Itinerario de una vida apacible que pudo ser trágica, del escritor Diego San José

Diego San José
Diego San José (Fotografía Alfonso)
NOTICIA DE MEMORIAS DE UN “GATO”: En la historia del periodismo español del siglo XX ocupa un lugar destacado el escritor Diego San José. Nacido en 1884 en Madrid, ciudad de la que era un gran conocedor y que llevó siempre en su corazón, a la busca de sustento físico y espiritual, como otros tantos, pronto saltó a la palestra literaria.

Articulista muy prolífico, sus colaboraciones se pueden rastrear en infinidad de medios periodísticos: El Globo, El Imparcial, La Esfera, Nuevo Mundo, Blanco y Negro, Heraldo de Madrid, Heraldo Militar, La Mañana, El Día de Madrid, Por Esos Mundos, Madrid Cómico, La Noche, Mundo Gráfico, etc., etc. Sus creaciones son fácilmente reconocibles por su puro clasicismo, siendo el arcaísmo su santo y seña; sus evocaciones, alusivas a ese siglo áureo y lírico, abundante en picarescas aventuras, se ponen de manifiesto en las refundiciones que, de manera ejemplar, hizo de los clásicos, que luego abandonaría, no habiendo en aquellas, como dejó escrito su coetáneo y amigo José Francés, “el menor daño a la memoria de sus autores, ni a la belleza o interés de la obra”. No se han de olvidar sus incursiones en el género teatral, con sonados éxitos.

Entusiasta de la poesía –fue un excelente sonetista que, en cierto momento, fue tildado de “poeta de la truhanería”–, publicó varios poemarios y, como novelista, es autor de alrededor de cien novelas, largas y cortas, apareciendo muchas de estas últimas en esas colecciones seriadas con vistosas cubiertas, obra de conocidos dibujantes, que por su baratura y presentación tanto éxito alcanzaron en el primer tercio del siglo pasado: El Cuento Semanal,  Los Contemporáneos, La Novela de Bolsillo, El Libro Popular, La Novela Corta, La Novela con Regalo o La Novela Semanal, entre otras.

Los avatares políticos que llevaron finalmente a una cruenta guerra civil supondrían un frenazo brusco a esa poliédrica y exitosa carrera profesional. Detenido a los pocos días de finalizar la contienda “por ser elemento conocidísimo de izquierdas”, Diego San José sería sometido a un juicio sumarísimo y condenado a muerte por su republicanismo, pena que le sería conmutada por la de treinta años, reducidos luego a veinte, para, finalmente, ser indultado en 1944.

Si bien su firma fue censurada, dando lugar a silencios forzosos, no por ello Diego San José dejó de escribir, ahora con seudónimo. La familia del escritor ha conservado alrededor de noventa inéditos y, entre ellos, estas Memorias de un “gato”. Itinerario de una vida apacible que pudo ser trágica, cuya edición, a cargo de la Editorial Renacimiento y en su colección “Biblioteca de la Memoria”, ha visto la luz recientemente con una introducción a cargo del que estas líneas escribe. Han sido necesarios muchos años para que se produzca este grato acontecimiento, del que hay que felicitarse, pues fueron bastantes las gestiones, todas infructuosas, realizadas por el escritor allá por los años cincuenta para ver impresos en tinta lo que resultan ser, a la postre, unos nostálgicos recuerdos donde se rememoran anécdotas, conversaciones, amistades, estrenos teatrales o sustanciosas informaciones de época relacionadas con las costumbres y diversiones populares, festejos y espectáculos callejeros de la “Villa y Corte”.

Traemos a “La Cueva de Zaratustra” el contenido del primer capítulo, “Empezando a vivir” es su título, así como la reproducción de las dos hojas mecanoscritas originales de su comienzo, en el que su autor, convertido en memorialista, nos informa, utilizando sus propias palabras, del “perfil madrileño en los dos primeros años de mi vida”, que son una muestra de su buen hacer y de su inconfundible e impecable estilo.

Diego San José residió los últimos años de su vida en Redondela, donde falleció el 10 de noviembre de 1962. Fue enterrado en el antiguo cementerio de los Eidos. Hoy sus restos mortales reposan en el cementerio de Mañó. Conocida como la “Villa de los viaductos”, la industrial población pontevedresa le había acogido a él y a su familia desde su salida de la cárcel.

No podemos finalizar esta breve noticia sin manifestar nuestro agradecimiento a los herederos de Diego San José por habernos permitido la reproducción de las dos hojas mecanoscritas con que comienza el capítulo I.

