.

Pontevedra mon amour

A pesar del madrugador vaticinio de Enrique Fernández Villamil, la primera pasada de Tonio por el Instituto único de Enseñanza Media de Pontevedra fue bastante normalita. No obtuve en el bachillerato ni una sola matrícula de honor. Y me hizo gracia ver, al repasar ahora el Libro de Calificaciones, que en primero me suspendieron en junio la asignatura de Educación Política, seguro que por “hacer el indio”. Bien es cierto que el único contratiempo serio del bachiller (suspenso de otra asignatura en quinto) lo contrapesé con un sobresaliente.

Un año más tarde (1957), cuando estaba en vísperas de superar la Reválida de sexto, mi padre me sorprendió con esta decisión firme:

Tonio: te apoyaré en lo que pueda y hasta donde des de ti, pero quiero que hagas Magisterio como medida de seguridad ante lo que pueda pasarnos a tu madre o a mi.

Dicho y hecho: ingresé ese mismo año de la Reválida (1957) en la Escuela Normal del Magisterio de la ciudad y me examiné por libre entre junio y septiembre de algunas asignaturas, completando la carrera en los dos años subsiguientes como estudiante oficial. Y fue mi gozo y la reconversión drástica del estudiante normalito en aquel otro que vaticinara Villamil: la recepción y el ambiente –tan grato- de profesores y compañeros, el repaso y la falta de forzamiento convirtió mis armas básicas (la inteligencia verbal con excelente escritura y brillante capacidad expositiva) en motor de las más altas calificaciones. Pero la decisión de mi padre fue sabia porque –de pronto- se puso a morir y murió (1960), dejándonos para siempre a mi madre, atada a su costura, y a mi hermano y a mi de estudiantes. En mi caso, con 19 años, preparando las oposiciones de Ingreso en el Cuerpo del Magisterio español.

Mis éxitos como opositor resonaron entonces extramuros de la Normal, porque aquel Tonio que –cuando apenas le llegaba  al misal– ayudaba a misa a don Lino García (prelado doméstico del Papa) en el señorial santuario de la Peregrina; que formaba parte de los equipos de Gimnasia y Balonmano del Instituto de Filgueira Valverde y que –ya en la Normal- tenía un puesto en la plantilla del primer Teucro de Balonmano, lograba el número 1 en sus tres exámenes (escrito, oral y práctico). Noticias éstas, amplificadas por los noticiarios locales de la época, que resonaron en la pequeña ciudad, y que yo comunicaba en mi casa con lógico alborozo; pero que provocaban las lágrimas de mi madre viuda, pensando sin duda en las alegrías que hubiera dado a mi padre difunto.

Mérito suyo –de mi madre- fue la primera decisión. Algo sorprendente, dadas las circuntancias.

Me vendría muy bien tu sueldito de maestro, Tonio, pero quiero cumplir la promesa que te hizo tu padre. Matricúlate en el Preuniversitario (1960-1961) y vuela hasta donde te lleven las alas que Dios te dio.

Los maestros teníamos una vía especial de acceso a la Universidad, para estudiar la especialidad en la Sección de Pedagogía de la Universidad de Madrid; pero Tonio (que había hecho el Bachillerato superior de Ciencias) prefirió demorar un año ese acceso, para ir entrenándome en Latín, que sería básico para superar los dos cursos Comunes, previos a la especialidad, al haberme pasado de Ciencias a Letras.  Así pues, volví al Instituto, sumándome a jovencísimos compañeros y compañeras, que desconocía, pero  que me recibieron con gran afecto.

El Instituto de Filgueira Valverde era sorprendente en muchos aspectos organizativos. Como alumnos huérfanos de padre, nos pagó a mi hermano y a mi nuestros uniformes. Teníamos matrícula gratuita y plaza sin cargo en sus comedores (si bien comíamos en casa); pero aprovechábamos los bocadillos de media mañana. En mi caso, don Antonio Lino –que conocía al dedillo nuestra situación familiar– me restituyó el uso dominical de uno de los carnets del Pontevedra C.F. a los que el Centro estaba abonado. Por si fuera poco, en la solemne apertura de curso, me vi sorprendido con la concesión del Premio Turiñas al “comportamiento y compañerismo”, que me llenó de inmerecido orgullo, dotándome de un libro que aún hoy reposa en los anaqueles de mi bello Taller pontevedrés, y que me iba a ser de suma utilidad: Panorama de las Ideas Contemporáneas de Gaëtan Picon. En la excelente versión de quien estaba llamado a ser pontevedrés de paso y amigo personal de madurez: Gonzalo Torrente Ballester.

Con llanto, Compostela

En octubre de 1961, con la beca mejor dotada por el Patronato de Igualdad de Oportunidades (P.I.O.), Tonio se presentó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad compostelana. Casi con llanto, dada mi potente instalación pontevedresa, la nostalgia de mi madre, de mi hermano, de los amigos y amigas de toda la vida y de los compañeros del Teucro, a quienes abandoné para siempre…, y a pesar de las visitas de cada fin de semana.

Después de muchos años –ya como investigador- me fui dando cuenta del grado de originalidad de la experiencia que empezaba a vivir. Voy a explicar esto, porque me parece importantísimo para entender el tardofranquismo.

En Pontevedra, cuando Tonio era niño, las funciones teatrales (que distaban de ser diarias, ni frecuentes) se ofrecían en el Teatro Principal, bello y entrañable, desdichadamente devorado por un incendio. La pequeña ciudad se clasificaba socialmente en esas sesiones (menos populares que las habituales cinematográficas). Mis padres iban, invariablemente, a delantera de general. Para llegar a esas localidades se entraba por la puerta de atrás, distinta de la principal, que daba acceso a butacas y anfiteatros. Todos de uso muy reglado socialmente. Tras la fila de mis padres estaba yo, sobre todo en las multitudinarias sesiones de cine. En el gallinero. Pues bien: el hijo de aquellos padres, tan modestos, accedía –por  primera vez en todas las ramas de nuestra historia familiar- a la Universidad. Con una dotación dignísima (22.500 pesetas anuales, que mantuve a lo largo de toda mi carrera). ¡Pero mi caso no era mío en exclusiva! Llegaba conmigo a la Universidad de Santiago, además de la habitual oleada de estudiantes de siempre, la cada vez más numerosa que componíamos los novísimos estudiantes con orígenes familiares similares al mío.

Es la primera nota a tener en cuenta, por lo que indica de los profundos cambios que estaban aconteciendo en aquella sociedad, mientras Bardem estrenaba (ciego a ellos) su Nunca pasa nada. ¡Vaya si estaban pasando cosas en España, desde los primeros años sesenta del siglo XX!

