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Una escritora decimonónica granadina en el olvido: Carmen Espejo y Valverde
Por Amelina Correa Ramón
La cita de Rosa Montero en su capítulo introductorio “La vida invisible” de su libro Historias de mujeres bien puede servir de adecuado marco de inicio para presentar el caso de Carmen Espejo y Valverde, una de tantas mujeres que en el fecundo siglo XIX decidió que su identidad femenina cobrara vida -alcanzara sentido- a través de la literatura, aun enfrentándose a los prejuicios y limitaciones de una sociedad en buena medida hostil hacia las literatas. Su trayectoria y su nombre, como el de tantas otras, han quedado en el olvido con el paso del tiempo:
… en cuanto que una se asoma a la trastienda de la historia se encuentra con mujeres sorprendentes: aparecen bajo la monótona imagen tradicional de la domesticidad femenina de la misma manera que el buceador vislumbra las riquezas submarinas (un paisaje inesperado de peces y corales) bajo las aguas quietas de un mar cálido.
Aunque en las escasas obras de referencia que recogen el nombre de la escritora Carmen Espejo no se ofrecen sus datos biográficos, todo parece indicar que fue granadina o que, al menos, estuvo estrechamente vinculada con esta ciudad, ya que su firma aparece de manera reiterada en los medios de prensa locales, además de formar parte como socia del Liceo Artístico y Literario de Granada, en cuyas sesiones participaba con cierta asiduidad. Debió de nacer en algún momento indeterminado en torno a la tercera o cuarta década del siglo XIX con bastante probabilidad. Además, del tipo de publicaciones en las que participó, así como de las temáticas y enfoques que plantea su propia obra, se pueden deducir la ideología considerablemente tradicional y la filiación religiosa que caracterizó a esta escritora, en consonancia con una nutrida fila de sus contemporáneas.
Carmen Espejo parece haber comenzado a publicar en el inicio de la década de los sesenta del siglo XIX. En concreto, tres largos poemas suyos de lenguaje grandilocuente y decimonónico aparecieron en la revista El Liceo Granadino, órgano de expresión de la institución homónima, con el título de “A la Virgen” (nº 4, 29 de mayo, 27), “Poesías” (nº 7, 18 de junio, 60) y “Fantasía” (nº 13, 30 de julio, 106-107):
Sobre el mullido césped que bordaba
la fresca orilla de la linfa pura,
una mujer encantadora y bella,
pero que impresa del dolor la huella
en su frente llevaba,
pálida y silenciosa
con doliente ademán se reclinaba.
Su flotante ropaje
que competir pudiera con la nieve,
en ondulantes pliegues se mecía
de la fragante brisa al soplo leve.
La composición que lleva por título “Poesías” tiene como tema el épico ensalzamiento de las gestas llevadas a cabo por el ejército español en las campañas de Marruecos -tema tan de candente actualidad en la época-, y fue, según consta, leída “en la sesión extraordinaria celebrada en el Liceo Artístico y Literario de Granada, en honor de los señores jefes y oficiales del regimiento de Córdoba y tercio de la guardia civil de esta provincia”.
También se encuentra su firma en otros periódicos locales como el igualmente efímero El Genil, subtitulado Semanario de literatura, que se editaría tan sólo entre octubre de 1873 y marzo de 1874. Allí daría a conocer Carmen Espejo un largo texto en verso titulado “La condesa de Alcaudete. Tradición granadina”, que se publicó -tal y como solía ser costumbre usual en las publicaciones periódicas de la época- por episodios (nº 20, 28 de febrero, 94; nº 21, 7 de marzo, 102; nº 22, 14 de marzo, 107; nº 23, 21 de marzo, 114; y nº 24, 28 de marzo, 122-123). Además, y continuando la temática religiosa mariana tan de su preferencia, publica también un poema dedicado “A la Virgen” en la página 58 del nº 15, correspondiente a enero de ese mismo año de 1874.
No obstante, durante los años anteriores y simultaneándolas con sus publicaciones granadinas, ha participado Carmen Espejo en varias revistas madrileñas destinadas a un público específicamente femenino -tan habituales y populares en el periodo decimonónico-, como La Educanda (donde publica los textos “Rocío”, “La virtud” y “La esperanza” entre septiembre de 1863 y marzo de 1864), El Ángel del Hogar -revista dirigida por la escritora Pilar Sinués de Marco- (donde publica fábulas de imaginería floral -tan absolutamente recurrentes en la iconografía de la mujer de la época – tituladas “Las dos rosas”, “La adelfa y la pasionaria” y “La azucena y la siempreviva”, en el periodo comprendido entre marzo y septiembre de 1866) y El Correo de la Moda (donde colabora en 1866 con dos poemas, “Las estaciones” y “El ciprés y la sensitiva”).