DIEGO SAN JOSÉ. MEMORIAS DE UN “GATO”
ITINERARIO DE UNA VIDA APACIBLE QUE PUDO SER TRÁGICA.
I. “EMPEZANDO A VIVIR”

Memorias de un gato... Comienzo del capítulo uno
Memorias de un gato… Comienzo del capítulo uno
Yo, amigo lector, que, a la manera de “Lázaro de Tormes”, de “Pablos de Segovia” y de mi tocayo Torres de Villarroel, el cual, aunque con borla de doctor por Salamanca, también fue pícaro (y esto, en buena hora sea dicho, no significa que yo lo sea ni lo haya sido nunca, aunque, es lo cierto que no me faltaron ocasiones para serlo), quiero hacer  balance de mi vida, aunque, por ser mía, pueda parecerte poca cosa.

Comienzo, pues, por decirte que al nacer no me envolvieron en pañales de rica holanda, pero sí de corriente hilo, por ser mis padres de los innumerables e inocentes condenados, por aquella malhadada siesta de Adán y Eva en el Paraíso, a ganarse el pan con el copioso sudor de su frente.

Vine a los rodados caminos del mundo en esta Villa y ex-Corte de Madrid el 9 de agosto de 1884, en la calle de la Torrecilla del Leal, de cuyo número no hago memoria, pero, si acaso, luego de hacer la deshecha de esta vida, saliérame algún biógrafo, puede hallarla frente a la empinada costanilla que, en memoria de la malaventurada Armada Invencible que Felipe II mandó a combatir con los hombres pero no con los elementos, denomínase de la Escuadra.

Ocho días después recibí las simbólicas aguas del Jordán en la parroquia de San Lorenzo, apadrinado por mis tíos Eusebia y Diego.

En bien poco estuvo que el amanecer mío fuese  el   anochecer  de   mi madre,  que,  por espacio de no sé cuánto tiempo, estuvo en gravísimo riesgo de muerte. Con harta pesadumbre suya, no le fue posible encargarse de mi lactancia y hubo de entregarme a los pechos mercenarios de una comadre del barrio de Vallehermoso, la cual, atenta sólo —como tanta gente desaprensiva y egoísta, que vive de esquilmar al prójimo, aunque después trine contra la explotación de la clase proletaria—, estuvo bien al cabo de ahorrar las pesadumbres y dolores de la que a tanta costa diérame el ser.

Biberones, papillas y harina lacteada fueron sacándome adelante, con hartos trabajos, pero, tanta era la hambre que sufrí en la zahúrda de la detestable ama, que hice cara a la vida, apechugando con cuanto ponían a flor de los labios, y así, con todos los alifafes y pejigueras de la infancia, echadura de dientes, sarampión, lombrices, escarlatina, tosferina, alfombrilla, etc., etc., comencé a subir por la empinada cuesta de la vida, que tantas veces, lector, habrás visto representada en deleznables cromolitografías, a la sazón muy en boga.

Y, en tanto que yo, en los brazos de mi madre, de mi abuela y de mis tías, que, por ser hijo, nieto y sobrino único, no sabían qué hacerse conmigo, iba soltando la “morriña”.

Madrid vivía su vida entre duelos y quebrantos, que tales eran el cólera, que nos hacía la tercera visita en todo lo que iba del siglo; la muerte de Alfonso XII, con esperanzas de una tercera guerra civil, en la que, como si fueran poco las dos dinastías rivales, meterían su cuarto a espadas los republicanos; la pérdida de Las Carolinas, a todo lo cual hacía frente Sagasta con su sonrisa mefistofélica, aceptando el relevo que le dejara Cánovas, diciendo: “¡Ahí queda eso!”.

Eran aquellos, los tiempos de las parejas rivales en todos los sectores de la vida española. En política, los dos personajes que mencionados quedan; en poesía, Zorrilla y Gaspar Núñez de Arce y Campoamor, de añadidura; en la escena, Calvo y Vico; en la dramática, Echegaray y Sellés; en la ópera, Gayarre y Stagno; en la tauromaquia, Lagartijo y Frascuelo y, en el mundillo de los periódicos El Imparcial y El Liberal.

Hubo revuelo revolucionario en Cartagena, que costó la vida al General Fajardo, muerto por las turbas rebeldes, y al jefe del movimiento, un paisano apellidado Bartual, que fue pasado por las armas. Se quemó la estación del Norte y sobre sus cenizas nació la actual, últimamente reformada.