Yo no podía fallar en mis estudios. Mantener la beca, alcanzando el máximo nivel posible en las calificaciones, era mi cometido principal. Sin embargo, algo tenía aquel conjunto de compañeros y compañeras que iba a convertirlo en singular. Para empezar, sin que sea capaz de saber de quién partió la primera iniciativa (una excursión con merienda al monte Pedroso, el más privilegiado mirador de la Compostela monumental) lo  cierto es que fue un éxito memorable. Chicos y chicas empezamos a parecer amigos de toda la vida, cuando apenas acabábamos de conocernos. Comenzaron los galanteos y los romances. Estudiábamos en los cafés, en parte para reencontrarnos el mayor número de horas de cada día. Hilado a lo anterior, al desconocerlo todo del funcionamiento de las instituciones universitarias, vino la segunda sorpresa. Mayúscula para mi.

Los estudiantes de primero de Comunes de la Facultad de Filosofía y Letras del curso 1961-62 fuimos convocados a votar de manera obligatoria (pero libre y secreta) y votamos a los diez delegados de Curso que formarían parte de la Cámara de la Facultad: del SEU, naturalmente. Mi nombre apareció entre ellos. En nueva votación, circunscrita a los electos, éstos me convertían en delegado, con un subdelegado que estaba llamado a ser una de las personalidades de la intrahistoria social compostelana, hasta la hora de su muerte, sentidísima: mi inolvidable amigo y compañero Agustín Bueno Rodríguez (Orense, 1930-Santiago de Compostela, 2009).

Manuel Pais, delegado de Facultad (1962-1963)

La única explicación sociológica que pude encontrar a la elección de Tonio y de Agustín tiene que ver con la edad. Éste era mayor que nosotros. Me llevaba once años. Aparejador, contaba  con una experiencia estudiantil identificadora, iniciada en el SUT (un servicio del SEU sobre el que volveré) junto al famoso cura Llanos. En los duros años suburbiales del Pozo del Tío Raimundo de Madrid.

Yo –al haber pasado algo más de dos años cruciales en la Escuela Normal y preparando oposiciones- también se los llevaba a la mayoría de mis compañeros y compañeras de Preuniversitario. Dada mi pequeña notoriedad pontevedresa, ya explicada, es fácil suponer que en la votación abierta me eligieron esos jóvenes del Preu pontevedrés (que también participaban de las excursiones y encuentros de café). En la de delegado pudo haber más de lo mismo. El caso es que Agustín y yo, que vivíamos en pensiones distintas; pero que comíamos y cenábamos juntos en el Touriño de la rúa del Villar, nos hicimos inseparables. Y volvimos a ser electos en segundo curso (1962-1963). Esta circunstancia –unida a las oleadas de estudiantes del más diverso origen social a las que me he referido- nos llevó a proponer (con apoyo de Rafael Chacón y de los delegados de primero) el asalto a votos a la Delegación del SEU de la Facultad. Por aplicación de la Ley del Número, al ser más el alumnado de primero y segundo que el de los tres cursos restantes, nuestro candidato resultó elegido. Así pues, Manuel Pais, el electo, con Agustín y con Tonio, pasamos a ser motores de las iniciativas más diversas, tanto personales como de los restantes compañeros, de curso y Facultad. Sin embargo, por más que me esfuerzo, no recuerdo haber tenido presencia alguna en los actos institucionales de la Universidad, en los que el SEU tenía presencia. Es más: al jefe del distrito universitario, cargo que nunca fue electo, Ricardo Fernández Castro (Calito), que tenía mi edad y aún cursaba en la Facultad anexa de Derecho, sólo recuerdo haberlo saludado personalmente una vez en mi vida: cuando apareció en el entierro de mi suegro, que murió siendo alcalde de Rianxo, muchos años más tarde (1975).

La carcasa, ritos y símbolos

Éramos delegados del SEU y, en mi caso, subdelegado o secretario (no recuerdo) de la Cámara de mi Facultad, pero el Sindicato único y obligatorio ya era una de tantas carcasas burocráticas como fue acumulando el franquismo en los años cuarenta y cincuenta, cuando aún tenía el furor ideológico travestido de azul y boina roja. El régimen del general Franco continuaba siendo fantasmagórico y, por veces, brutal; pero en los años sesenta sólo los mandos no electos del SEU se uniformaban en las celebraciones oficiales; y la camisa azul, los correajes, el Cara al sol, las consignas, la palabrería patriótica, se habían ido convirtiendo -como las clases obligatorias de Política– en un disfraz, del que descreían incluso los jóvenes profesores de la materia, formados en la Academia Nacional de Mandos de la Calle Mantuano de Madrid, con los que llevamos amistad, tras acudir –con el uniforme de verano de la Organización Juvenil Española (OJE)- al Campamento de Las Sinas (Vilagarcía, 1959-1960), obligatorio para todos los maestros de mi provincia (y para los campamentos de todas las demás provincias de España, se celebraran donde se celebrasen).

Ahora bien: es indiscutible que -en el caso del SEU- la carcasa se mantuvo porque iba ofreciendo  determinados servicios útiles a los estudiantes (comedores con precio regulado, ayudas para libros, becas, viajes al extranjero, teatro, cine, instalaciones deportivas… y –al final de mi estancia- un magnífico centro de recreo, en la bellísima Casa de la Parra).

Por veces, alguno de esos servicios gozaba de merecido prestigio. Es el caso del SUT, con sus aperturas laborales dominicales y estivales (dentro y fuera de España) y sus cursos de alfabetización.

En aquellos dos años (1961-62/ 1962-63), merced a esa carcasa burocrática, se pudieron ir sacando adelante iniciativas de evidente interés formativo para quienes quisieron aprovecharlas: la revista Quintana, la emisión radial de Radio Compostela (Cadena SER), el Teatro y, sobre todo, el Cine Club iban a vivir en mis dos años compostelanos un despegue espectacular, que –en este último caso- continuaría muchos años más allá de que el SEU implosionara (1965).

Eran actividades abiertas, intencionadas, por veces con su vertiente crítica; pero en mi Compostela aún no tenían apenas nada que ver con la política, y –menos aún- con la política oficial de la carcasa y de los dirigentes no electos del SEU.

Éstos –empezando por sus jefes nacionales de mi tiempo- tampoco eran unos fachas, como se irá viendo con su trayectoria posterior y en la transición postfranquista, donde jugaron gran papel, aunque mantuvieran ritos y latiguillos en sus discursos de entonces, cuando aparecían disfrazados de fantochines.