Además, se tiene constancia de la conservación en la Biblioteca Real de Palacio de tres textos manuscritos y firmados de puño y letra por la propia escritora, quien, movida probablemente por su fervor monárquico, los dedicó a la reina Isabel II. Así, de 1862 data la composición poética “El Laurel de la Reina” (Signatura II/3442), en la que Carmen Espejo recoge la tradición que rodea al antiguo árbol así conocido en la localidad de La Zubia, vecina a Granada, vinculado con la figura de Isabel la Católica en el momento de la Reconquista de la ciudad, que se encuentra encuadernado en volumen exento, a pesar de constar tan sólo de once folios, más dos hojas. En cambio, de 1865 son los otros dos manuscritos, con dos composiciones poéticas breves, tituladas “A Su Majestad la Reyna [sic]” (Signatura II/3326) y “Oda a S. M la Reyna [sic] Doña Ysabel [sic] Segunda” (Signatura II/4040 ), que constituyen en realidad dos versiones del mismo texto laudatorio y de exaltación de la regia persona.
Algunas décadas más tarde, ya en los inicios del siglo XX, y, al parecer, cambiando ahora de género literario, colaborará en otro periódico granadino, El Triunfo, que siguió la muy arraigada y popular costumbre de la época de incluir junto a la información y crónicas del momento un folletín de carácter literario que se iba publicando por entregas. Así, se puede constatar que los folletines nº 628 y 654, correspondientes ambos al año 1901, consisten en obras de Carmen Espejo, en concreto las tituladas “El Laurel de la Reina” (se puede comprobar que la autora repite la leyenda que varias décadas antes había dedicado a Isabel II en el mencionado manuscrito) y “Lucía”.
Éstas son las últimas colaboraciones que se le conocen, por lo que se puede suponer su fallecimiento en algún momento indeterminado de los primeros años (quizás décadas) del siglo XX.
Pero recientemente quiso la casualidad que en uno de esos tesoros inagotables que suelen constituir los catálogos de las librerías de viejo, hallase casi por casualidad el título de una novelita firmada con el nombre de esta casi desconocida autora granadina. Se trataría, precisamente, de una de las dos obras que varios decenios más tarde iba a publicar por fascículos en el periódico El Triunfo, en concreto, de Lucía, cuya publicación en volumen exento se adelanta nada menos que hasta 1874. El lugar de edición es la propia capital granadina, y se edita por la Imprenta y Librería de la Sra. Viuda e Hijos de Zamora. El ejemplar que he podido adquirir cuenta con un sello de su anterior propietario en la portada interior, donde se puede leer: “Audiencia de Granada. Secretaría de Sala del Ldo. D. Antonio Serra Morant”, letrado con aspiraciones literarias, del que se conocen al menos algún título de comienzos del siglo XX, como su novela La casa de la paz.
El título de la obra viene dado por la protagonista, una joven de origen humilde quien, deslumbrada por las promesas de amor y lujo que le hace en su humilde aldea un joven aristócrata de Sevilla, se ve seducida y posteriormente postergada, en un argumento muy del gusto de la época y de este tipo de literatura de folletín. Puesto que se trata de la típica novela melodramática y sentimental, que pretende ofrecer una moraleja a sus lectoras, la joven se arrepiente finalmente de sus actos, y, para propiciar un mayor efecto lacrimógeno en el sensible público destinatario, al salir de confesar sus pecados con un sacerdote, encuentra a un desvalido anciano muy enfermo, quien resulta ser su padre abandonado, del que obtiene su perdón, bendición final y el último aliento que exhala en sus brazos. Lucía, escarmentada del desengaño de las glorias y oropeles de este mundo, regresa a la humilde cabaña de su aldea para llevar una existencia retirada. No obstante, contagiada del mal que aquejaba al anciano, siente que su vida se le escapa a raudales:
¡Ay! Cuando el otoño haga caer las hojas de los grandes castaños de la fuente, ellas cubrirán la tumba de la huérfana. ¡Pobre Lucía!