Se sublevaron las placenteras pupilas del Hospital de San Juan de Dios, que estaba en la plazuela de Antón Martín, las cuales no necesitaron la fuerza pública para sosegarse, como solía ocurrir con las verduleras y las cigarreras, bastó con que las dirigiese la palabra el Director del benéfico establecimiento, que era el doctor Bombín. En el teatro de la Princesa subyugaba al público con su arte y su belleza María Álvarez Tubau, representando las comedias de su marido, Ceferino Palencia, y  las  más famosas  del moderno teatro francés.

La infanta Eulalia se casaba a regañadientes, según ella misma ha confesado muchos años después, con su primo, el infante Don Antonio de Orleans, hijo de los duques de Montpensier. A la boda vino la madre de la novia, la destronada reina Doña Isabel segunda quien, teniendo un corazón más grande para el amor que para el odio, no tuvo escrúpulo alguno en conversar muy complacidamente con Sagasta, que tanto había contribuido a hacerla saltar del trono.

Se celebró el llamado Pacto de El Pardo, o de los partidos turnantes, por el cual los jerarcas de los liberales y los conservadores se comprometieron formalmente a ejercer la hegemonía del Gobierno, sin permitir que intruso alguno viniera a arrebatarles el Poder.

En las Cortes de 1886 fue diputado por vez primera Don Benito Pérez Galdós y, ¡oh paradoja sarcástica!, la misma mano que escribió La de los tristes destinos y Bodas reales fue la encargada de pergeñar la respuesta al discurso de la Corona.

Memorias de un gato... Continuación capítulo uno.
Memorias de un gato… Continuación capítulo uno.
En una reunión —creo que entonces aún no se llamaba “meeting”—, celebrada en el teatro Felipe, que estaba en el Prado, a la margen de los Jardines de El Buen Retiro, habló por primera vez Pablo Iglesias que, entonces, no se llamaba más que Paulino.

En la mañana primaveral de un Domingo de Ramos, en el mismo zaguán de la Iglesia-Catedral de San Isidro fue asesinado el primer obispo de Madrid-Alcalá, Don Martínez-Izquierdo, por un cura apellidado Galeote, al que los Tribunales tuvieron a bien dar por loco, sin duda para que no cundiera el mal ejemplo entre la clase eclesiástica.

Se pensó en dar a la cortesana villa aires de gran capital, construyendo una Gran Vía, casi del mismo trazado que la actual, pero, al fin, todo quedó en la popular zarzuela de Pérez y González, con música de los maestros Chueca y Valverde.

“En una tarde fresquita de Mayo…”, como la canción que ya por entonces, y aún  mucho antes, figuraba en el repertorio del “folk-lore” infantil, se desencadenó sobre Madrid y sus cercanías un terrible ciclón que causó muchos muertos y heridos, entre los que, de suma gravedad, figuraba mi padre, el cual, gracias a su robusta naturaleza, pudo contarlo; desde entonces, dividía humorísticamente su existencia en dos mitades: antes y después del ciclón.

Por aquellos días, vino al mundo Alfonso XIII y comenzó la Regencia de Doña María Cristina, apoyada en los dos recios partidos, que habíanse jurado a sí mismos ser básicos pilares de la Monarquía. Y, fue entonces también cuando se hilvanó la desdichada, la malograda sublevación del Brigadier Villacampa, que tuvo por epílogo el indulto de éste, estando ya en capilla con algunos de sus cómplices, y que la soberana misma, según la desbordada fantasía popular, puso en manos de la hija del infeliz reo. Todo culminó en un desdichado y circunstancial drama de Marcos Zapata, titulado La piedad de una reina, que fue prohibido por la autoridad y de cuya prohibición se quiso hacer arma política, hasta el punto de leer Romero Robledo en una tumultuosa sesión del Congreso algunos pasajes de aquello, con que su autor pensaba emocionar al público con quintillas como ésta:

“Coge un pliego de papel,

y dulce como la miel,

y sin demora ninguna,

escribe el indulto en él,

y ponle sobre la cuna”.

Creo que los había peores…

Se inauguró también en este tiempo el cementerio de la Almudena, que entonces se llamó del Este, en término de Vicálvaro, y se “entornaron” las viejas Sacramentales, porque cerrarse no se han cerrado todavía.

Tal era el perfil madrileño en los dos primeros años de mi vida.