Me estoy refiriendo, en efecto, a los continuadores de Jesús Aparicio Bernal (madrileño, nacido en 1929). El mismo que da entrada en Televisión Española a Adolfo Suárez. Este abulense, nacido en 1932, hijo de modesto procurador coruñés, separado de su madre, estaba llamado a suceder a su protector político más destacado: el ascendente Fernando Herrero Tejedor, muerto en accidente automovilístico en 1975. Un castellonés, Herrero, nacido en 1920, vicesecretario general del Movimiento, que jugó decisivo papel en la implosión definitiva del SEU y en el replanteamiento drástico de sinnúmero de cuestiones vertebrales, siempre con Adolfo Suárez en proximidad. Fundamental en la primavera de 1965 cuando se hizo visible el enfrentamiento irreversible con su ministro secretario general del Movimiento, José Solís Ruiz (cordobés,  nacido en 1913).

Lo mismo hay que decir de los tres últimos jefes nacionales del SEU, difícilmente divorciables –antes y después- de los anteriores: Rodolfo Martín Villa (hijo de modesto ferroviario leonés, nacido en 1934), Daniel Regalado Aznar (gallego y pontevedrés de verano, hijo del almirante Regalado, ministro de Marina de Franco, nacido en Ferrol, 1938) y José Miguel Ortí Bordás (valenciano de Tous, 1938). Este último (“el rojo del sindicato”) parece que se las gastaba entonces de castrista

Nosotros, los electos de las Facultades, no teníamos nada que ver con ellos. Es más: en el caso de mis dos cursos compostelanos las actividades más originales y resonantes las montamos al margen del SEU, aunque haciendo uso –como tarjeta de presentación- de nuestros cargos de delegados de curso, democráticamente electos. Razón de que movieran quejas y signos de malestar por parte de sus máximos dirigentes, los no electos; pero nunca las impidieron. Tampoco las impidieron las autoridades académicas, que eran el escudo más temible y reaccionario de la carcasa, cuando ésta perdió la confianza del Gobierno y del general Franco. El primer síntoma de la inquina que despertaba el SEU en otras esferas oficiales, cada vez más poderosas, y de la implosión en marcha.

Con todo, en mi caso, las relaciones con el temible Abelardo Moralejo, decano de la Facultad, fueron sumamente amigables, y no soy capaz de recordar que (en mi tiempo) impidiera o comidiera ninguna iniciativa.

Por otra parte, como me iniciaba entonces en el periodismo, aprovechamos Quintana para montar un número sobre la penosa situación  de la Universidad compostelana y española. En ese número, Chacón se manifestaba absolutamente decepcionado, nada más llegar, y un alemán de paso (que nos dio mucho juego, al protagonizar en una clase de Moreno Báez la rebelión de las corbatas), Hans Stiler, le dio el vuelo internacional de su experiencia.

En la emisión radial del SEU que dirigía mi querido amigo Fernando Amarelo de Castro, presenté el Barrabás de Fleischer. Aquel año (1963) incluso tuve el atrevimiento de presentar –ante el llenazo consiguiente- El Rostro de Ingman Bergman en el inolvidable Cine-Club que timoneaban Ezequiel Méndez y Arturo Pomar. Los de Teatro, en los que iba Ezequiel y nuestro maravilloso narrador histórico de los documentales, Joaquín Lens, se introdujo en Santiago el llamado Teatro del absurdo, entre otras novedades cuya lectura sorprenderá a cuantos desconozcan estas interioridades.  En La Noche, el diario que dirigía Borobó y en Diario de Pontevedra elogié de manera reiterada, hasta más allá de la implosión, con la calidez que merecía, la actividad obrerista y benemérita del Servicio Universitario de Trabajo, el SUT.

Al margen de estas colaboraciones, la parte más original de nuestra iniciativa –queda dicho- la realizamos al margen del SEU. Además de las excursiones, para ir conociendo el país, se trataba de dar presencia pública a la vida universitaria en nuestros ámbitos (Festival del Teatro Principal de Compostela) y en los lugares de procedencia (Día del Estudiante Universitario en Pontevedra), para mostrar que ya no era una institución cerrada de “hijos de papá”. En tales iniciativas –académicas y lúdicas al mismo tiempo- encontré apoyos locales suficientes sin necesitar del paraguas del sindicato.

Tampoco, como se entresaca de lo que va contado, teníamos tanta inquina a la carcasa burocrática como parece sobreentenderse de la literatura, pretendidamente histórica, generada por sus opositores políticos y por los habituales políticos retrospectivos del franquismo, metidos a historiadores de lustre académico (nacidos, por lo general, más tarde que nosotros, los protagonistas –centrales o colaterales- de esa historia). Antes al contrario: pienso que tenía bastante razón nuestro paisano Daniel Regalado Aznar, efímero jefe nacional del SEU y el primer implosionado (en este caso por el nefasto y sempiterno corporativismo de los profesores). Si hubiéramos tenido bemoles los antifranquistas de entonces, reconoceríamos que los verdaderos enemigos de aquel sindicato, cuya representatividad –salvada la excepción de los “parlamentos” de las Facultades era nula- no éramos nosotros, los que la historia profesoral ha venido convirtiendo en la enemiga del SEU. Cosa difícil de sostener, porque –además de los servicios aludidos- se contradice con los nombres, tan ilustres, de los directores y animadores culturales de las revistas; con la memoria no afeitada de los que viajaron fuera o asistieron alguna vez a las residencias  de verano (en la veterana residencia gallega de Bergondo las banderas tradicionalista y falangista se arriaron en 1961); de tantos y tantos otros como participaron en las más desconcertantes puestas en escena de los TEU de distrito  y Facultad o en el Teatro Nacional Universitario (TNU, sobre el que volveré); sin olvidar al ciento y la madre de asistentes a las sesiones de los Cine-Clubs.

¡Cómo iba a ser de otra manera! Al tener sólo una vida por vivir, tocándonos vivirla en el franquismo,  esas tribunas dan idea –además- de nuestros gritos de desesperanza. Son una fuente poco transitada por los susodichos políticos retrospectivos; pero que ofrece sorpresas memorables. Ineludibles para el estudio y la auténtica comprensión de la época…

La Asamblea de Barcelona
(La política)

Nuestros festivales –sin ir más lejos- introdujeron, acaso por primera vez, a los guitarreros del rock, con sus cantantes contorsionistas. En Pontevedra, tanto el acto académico institucional, celebrado con solemnidad en el magnífico Paraninfo de mi Instituto, como el festival del Teatro Malvar y el baile en los salones del Teucro, fueron éxitos memorables. Este último se convirtió en acontecimiento encantador, jamás vivido –hasta entonces- en la ciudad. Lo animaron los Teddy Rock. Un cuarteto que sólo tenía preparadas una docena de piezas de baile. La reiteración de las mismas en toda la tarde noche, provocó la maravilla. Mozos y mozas, que ya ensayaban los nuevos bailes en sus colegios, en las pensiones y en sus casas, se soltaron a bailar, sin renunciar del todo al agarradiño.

Tanto la empresa del Teatro Malvar (que era de Isaac Fraga) como Radio Pontevedra, la emisora de la ciudad, se nos abrieron de par en par desde aquel momento. Razón de que en ese verano de 1963 pudiéramos realizar la emisión radial Cosmos, ajena por completo a la experiencia universitaria y motivo de la primera detención de Tonio y Luis Cochón, por denuncias inquisitoriales de determinados sectores de la ciudad que se situaron en el entorno del Opus Dei. A saber…

Casi a continuación del Día del Estudiante Universitario en Pontevedra iniciamos el agotador viaje en tren Santiago-Barcelona Manuel Pais, Tonio y Arcadio López Casanova, como representantes de Santiago en la Asamblea de Estudiantes de Filosofía, para tratar cuestiones profesionales, dentro del marco del SEU.

Fue allí, desde la primera pisada, cuando emergió -de pronto- la política, con sus grupos (más o menos organizados) de dirección partidaria. A pesar de todo y de encontrarnos con una ciudad en la que también se sabía hablar español, las relaciones del grupo de Madrid, Santiago y Asturias con los anfitriones, fueron excelentes. Hicimos muy buenas migas, dejándonos guiar por éstos de vinos y ramblas. Por si fuera poco, pude asistir entonces en el viejo estadio de Sarriá  a la victoria que supondría el ascenso a Primera División del famoso Pontevedra C. F. del Hai que roelo

Para Tonio, que no podía sospecharlo, ese campo de relaciones con los compañeros asturianos y madrileños iba a ser decisivo en el año 1963-1964, cuando me despedí de Santiago con las mismas lágrimas con las que había llegado, dejando allí a Agustín Bueno, incontables amigos y amigas, y hasta a Saruca (guapísima) que aquel intenso verano del 63 se había convertido en mi novia formal.

El SEU de la Universidad de Madrid
(Delegado de Pedagogía)

Los dos años de Comunes de Filosofía en Compostela quedaron atrás con excelentes calificaciones y un campo de relaciones personales que iban a servirme para la instalación en Madrid, ciudad a la que fuimos a parar casi la mitad de mis compañeros y compañeras de curso.

La experiencia de la ciudad y de la universidad compostelana, fue nefasta, sin paliativos, como he contado en la memoria personal que introduce a mi libro Cesáreo González, el empresario espectáculo. Viaje al Taller de Cine, Fútbol y Varietés del general Franco, pero las relaciones personales fueron algo muy distinto. Absolutamente enriquecedoras, sobre todo por la amistad nacida con tres tipos irrepetibles: Agustín Bueno, Xosé Manteiga Pedrares (1934-2012: joven profesor de Filosofía, discípulo de José Luis López Aranguren) y el catedrático Carlos Alonso del Real  (1914-1993). Éste me aficionó a la ginebra, al invitarme muchas tarde-noches a compartir su soledad, tomando la copita y viviendo el gozo de su charla nerviosa, culta y ocurrente.

Por Manteiga, que pertenecía –según caracterización del maestro- a la rama más conservadora y galleguista de los discípulos de Aranguren, José Luis me  abrió de par en par sus clases de Ética, el famoso Seminario de los jueves, y –como Manteiga- su casa particular. Por allí andaba Alfredo Deaño, sin duda el compañero delegado que más me había impactado en Barcelona, de la representación de Asturias. Efímero encantador, iba para revolucionario de la Lógica y me confesaba que,  denostando las noticias del día a día, no podía dormir sin leer El Progreso de Lugo…

La política compareció desde el primer momento. El grupo de Madrid, que en Barcelona me pareció compacto, era un amasijo de tendencias contradictorias y de cabecitas de ratón, como yo mismo. Sobre todo los antiguos militantes del PCE aparecían cuarteados y los del Frente de Liberación Popular (Felipe), apenas renacidos. Al ser tan pocos y estar tan divididos, me convencieron de que debía concurrir a las elecciones del SEU para formar parte de las convocatorias de la Cámara de la Facultad. Una institución sindical inerte en Santiago pero muy activa en Madrid. Aún hoy no acierto a entender cómo mi sección de Pedagogía, que era lo más reaccionario de Filosofía, me eligió su delegado en esa Cámara (donde -de manera invariable, con la excepción de mi compañero Ramón Arias- votaban en contra de mis propuestas, haciéndome llegar anónimos con amenazas, si bien la sangre nunca llegó al río…)

El SEU defenestrado de la Facultad de Filosofía
(1963-1964)

Como nunca fui amigo de esas convocatorias, mis recuerdos de las tediosas sesiones de la Cámara Sindical de la Facultad ni siquiera son escasos; pero tengo razones personales para no olvidar que quien iba a ser, a la par de editor, excelente amigo, Javier Abásalo (Siglo XXI de España Editores) firmó conmigo un documento del que hemos hablado muchas veces, pero del que fuimos incapaces de reconstruir su contenido.

Sí que recuerdo que a comienzos de 1964 (pienso) me llamó el rojerío de la Cámara a una reunión discreta a celebrar en la capilla. Se estableció más o menos este coloquio, muy poco devoto:

-Tenemos a favor de nuestras posiciones la mitad de la Cámara; pero estamos todos tan quemados que la cosa no va para delante ni para atrás y, sin embargo, podíamos hacer la machada de desembarazarnos para siempre de las tediosas reuniones y del SEU. Necesitábamos a alguien libre de sospecha y que se atreviera a presentar la moción.

-Yo creo que tengo esa persona. Di el nombre.

-¡Durán, por los clavos de Cristo, pero si está tan quemado como todos nosotros!.

-Ya, pero vosotros no sabéis lo que yo sé, y lo que no os puedo desvelar, porque pertenece al escondido de las creencias personales. Tendríais que confiarme la gestión y esperar a ver si nos funciona.

Aceptaron ellos; aceptó el elegido, y el milagro se produjo. Yo lo noté desde el primer momento porque observé cómo el sector del Opus Dei, enfrentado de viejo con el SEU, se miraba entre sí, disponiéndose a votar en nuestra dirección. Y, si no estoy mal informado, aquella fue la primera voladura a votos del SEU –desde dentro- en una Facultad de la Universidad española. Le seguirían otras, no sólo en Madrid…

Mi historial como delegado remata en ese momento (año académico 1963-1964); pero la situación era harto confusa, porque continuábamos utilizando los servicios del SEU (permanecían intactos), empezando por los ineludibles comedores, donde nos reuníamos al medio día.

Mi querido amigo y compañero de Pedagogía, Eloy Fernández Clemente, cuenta en el primer volumen de sus memorias que –de alguna manera- la actividad sindical continuó en el año 1964-1965 con los que yo llamaría posibilistas; pero sin nosotros, que nada tuvimos que ver con las extrañas convocatorias de Villacastín (Fernando Herrero Tejedor), donde sí estuvieron los posibilistas.

En Filosofía, también continuó durante  algunos meses la actividad teatral.  Y así comienza una de las historias más brillantes, menos transitadas -por no decir silenciadas o desconocidas- de la implosión del SEU. Y con Tonio, gozosamente, de por medio. Esta vez como observador aún más privilegiado, a pesar de no tener representación ni cargo alguno. Verán por qué.

Alberto Castilla en Madrid
(Proyectos en el bar)

Con la impagable ayuda del propio Alberto Castilla (correos electrónicos desde Massachusetts, 12 y 13-VI-2015) voy a descubrir esta historia, jamás contada en tal contexto; pero que revela –como pocas- el confusionismo del momento.

Alberto, que ya había dirigido con anterioridad el TEU de la Universidad de Zaragoza, la ciudad donde nace en 1936, llegó conmigo a Madrid en octubre de 1963, pero tardamos algunos meses en conocernos personalmente. Éste es el relato de su primera implantación profesional en el teatro universitario madrileño:

Llegué a Madrid, procedente de Yale University en octubre de 1963. Juan Antonio Quintana, excelente actor y ayudante mío en el TEU de Zaragoza, y en aquel momento estudiante de Filología Francesa, me presentó a Pedro Arranz Arribas, delegado del SEU en la Facultad de Filosofía y Letras y subjefe del SEU del Distrito Universitario de Madrid (sede, Plaza Matute, 11, segundo).

     Juan Antonio me había preparado previamente el terreno. Yo llegaba con una excelente hoja de servicios en teatro universitario y tras un par de reuniones fui nombrado director del Teatro de Filosofía y Letras de Madrid

    Dada la situación anormal que se había creado en la Facultad, aquel nombramiento fue muy breve; pero Alberto supo sacarle máximo partido:

Nuestro primer y único montaje fue el de Entremeses de Cervantes, que incluía “El viejo celoso”, “El entremés de los Romances (atribuído) y “El Retablo de las Maravillas”. Los presentamos varias noches, del 18 al 21 de abril de 1964, en el Teatro Español, y una semana después en el Festival Mundial de Teatro Universitario (presidido  por Jack Lang), en Nancy. El espectáculo, tanto en Madrid como en Nancy, fue muy bien recibido.

Según Alberto, fue en el retorno de Nancy cuando nos conocimos. En momento de incertidumbre profesional para él, dadas las inéditas circunstancias de la Facultad de Filosofía. Acaso por ello fuimos presentados: quería conocer a mi través algo de aquel laberinto. Pasa que el encuentro no fue primero y único. Bien por el contrario, se convirtió en el primer acto de una amistad que se mantiene, a pesar de la distancia, cincuenta años más tarde.

Respecto a nuestro primer encuentro, fue a principios de mayo de 1964, en el bar de la Facultad al que yo acudía con frecuencia con Juan Antonio Quintana y Jesús Rome (otro excelente actor). Enseguida se produjo una muy buena química entre tú y yo y quedamos en volvernos a ver.

La química obedeció, sin duda, a mi pasión pedagógica de entonces.

Absolutamente decepcionado con el lamentable estado de la Universidad y de mi sección de Pedagogía, yo buscaba nuevas formas de comunicación cultural que rompieran el esquema establecido por las insoportables lecciones -nada magistrales- de los profesores.

Es curioso: pero en aquellos años en que no nos interesaba –ni poco ni mucho- la televisión y adorábamos el cine, yo ya estaba pensando a oscuras en nuevos modos de comunicación audiovisual, como si estuvieran próximas mis historias con data de La Voz de Galicia y la Televisión Gallega (TVG y TVE-Canal Internacional, 1989-1994).

”¿Y por qué no el teatro?”, fue el matiz que introdujo Alberto Castilla desde el primer momento ¡Nunca lo había pensado!

El pasado 6 de junio de 2015, que es cuando me decidí a escribirle (“De aquella lejana historia”) me interesaba de forma particular aclarar este punto de mi correo electrónico y de mi memoria:

La sorpresa mayor radica –Alberto- en una nota de entonces donde escribo (sin inventarlo, como es lógico) que tu y yo comenzamos a tratarnos en ese trance, y que llegamos a proyectar juntos un espectáculo teatral de homenaje a Antonio Machado, sin duda relacionado con el XXV Aniversario de su muerte (1964).

He aquí su respuesta, aclarando el misterio y documentándolo de manera precisa, suya:

Volviendo a nosotros. Creo que en el mismo bar de la Facultad donde con Juan Antonio Quintana, Jesús Rome y Lupe Espinar (estudiante de Filología Hispánica, actriz del TEU y mi futura esposa), algún día de mayo volvimos a encontrarnos, poco antes de mi nombramiento en el TNU.

Te conté nuestros planes con el TEU: Un Shakespeare, El Mercader de Venecia (para satisfacer viejos deseos de Juan Antonio), y un Unamuno, para celebrar el centenario. Y comentando aniversarios, pienso que fuiste tú quién apuntó la posibilidad de un espectáculo teatral sobre Machado para preparar y presentar en el otoño. Era Antonio Machado, en aquella hora de España, un vivo referente de nuestra juventud, nuestra generación, y desde luego, para ti y para mí. Yo, además, en el verano del 59 había peregrinado a Collioure con algunos compañeros del TEU de Zaragoza. Y venía de Yale, de asistir a un seminario sobre “Machado y la Guerra  de España”, impartido por Manuel Durán. Así que me encontraste verdaderamente motivado. Y la idea me pareció de perlas.

Volvamos ahora de aquel primer encuentro con Alberto de 1964 a la implosión del SEU de la primavera de 1965, para retornar al final de esta memoria a la increíble, olvidada y reveladora historia de Alberto como director del Teatro Nacional Universitario (TEU).

La facilidad con la que la Facultad de Filosofía quedó sin nuestra Cámara del SEU –sin que pasara nada de nada- me escamó toda la vida.

Ahora, como investigador de la época, tengo claro que por más que nosotros pensábamos en que nuestra estrategia había logrado éxito, hicimos el trabajo que otros –por el momento- no quisieron hacer. Y no sólo hablo del Opus Dei, esto es, de la progresión imparable del Grupo de Presidencia del Gobierno, con el liderazgo ascendente del almirante Luis Carrero Blanco y Laureano López Rodó, o del simultáneo Grupo de los Estudios locales de Peñíscola, liderados en el período 1960-1965 por los citados Herrero Tejedor y Adolfo Suárez… Pasa que ese misterio fue siempre nuestra laguna como antifranquistas: la falta de conocimiento y la infraestima de los sectores reformistas del Régimen del general Franco que, entre otras iniciativas de alcance, estaban variando, por su raíz, todas las formas de acceso a la cúpula del poder político-administrativo en España, y que ya no dependían para nada del SEU.

Vivir en Credulandia
(El amago de dimisión del general Franco)

Gusta de decir un viejo amigo de entonces (que creyó -como nosotros- en tantas cosas de las que tuvimos que descreer más tarde), que no hay nadie más crédulo que el laico. “Creen más que los curas”.

De aquélla creíamos en tantas utopías y locuras que muchos amigos padecieron por ellas en las cárceles, al ser –no ya pro-soviéticos activos- sino pro-chinos, o castristas  partidarios de la lucha armada. Yo mismo, para epatar y corregir la supina ignorancia de tantos compañeros de Pedagogía, presenté como trabajo de cátedra (cuya copia mecanográfica guardo como oro en paño) Educación y revolución en la Cuba de hoy (Facultad de Filosofía, 1965-1966, mi último año de carrera). Una defensa crédula de las aportaciones a la organización escolar y a la pedagogía del socialismo en su sentido más amplio (desde el anarquismo al neocomunismo cubano)

Contra lo que se afirma, no sólo el SEU, también el movimiento estudiantil despertaba sospechas en aquel precario antifranquismo cuyos documentos nunca llegaron a ser publicados, debido a su puerilidad y pésima escritura (reveladora de la ausencia de pensamiento). A los analistas políticos de entonces, el movimiento les parecía burgués. Incluso en los beneméritos números iniciáticos de los Cuadernos de Ruedo Ibérico de Pepe Martínez, editados por François Maspero, cargados de aire fresco, se reconocía que no había teorización acerca de ellos (París, desde junio, 1965, consumada la implosión). Con todo, se justificaba su existencia, porque el movimiento estudiantil quemaba menos que el obrero. Era más fácil convertirlo en duradero y, por tanto, supondría mayor desgaste, resultando como un cáncer para el Régimen. ¡Fatal ilusión!

En mi caso, la suerte biográfica me situó en un marco privilegiado para seguir observándolo cuando mi Cámara de Filosofía pasó a la historia (1963-1964): las clases de Ética, el Seminario de Aranguren, el arranque del movimiento asambleario y las movilizaciones callejeras.

En una de aquellas clases de Ética, que sitúo en el fecundo año académico 1964-1965 y en alguno de los sabrosos circunloquios, José Luis Aranguren (Ávila, 1909/ Madrid, 1996) se refirió a algo que yo retuve para siempre; pero que parecen haber olvidado todos los circundantes supervivientes a quien pude preguntar.

No sé si dando como fuente al ministro de Exteriores, José María Castiella, con el que tenía antigua amistad, o guardándola, siendo inferencia mía como estudioso de su fecunda biografía, Aranguren hizo en clase este comentario insólito:

Se dice que, de la manera más inesperada, el general Franco abrió un reciente Consejo de Ministros con un discurso parecido a éste:

Señores, hasta aquí he servido de timonel a una nave que marchaba a la deriva. Enderezado el rumbo, en este XXV Año de Paz pienso que mi misión está cumplida. Ustedes tienen que empezar a decidir sobre mi destino y el futuro de España.

La rebelión del Consejo de Ministros fue la que pueden mis lectores suponer. Adhesión absoluta y prietas las filas. Si bien, de un modo u otro, los ministros de aquel Consejo fueron los primeros en urgirle la fórmula que asegurara el futuro del régimen, “por el bien de España”. Y Franco sería lo que fue en su tramo final: el dictador de una España en permanente transformación hasta más allá del deterioro irreversible de su salud, debido a la vejez, la voladura de Luis Carrero Blanco, y la pérdida de la consciencia. La constatación del desastre absoluto del antifranquismo mítico.

Lo del Seminario de Aranguren (1963-1965) fue cosa seria, de altísimo interés formativo para Tonio.

Recuerdo de él, por su incidencia autobiográfica en mi evolución intelectual inmediata, cuatro momentos inolvidables: la constante referencia a Luis Martín Santos, cuyo Tiempo de silencio había pasado desapercibido en mis años compostelanos; la intervención del filósofo José Ferrater Mora, y el sermón irónico desconcertante del filólogo Agustín García Calvo. Personaje éste muy poco conocido aún, pese a la brillante exhibición retadora en la conquista de la cátedra de Latín, oposición que yo fui siguiendo por las informaciones que me hacían llegar los compañeros de Pedagogía que procedían, como él, de la Universidad de Sevilla. Caso de Santiago Molina.

La cuarta novedad guardaba relación con la atención especial que dispensaba Aranguren –desde su creación- a la sección de Pedagogía, en la que tenía puestas las esperanzas de renovación pedagógica de la Universidad y la educación española. Una ilusión más que contradecía la evidencia diaria, como queda dicho. De ahí, acaso, la excelente relación conmigo (intermediada también por el catedrático de Psicología, Mariano Yela Granizo, buen amigo suyo, y un padrazo para mi). Esta novedad, por tanto,  tenía mucho más que ver con mi campo profesional de entonces: el desencanto por la carrera que estaba cursando, el interés creciente por los aspectos organizativos de la educación, la deseada huida de España hacia la UNESCO, las nuevas formas de comunicación cultural (ya con Alberto Castilla y el teatro) y la sociología de la enseñanza. Me refiero, sobre todo, a la entrada en España de las encuestas y las investigaciones francesas en este campo del grupo que timoneaban Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron

La mitología que hila Asambleas, Coloquios, prohibiciones y acciones callejeras, con las consabidas detenciones, expedientes académicos, contusiones, etc. etc., vistas desde mi mirador privilegiado y de mis relaciones con aquel trasfondo, me parecen –como poco- fantasiosas. Hasta febrero de 1965 nuestros carteles apenas duraban un suspiro. En las asambleas exteriores y en las acciones de calle éramos los de siempre y los cánticos de Atahualpa Yupanqui procedían de la guitarra y la voz inconfundible de otro de nuestros excepcionales narradores desde las Historias con Data: Antonio Hernández (El Pichi). Otro amigo irrepetible, ido –como Joaquín Lens- para no volver.

Ni uno más ni uno menos que los mismos, sólo nos faltaba apuntar el nombre del policía que nos correspondía y hacer algún retrato documental al moretón que nos ocasionaban, de no tener piernas, el plomo de sus porras. Significativo: el grueso del novísimo armamento policial aún estaba por llegar… Y llegó. Veremos cómo, porque también hay mucho que decir de ese proceso.

La quiebra del corporativismo profesoral
(Agustín García Calvo)

En el estudio de los movimientos juveniles de la Universidad española desde el siglo XIX hay una decepción permanente: el comportamiento del estamento profesoral universitario, endogámico, rancio, corporativo, corrupto y reaccionario. Lo que sucedió en los años sesenta del siglo XX no pudo sorprender a nadie. La movilización corporativa de los cátedros que provocó el cese fulminante de Daniel Regalado en la jefatura del SEU prefigura lo que iba a suceder tras los acontecimientos de febrero de 1965 en Madrid, cuando el corporativismo profesoril se cuarteó y el movimiento estudiantil contó, al fin, con el único apoyo que podía sacarlo del atolladero donde se había ido metiendo, so capa de combatir –como si fuera algo- la carcasa burocrática del SEU.

Tonio vivió los acontecimientos donde era lógico que estuviera.

En las asambleas libres ya se reconocía la impotencia. Las convocatorias empezaban a ser tan tediosas como las desaparecidas Cámaras del SEU de la Facultad. Fue en ese instante cuando, el miércoles 23 de febrero de 1965, en la que se llevaba a cabo en la Facultad de Filosofía, surgió de pronto y de la manera más inesperada la palabra, la imagen y el discurso inconfundible de Agustín García Calvo (Zamora, 1926/ 2012). Sin esa intervención, en mi concepto, nada de lo que sucedió hubiera sucedido. Y es bien difícil encontrar hoy textos, si hay alguno, pretendidamente históricos, que lo reconozcan; pero yo estaba allí.

Su discurso fue más o menos éste, pero dicho a su manera:

Si os he entendido bien, pedís apoyo a los profesores para vuestras reivindicaciones. Pocos de vosotros me conoceréis, porque soy nuevo en esta plaza; pero formo parte del Claustro de esta Facultad. Puedo, por tanto, si así os parece, trasladar vuestra petición y vuestra queja a mis compañeros. Si queréis, podemos empezar ahora mismo. Llamaremos en todas las puertas y volveremos con aquellos que –como yo- estén dispuestos a formar parte de esta Asamblea

Dicho y hecho. La acción directa funcionó de inmediato.

Para los que conocíamos todos los entresijos, el retorno de Agustín con José Luis Aranguren nos hizo saltar las primeras lágrimas de emoción. Para los que asistíamos a sus brillantísimas clases de Historia de las Religiones y teníamos con él excelente relación personal, además del paisanaje, también nos emocionó la presencia de Santiago Montero Díaz (Ferrol, 1911/ Madrid, 1985). Tanto los anteriores, como el profesor de Política, Roberto García Vercher, demuestran –una vez más- lo que ya les he contado: la necesidad de distinguir entre las pantominas oficiales del llamado Movimiento Nacional a esas alturas y la evolución personal de estos protagonistas, con historiales apegados a la evolución del régimen del general Franco (quien, por su parte, también reconocía privadamente que siempre tuvo problemas con los sindicatos, no sólo con el SEU, desde los tiempos de uno de nuestros grandes personajes de las Historias con data: Gerardo Salvador Merino, 1910-1971)…

En lo demás, reconocido el peso desigual de los nombres que se fueron significando (y padeciendo por ello, entre las risitas cobardonas de sus compañeros), los relatos mil veces reiterados son correctos; pero conviene dar a cada cual el peso relativo que esa insólita presencia profesoral iba a tener en lo que fue sin duda un acontecimiento histórico: la manifestación pacífica y silenciosa desde Filosofía al Rectorado del jueves 24 de febrero de 1965, en la que participamos, conscientes de la solemnidad del momento.

¡Se escuchaba el silencio!. Orlado, además, por el insólito espectáculo: la presencia (esta vez sí) del nuevo armamento disuasorio de la policía. La estampa del camión-cisterna, imponente. Ante el primer ataque, se pasó la idea de sentarnos, tratando de aguantar el chaparrón; pero era de agua a presión con arenisca, precediendo al ataque convencional de los grises y el inevitable “sálvese quien pueda”…

Aquel día el franquismo (que aún no había dedicado al movimiento estudiantil ni un solo Consejo de Ministros) fue consciente de que la Universidad iba a estallar. Y estalló en la calle y como cuestión de Estado. Desde entonces, nuestra propaganda, que unas horas antes apenas duraba unos minutos en los tablones y en las paredes, se convirtió en el pan nuestro de cada día. Y la política, con los movimientos asamblearios como escudo, lo invadió todo. No sólo en Madrid. Incluso en Compostela, donde estaba Saruca, Agustín Bueno y los amigos allí residentes, y a dónde viajaba –aprovechando los cierres de Facultad- en inolvidables viajes en auto-stop.

“Entre todos lo matamos y él solito se murió”
(“Fuenteovejuna”)

Los intentos oficiales de reconducir la agitación estudiantil en la Universidad española resultaron inútiles. Y la carcasa burocrática del SEU volvió a convertirse en el primer chivo expiatorio. Ni hubo modo de disfrazarlo para darle continuidad, ni nadie puso el más mínimo interés en que sobreviviera. Sin embargo, para aumentar la confusión general, dentro y fuera de España, el Teatro Nacional Universitario, del SEU, dirigido por Alberto Castilla, fue protagonizando efemérides a cada cual más sorprendente. Contra viento y marea, en la fase más cruda de la lucha. A partir de febrero de 1965, precisamente.

A poco de conocernos y de inventar juntos el proyecto de homenaje a Antonio Machado, sucedió lo que el mismo Alberto me relata:

A nuestro regreso de Nancy (mayo, 1964) recibía una llamada de la Jefatura Nacional del SEU para entrevistarme con Florencio Arnán, jefe del Departamento Nacional de Actividades Culturales, en la sede del SEU, Glorieta de Quevedo 6.

Florencio me hizo una oferta muy tentadora para dirigir el reconstruido Teatro Nacional Universitario (TNU): traer becados a Madrid a estudiantes seleccionados de otros TEUs. Pocos días después me volví a reunir con él.  Mis condiciones fueron presentar cuatro obras, dos en verano para formar el grupo: El pasado que vuelve de Unamuno, y El Embrujado, de Valle Inclán; y otras dos para el Curso Académico 1964-1965: un montaje de Brecht (si conseguía yo el permiso) y “una obra de Lope”, para el Festival Mundial de Nancy. Florencio aceptó y se cerró el trato.

 Los montajes de Valle y Unamuno los preparamos durante un par de meses de ensayos en Canet de Mar (Florencio es catalán y tenía excelentes contactos allí). Presentamos El Embrujado en el Festival de Arte de Ibiza,  en los Cursos de Verano de la Universidad de Barcelona, en el Ciclo de Teatro Latino en Barcelona, y en la Universidad de Verano, en Santander

Tiene mucho interés para entender el afeitado a que están sometidas las memorias antifranquistas que nos sirven hoy recuerdos de aquella época, reparar en una precisión de Alberto. No porque ilumine uno de los silencios de las memorias personales de Alfonso Guerra (que aún puede –felizmente- remediar o precisar tamaño olvido), sino porque su silencio no fue –ni mucho menos- olvido suyo y exclusivo. Ni inocente. Oigamos primero a este bien conocido memorialista prototípico; después a Alberto Castilla

Memorias de Alfonso Guerra:

Aún permanecimos unos meses en Madrid, aprovechando para conocer gente de cine y teatro y apoyando la desmembración final del SEU, ya agonizante pero con medios en el ámbito de la cultura” (Cfr. Cuando el tiempo nos alcanza. Memorias, 1940-1982, t. I, pág. 96).

Recuerdos de Alberto Castilla:

Por aquellos días en la sede del SEU, en Quevedo, se encontraban Daniel Regalado, jefe de Madrid y Martín Villa, jefe nacional del SEU, pero no llegué a conocerlos. A  quien vi con frecuencia es a un joven, recién llegado de Sevilla, que entró en Culturales como meritorio, callado y reservado. La verdad es que nunca llegué a saber qué es lo que hacía por allí. Su nombre: Alfonso Guerra.

Bien por el contrario, siguiendo su trayectoria iniciada en Zaragoza (estreno de García Lorca), tratando siempre de ensanchar límites (espectáculo teatral de homenaje a Antonio Machado; probar la cuestionada teatralidad de la obra de Valle-Inclán), Alberto puso empeño en que el teatro y la concepción escénica de Bertolt Brech, a pesar de su significado revolucionario, entrara en España.

Como hemos visto, en el SEU no le dijeron que no; pero el mismo tuvo que gestionar la autorización. La compañía eligió para la presentación El Círculo de Tiza Caucasiano. La Dirección General de Cinematografía y Teatro autorizó el estreno en el Teatro María Guerrero de Madrid; pero sólo se pudo dar una función: la de estreno. El 29 de marzo de 1965. En un ambiente de tensión, dando por buena la sentencia de que “no hay nada más parecido a un tonto de derechas que un tonto de izquierdas” (Carlos Alonso del Real dixit), se enfrentaron los que denunciaban la penetración en España del revolucionario comunista con los que entendían que el SEU sólo buscaba darse aire y lustre internacional con el estreno de su obra (¡!)

Mayor desconcierto provocó en esta clase de crédulos, que comulgan con consignas y se las dan de “buenos” y “malos” alternativos, el espectáculo que Alberto Castilla preparó, al modo brechtiano, para la difusión internacional en los Festivales de Teatro Universitario y en el verano español de los Festivales de España. Era, en realidad, la intencionada evocación de un clásico del teatro español de todos los tiempos: Fuenteovejuna.

Tras llamar poderosamente la atención en el Festival de Parma (7-IV-1965), la obra lograba el Gran Premio Mundial de Teatro Universitario en el Festival de Nancy (29-IV-1965), representándose también en el Teatro de las Naciones de París. En décadas, el teatro español no había logrado un éxito comparable (revista Triunfo).

Como la propaganda exterior del Ministerio de Información y Turismo, timoneado por nuestros paisanos Manuel Fraga y Pío Cabanillas, lanzaba al mundo oleadas de folletos turísticos en los que -entre los símbolos del Spain is Different- figuraba el famoso tricornio de la Guardia Civil, todos entendieron la fuerza simbólica del final del espectáculo: cuando las sombras tricorneadas de la represión masacraban al pueblo en rebeldía…

Yo mismo, al comentar el formidable éxito de nuestro amigo en El Diario de Pontevedra (una plana, 1-VI-1965), provocaba una nota de redacción (Ángel Huete) para que el espectáculo se pudiera ver en la ciudad en los Festivales de España.

Desconocíamos entonces que la tournée internacional había sido prohibida por el Gobierno el 5 de mayo de 1965 y que no habría más representaciones, ni dentro ni fuera de España.

Mes y medio más tarde, el 21 de junio de 1965, hace –justo- 50 años, José Manuel Ortí Bordás, el último jefe nacional de un SEU implosionado,  firmaba este confuso y borroso oficio que fue filtrado para que Alberto Castilla pudiera conocerlo y difundirlo. Lo hizo, por lo menos, a través de mi libro sobre Cesáreo González. Ahora lo conocen también los lectores de La Cueva de Zaratustra. Gastado por el tiempo, lo transcribo. Dice así:

En cumplimiento de instrucciones recibidas de la Secretaría General del Movimiento, te ruego procedas al cese del Director del Teatro Nacional Universitario del SEU, Alberto Castilla.

Del cumplimiento de esta orden se dará cuenta por escrito con la mayor urgencia. Por Dios, España y su Revolución Nacional Sindicalista. Madrid, 21 de junio de 1965. El Jefe Nacional del SEU.

La historia de Fuenteovejuna marca el punto y final de mi memoria del SEU. El cese de Alberto fue el último documento fechado que he logrado conseguir. Poco antes, en Compostela, salía el último número de la revista Quintana. Resistió el SUT (reportaje de nuestra amiga Maricarmen sobre las universitarias del que trabajaban en Pontesa, en El Diario de Pontevedra, 12-VIII-1965), pero también fue aquel su último verano.

* * *

Al retornar a Madrid -en octubre de 1965- para iniciar mi último año de carrera, Alberto se sumó a nuestras inolvidables cenas del restaurante Olimpio, cenas que yo mismo había iniciado algunos meses antes. Dadas sus conexiones internacionales con prestigiosos editores y animadores culturales europeos, estuvimos a punto de lograr lo que hubiera sido un bombazo de Maspero: la edición bilingüe –francés y español- de la extraordinaria poesía social (continúa inédita) de Carlos Oroza en la colección donde el editor antifranquista francés publicó la también bilingüe de Pido la paz y la palabra de Blas de Otero

En España, sin embargo, el silencio se fue haciendo total. No sólo por la censura franquista. En ese silencio intervinieron todos los que –de una manera u otra- habían precipitado la implosión definitiva de una carcasa burocrática. En el caso de los antifranquistas, como si fuera un mérito de la lucha contra Franco. Y Alberto, que fue tan víctima como los catedráticos y los profesores que tuvieron el mérito de romper el sempiterno corporativismo profesoral, acabó siendo el desterrado desconocido… Como tantos otros personajes de nuestras crónicas narrativas y audiovisuales.